Primavera sombría y El hombre del jazmín y otros textos - Unica Zürn
Cuando la elocuencia de lo leído provoca silencio en quien lo lee, la pantalla en blanco se vuelve un abismo insalvable. Cuando ese silencio no es vacío, sino plenitud, abstenerse de manifestarse sobre lo leído no es una opción. Cuando el silencio es grito pugnando por salir, comenzar por el principio puede resultar un recurso fácil o, cuando menos, cómodo. Cuando no existe un único principio, hay a cambio variedad de hilos de una misma hebra de los que tirar. Comenzaré, pues, tirando de esos hilos. Comenzaré y a ver qué sale.
Llegué a Unica Zürn por una publicación de Ana Blasfuemia en Instagram fechada el 1 de octubre de 2023. Compartía Ana un fragmento de La pared, de Marlen Haushofer —autora tan querida por mí—. Le conté en un comentario que había leído esa novela en la edición más añeja de Siruela bajo el título de El muro. Respondió Ana mostrando su preferencia —que también es la mía— por esa traducción del título. A la conversación se unió otro comentarista, el cual nos aclaró que la traducción de La pared es más fiel al título original de la novela. Y así, hablando de viejas ediciones de Siruela, de obras descatalogadas difíciles de conseguir y de alguna que otra rescatada por alguna pequeña editorial de poca repercusión, surgió el nombre de una escritora para mí completamente desconocida. Así nació para mí Unica Zürn. Tan solo hicieron falta unas breves pinceladas sobre ella para que mi curiosidad inicial se transformara en necesidad y en íntima sospecha de que la hasta entonces desconocida era una escritora para mí. «No sabes dónde te has metido» —me advirtió Ana en lo que resultó ser el cierre de esa conversación a tres—. «Zürn es... única».
Zürn llegó a mi casa a finales de 2024. Mi pálpito sobre ella me acuciaba de tanto en tanto y decidí que ya era momento de hacerle caso. Lo hice a través de dos libros: Primavera sombría y El hombre del jazmín y otros textos (los otros textos son: Notas de una anémica, La casa de las enfermedades y El blanco con el punto rojo). Descarté de la escritora las antiguas ediciones de sus obras de Siruela (alguna conseguí localizar en alguna biblioteca pública, aunque cierto es que no son libros fáciles de encontrar) y decidí comprar las nuevas de Pepitas de calabaza y Wunderkammer (otra desconocida para mí, esta última editorial). No soy acaparadora de libros como objetos, pero me apetecía tener estos libros. Quedármelos. Cogerlos en alguna ocasión y abrirlos al azar. Saber que están ahí, a mano; Unica Zürn y yo a una distancia equivalente al largo de mi brazo desde la punta de mi dedo corazón hasta mi hombro. Tanto barruntaba que mi encuentro con la alemana iba a ser especial para mí que quise adquirir sus libros con ese dinero especial ahorrado en mi tarro-libros (sí, hice trampa y gasté algunos euros antes de que terminara el año).
Lo primero que leí de Unica Zürn me lo trajo el azar. Todavía no había empezado ninguno de sus libros. Estaba aún con mi primera lectura de este año (Primavera sombría y El hombre del jazmín... —no lo sabía por entonces— estaban llamadas a convertirse en la segunda y la tercera), pero mis dos recientes adquisiciones no paraban de hacerme guiños desde la estantería. A veces acudía a su llamada, me acercaba a ellas y las tomaba en mis manos. Un día abrí uno de esos libros por azar. Página 113 de El hombre jazmín y otros textos, ahí me llevó esa apertura. En las primeras frases de esa página se posaron mis ojos y esto fue lo que leí:
«Siente emoción y espanto al mismo tiempo. Bien visto, esas criaturas no tienen nada de terrorífico; les faltan los ojos, el rostro; emanan una gran dignidad, una gravedad siniestra, algo nobilísimo.Si alguien le hubiese dicho que había que volverse loca para ver esas alucinaciones, sobre todo esas últimas, no hubiera tenido ningún problema en perder la cabeza. Lo que ha visto le sigue pareciendo lo más asombroso del mundo».
Los dos libros de Unica Zürn que leo comienzan con sendos prólogos. El de Primavera sombría lo firma Lurdes Martínez. El de El hombre del jazmín y otros textos corre a cargo —así como la traducción— de Núria Molines Galarza. Son dos prólogos de esos que da gusto leer y que enriquecen y ayudan a contextualizar lo que está por venir. Por ellos sé lo que sé de la vida de la escritora alemana.
Si de la vida de alguien hay que hablar, la infancia puede ser un buen comienzo:
«[...] mi infancia se detuvo en el momento en que entendí el drama de mis padres». (Notas de una anémica)
«[...] muy pronto, me partí en dos mitades».
(El hombre del jazmín)
Por añadir algo más, diré que en la vida de Unica Zürn hubo tres hombres:
El padre: casi siempre ausente. La primera fascinación de la pequeña Unica y también su primera decepción. Por la madre, en cambio, siente un profundo rechazo. El drama de sus padres es el de un matrimonio roto. Zürn nunca terminó de superar el dolor de abandonar la casa de su infancia en Grunewald. En El hombre del jazmín asevera que, desde que cumplió quince años, tras la gran subasta en que se vendió todo, no ha pasado un día sin que haya realizado en su pensamiento su paseo rutinario por la casa de su niñez.
Hans Bellmer (Katowiz, 1902-París, 1975): pintor y escultor. Compañero sentimental de Zürn desde 1953 hasta el final de sus días. La introduce en el mundo del surrealismo y el dadaísmo. Al abrigo de ese nuevo universo que se abre ante ella, la escritora comenzará a crear sus primeros poemas anagramáticos, disciplina en la que destaca, pero que también implica un peligro para ella por el aislamiento que le supone de la realidad. Sádico Bellmer y masoquista Zürn, la verdadera naturaleza sadomasoquista de su relación se fue con ellos a la tumba que ambos comparten. Núria Molines Galarza escribe en su prólogo que Hans Bellmer era para Unica Zürn «la realidad, el compañero que tenía a su alcance, al que podía tocar, la cercanía». La escritora —sin nombrarlo— se refiere a él como amigo en varias ocasiones a lo largo de El hombre del jazmín (a ella misma se refiere en tercera persona). «Nunca podrá acabar de devolverle las fuerzas que él ha necesitado para arroparla con el calor, la amistad, el aliento, como si fueran un abrigo calentito», escribe en ese texto en relación a cuando ese amigo la lleva a casa tras uno de sus ingresos psiquiátricos, y, también, ante el inicio de uno de sus brotes psicóticos: «Solo una persona como el amigo al que acabo de abandonar es capaz de darse cuenta de que se ha vuelto a alejar de la realidad, que corre peligro».
Henri Michaux (Namur, 1899-París, 1984): poeta y pintor. Si Bellmer era para Zürn la realidad y la cercanía, Micheaux —y sigo citando a Molines Galarza— «era la fantasía, la espera, la distancia», con toda la importancia que estas tres cosas tuvieron en la vida de la escritora. Micheaux es para Zürn el hombre del jazmín.
«Por un instinto precoz, que precozmente traicioné —es decir, que la distancia y nada más que la distancia es lo que, para mí, significa lo milagroso—, de niña soñé con casarme con un hombre blanco, paralítico. Él me enseñaba. Yo me veía sus pies. Enseñar y escuchar, ese era el carácter de aquel matrimonio, que se desarrollaba en un parque, bajo el cielo eterno de julio. Y, como no podría ser de otra manera, el hombre era apuesto y dueño de un castillo. De su imagen no me queda mucho más que su blancura (una cuestión del cabello y de la piel y de los ojos).También de las manos.Detrás de nosotros, inmutable, florecía el jazmín.Nada cambiaba.Además de con sus ojos grandes, deliciosos, pero también atemorizantes, me acariciaba con su voz.Yo creo que nunca me dio la mano.Aquel matrimonio era mi bienaventuranza.Creo que esa convicción no se ha movido ni un ápice.Y esa es mi desdicha. Mi gran desdicha con respecto a mi vida y sus posibilidades.Y ese es el sentido de mi cuento de vivir a dos».(El hombre del jazmín)
Detalle de una fotografía original (Hans Bellmer, John Percival at MONA) de deepwaren bajo licencia CC BY-NC-SA 2.0 que muestra una de las muchas representaciones del artista de La Poupée, «objeto de funcionamiento erótico» —en palabras de Lurdes Martínez— «a tamaño natural, muñeca descuartizada por la pulsión amatoria en la que» Bellmer trabajó «desde 1933». La propia Zürn fue modelo para su pareja en una de sus series de fotografías que muestran el cuerpo de la escritora atado con cuerdas en diferentes posiciones. |
«Ay, si él nunca hubiera aparecido, si el hombre del jazmín —aquella vieja visión que, en momentos de gran necesidad, entró en su infancia como un gran ejemplo para salvarla de aquel mundo que entonces no entendía, el mundo de los adultos, tan sospechoso— hubiera seguido siendo una imagen onírica hermosísima y tierna... Pero con la aparición del «hombre blanco» de verdad —acaso hay otro modo de llamarlo si emana un blanco siniestro—, con su aparición empezó la locura».
Si he de comenzar a hablaros de Unica Zürn, a aprehender de alguna manera su esencia, prefiero que sea ella misma quien lo haga con sus propias palabras a través de los fragmentos que siguen. Los dos primeros proceden de Notas de una anémica y el tercero de La casa de las enfermedades:
«Hay personas a las que hay que adorar y otras que han de adorar... sin límites. Yo siempre he sido de las segundas. Venerar, admirar, adorar... sin límites. Estar en las sombras, contemplar, observar: esa es mi pasiva actitud vital. Y los adorados me atraen y yacen sobre los escasos tesoros restantes que aún me quedan de la infancia».
«Me ansío, anhelo el milagro. Sea lo que sea... ay ¿por qué no sucede nada, absolutamente nada? Qué pavores encierra la simetría —si siempre sucede lo mismo, solo lo mismo, cuando la costumbre y la certidumbre, esas dos gordas e insoportables criadoras de puercos, empiezan a mandar—. Lo conocido, lo conocido en exceso... me revuelve el estómago».
«Ser eternamente la víctima, ese es mi sino».
Es del tamaño de mi mano, que es más bien pequeña. Tiene setenta y ocho páginas; las veintisiete primeras, reservadas a los preliminares y el prólogo. El rostro de Unica Zürn, atravesado por los mimbres de su primavera sombría, me recibe desde la cubierta. Así es el primer libro que leo de esta autora. Así comienzo a leer a esta escritora en la que soy incapaz de pensar sin colocar mentalmente una tilde sobre la inicial del tercero de sus cuatro nombres con el que pasó a una posteridad que prácticamente la ha sepultado en el olvido.
De todo lo que he leído de Unica Zürn, Primavera sombría es lo único que —aun con mucho de autobiográfico— es claramente una novela. Esta obra y El hombre del jazmín son, además, los únicos textos en los que la autora abandona la narración en primera persona del singular para expresarse en tercera persona, materializando así en la escritura esa escisión que tal vez desde siempre habitara en ella.
Primavera sombría es una potente novela sobre la construcción del deseo sexual en la infancia. Conviene, pues, acercarse a ella dejando a un lado cualquier moralina al respecto y abrazando, en cambio, esa libertad artística y literaria reivindicada por Lawrence Durrell en algunos de los memorables pasajes que me regaló en Clea, novela que cierra su extraordinario El cuarteto de Alejandría. Su protagonista es una niña prepúber. Su protagonista es una niña terrible, como terrible es la inocencia de los niños. Su protagonista es una niña a la que tengo que adorar; una niña que, en algún momento, me ha recordado a la de La piscina, de Yoko Ogawa, otra novelita del tamaño de mi mano que es una maravilla. Es una niña que no quiere perder nunca la curiosidad y para la que la observación es un placer inagotable. Una niña que ama la tragedia como solo pueden (o saben) amarla los niños (o tal vez las niñas). Aún no sé, cuando conozco a esa niña, que más tarde leeré en Notas de una anémica lo siguiente: «Una muerte que no temo, con la que cuento en secreto desde hace mucho, pues me promete toda su poética, la poética que espera mi romántico ánimo de morir». Aún no sé cuando leo en esta novela lo que sigue que estoy leyendo con ello la traducción del ADN de su autora: «Esta experiencia amorosa de la infancia le ha enseñado mucho más de lo que cualquier adulto podría haberle enseñado: cuando se trata de adorar, es crucial permanecer impasible. Hacer de la inacción una ley». Termino de leer este tesorito del que apenas he querido desgranar nada para preservar la joya preciosa que es y escribo a lápiz bajo su última línea: «Una niña que no sabe. Una niña autodidacta de la vida que sabe lo que los adultos no saben». Más tarde, cuando me adentre en La casa de las enfermedades, me encontraré allí con lo siguiente: «Solo cuando se llega a la edad adulta, se olvida, de vez en cuando, como tantas otras cosas importantes, aquello que sí se sabía en la infancia».
Henri Michaux for PIFAL, dibujo de Arturo Espinosa bajo licencia CC BY-NC 2.0 |
No sé si es por estar escrito a modo de diario, si por la lluvia que cae afuera mientras Zürn escribe y que se cuela por su humor cual si este fuera tierra, pero el caso es que leyendo Notas de una anémica me acuerdo de Katherine Mansfield y de su no menos hermoso Diario. Sí, pasearme por el imaginario de esas escritoras tan especiales para mí, de algunas de las cuales no he podido evitar acordarme —puntual o reiteradamente— a lo largo de mi estancia en estos libros en compañía de Unica Zürn es otra manera de comenzar a hablar de aquello de lo que no se sabe cómo. Haushofer, que de alguna manera me abrió la puerta a Zürn y que antes me abrió La puerta secreta de Annette, para la que la espera no era milagro sino sufrimiento, que sentía el acoso de ese invisible que tanto me recordó al enemigo de Anna Kavan y que es tanto el anverso como el reverso de las visitas que presiente Zürn en sus delirios. Si hablamos de espera no puedo olvidarme de mi Camille, sentada en su silla en el jardín, es decir, de la Camille Claudel de Michèlle Desbordes. Anna Kavan, por supuesto —acabo de mencionarla—, y su propia locura y sus propios ingresos psiquiátricos convertidos en cuchillos afilados de belleza y arte en El descenso. Mi adorada Janet Frame, que también se inspiró en sus propios ingresos en sanatorios mentales y en sus compañeras de infortunio para escribir Rostros en el agua. Mi Marina (Marina Tsvietáieva), sus idilios cerebrales y su mirada buscando un gancho en la pared. Emmy Hennings (otra dadaísta como Zürn) y las celdas de su Cárcel que me abrieron las puertas a la fraternidad y la sororidad. Clarice Lispector y las máscaras (el adiestramiento, el amaestramiento). Y también —si bien esta última no pertenece a ese selecto club de mis especiales, aun teniendo cosas muy especiales— Almudena Sánchez y su Fármaco cuando, en El hombre del jazmín, le leo a Zürn —que podía vivir con la melancolía, pero no con la depresión, que era tan diferente— lo siguiente sobre su propia depresión:
«A la mañana siguiente se sienta con el triste grupo de las zurcidoras y deja las manos sobre el regazo. La negra depresión le vuelve poco a poco. Antes, cuando escuchaba la palabra depresión, cuando observaba a sus amigos en ese estado, no lograba entender lo que expresaba el término. Conoce la melancolía desde la infancia, pero no la depresión. Con cada día que pasa, se vuelve más incapaz de llevar a cabo alguna tarea o de conversar con las demás enfermas. Hasta el pensamiento se detiene, Incapaz de recordar a las personas que la han impresionado para tomarlas de ejemplo.Incapaz de recordar la riqueza de los libros leídos y tan queridos o de la música. Su espíritu ha dejado de trabajar. Parálisis absoluta».
«Si se publica este texto, se ha de hacer con los dibujos que lo acompañan y que se encuentran junto con el manuscrito original». Así termina La casa de las enfermedades. Así se publica ese texto y así tengo acceso a él. Así comienza mi encuentro con esa otra faceta artística de Unica Zürn. Sus dibujos automáticos son el aliado perfecto a sus palabras. Los mismos dibujos están acompañados de las que para mí son palabras inteligibles por pertenecer al idioma alemán. Los márgenes de este libro (amén de lo muchísimo que he subrayado tanto en este como en Primavera sombría) han quedado llenos de anotaciones a lápiz hechas por mí durante su lectura, muchas de las cuales hacen alusión a las autoras y libros que he mencionado más arriba. Escribo apretado, pequeño para no ocupar mucho espacio. Debería haberle sacado punta al lápiz para que la escritura fuera más clara, pero escribo para mí y no me importa que lo escrito no se entienda demasiado bien. Me pregunto si, con lo años, si por un casual saco este libro de la estantería y lo abro al azar como hice antes de comenzar su lectura, lo escrito por mi propia mano no será para mí algo extraño. Me pregunto incluso si seré capaz de desentrañarlo en su totalidad, si a mis ojos mis palabras no serán tan inteligibles como las alemanas de los dibujos de Unica Zürn.
A los ojos de Zürn les han disparado y se han quedado sin corazón. Ahora sus ojos miran a la izquierda, a la lejanía, hacia un arbolito. La izquierda es otra de las fijaciones de la escritora. Es de esa dirección de la que llega siempre la maravilla. Con esa imagen de ojos sin corazón que miran a la izquierda buscando un arbolito comienza La casa de las enfermedades. En general, Unica Zürn no me ha resultado compleja de leer, pero este texto en concreto lo he encontrado un tanto críptico. En él me encuentro por primera vez con la alusión al plexo solar, que la autora considera tan importante, así como con la figura del trampero, que le pone trampas de salud, una salud que, por momentos, la escritora es renuente a recobrar a tenor de las siguientes palabras en las que nuevamente vuelve a hacer mención a su escisión: «[...] me parto en dos. Mi «mejor mitad», como es lista y sabia, quiere que siga enferma un poco más, ya que sabe lo que se puede conseguir con una enfermedad como la que yo tengo».
«[...] ¿qué se supone que tengo que hacer con la felicidad después de haberme acomodado tan alegremente en la infelicidad?», leo en El blanco con el punto rojo, texto en el que la autora se interpreta y analiza, pero que por su naturaleza un tanto extraña me deja con ciertos interrogantes. Sobre alguno de ellos tal vez vuelva más adelante.
«Entonces, aparece por primera vez la visión: ¡el hombre del jazmín! ¡Infinito consuelo! Tomando aire, se sienta delante de él y lo mira. ¡Está paralítico! qué felicidad. Nunca abandona la silla del jardín, donde el jazmín también florece en invierno.Ese hombre se convierte en su imagen del amor. Más hermosos que todos lo ojos que ha visto jamás, son azules esos ojos».
Las primeras páginas de El hombre del jazmín casi parecen narrar una historia surrealista y un tanto cómica. Sin embargo, a lo que en realidad estamos asistiendo, y de forma, además, admirablemente lúcida, es a las alucinaciones auditivas y visuales que Zürn sufría, a las señales, órdenes, códigos, acertijos y secretos que están en el mundo solo para ella. Si cuando leí Trilogía de Copenhague, de Tove Ditlevsen (otra de mis escritoras especiales), dije de la última parte de ese libro que nunca había leído nada que plasmara y transmitiera de igual manera lo que supone la dependencia a la que lleva la drogadicción, proclamo ahora que nunca he leído nada que de una idea más acertada a quien nunca lo haya sufrido de lo que es experimentar un brote psicótico. Si habéis visto Orange Is the New Black, tal vez recordéis el personaje de Lolly Whitehill (la rubita de pelo corto con gafas que sufría delirios conspiranoicos) interpretado por Lory Petty. Yo no he podido evitar acordarme de ella en algunos momentos durante esta lectura.
Para Zürn, los brotes psicóticos son como caminar «por una gran obra de teatro que se representa en su honor». Asiste a ella, la disfruta como una niña y se anticipa a la representación —la presiente, literalmente— con el deleite del milagro tan anhelado que finalmente le es dado. También, a veces, la invade la confusión. Se pregunta si lo que ve lo ve solo ella. A veces encuentra señales y se convence de que no es así. Otras, vuelve la duda de si acaso no estará loca.
«¿Nunca cesará esa enorme necesidad que tiene de apariciones maravillosas? Y cuando algo aparece de verdad, cuando todo cambia poco a poco, y aparece de manera increíble, ¿cuál es la consecuencia? Que, de inmediato, entra en conflicto con la sociedad y la encierran. Con ayuda de los medicamentos que le administran, enseguida ha adquirido la capacidad de poner en claro las situaciones que la han llevado a Wittenau. Adiós al gran hechizo. Todo se vuelve normal... Tranquilo... De andar por casa».
Eso es exactamente lo que Unica Zürn nos narra en El hombre del jazmín: su alternancia entre sus delirios y sus estancias en diferentes hospitales psiquiátricos. Si algún halo de romanticismo alguien le ve a la locura, que lea El hombre del jazmín y ese halo se evaporará (que lea El descenso, que lea Rostros en el agua). Que conozca de primera mano el dolor de Unica Zürn. Que sepa del dolor —tan diferente cada uno y, a la vez, todos tan iguales— de sus hermanas de cautiverio. Las historias que suceden en el interior de los sanatorios psiquiátricos parecen impregnar sus muros y amontonarse en sus paredes. «¿Cómo olvida una estas imágenes?», se pregunta la autora en este texto en relación a sus compañeras de infortunio. «Pero ¿dónde, dónde está Dios?», exclama desesperada ante tanto abandono.
No he podido confirmar que Primavera sombría fuese lo último que la autora escribió. Sé, al menos, que su escritura es posterior a la de El hombre del jazmín. Me gusta, no obstante, pensar que es así. Me gusta porque así puedo terminar por el principio, no solo por el primer libro que he leído de la escritora alemana, sino por esa infancia suya en él contenida que es como un presagio de lo que vendría, porque (aunque pienso que lo de no spoilear es algo bastante sobrevalorado, voy a camuflar el párrafo que sigue. El que quiera leerlo solo tiene que seleccionarlo —truquito que le copio a mi amigo Juan Carlos Galán— y allá él)...
...porque la niña de Primavera sombría se suicida al final de la novela. Con tan solo doce años, se precipita al vacío desde la ventana de su cuarto. También acontece en la novela que la niña es violada por su hermano. No tengo la absoluta certeza de que el hermano de Unica Zürn la violara. Sí tengo la certeza de que, obviamente, la autora no se suicidó con doce años. Sin embargo, en El blanco con el punto rojo me encuentro con lo siguiente: «Y otro milagro, un segundo milagro: ya no me arrepiento de no haberme tirado por la ventana cuando tenía doce años», lo cual quiere decir que, aunque no se suicidara a esa edad, sí que se le pasó por la cabeza. Pero, a lo que iba: si digo que la primavera sombría que fue la infancia de Unica Zürn es un presagio de que su vida difícilmente llegaría al invierno es porque...
...porque lo que sí os puedo contar es el final de la vida de Unica Zürn. En 1970, la escritora, durante un permiso para salir del centro psiquiátrico donde por entonces se encontraba ingresada, vuelve a casa con Hans Bellmer. Este había sufrido una embolia el año anterior que —paradojas de la vida, cual si ahora fuese él el hombre del jardín— lo dejó paralítico y, para más inri —según cuenta Núria Molines Galarza en su prólogo—, del lado izquierdo, esa dirección de la que para su compañera venía siempre todo lo maravilloso. El 19 de octubre, durante ese permiso, Zürn se tira por una de las ventanas de la casa que ambos artistas compartían. Como sentencia la traductora, «nadie comete una locura sin dejarla antes escrita».
«Mi milagro se cobrará su precio. Alumbrar su desdén, su misericordia algo costará, su existencia será breve, como todo lo maravilloso. Puede que, para vivirlo, tenga que pagarlo con la vida».(Notas de una anémica)
«A veces me resulta violento escuchar mi propia respiración. Bendigo el paso del tiempo.Absorta en mi adoración desde mi bienaventurada boda infantil vestida de blanco siento que, poco a poco, me tiño de blanco...Nadar en la blancura para unirse de manera inseparable a las imágenes blancas.Y esos son mis puños apretados, pero también nuestro cuchillo, que es mejor que un amigo».(El blanco con el punto rojo)
Uno de los dibujos de Unica Zürn para La casa de las enfermedades |
Algunos de mis subrayados y anotaciones en El hombre del jazmín y otros textos |
El diagnóstico: hay división de opiniones sobre la enfermedad mental que sufría Unica Zürn. Según cuenta Molines Galarza en una nota de su prólogo, el expediente médico de la autora se encuentra desaparecido; parece ser que un admirador suyo lo robó. «Los psiquiatras que la trataron», cuenta la traductora, «consideraron que padecía una esquizofrenia; sin embargo, otros opinan que su diagnóstico estaría más próximo a una psicosis maniacodepresiva por su alternancia de fases alucinatorias, con delirios auditivos y visuales, con otras fases depresivas en las que llega a quedarse catatónica». A tenor de lo leído en El hombre del jazmín —y sin tener ningún conocimiento médico o psiquiátrico, por lo que mi opinión es puramente subjetiva— me inclino por esta última opción. Sin ir más lejos, las siguientes palabras de ese texto parecen encajar con ese diagnóstico:
«[...] está casi desaparecida en el abismo de una nueva y profunda depresión, como corresponde a la ley de su enfermedad: unos días singulares, unas noches con la estremecedora vivencia de las alucinaciones, un breve impulso hacia arriba, el sentimiento de sentirse una criatura extraordinaria... Y luego la caída, la realidad, la quiebra de los espejismos».
Los hijos: fruto de un matrimonio convencional, la escritora tuvo dos hijos, Katrin y Christian, nacidos respectivamente en 1943 y 1945, de los que pierde su custodia tras su divorcio en 1949. Las referencias a Christian son recurrentes en El blanco con el punto rojo, y también lo menciona en El hombre del jazmín. Sin embargo, el silencio respecto a Katrin —si bien es cierto que El hombre del jazmín está dedicado a ambos hijos— me resulta llamativo. Las referencias a Christian, en cambio, las encuentro inquietantes. «Un cuchillo es mejor que un amigo». (Te había preguntado si por fin habías hecho algún amigo)», cuenta la autora que le respondió ese hijo en El blanco con el punto rojo (recordad esa cita más arriba que termina con «Y esos son mis puños apretados, pero también nuestro cuchillo, que es mejor que un amigo»), y también en ese texto menciona la pérdida de ese hijo, algo que —sin saber muy bien a qué se refiere con esa pérdida, pues nada sé ni de las vidas de Katrin y Christian ni de sus relaciones con su madre— tal vez ya la autora supiera de antemano, pues, al rememorar el parto de su segundo hijo en El hombre del jazmín, escribe: «los terrores futuros que le depara la separación de ese hijo» (el resaltado con diferente tipografía es mío). También en ese texto cuenta que tiene una visión en la que ve a Christian ahorcado. Más tarde, lee una noticia en el periódico sobre un joven que ha sido encontrado ahorcado en el bosque. Como si se tratara de su hijo, envía una carta al internado en el que vive Christian. El anagrama que contiene el sobre parece un epitafio y avisan al padre del muchacho que, asustado, acude de inmediato al internado donde, evidentemente, se encuentra a su hijo vivito y coleando. Y, según cuenta más tarde en el mismo texto, y ya en el colmo de sus delirios, la escritora siente repentinamente la revelación de que su hijo lo es del hombre blanco, pues tiene sus mismos ojos azules y fue concebido una noche en la que ella no sintió que su marido la tocase.
Herman Melville: sí, Herman Melville. Para el común de los mortales, el autor de Moby Dick; para Unica Zürn, «aquel poeta que escribió su obra maestra a partir de un gran anhelo». «Ella leyó que el escritor había empezado su Moby Dick «tras encontrarse con la dama irlandesa en la diligencia, de viaje a través de Inglaterra». Le encantaba creer que ese encuentro, que no se había repetido, había sido el origen de la obra más importante de Herman Melville». Notad que las iniciales del escritor estadounidense coinciden con las de Henri Michaux (quien —recordemos— para la escritora alemana era el hombre del jazmín). Las iniciales HM son señal constante en las alucinaciones de Unica Zürn, como así cuenta ella misma en El hombre del jazmín, texto en el que la mención a Herman Melville es reiterativa.
Para terminar: una reflexión que excede lo que es la vida y obra de Unica Zürn (así os dejo rumiando con algo más light), pero que me parece muy interesante. Es una nota de Lurdes Martínez a su prólogo a Primavera sombría que os comparto a continuación. Qué maravilla los libros en los que hasta las notas al texto no tienen desperdicio.
«Existe un acercamiento a las mujeres surrealistas desde la perspectiva de género que deforma y perjudica su comprensión. A cambio de darse a conocer, han ganado la amarga victoria de ser examinadas fuera de contexto, de verse convertidas en víctimas de sus compañeros, de que su aportación creativa sea exaltada de manera acrítica, encajonada en el arte de mujeres e interpretada desde el único punto de vista de la construcción de la identidad. Por la relación de tintes sadomasoquistas que mantuvo con Hans Bellmer y por su enfermedad mental, Zürn parece haberse convertido en caso paradigmático de los estudios de mujeres y el feminismo académico en su necesidad de arrancar a las mujeres surrealistas de las garras del patriarcado, solo para amortajarlas en los propios intereses de género».
Por lo que he podido averiguar este es (fue hasta 2006) el hospital psiquiátrico de Wittenau, de cuya estancia en él Unica Zürn escribió en El hombre del jazmín. «[...] la mujer grita de nuevo, el tema es escandaloso, horripilante: parece evocar viejos tiempos, el pasado que se ha desarrollado tras los muros del manicomio de Wittenau», escribe en ese texto la autora sobre otra de las internas. La historia del manicomio es larga y especialmente negra en la época del auge del nacionalsocialismo alemán, una de esas historias paralelas a la lectura que descubro a veces por azar al buscar fotografías para ilustrar las reseñas. Quién sabe si es a eso a lo que se refería Zürn al hacer mención al pasado tras los muros de Wittenau. En cuanto al pasado de la escritora en esos años, nada sé en realidad, pero reproduzco a continuación la siguiente manifestación de Lurdes Martínez en su prólogo a Primavera sombría: ««Mi juventud es la desgracia de mi vida», escribirá más adelante en otros de sus anagramas, sentencia tal vez cargada de culpa por una implicación con el nazismo que, en el caso de Zürn, excede la aceptación pasiva de la «mayoría silenciosa», enfrentada tal vez a los reproches de Bellmer». Fotografía en dominio público de 1885 de Friedrich Albert Schwartz. |
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