Fármaco - Almudena Sánchez / Hombres que caminan solos - José Ignacio Carnero

Almudena es niña. José Ignacio es hombre que camina solo.

Los trato así: por su nombre de pila, es decir, de tú. Al fin y al cabo, ambos escriben literatura del yo.

Los conocía ya a ambos. Los dos nacidos en la década de los ochenta. Los dos con un primer libro publicado por la editorial Caballo de Troya.

Sobre el libro de relatos de Almudena La acústica de los iglús, escribí una (tal vez demasiado) entusiasta reseña aquí (aunque creo que de releerlo me volvería a entusiasmar). De la maravillosa (primera mitad (la segunda se me hizo repetitiva)) Ama de José Ignacio, dejé en cambio unas breves impresiones aquí.

Los leí por separado, con menos de tres años de diferencia. Esta vez los traigo juntos (no los he leído juntos, pero sí seguidos y con premeditación aunque sin alevosía).

Almudena (la nombro primero a ella por haberla leído primero) y José Ignacio han publicado su segundo libro. Almudena lo titula Fármaco porque los fármacos le salvaron la vida. José Ignacio opta por Hombres que caminan solos porque es como un llanero solitario, «el puto John Wayne»  (bueno, en realidad es su padre el que es como John Wayne). Ambos publicaron sendos libros el pasado 2021 con Literatura Random House. Ambos han atravesado una depresión (o, más bien, la depresión los ha atravesado a ellos). Ambos hablan en sus libros sobre ello aunque sus libros no son libros sobre la depresión. Sus libros son eso: literatura, y en ellos hay también mucha literatura porque Almudena y José Ignacio son lectores voraces y también escritores, aunque la depresión les quitó hasta las ganas de escribir. Como lectora, está más presente Almudena; como escritores, van a la par.

Almudena es mi niña de frases refulgentes. Es que no puedo, es lo primero que pienso cuando comienzo a leer Fármaco. Y en verdad no puedo. No puedo parar. Subrayo y subrayo. Posesa del subrayado soy. No puedo parar y no puedo dejar de pararme ante cada frase que me deja sin aliento. La belleza me provoca felicidad y no puedo evitar pararme a regodearme en ella. Pero lo que revela esa belleza pesa y he de pararme también a digerirlo. Y es que el libro de Almudena es fragilidad y belleza (porque ella es fragilidad y belleza y pura sensibilidad). Es querer atesorar con toda delicadeza esas frases no se vayan a desmenuzar. También es cierto que es imposible conseguir esto con todas las frases. Lo único que puedo achacarle a Almudena es su sobreesfuerzo en este sentido. Supongo que ella lo sabe. Es su lucha contra el blablablá, pues «la emoción siempre está lejos de las palabras. Está más en los silencios, y cuando empezaba a llenar el folio en blanco de palabras y más palabras y más palabras, me encontraba aterida y cabizbaja con el riesgo de desbocarme y de que mis palabras sonaran otra vez y otra vez y otra vez a blablablá. Le pasa a la mayoría de los libros. Entro en una librería de segunda mano y se oye de fondo: blablablá, blablablá. Esa es mi lucha como escritora: la lucha contra el blablabá». Cuando las frases de Almudena brillan, detengo momentáneamente la lectura y así se hace el silencio. Es así como consigue la emoción.

José Ignacio cuando me gusta, me gusta mucho. Lo suyo no son destellos de frases. Lo suyo es hilvanar frase tras frase y crear pasajes maravillosos que me mecen y me envuelven. Ahora, cuando me gusta menos me deja fría y preguntándome qué pasa aquí, dónde está ese otro José Ignacio que obra prodigios.

El José Ignacio que a mí me gusta es el que sale de sí mismo. El que deja de mirarse el ombligo. El que echa incluso la vista atrás, hacia ese mundo a punto de desaparecer, ese mundo que es como el barrio de gallegos bilbaíno en el que se crio, «un ser vivo que, aunque te asfixia, también te protege».

En este caso no se ha tratado de que la segunda mitad del libro se me haya hecho repetitiva. En este caso flipo con el comienzo, va decayendo hasta la parte central, la cual ni fu ni fa, y luego me vuelvo a venir arriba hasta ese espectacular tramo final mezcla de road movie y de esperpento almodovariano. El caso es que la parte central tiene también cierto toque surrealista, pero no he conseguido conectar con ella. Supongo que me toca decir eso de quizás no es él, sino que soy yo. Lo que sí que le puedo achacar a José Ignacio es ya no escribir de sus experiencias pero sí en cambio esa especie de buscar experiencias para escribir sobre ellas. Asimismo, confiesa que en última instancia no quiere curarse de su depresión «porque aquí dentro me veo capaz de crear algo. [...] Quiero que broten más palabras y sé que éste es un terreno fértil. La tristeza lo es. [...] No le he dicho a nadie que, en el fondo, no quiero curarme, porque creo que, si lo hiciera, no sería capaz de crear nada bello. Podría pensarse que es un acto egoísta más. Puede que lo sea, porque la gente que me rodea sufre. Pero lo cierto es que tan sólo ha sido así, en este estado, en este incierto lugar, donde he podido ofrecer algo de valor a los demás. Nada he logrado fuera de aquí. Sólo una colección de fracasos. No he sido capaz de ofrecer amor de otra manera que no fuera escribiendo. No he sido capaz de amar de ningún otro modo; de amar de verdad. [...] Prometo que no sé amar de otra forma y que, por eso, porque necesito amar, seguiré quedándome junto a este dolor, junto a este tigre que me da zarpazos. Aunque me lastime, aunque haga daño, sé que permaneceré junto a él».

Almudena es niña. «Que no es depresión, que es más allá del llanto», le espeta a su psiquiatra. «Que no habrá psicotrópico que me devuelva la explosión de la niñez», le aclara a continuación. Sus lágrimas son «infancia congelada».

La niñez de Almudena es una infancia de «forastera en un lugar de mallorquines». Es la niña que se dibuja diminuta al lado de sus padres y hermano con un ojo descomunal del que surge una lágrima gigantesca y a la que, cuando su profesora advierte de la falta de proporción, sus padres compran un cuaderno de ejercicios para que calcule bien. La misma niña a la que su madre describe en su búsqueda desesperada, pues la profesora no ha advertido que Almudena no había salido aún del aula al término de las clases y la deja allí encerrada, como «instalada en el asombro y bastante silenciosa. [...] es llanamente una niña que anda a su aire y canta canciones en la terraza cuando nadie la ve». Sin embargo, como la propia Almudena cuenta:

«No es que yo fuera infantil, ni de lejos, nunca he sido eso, me lo he perdido y qué poco se respeta esa palabra, ¿no?
Infantil: es lo mejor que se puede llegar a ser cuando mides 1,10 cm.
Yo era figurativa. Soñadora hasta los topes, en cualquier lugar, mente dispersa, corazón en las historias, ropa de buzo y desobediente en la sinrazón.
Una voz estridente me perseguía: ¡Espabílate!
Destartalada
niña platónica
en la esquina del recreo».

José Ignacio es un hombre que camina solo porque «los hombres tenemos que seguir siendo fuertes, autónomos, poderosos, competitivos. En eso nos han educado. Pero ¿no es ésa acaso una terrible esclavitud? Así, ante la vulnerabilidad que provoca una depresión, no sabemos cómo reaccionar».

«Viajé a Thiaroye-sur-Mer, una ciudad de la periferia de Dakar, en busca de una historia que contar; una historia que llevase por título Hombres que caminan solos, y que narrase la vida de los deportados que no regresan a sus casas por el estigma del fracaso. O la vida de aquellos hombres que entregaron su dinero a otros que les prometieron llegar a Europa, y que, sin embargo, lo que hicieron fue engañarles. Les dejaron en una playa cualquiera de Senegal, o de Mauritania, y les dijeron que eso era España. Allí, en Thiaroye-sur-Mer, me contaron el relato de uno de esos hombres. Un hombre que, cuando la embarcación llegó a su destino, caminó largo tiempo junto al resto, y que, al alcanzar la cima de una duna, gritó: «Ce n’est pas l’Europe!». Al oír ese grito, los otros hombres se detuvieron, se miraron entre ellos, y confirmaron algo que llevaban horas sospechando: que, efectivamente, aquella tierra que pisaban no era la de Europa. Después, muy lentamente, intercambiaron algunas palabras, más bien murmullos, y comenzaron a caminar. Pero alguien advirtió que aquel hombre que dio el aviso seguía detenido en lo alto de la duna.
—¡Vamos! —le gritaron.
—No puedo ir. Ése es mi pueblo —contestó aquel hombre señalando unas luces lejanas.
Entonces todos siguieron descendiendo el arenal, porque sabían que aquel hombre no podía volver al lugar del que había partido. Podía avanzar o detenerse, pero nunca volver atrás. Tenía sed y hambre, y los pies llenos de heridas, pero no sentía nada de eso. Sentía la vergüenza del fracaso. Así que se dio la vuelta y comenzó a caminar hacia ese puerto lleno de chatarra, y contenedores, y pescado podrido que se apila en el muelle.
Escuché esa historia justo antes del viaje en coche que haría por Marruecos con mis amigos. Yo les contaba una y otra vez el relato del hombre que caminaba de regreso al puerto. Le iba añadiendo detalles que lo hacían más interesante, y mis amigos me decían: «Eso no lo dijiste antes»; o bien, «Eso te lo acabas de inventar». «Bueno, qué más dará —les respondía—, lo importante es la historia.»
—¿Y cuál es la historia? —me dijo Aitor tras unos minutos de silencio.
—La historia es —le contesté tras pensarlo— que la auténtica fuerza que mueve el mundo es el miedo al fracaso».

Charlie Brown, fotografía libre de derechos de autor de oficialjuanbarros

Almudena y José Ignacio son diferentes. Sus libros también lo son. No sé si sus depresiones; supongo que cada uno ha de transitar su propio infierno. Los fármacos que toman son distintos; también lo es su postura hacia los mismos. Hay en sus experiencias, sin embargo, varios puntos en común.

Ambos se muestran incomprendidos. Sienten que no se les toma en serio ni a ellos ni a su sufrimiento. Por ello, para Almudena es un auténtico alivio obtener un diagnóstico. José Ignacio, en cambio, fantasea con que llegue una guerra y así todos sientan miedo y comprendan por fin su sufrimiento. 

También relatan la incomodidad que supone acudir a la farmacia a que les dispensen los medicamentos. Se sienten juzgados, de nuevo incomprendidos. En ocasiones sienten vergüenza.

«[...] todo va mal, [...] mis emociones se colapsan y mi mente solo apunta hacia la cocina —hacia los cuchillos de la cocina—, hacia el baño —hacia las cuchillas del baño— [...]», confiesa Almudena, así como confesó a su psiquiatra que «no quería pertenecer al mundo. Que deseaba borrarme». Nos aclara que «suicidarse es prohibirse». La manera de intentar prohibirse de José Ignacio, de borrarse, es más pasiva. Él no busca soluciones rápidas, sino que espera que le lleguen o como mucho fantasea con ponerse en situaciones que faciliten esa llegada.

Reivindican ambos el derecho a mostrarse vulnerables, a no esconder la debilidad. Dice José Ignacio: «últimamente dicen que confesar las fragilidades es algo que está bien visto. Yo lo dudo. Estará bien visto en un reality show, o en una serie, pero no en la vida, que sigue siendo tan cabrona como siempre». Almudena, al hilo de su lectura Estar enfermo de Virginia Woolf, ofrece una reflexión acerca de este mismo tema. No me resisto a compartir a continuación las preciosas palabras con las que la termina: «Que somos personas perdiendo amores preciosos por el camino. Y duele como un rayo. Y el rayo se clava y después del relámpago viene el trueno, eso me enseñaban de pequeña, pero el rayo qué es: la depresión es el rayo».

Esbozan cierto retrato generacional o social. Muy somero en el caso de Almudena. Mucho más desarrollado por parte de José Ignacio. 

José Ignacio describe la individualidad de la generación hiperconectada a la que pertenece. Una generación que se relaciona a través de aplicaciones como Tinder, la cual «atrapa a través de la necesidad que todos tenemos de ser aceptados y queridos. Se anticipa a una validación que en el mundo real es improbable que se produzca y elimina las posibilidades de rechazo: aquella persona con la que no haces match, sencillamente, no existe. Todo eso se lleva a cabo a través de complicados algoritmos que administran nuestros datos personales y nos hacen relacionarnos sólo con perfiles parecidos a nosotros: gente con el mismo nivel académico, mismos gustos, y, sobre todo, mismo nivel de atractivo físico. Sólo le falta a Tinder acceder a nuestros datos bancarios y, a través del algoritmo, juntar a ricos con ricos y a pobres con pobres. Quizá eso ya esté sucediendo. Es por eso por lo que, en el fondo, no es una aplicación inocente, sino bastante perversa. A pesar de ello, tenemos una falsa sensación de libertad, ya que es muy sencillo escoger, descartar y volver a empezar». Comenta también que «cada juventud tiene su droga, y la nuestra parece que son los ansiolíticos o benzodiacepinas», y entronca estas drogas emergentes con el capitalismo dominante al añadir que «las drogas son, en cierto modo, el sostén del sistema, pues no hay que olvidar que la depresión aún hoy es vista como un pecado del mundo capitalista, ya que, a través de la desgana del deprimido, se está atentando contra el rendimiento, la productividad y la eficiencia, es decir, la Santísima Trinidad del capitalismo. ¿Quién está acaso mejor visto por la sociedad: un depresivo metido en su cama, o alguien que se droga para rendir más en el trabajo? Por eso, tal y como están las cosas, los depresivos somos los únicos que podemos cambiar el sistema. Somos terroristas. Somos la carcoma del capitalismo. Somos la sal de la tierra».

De esas drogas que consume José Ignacio dan cuenta sus desechos:

«Química, genes y conducta. No sé en qué proporción. Ése es el origen de este abatimiento, esta parálisis, este miedo. Tan invisibles, tan profundos, tan secretos. Nadie siente compasión, nadie escribe sobre ellos, nadie dibuja sus contornos. Pero, sin embargo, habitan en nuestros desechos, en los contenedores de basura y en los ríos. Allí está toda la verdad. Cajas vacías de medicamentos en los vertederos y restos de antidepresivos en las aguas residuales que llegan hasta los ríos que atraviesan nuestras ciudades.
Leí que los peces nadan más rápido tras haber estado expuestos a aguas contaminadas por antidepresivos. Y sí, es algo así: la desesperación de un pez que nada, que busca una salida, pero que no la encuentra.
Dicen que los peces no tienen memoria, y supongo que eso es lo que les hace seguir nadando en esas aguas contaminadas.
Leí más acerca de los desechos que vertemos a los ríos que pasan junto a nuestras ciudades.
Según un estudio de una universidad australiana, las aguas residuales de los barrios ricos tienen mayor presencia de cafeína, vitaminas y fibra. Sin embargo, en los vecindarios más desfavorecidos se pueden encontrar dosis más elevadas de antidepresivos y opiáceos.
Yo vivo en un barrio de gente acomodada, pero mis desechos son de pobre. Supongo que mis residuos hablan mejor de mí que mi aspecto. No parece que esté mal: tengo el último modelo de iPhone, una Vespa y varios pares de New Balance. Pero ni rastro de cafeína, vitaminas o fibra en mis heces; sólo antidepresivos y opiáceos. Eso, sin embargo, nadie lo ve. Tendría que venir un científico australiano a analizar mis residuos para dar cuenta de cómo estoy, pero es improbable que eso suceda. Lo que sucederá es que mis problemas, y los del resto de las personas, irán a parar a alguna planta depuradora de las afueras. Allí, tras un proceso químico, se convertirán en agua potable».

Diwali Candle, fotografía de Harsh Agrawal bajo licencia CC BY 2.0

De química, genes y conducta también me habla Almudena: «La vida es química y sentimiento. Por un lado: lo que sientes. Por el otro: lo que te tomas para seguir sintiendo». La abuela de Almudena sufrió también de depresión. José Ignacio heredó de su madre una caja empezada de orfidales. Ambos relatan que antes de padecer depresión ya sentían algo ahí, como un aviso, como si algo no anduviera bien dentro de ellos (más Almudena que José Ignacio).

Contra lo que puede parecer, el de Almudena y el de José Ignacio no son libros deprimentes. No se habla en ellos solo de depresión. El libro de José Ignacio comienza en Marruecos, pasa por Argentina haciendo escala en Barcelona y en Bilbao y concluye en Cádiz. El de Almudena, utilizando sus propias palabras, es un libro «para personas tristes con sentido del humor». Aun así, es la depresión el leitmotiv de sendos libros, aunque la siento más presente en el de Almudena. También es Almudena la que en algunos momentos consigue empaparme de la desolación y el dolor del deprimido. José Ignacio me lleva a otras partes pero no consigue llevarme ahí. Despido, pues, esta doble reseña en la que he puesto a la niña Almudena a caminar junto al hombre José Ignacio con un fragmento del libro de Almudena (me resisto a dejaros otros, así como muchos trocitos maravillosos). Y creo no equivocarme si aseguro que la imagen de la flor y su esqueleto contenida en ese fragmento me van a acompañar durante mucho mucho tiempo.

«Que la fuerza de la gravedad es más estricta con las personas depresivas, que cada movimiento pesa cuarenta kilos. Que el cielo está, no sé, como encapotado, agresivo y amenazante, señalándote con el dedo. Y hay algo importante a destacar: se te han acumulado las obligaciones y tus parientes te observan con las pupilas dilatadas. Exclaman:
Cuándo te vas a poner con semejante atraso. Con la lista de mails y el libro a medio hacer y esas clases que ibas a dar.
Qué día, qué clases, qué libro, si no puedes ni comprar una manzana en el supermercado. Y si la compras, la compras mal, con gusano. Que las horas tienen horas añadidas en su interior. Que si encuentras un calcetín agujereado (justo en el dedo, el redondel, justo ahí) lloras hasta desmayarte. Y te desmayas. Y que duelen mucho las expectativas que tienen sobre ti. La alegría que vas a sentir cuando superes esta mala racha. La alegría te asusta: un murciélago gigante. No la visualizas. Procuran ayudarte. Te empujan con la punta de los dedos y caes destrozada. Las palmaditas en la espalda son guantazos. El verano es punzante. ¿Quién le dio un cuchillo al sol? Un mediodía quise salir y a los cinco minutos regresé a casa despeinada, con el pulso a mil por hora y los pulmones fatigados.
Corriendo.
Es que, es que hay mucha luz.
No lloré: sollocé, sollocé hasta deshidratarme. Cuando me sentaba a tomar algo en un bar era una obligación carcelaria. No quieres, no disfrutas, te escuece la sangre, los conductos arteriales se agarrotan y así aguantas, a pesar del esfuerzo inimaginable, inaudito, sobrecogedor. Te repondrás. Te tapas con la visera de la gorra las arrugas de la frente. Es cuestión de tiempo. No dramaticemos. Y escupes un torrezno sin que nadie te vea. La cerveza se queda caliente en el vaso picoteado. Te regalan una flor. Y no ves la flor, sino el esqueleto de la flor. Y cómo se va secando: una hoja tras otra y otra hasta que el tallo es un palo tieso.
Nos secamos. Nos deslucimos. Se nos va el aroma.
La depresión te vuelve fotógrafo de la mayoría de los objetos con los que tienes alguna relación. Te cuesta creer que existan y que sirvan de utilidad. Que te hayan pertenecido. Un perchero. Y en especial te sorprende que un día te gustaran, los compraras, les asignaras un sitio y tuvieran un valor emocional: un entusiasmo humano».

Panning Deportivo, fotografía de Manuel Martín bajo licencia CC BY 2.0





Ficha del libro:
Editorial: Literatura Random House
Año de publicación: 2021
Nº de páginas: 192
ISBN: 978-84-397-3873-2 / 978-84-397-3797-1
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Comentarios

  1. ¡Holaaaa!

    Pues no he leído a ninguno de los dos autores, pero ahora me has dejado con mucha intriga.
    Creo que Almudena me puede gustar mucho, disfruto de esas plumas bellas y poéticas y como tu, me encanta subrayar las frases que me parecen más bonitas.
    También Ignacio me ha dado intriga. Veo que cada uno tiene su experiencia, su forma de contar, pero que merece la pena leerlos juntos.

    ¡besotes y gracias por la recomendación!

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    1. El estilo de Almudena Sánchez es muy poético. Sin duda lo disfrutarás.
      Me pareció buena idea leerlos seguidos dado que ambos libros contaban en cierto modo la experiencia con la depresión de sus respectivos autores. Son, de todas formas, libros muy diferentes pero igualmente disfrutables.
      Besos

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  2. ¡Hola!
    Me ha encantado esta doble reseña que has hecho, uniendo estos dos libros con argumentos que comparten cosas (no todo). Yo no conocía a ninguno de los dos, no es que únicamente no haya leído nada suyo, es que no me suenan tampoco, me alegra haberlos descubierto.
    Yo también soy subrayado compulsiva de frases y párrafos
    En este caso, el de Carnero creo que no es para mí, miraré otros libros suyos a ver, porque eso de que en el centro decaiga y se haga repetitivo, pues ya sé como acabaría mi lectura (sé que me pierdo cosas al no tener paciencia, en este caso, yo nunca llegaría a ese final espectacular y ese toque surrealista que me encantaría)
    Curioso también esas semejanzas y también sus diferencias de cómo sienten ellos su depresión, seguro que resulta interesante.
    No me extraña que la imagen de la flor y su esqueleto del fragmento final, lo vayas a recordar tiempo, que se te haya quedado grabado
    Por tus palabras, saco dos conclusiones, que se tratan de una especia de biografía novelada y que mayormente gana tu niña de frases refulgentes (me encanta ese adjetivo), aunque las comparaciones pueden ser odiosas, lo sé
    Besos

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    1. Carnero, como digo en la reseña, o me gusta mucho o no sé muy bien qué hacer con él. De Ama, su anterior libro, que es muy breve y trata sobre la pérdida de su madre, la primera mitad me encantó pero la segunda se me hizo repetitiva. Hombres que caminan solos tiene un comienzo espectacular, luego en mi opinión decae pero sin embargo remonta en el tramo final. Como también digo, igual soy yo y no es él, pues la lectura es algo muy subjetivo y mi opinión aún más.
      El estilo de Almudena Sánchez es muy diferente. Es mucho más poético y más a modo de flashes. Con ella subrayas más frases o a veces párrafos. Con él, fragmentos enteros. Y, sinceramente, no consideraría ninguno de los dos libros como una autobiografía, aunque no cabe duda de su contenido autobiográfico. El de José Ignacio Carnero tal vez se acerque más a una novela autobiográfica. El de Almudena Sánchez no sé muy bien cómo calificarlo.
      No sé muy bien quién gana (a mí tampoco me gusta comparar ni creo que sea cuestión de que gane uno u otro ni evidentemente era esa mi intención al reseñarlos juntos). Pero fíjate que si no fuera por la irregularidad de José Ignacio, y a pesar de la refulgencia de Almudena (o precisamente por ella), tal vez ganara él.
      Besos

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  3. Pues no conocía a ninguno de los dos autores. Me llama en especial el primer libro. El segundo no creo que llegara a disfrutarlo. Gracias por tu maravillosa reseña.
    Besotes!!!

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    1. Gracias a ti por la visita, la lectura y el comentario.
      Sigue tu intuición. Si crees que te va a gustar más el primero, pues a por él.
      Besos

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  4. El segundo lo tenía apuntado desde que le oí en un programa de radio de Libros de arena. Lo estoy dejando pasar porque de este tema he leído hace poco otro, Los días iguales de Ana Ribera, que no es una novela, es su experiencia. Un abrazo

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    1. No conocía el título que nos dejas, Esther, pero me lo apunto para más adelante. La depresión me parece una gran y silenciosa epidemia. No estará mal seguir leyendo sobre ella.
      Un abrazo

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  5. Que intriga!!! Anotados q no los he leído

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  6. Una escritora y un escritor que atraviesan desiertos paralelos; la depresión, aunque me quedo perplejo leyendo que Carnero, en cierta forma, quiere seguir instalado en la depresión, como fuente fructífera de inspiración para la escritura. No sé... ¿Lo habrá dicho para el titular de alguna entrevista?
    porque me parecen afirmaciones un tanto sensacionalistas, pero cada cual es libre de opinar lo que considere.
    Me quedaría con el libro de Almudena, por ese estilo poético que señalas, aunque el otro también tiene sus atractivos.
    Abrazo, Lorena.

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    1. Lo cuenta en el libro, Paco. Es cierto que puede resultar chocante y sorprendente. Tal vez sea una idea fugaz que alguna vez le haya pasado por la mente y al ponerse a escribir sobre ello la haya desarrollado. Y si es más que una idea fugaz desde luego resulta preocupante y obsesivo. Puede haber cosas más o menos convincentes en los libros y, como digo, no dejan de ser obras que hacen literatura a partir de la experiencia de pasar por una depresión. Intento no juzgar. Cada uno sabrá donde ha estado y, en todo caso, son lugares en donde no he estado yo.
      Me gusta tu expresión de desiertos paralelos, pues desiertos se transitan en soledad y, por tanto, por muy parecidos que puedan ser a los desiertos de otros no llegan nunca a cruzarse.
      Un abrazo

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  7. Llego tarde por un problema en la actualización de mis blogs favoritos, pero, por fortuna, me di cuenta y lo solucioné.
    Puede que Almudena y José Ignacio sean diferentes, pero yo creo que son complementarios. Ella una niña pequeñita en un retrato en el que lo único que sobresale es el dolor del ojo lloroso; él un hombre del que se exige que ande solo que sea como deben ser los hombres: «fuertes, autónomos, poderosos, competitivos». Y ambos hundidos en esa depresión, en sus fármacos... Curioso que él quiera seguir en ese estado por considerarlo el mejor para crear. El dolor tan inmenso que intuyo en una depresión supone una heroicidad mantenerlo a cambio de la creación artística.
    Entiendo el alivio de ella ante el diagnóstico, aunque son enfermedades que ni con diagnóstico se quitan el sambenito de cierta culpabilidad que se le achaca al enfermo. Creo que lo que más tienen que oír es una patochada del tipo «tú tranquilo, no pasa nada, tienes que estar contento y ser feliz».
    Dos propuestas que parecen hechas para leerse juntas, o puede que tu forma de contarlo lo haga parecer así, pero no imagino la lectura de una sin la otra.
    Un beso.

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    1. Eso pensé cuando decidí leerlas juntas. Y eso sigo pensando ahora que las he leído. Son dos lecturas complementarias. Curiosamente, aunque supe antes de el libro de Almudena, no fue hasta que me encontré con el de José Ignacio (que, curiosamente, se publicó meses antes) que me animé a leerlo. De hecho, creo que de no haber tenido la idea de leerlos seguidos y de reseñarlos juntos quizás no hubiera leído ninguno de los dos. He ganado en complementariedad, cierto es, pero también me he perdido la experiencia de leerlos independientemente.
      Una de las cosas que me hizo pensar que sería interesante leer ambos libros seguidos era la posibilidad de contemplar la perspectiva de pasar por una depresión de un hombre y de una mujer. Se habla mucho del papel determinante que encorseta a las mujeres pero poco del de los hombres, que no necesariamente tienen por qué sentirse cómodos con lo que se espera de ellos. Y, sí, también entiendo el alivio del diagnóstico. O lo que nos pasa es externo, físico y sobre todo visible o parece que nos quejamos de vicio y que estamos mal porque nos da la gana o porque no ponemos suficiente empeño en dejar de estarlo, lo cual no es óbice para que muchas veces nos encontremos diciendo estupideces, que no por bienintencionadas dejan de serlo, a quienes sufren. En cuanto a la reseña, al hacerla conjunta he tenido que sacrificar cosas de ambos libros. Cuando terminé de leerlos, llegué incluso a dudar sobre si sería buena idea reseñarlos juntos, pero creo que al final no ha salido del todo mal.
      Nunca llegas tardes, Rosa, y siempre eres bienvenida. Además, no paso lista (ni mucho menos pongo falta).
      Besos

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  8. Me atraen ambos títulos, quizá más el de "Hombres que caminan solos" pero leyéndolos me parece que escarban demasiado dentro de sí mismos, por mucho que sea "literatura del yo". No sé, cuánto más se obsesiona uno con su depresión, peor. Por eso me sorprende, como leo a Paco, que Carnero se sienta más creativo instalado en ella. Me recuerda a esos músicos hippies que se drogaban a la busca de un estado mental idóneo para la creación y hallaron, la gran mayoría, problemas graves o la muerte.
    He leído con frecuencia sobre el aumento de la depresión en personas de treinta y veinte años, quizá todo el ruido de las redes y la sobreexposición es uno de los motivos. En estos casos siempre recuerdo a Huxley y su mundo feliz, en el que la tristeza quedaba abolida por el "soma" y España es líder europeo en el consumo de benzodiacepinas. Tenemos la distopía en casa.
    Un abrazo.

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    1. Como digo en la reseña, el Carnero que se mira continuamente el ombligo es el que menos me gusta. También he detectado en él (y no solo en referencia a su depresión) cierta búsqueda premeditada en sus experiencias vitales de material sobre el que escribir. Quizás haya más obsesión por escribir que por el estado depresivo en sí.
      Aunque la depresión es el hilo conductor de ambos libros, ambos autores reconocen estar haciendo literatura sobre la depresión y así es como hay que tomarse ambas lecturas. No juzgo cuanto haya de literatura en las experiencias que nos cuentan. Bien sé de sobra que muchas veces lo que más me llega de una lectura y lo que me parece más fidedigno tal vez sea lo más ficticio y al revés.
      La depresión no es algo nuevo, pero empieza a ser preocupante como se está cebando en las generaciones jóvenes y es algo sobre lo que reflexiona José Ignacio Carnero en su libro. Cierto es también que vivimos en una sociedad hipermedicada y que muchas veces ciertas medicinas son el recurso fácil para enmascarar y evitar llegar al fondo del problema. Pero no es menos cierto que a veces las medicinas son necesarias y ayudan mucho, como es el caso de Almudena Sánchez.
      En todo caso dos lecturas interesantes, que incitan a la reflexión y que contienen bellos pasajes.
      Un abrazo

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