La señora Dalloway - Virginia Woolf
He salido a pasear con la señora Dalloway. Ha decidido de repente que ella comprará las flores. Lucy está ya demasiado atareada con el resto de tareas para la fiesta de esta noche. Y hace un día tan bonito que he decidido acompañarla, así que salgo presurosa tras ella. Salimos de su casa en el Westminster y pasamos por Arlington Street, Piccadilly y Bond Street. Sí, es una mañana de junio deliciosa. Aún no hace demasiado calor, pero tampoco está frío. La temperatura perfecta para salir a pasear, eso es. Tranquilamente, deteniéndose en este o aquel escaparate, disfrutando de la gente a nuestro alrededor que va a hacer sus propios recados. Sí, un día precioso para disfrutar de este Londres que parece haber despertado por fin de la pesadilla y comenzado a soñar. «En los ojos de la gente, en sus idas y venidas, en sus pasos elásticos o lentos; en el estrépito y el ruido; en los carruajes, los automóviles, los ómnibus, las camionetas, en los hombres anuncio que iban por ahí arrastrando los pies, en las bandas de música; en los organillos; en la alegría y el tintineo y en el extraño y agudo zumbido de un aeroplano en el cielo estaba lo que ella» —la señora Dalloway— «amaba: la vida; Londres; este momento de junio». Este momento en que su mente se pone a divagar y regresa a aquel verano en Bourton de su juventud. Vaya, ¿quién será ese Peter Walsh del que la señora Dalloway se acuerda una y otra vez? ¿Y qué hay de Sally Seton? Qué curioso acordarme de repente de Vita Sackville-West cuando me parecía estar descubriendo en este paseo a una nueva Virginia con la que no me había encontrado antes. En fin, «tal vez fuese la recompensa de haber querido a otras personas: que acudían a tu memoria en mitad del parque de Saint James una bonita mañana, vaya que sí».
Aún es temprano, así que la Señora Dalloway sube a su cuarto a descansar y yo con ella. Se mira al espejo y, como siempre, en el reflejo que este le devuelve, está ese gesto tan típica e íntimamente suyo. «Fruncía los labios [...]. Lo hacía para afilar su rostro. Esa era ella: afilada, como un dardo, definitiva. Esa era ella cuando algún esfuerzo, algo que le pedía ser ella misma, la hacía juntar las partes, solo ella sabía lo distintas, lo incompatibles que eran compuestas así para el mundo en un único centro, un diamante, una mujer sentada en su salón convertida en punto de encuentro, una radiación sin duda para alguna vida aburrida, tal vez un refugio al que podían acudir los solitarios; había ayudado a algunos jóvenes, que le estaban agradecidos; había intentado ser siempre la misma, no revelar nunca ningún indicio de sus otras facetas, de sus defectos, celos, vanidades, sospechas, [...]». Pero yo he podido vislumbrar algo de esas otras facetas. Lo he hecho mientras recorríamos las calles londinenses camino a la floristería. He conseguido «oír las ramas que se quebraban y notar las pezuñas que hollaban las profundidades de ese bosque cubierto de hojas que era su alma; y saber que nunca podría sentirse complacida, ni segura, pues en cualquier momento podía agitarse ese animal, ese odio que, sobre todo desde su enfermedad, podía hacer que se sintiera rasguñada, herida en la espina dorsal; que le producía un dolor físico, y hacía que todo el placer de la belleza, de la amistad, de sentirse bien, de que la quisieran y de convertir su hogar en un sitio agradable, se cimbreara, temblara y se combara como si de verdad hubiese un monstruo hurgando en las raíces, como si todo lo que contenía no fuese más que puro egoísmo. ¡Ese odio!» Ese odio que hace a la señora Dalloway muy humana y nada odiosa. Así lo he sentido durante el paseo en su compañía mientras ella disfrutaba de la vida que le ofrecía Londres y se preguntaba si «¿De verdad importaba [...], de verdad importaba que inevitablemente ella tuviera que desaparecer; que todo esto fuese a seguir sin ella?; ¿lo lamentaba, o era un consuelo creer que la muerte ponía fin a todo?, pero de algún modo, en las calles de Londres, en el flujo y el reflujo de las cosas, aquí, allí, ella sobrevivía, [...], ella formaba parte, estaba segura, de los árboles de su casa; del viejo y feo edificio que se caía a pedazos; formaba parte de gente a la que no había visto nunca, sostenida como una neblina entre las personas a quienes mejor conocía, que la sostenían entre sus ramas igual que había visto a los árboles sostener una neblina» y, sin embargo «este cuerpo», —el de Clarissa Dalloway— «con todas sus facultades, no parecía valer nada, nada en absoluto. Tenía la extraña sensación de ser invisible, de pasar inadvertida, de que nadie la conocía, de que, sin más matrimonios ni hijos por delante, solo le quedaba este avance más bien solemne y sorprendente con los demás, Bond Street arriba, y ser la señora Dalloway, ni siquiera Clarissa: la señora de Richard Dalloway» en un Londres en el que a todos, querida Clarissa, de un modo u otro, les sucede los mismo porque «todo el mundo tiene amigos a los que habían matado en la guerra. Todo el mundo renuncia a algo al casarse». Así que me siento privilegiada por haber salido a pasear con la señora Dalloway y haber regresado colgada del brazo de Clarissa.
La señora Dalloway —Clarissa— se ha puesto a arreglar su vestido verde para la fiesta. Lucy se presta a ayudarla, pero la señora Dalloway le dice que oh, no, que no hacer falta, que ella ya tiene demasiadas cosas que hacer, y le da las gracias. Y sigue diciendo gracias, gracias, así como para sí «(sentada en el sofá con el vestido sobre las rodillas, las tijeras y los hilos de seda), [...] agradecida en general a sus criados por ayudarla a ser así, a ser lo que quería, amable y generosa. Sus criados la apreciaban». Eso está pensando con el vestido, la aguja, el hilo y las tijeras en el regazo cuando, de repente, el sonido de la campanilla de la puerta la sobresalta. ¡Cómo! ¡Una visita! ¡Y a estas horas! ¿Quién puede ser? Vaya, vaya, no puedo creerme mi suerte. Si es el mismísimo Peter Walsh. Cinco años en la India y resulta que a la primera persona a la que acude a ver en Londres es a Clarisa Dalloway. Bueno, bueno, esto se pone interesante. Y tanto que sí. Y más que se podría haber puesto si Elizabeth no hubiera irrumpido en la estancia y Peter hubiera aprovechado para irse de manera intempestiva. Ah, pero yo no me pienso quedar así. Yo me voy tras él.
Oh, sí, sigue haciendo una mañana espléndida. La vida late por doquier. Los pies de Peter caminan sobre las calles de Londres y los pájaros de su cabeza revolotean por su propio mundo. Al igual que en mi paseo con Clarissa, en mi correteo tras Peter disfruto de las calles londinenses, pero me dejo llevar aún más por los recovecos de su mente y su memoria. Vaya, Peter, ¿así que «un aventurero, temerario, [...], veloz, [...] un bucanero novelesco, ajeno a todos esos puñeteros convencionalismos sociales, a los batines amarillos, a las pipas y a las cañas de pescar de los escaparates; y a la respetabilidad y a las fiestas de noche y a los pulcros ancianos con pechera blanca debajo del chaleco»? ¿Así que así es como te ves? No me hagas reír. Menos mal que tú también te ríes de ti mismo y que sabes que, en el fondo, todo eso no son más que pamplinas inventadas, «igual que inventamos la mayor parte de nuestra vida, [...]: nos inventamos; la inventamos; creamos una diversión exquisita, y algo más». Acuérdate de eso cuando llames a Clarissa «la perfecta anfitriona». No sé si eres consciente de lo mucho que eso la hiere. Acuérdate cuando te compadezcas de ella porque, «con el doble de inteligencia, tenía que ver las cosas con los ojos de él, una de las tragedias de la vida de casada». Por él te refieres al bueno de Richard Dalloway. Te crees superior a él y, sin embargo, no puedes evitar que te caiga bien (y quién podría). Probablemente te creas superior a todos. Oh, tú, el único que no has sucumbido, que te has mantenido fiel. ¿Que no has sucumbido a qué? ¿Que te has mantenido fiel a qué? ¿Y qué, exactamente, es lo que has hecho tú con tu vida, Peter Walsh?
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Picadilly Circus en 1908. Fotografía en dominio público de autor desconocido. |
Debería irme. Debería volver con Clarissa. A los Smith no puedo ayudarlos por mucho que quiera, pero ella tal vez necesite que le eche una mano para terminar de dejarlo todo listo para su fiesta. Pero, ¿no es ese con quien me acabo de cruzar el señor Dalloway? Aún no había tenido el placer de encontrarme con él. ¿Adónde irá? Ah, ya sé, va a comer con lady Bruton. Clarissa se quedó un tanto consternada porque ella no había sido invitada. Menudo personaje lady Bruton. Cuánta fortaleza en un mundo de hombres. Cuánta habilidad para no renunciar a sus inquietudes, no desaprovechar su intelecto y mantenerse a su vez en su posición y lugar. Tal vez podría unirme a la comida. Tal vez Clarissa podría esperar. Aún queda toda la tarde por delante. Cierto es que he salido sin reloj, amén de sin ruta ni plano en una ciudad y un tiempo desconocidos. Qué locura. Pero no es menos cierto que en este Londres en el que a cada tanto tañen las campanas de sus iglesias y catedrales, esa deliciosa melodía rasga el aire haciendo imposible que se me eche el tiempo encima y me despiste demasiado.
Lady Bruton ha invitado también a Hugh Whitbread. Lo conocí esta mañana. Clarissa se encontró con él cuando íbamos a comprar las flores, pero yo ya lo había olvidado. Y quién podría culparme cuando parece que el único talento del señor Whitbread es el de escribir cartas. El señor Dalloway, en cambio, es otra cosa. Puede que carezca de inteligencia y de imaginación, pero su sencillez es una bendición. Es una de esas personas sin dobleces, con las que todo es fácil. Su timidez es enternecedora y su afecto por Clarissa, sincero. Y Clarisa «no era que fuese débil, pero necesitaba apoyo». Sí, supongo que todos necesitamos de un lugar en el que descansar. Richard Dalloway es como la brisa de un brillante día de junio y, tras la comida con lady Bruton, yo camino encantada a su lado de vuelta a reunirnos con Clarissa.
Poco tiempo permanezco en la casa, sin embargo. El señor Dalloway se va antes que yo. Tiene una sesión en el Parlamento. No sé qué asunto sobre los ¿albaneses?, duda la señora Dalloway. Armenios, Clarissa, armenios. Sí, ya sé que ni sabes de estas cosas ni te interesas por ellas. O tal vez no las entiendas precisamente porque no te interesas por ellas. Habrá quien te critique y diga «(¡y qué superficiales y fragmentarios son estos juicios!)» que a la señora Dalloway lo único que le interesa y que se la da bien son las fiestas, pero tú y yo sabemos que, en realidad, lo que a ti, sencillamente, te gusta es la vida y que para ti las fiestas no son sino una ofrenda. «¡Oh, era muy extraño! Ahí estaba No Sé Quién de South Kensington; alguien de Bayswater y no sé qué otro de, digamos, Mayfair. Y ella intuía continuamente un sentido de su existencia; e intuía que era un desperdicio; e intuía que era una lástima; e intuía que si pudiera juntarlas...; así que lo hacía. Y era una ofrenda: combinar, crear, pero ¿a quién? Una ofrenda por la ofrenda misma, tal vez. En cualquier caso, era su regalo. Ella no tenía ninguna otra cosa que tuviera la menor importancia; no sabía pensar, ni escribir, ni siquiera tocar el piano. Confundía a los armenios con los turcos; amaba el éxito; odiaba las incomodidades; necesitaba caer bien; decía infinidad de tonterías; y hasta hoy, si le preguntabas qué era el ecuador, no lo sabía. Daba igual, a ese día le seguiría otro: miércoles, jueves, viernes, sábado; se despertaría por la mañana; vería el cielo; pasearía por el parque; se encontraría con Hugh Whitbread; luego de pronto llegaba Peter; luego estas rosas; con eso bastaba. Después de todo, ¡qué increíble era la muerte!, que debiera tener fin; y nadie en el mundo supiese cuánto lo había amado todo; cómo, a cada instante...»
Oh, qué rabia, ha tenido que venir la señorita Kilman a estropear este maravilloso instante. Entiendo que no la soportes. Entiendo que te resulte odiosa. Y no solo porque sientas que te ha robado a Elizabeth, a tu magnífica hija adolescente. Es ese resentimiento de clase suyo que rezuma ponzoña. Te prometo, Clarissa, que si me voy tras ella no es por la señorita Kilman sino por Elizabeth, por tu hija, por esa beldad de diecisiete años que no sabe qué hacer con su cuerpo de álamo y a la que quiero conocer. Concedo que la señorita Kilman es inteligente y tiene conciencia social. No tiene nada que ver contigo y supongo que es eso lo que tiene cautivada a Elizabeth. Y es cierto que no ha tenido suerte en la vida. Me temo que no puedo evitar sentir cierta pena por ella. Qué sentimiento tan clasista el de la pena. A ver si va a resultar que estoy hecha toda una esnob igual que tú, Clarissa. Eso sí, qué delicioso el pastel que he degustado gracias a la señorita Kilman. Ella se lo ha comido con bastante más avidez que yo, me temo. Sí, hay algo ávido en la señorita Kilman. De alguna manera creo que Elizabeth también lo ha detectado porque empieza a sentirse incómoda. Al final se decide a irse. Yo me voy tras ella con bastantes menos contemplaciones y atrás dejamos a la señorita Kilman, en la que, sinceramente, no he vuelto a pensar.
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Un óminbus a motor de la London General Ominbus. Fuente: Appleton's magazine (Agosto de 1903) Fotografía en dominio público de autor desconocido |
Ya vamos, Clarissa. Enseguida estamos de vuelta. Oh, ahí están otra vez. Así que es ahí donde viven. Perdona que deje a Elizabeth sola, Clarissa, pero es que es Bloomsbury. Sí, ya sé que a ti esa palabra no te dice nada. ¡Es Bloomsbury, Virginia! Y son los Smith. No me resisto a echar una ojeada a su intimidad. Sé que no debería hacerlo. No por ellos, que, al fin y al cabo, no se van a percatar de mi presencia, sino por mí. Ay, no. Ay. Ahora sí que no puedo hacer nada. Ahora sí que no sé qué hacer. Menos mal que justo pasa por aquí Peter Walsh, que se pregunta qué es lo que habrá pasado, y aprovecho para irme con él.
Peter regresa a su hotel y allí nos espera nada más y nada menos que ¡una carta de Clarissa! Vaya, señora Dalloway, qué sorpresa, cuánto apremio y qué detalle el suyo. Peter cena en el hotel mientras yo lo espío a hurtadillas y después decide que irá a la fiesta de Clarissa. Sí, iría «porque quería preguntarle a Richard qué estaban haciendo en la India esos zoquetes conservadores. ¿Y qué había en el teatro? ¿Y música...? ¡Oh, sí, y los simples cotilleos! Pues esta es la verdad de nuestra alma, [...] de nuestro ser, que habita en la profundidad del mar como si fuese un pez, y nada en la oscuridad abriéndose paso entre las algas, a través de sitios iluminados por el sol y hacia la oscuridad, fría, profunda inescrutable; de pronto asoma a la superficie y juega entre las olas rizadas por el viento; es decir, tiene la necesidad clara de rozarse, relacionarse y animarse cotilleando».
Creo que yo también iré a la fiesta. Sí, venga, va, vamos a cotillear. ¡Válgame dios, como si hubiera hecho algo más que cotillear en todo el santo día! Pero es que la tarde se está fundiendo en una noche tan encantadora. Algo me tiene que deparar esta noche londinense. «En todo caso la belleza. No la cruda belleza de la mirada. No era una belleza pura y simple: Bedford Place hacia Russell Square. Era la línea recta y el vacío; la simetría de un pasillo, pero también las ventanas iluminadas, un piano, un gramófono que sonaba, una sensación de diversión oculta que aparecía una y otra vez cuando, a través de la ventana sin cortinas, la ventana dejada abierta, se veía un grupo sentado a la mesa, a jóvenes que daban vueltas despacio, conversaciones entre hombres y mujeres, criadas que se asomaban ociosas (un gesto raro, después de acabar el trabajo), calcetines secándose en lo alto de las cornisas, un loro, unas pocas plantas. Esta vida era absorbente, misteriosa, de una riqueza infinita. Y en la gran plaza por la que pasaban y giraban los coches a toda prisa, había parejas ociosas, demorándose, abrazándose, acurrucadas a la sombra de un árbol; era conmovedor; tan silencioso, tan reconcentrado, que uno pasaba discretamente, con timidez, como en presencia de una ceremonia sagrada que habría sido impío interrumpir. Era interesante. Así que adelante, hacia la luz y el resplandor».
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Queen Square, Bloomsbury, Londres, 1880 Fotografía de Henry Dixon en dominio público |
Llegan los últimos invitados. Siempre hay algún rezagado. A estos los conozco. Son sir William y lady Bradshaw. Él no me gusta. A Septimus y a Reza no les gustaba. A Clarisa tampoco le gusta. No sabe muy bien por qué, pero no le gusta. «Parecía lo que era: un gran médico. Un hombre en la cumbre de su profesión, muy poderoso, bastante estropeado. Porque había que pensar en los casos que tenía: personas sumidas en la más profunda desdicha, gente al borde de la locura, maridos y mujeres. Tenía que decidir cosas de una dificultad apabullante. Y, aun así, lo que le inspiraba era la sensación de que a nadie le gustaría que sir William lo viera triste. No, ese hombre no». No, ese hombre no le gusta ni al bueno de Richard Dalloway. Aun así, ahora mismo puedo observar que ambos están conversando. Están «hablando sobre esa ley. Sir William había hecho alusión a un caso bajando la voz. Tenía que ver con lo que decía sobre los efectos a largo plazo de la neurosis de guerra. Habría que incluir una provisión en la ley». En cuanto a su esposa, lady Bradshaw, «pobre cacatúa, era imposible que te cayera mal», pero mira que traer una noticia así a la fiesta... por mucho que tuviera que disculparse por haber llegado tarde... La pobre Clarissa no ha podido evitar aislarse momentáneamente de su propia fiesta. «[...] (lo había sentido esa misma mañana) estaba el terror; la incapacidad abrumadora que los padres dejaban en nuestras manos, esta vida, que hay que vivir hasta el final, por la que hay que pasar con serenidad; en lo más profundo de su corazón había un temor espantoso. Incluso ahora, muy a menudo si Richard no hubiese estado ahí leyendo The Times, de modo que ella pudiera acurrucarse como un pájaro y revivir poco a poco, liberar el placer inconmensurable, frotando un palo contra otro, una cosa con otra, habría perecido». Y, sin embargo, «Era raro, increíble; nunca había sido tan feliz. Nada podía ser lo bastante lento; nada durar demasiado. Ningún placer podía igualarse, pensó, [...], a haber terminado con los triunfos de la juventud y perderse en el proceso de vivir, encontrarlo con placer y sorpresa, cuando se alzaba el sol, cuando el día declinaba».
Sí, el día hace tiempo que ha declinado. Creo que va siendo hora de marcharme. Muchos de los invitados ya lo han hecho. Todos se están retirando. Tan solo quedan los más íntimos. «¡Se había hecho muy tarde! Y a medida que se iba haciendo tarde y la gente se marchaba, te encontrabas a viejos amigos, [...], y lugares y rincones tranquilos; y vistas preciosas. ¿Sabían, [...], que fuera había un jardín encantado? Luces, árboles y lagos resplandecientes y el cielo. ¡Solo unas pocas lámparas mágicas, había dicho Clarissa Dalloway en el jardín trasero! ¡Pero era una hechicera! Era un parque... No sabía cómo se llamaban, pero sabía que eran amigos, amigos sin nombre, canciones sin palabras, siempre las mejores. Pero había tantas puertas, tantos lugares inesperados, que era incapaz de encontrar la salida». O tal vez es que no la quiero encontrar, que no me quiera ir. ¡Oh, qué jardín, Virginia! ¡Qué delicia y qué belleza! Ha sido como explorarte por primera vez con alguna flor por aquí y por allá de eso que ya te conocía. Gracias por tantas puertas y tantos lugares inesperados. Y gracias a usted, señora Dalloway, por haberme invitado a su fiesta. Cierto es «que, para conocerla, o para conocer a cualquiera, había que buscar a las personas que la completaban; incluso los lugares. Las extrañas afinidades que tenía con personas con las que no había hablado nunca, una mujer por la calle, un hombre detrás de un mostrador, incluso árboles o graneros». Así que, gracias, Virginia, por permitirme conocer a Clarisa. Y gracias, Clarisa, por este día. Bien sabe dios que me gustaría quedarme y seguir cotilleando. Pero te dejo, querida. Sé que quedas en buena compañía. Te dejo y cierro la puerta tras de mí.
Uf, estoy agotada. Me duelen los pies de tanto corretear por aquí y por allá durante todo el día. Pero aun con todo el cansancio, me encuentro algo agitada. Hay que vér qué día tan encantador y abrumador. Me temo, no obstante, que voy a tardar en caer rendida. Es lo que suele pasarme cuando mi mente se convierte en torbellino y puro bullicio, que me cuesta conciliar el sueño. Y han sido tantos los estímulos, las alegrías, los sinsabores. Me he cruzado con tantas personas y he conocido a tanta gente que algunos son ya como viejos amigos. Sí, así lo siento. Y siento que vivir es hilvanar día tras día y que nuestras propias vidas se hilvanan con otras en una sucesión infinita que burla la muerte. Siento que me pesan los párpados, que mis recuerdos se desparraman y hunden en la almohada. Ah, aún están ahí. Aún los puedo retener: Clarissa, Peter, Sally, Septimus, Rezia, Richard, Elizabeth... (ahhhh, qué sueño) Aún los veo (buenas noches a todos), cada vez a más distancia. Se van «alejando cada vez más, unidos a [mí] por un hilo muy fino [...] que se estiraría y estiraría, se volvería cada vez más fino mientras atravesaban Londres; como si los amigos estuviesen unidos a nuestro cuerpo, después de comer con ellos, por un hilo fino que [...] se volvía borroso con el tañido de las campanas, que daban la hora o llamaban a misa, igual que el hilo de una araña, se cubre de gotas de lluvia y se hunde con el peso. Así [...]» zzz...
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Vista de Londres a ambos lados del Támesis desde la Torre Victoria con la catedral de San Pablo al fondo a la derecha. Fotografía en dominio público de autor desconocido publicada en 1930 en la página 214 de Svensk världsatlas (Atlas mundial sueco). |
Ficha del libro:
Título: La señora Dalloway
Autora: Virginia Woolf
Traductor: Miguel Temprano García
Editorial: Austral
Año de publicación: 2021 (1925)
Nº de páginas: 240
ISBN: 978-84-08-24752-4
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