La península de las casas vacías - David Uclés

«He aquí pues la historia
de la descomposición total de una familia,
de la deshumanización de un pueblo,
de la desintegración de un territorio
y de una península de casas vacías».

He aquí, pues, la historia que nos cuenta David Uclés. La familia descompuesta es la suya propia. El pueblo deshumanizado es Quesada, en Jaén, tierra de los ancestros del escritor reconvertida para la ficción en Jándula. El territorio desintegrado es España, que, por licencia literaria del autor, en esta novela se llama Iberia. La península, obviamente, es, pues, la ibérica. Y las casas vacías... ah, para las casas vacías no le hizo falta al jienense recurrir a la ficción. Fueron muchas las que así quedaron, si es que sus cimientos se mantuvieron en pie. Fueron muchos de sus moradores los que a ellas no regresaron, los que con su sangre y el polvo de sus huesos irrigaron la tierra que todavía hoy pisamos.

«—¿Madrid dónde está?
—En el centro de Iberia.
—¿E Iberia dónde está?
—Iberia está aquí.
—¿En el campo?
—¡Claro! Iberia somos todos.
—¿No es una ciudad?
—No. Es el nombre del país.
—¿Y dónde está el país?
—En todas partes.
—¿Como Dios?
—Supongo…
—¿No estás seguro?
—¡Gonzalo, ya te lo explicarán en el colegio!»

Pues sí, la península de las casas vacías de David Uclés tiene un territorio que España no tiene y que se llama Lusitania. Es una región autónoma que va un poco a su bola y que poco o más bien nada pincha y corta en esta historia. Aun así, el escritor —a partir de aquí, y por momentos en esta reseña, el narrador, pues él mismo lo ha querido así— ha querido justificar históricamente su invención y así lo hace en el interludio de esta novela del que él mismo nos avisa que no es de lectura imprescindible. De hecho —y esto no es cosa del narrador, sino que por mi cuenta y riesgo lo digo yo—, hay bastantes otras cosas prescindibles en esta novela. Pero, aun así, nada en ella lo es. Nada en ella lo es porque su conjunto, no voy a decir que sea imprescindible, pero sí que funciona y, además, funciona muy bien.

Comienza el narrador David Uclés esta historia en Jándula días antes de la Guerra Civil (no sé si decir española o ibérica, por seguirle el juego al escritor), poco antes de iniciarse esa matanza fratricida que atraviesa las setecientas páginas de esta novela como atravesó de sur a norte y de oeste a este la España que el narrador transforma en Iberia descomponiéndola, deshumanizándola, desintegrándola, vaciándola. Los primeros capítulos nos sirven para situarnos. A la par que la trama avanza lentamente conocemos Jándula, sus habitantes y sus costumbres. La narración hace especial hincapié en los numerosos integrantes de los Ardolento, esa saga familiar trasunto de los ancestros de David Uclés de la que —ya se nos avisa en el prólogo de esta novela— no va a quedar nadie que transmita el apellido, como tantos otros apellidos —bien por el diezmo que supuso la Guerra Civil, bien por el posterior despoblamiento en beneficio del crecimiento de las ciudades— desaparecerían de la real Quesada. Esas primeras páginas casi casi parecen pertenecientes a una novela de tipo costumbrista aderezada por aquí y por allá con toques de realismo mágico. Son un homenaje a aquellos de los que venimos (de los que viene David Uclés), un canto a la memoria de un pueblo, un dar forma a la mitología de una familia (si es que mitología y memoria no son lo mismo). Es tentador pensar en Gabriel García Márquez y en su Cien años de soledad. Afortunadamente, nuestro narrador tiene recursos literarios propios y sobrado talento para fabular a partir de los hechos históricos como para alejarse de odiosas comparaciones y que su obra busque y encuentre una identidad propia, pues ni Uclés es García Márquez, ni La península de las casas vacías es Cien años de soledad, ni Jándula es Macondo, si bien sí creo que puede estar llamada a ser un meritorio ilustre lugar ficticio de, al menos (el tiempo dirá si este menos va a más), la literatura española contemporánea.

Las tres partes que siguen a esta primera de esta novela narran cada uno de los tres años del conflicto bélico: las atrocidades cometidas por cada uno de sus dos bandos, los desmanes de quienes se sentían impunes en un nuevo orden sin ley, la barbarie de las venganzas personales, el dolor, el miedo, el silencio, la decepción; los hombres, que «todos lloraban, pues en la guerra, raro es el hombre que no se siente solo y llora, que no se siente herido y llora, que no ve la muerte venir y, acongojado, llora»; las mujeres, que, como casi siempre en la historia, son olvidadas y en las guerras, además, más víctimas aún por ser mujeres, pero a las que el narrador quiere dar voz; Badajoz, Paracuellos del Jarama, Málaga, Gernika, Belchite, el Ebro, el Madrid por el que sí pasaron,...; el éxodo de las obras del Museo del Prado y tantas otras anécdotas, algunas conocidas y otras por descubrir; «los anarquistas, los falangistas, los fascistas, los derechistas, los izquierdistas, los republicanos, los socialistas, los caballeristas, los araquistainistas, los monárquicos, los carlistas, los comunistas, los marxistas, los negristas, los poumistas, los sindicalistas, los cenetistas, los africanistas, los rifeños, los religiosos, los cedistas, los faístas, los tradicionalistas, los reformistas…»; políticos, militares y uno que sería nombrado Generalísimo y que yo no quiero ni nombrar; innumerables intelectuales y personalidades del mundo de la cultura: Maruja Mallo, Rosa Chacel, María Moliner, Robert Capa (que, en realidad —me entero a la vez que el narrador— no se llamaba Robert Capa y como Robert Capa en la Guerra Civil lo fue solo a medias), Rafael Alberti, Miguel Hernánez (que, por cierto, dejó como viuda a una jandulesa), María Zambrano, Luis Cernuda, María Teresa León, Pablo Neruda, Octavio Paz, César Vallejo, Ernest Hemingway, Antoine de Saint-Exupéry, Federico García Lorca, Miguel de Unamuno, George Orwell, Elena Garro, Jacinto Benavente, Antonio Machado, Ana María Matute (sí, ya sé que por entonces era solo una niña, pero a mí no me pidáis explicaciones, son cosas del narrador), Mercé Rodoreda,... Y, entre todo esto (o a la vez que todo esto), Odisto Ardolento, ese patriarca que no era de un bando ni de otro porque su único bando era el campo, y sus vástagos, llamados unos a quedarse en Jándula y desaparecer, y condenados otros a echarse a los caminos de la Iberia del narrador y participar en el delirio colectivo en el que esta se sumió.

«—¿Cómo será el enemigo?
—¡Seguro que tienen mala cara, con los colmillos salidos!
—Dicen que no te disparan, sino que muerden y arrancan cuellos.
—¡Y algunos van con los ojos vendados! Oyen tan bien que no les hace falta ver.
—¿No habéis pensado que el enemigo es exactamente igual que nosotros?
—¿Qué dices, José?
—¡Serán pobres infelices sacados de sus casas, como nosotros! ¡No seáis tan fantásticos! ¡Si somos todos primos hermanos!
—¡Eres un aguafiestas, Ardolento!»

Quesada, la Jándula de David Uclés. Fotografía de Ziegler175 bajo licencia CC BY-SA 3.0.

La labor de documentación de David Uclés es encomiable. Más admirable es aún, sin embargo, su capacidad de síntesis y aglutinadora y, especialmente, su talento para ficcionar hechos históricos y su inventiva desarrollada a partir de los mismos. En cuanto a su prosa, nada puedo destacar. No es plana, no lastra la narración, pero no hay en ella nada que me maraville, que me haga pararme en seco o volver sobre lo leído, que me anonade con su belleza o que abra ante mí caminos reflexivos por los que no haya transitado con anterioridad y venga ya de vuelta. Cierto es que con sus toques de realismo mágico que hacen de Jándula un lugar tan especial y de Iberia un territorio de fábula consigue crear alguna que otra imagen bonita. No es menos cierto que algunos momentos de la trama protagonizada por la familia Ardolento, así como algunas de las narraciones que cobran vida propia a partir de un sustrato histórico real, conmueven. Pero no puedo evitar preguntarme qué sería del escritor ubetense sin ese sustrato de realidad, sin todo el conocimiento que ha ido acumulando a lo largo de su trabajo de documentación para la redacción de esta novela, sin las historias que habrá escuchado una y otra vez de niño y que sin duda han ido creciendo en su interior. No puedo evitar preguntarme quién sería David Uclés como escritor ante la página en blanco y con la memoria vacía. No importa. Mis preguntas no importan. La península de las casas vacías es una ficción histórica y como tal hay que juzgarla. Y como tal funciona. Como novela funciona. Porque una novela hay que construirla. Hay que levantarla, moverla, trasladarla y conseguir que llegue no a puerto sino al lector, conseguir que lleve al lector a alguna parte. Y la novela de Uclés lo hace. El conjunto de todo lo que contiene lo hace. Puede que los cimientos le sean dados. Puede que sus ladrillos sean modestos. Pero lo que es el cemento, lo que es la mezcla que los amalgama, eso es receta propia del autor. Cocina este con unos ingredientes que no son nuevos (y es que a ver qué es lo que no está ya inventado), pero que dan como resultado un gusto osado, inaudito y que tal vez —y por qué no— sea (digo tal vez por ser lo primero que leo de este autor) característico de David Uclés. En cualquier caso, me ha dejado un muy buen sabor del que el salpimentado de realismo mágico, si bien nada despreciable y aun siendo lo más destacado del mismo tanto por lectores como por crítica, no es para nada lo único a tener en cuenta.

Mirad la imagen de portada de esta novela. Es un fragmento de una obra de Rafael Zabaleta, pintor quesadense (o jundalense, si se quiere) reconvertido por capricho del narrador en personaje secundario de esta novela. El estilo de esa obra bebe de alguna manera del cubismo. Pensad, si queréis, en Pablo Picasso, máxime exponente de ese movimiento artístico y que además es protagonista de uno de los innumerables cameos que florecen a la luz y el riego de la novela que nos ocupa. Pensad, si queréis, en el Guernica, pues oportuno es que lo hagáis. En lo que yo estoy pensando, sin embargo, es en que La península de las casas vacías es como una novela cubista, en que esta obra de David Uclés es como un collage literario. Sus facetas, perspectivas, escenas, piezas podrían dar como resultado un conjunto fragmentario, pero lo que forman, en cambio, es un todo. El realismo mágico le da sin duda a este todo un toque colorista, pero, personalmente, lo que más he disfrutado de esta lectura son otros recursos literarios de su autor.

Llamemos —como ya lo he venido haciendo en alguna ocasión— narrador a ese autor. Llamémosle así porque así ha querido él mismo involucrarse en su narración. No, mejor borremos involucrarse y sustituyámoslo por inmiscuirse. Sí, eso es. Eso es lo que hace Uclés en esta novela: inmiscuirse. Aparece de repente para entrevistare con alguno de los personajes reales de esta novela. Irrumpe en la narración para explicarle al lector por qué ahora va a contar tal o cual cosa, por qué va a hacerlo así o asá o por qué escribe determinado destino para determinado personaje. Los personajes saben de su existencia aunque nunca lo hayan visto. Son temerosos de él como si de un omnipresente y omnipotente dios se tratara. Creen o descreen de él como los hunos y los hotros —así acostumbra el narrador a designar en ocasiones a los dos bandos de la guerra fratricida de su Iberia— creen y descreen de ese otro dios por cuya fe en él también pelean y que se muestra ciego, sordo y maniatado ante el dolor de sus hijos íberos. Y es que a ver qué tiene que ver Dios en todo esto. A ver qué va a hacer Él si «hace falta que todo un pueblo rece por lo mismo para que Dios intervenga; de lo contrario, deja al pueblo a expensas de sus propias decisiones. Iberia estaba sola en una guerra entre hermanos» y, así, a esta península de casas vacías no la salva ni su narrador.

Sí, ya sé que todo esto suena muy surrealista. Lo sé y lo es. Pero qué queréis que haga. La historia de esta novela la ha inventado el narrador, pero la Historia de España ni la ha inventado él ni la estoy inventado yo. Y los mencionados cameos en los que intervienen literatos, intelectuales y artistas varios no son menos surrealistas por mucho que, aun con licencias literarias y temporales mediante, estén justificados por hechos contrastables. No, no son menos surrealistas, así como tampoco menos disfrutables. Impagable es la escena de la nochevieja en la que un Ernest Hemingway cruza el centro de Madrid en motocicleta llevando en el sidecar a un Pablo Neruda afanado en meterle mano a una prostituta mientras que Antoine de Saint-Exupéry, sospechando del estado de embriaguez del estadounidense, surca el cielo a los mandos de su sempiterna avioneta intentando llegar a tiempo a cierto hotel en el que, amén de ciertos personajes conocidos, se encuentran celebrando la llegada del año nuevo alguno de nuestros protagonistas jandulenses, y dar así aviso de un inminente bombardeo del que ha tenido noticia. No menos hilarante es la imposible conversación entre los asistentes al que sí fue posible Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura. E igual de delirante es la referencia al exilio de Mercè Rodoreda a Francia. La condición de península de Iberia, abandonada a su suerte por las potencias extranjeras y aislada, por tanto, del resto de Europa, pende literalmente de una grapa. Por ese estrecho y frágil istmo se dispone a cruzar al país vecino la escritora catalana en un bibliobús, en el cual se intenta colar algún que otro ilustre polizón. En ese mismo escenario perece —con una muerte triste y trágica, aunque, esta vez concedo, narrada con belleza— uno de los personajes ficticios de esta novela. Como veis, ingenio no le falta al narrador.

Noticias relativas al Congreso de intelectuales para la defensa de la República Española. Exposición Por la defensa de la Cultura en el Centro del Carmen de Valencia. Fotografía de Jerónimo Roure Pérez (Dorieo) bajo licencia CC BY-SA 4.0.

«—Pompeu, Pere, Riba… ¡Y Antonio! ¡Vosotros no debéis montaros en este bus!, —repuso Rodoreda—. ¡No cambiéis vuestro destino o cambiaréis el de todos!
—No podemos quedarnos más aquí, estamos aterrados. ¡Y somos deterministas!
—¿Qué va a decir el narrador?
—Mercè… En esta vida uno no ha de hacer caso ni a Dios ni al narrador, por muy cristiano que sea. ¿Te crees que porque nos exilie en la fecha correcta le van a llover menos palos? ¡Le van a caer de todos lados! ¿A quién se le ocurre contar esta guerra de forma tan surrealista? ¿Dónde se ha visto que lluevan bombas de luz?
—¡A la mierda el narrador! ¡Que se las apañe con los historiadores! ¡Hacednos hueco!»

Me gusta David Uclés. Me gusta porque me gustan los escritores que se divierten escribiendo y que se toman la literatura como un juego. Me gusta porque las cosas serias no deberían tomarse demasiado en serio. Y me gusta su novela porque si pienso en mi España no sé si reír o llorar y porque Uclés ha hecho que en su Iberia no tenga que elegir entre uno y otro porque lo uno y lo otro —la risa y el llanto— se hermanan en ella como no lo hacen los hunos y los hotros. No, eso no. Eso no lo hermana ni Dios ni el narrador. Eso no lo hermanaron los cuarenta años que siguieron a esta historia ni los más de cuarenta que han seguido después. Pero eso es otra historia. Eso daría para otra novela. O qué sé yo.

«Llegó a lo alto del monte. Mientras esperaba el mensaje del Caudillo, contempló los caminos hacia su tierra. Parameras no sembradas, olivares con las ramas caídas de haber aguantado el peso del fruto no recogido, hermosos árboles aturullados, ataviados con fustes y traviesas en un intento de volver a darles forma, y huertos con sed. Al día siguiente llegaría a su querida Jándula.
De pronto, aquellos campos se vistieron de una luz rosada, como si una nube aloque se interpusiera entre el sol y la tierra. Paulo alzó la mirada y contempló un cielo rojo. Se hizo un silencio interrumpido por un viejo que, levantando la garrota, dijo:
—¡Es la sangre derramada, que se refleja en el cielo!
Aquella vez no se trataba de los efectos de una extraña aurora, como la del 25 de enero de 1938, ni del volcán; tampoco de un fenómeno atmosférico menor, como el sucedido durante la guerra de la Independencia. Simplemente, el cielo se tiñó de la sangre caída durante los tres últimos años. Un cielo encarnado que parecía consolar con su reflejo a la tierra despedazada, los humos viejos y los cascajos que antaño abrigaran a familias enteras y a animales. El movimiento se hizo lento, el silencio reinó y los pájaros volaron sin llamar la atención, bien alto. No graznarían más los cuervos, sino los vientres por el hambre; no escupiría más sangre la tierra, aunque seguiría recibiéndola, una sangre mucho más fría; no habría balas silbantes y perdidas, ya que toda bala futura tendría un objetivo desarmado. El mundo que conocían antes del conflicto ya no existía, para bien o para mal. Tendrían que acostumbrarse al que llegaba, y a sus cuatro largas décadas».

Son unas cuantas las citas que, a modo de epígrafes, anteceden el inicio de esta novela. También acostumbra el autor a introducir, al término de un buen puñado de sus capítulos, un par de citas de sendos bandos. Con una de ellas, perteneciente a Francisco Ayala, me dispongo a concluir esta entrada. Pero antes, quiero proponeros algo. David Uclés, además de escritor, es músico. Tal vez sea por ello por lo que, en algunos momentos a lo largo de su novela, habitualmente cuando se dispone a narrar algún episodio basado en una cruenta realidad, invita al lector a que busque determinada pieza musical y que la escuche mientras lee. De hecho, el autor ha creado una lista en Spotify (que podéis escuchar aquí) con la música de su novela (alguna pieza se me debió de escapar durante la lectura porque en esa lista aparecen más pistas de las que yo he conseguido localizar en la novela). Lo que yo os propongo es que escuchéis una de esas piezas. Se trata del Miserere dei, deus y es —esto no lo cuenta el narrador, pero os lo cuento yo, que, como me picó la curiosidad, me he informado un poco al respecto— una musicalización del siglo XVII del salmo de David del Antiguo Testamento por parte del compositor y sacerdote italiano Gregorio Allegri. En la traducción del latín de su letra que la Wikipedia ofrece leo cosas como «Líbrame de homicidios» o «no quieres tú sacrificio, [...] no quieres holocausto». Es por ello y por lo que transmite su música y las voces de los coros que lo interpretan por lo que me ha parecido el colofón perfecto para esta entrada. Ese tú que no quiere sacrificio ni holocausto no es otro que ese Dios al que —me atrevería a decir— tanto creyentes como agnósticos como ateos le hemos rezado alguna vez. «Un cristiano no puede rezar por la victoria, solo puede rezar por la paz», escribió Bernard Shaw según leo en una de las citas que Uclés ha tenido a bien incluir en esta novela. Os invito a que le deis al play bajo estas líneas (si alguien no tiene cuenta en Spotify, que dé un poco de rodeo y pinche aquí) y que escuchéis el ruego de piedad que es el Miserere mientras observáis algunos de los escenarios de realismo no mágico de esta novela y leéis las palabras de Francisco Ayala. Imploremos piedad por los Hunos y los Hotros, hermanados, ahora sí, en la destrucción de un país y la construcción de una península de casas vacías.


Foto de ilustración de la consecuencias de la Matanza de Paracuellos de Jarama durante la Guerra Civil Española
Fuente: elconfidencial.com. Licencia CC BY-SA 4.0.

[Caminando entre las ruinas del Alcázar] (1936) Anónimo, S.XX
London : Supplied by The Associated Press of Great Britain, 1936. Imagen en dominio público.

El pueblo de Gernika en ruinas tras el bombardeo. Autor anónimo. Fuente: elespanol.com. Imagen en dominio público.


[Momias profanadas] (1936) Anónimo, S.XX. Imagen en dominio público.

Edificio de la Diputación Provincial de Madrid en ruinas después de la Batalla de Madrid, 1939
Fuente: Biblioteca Digital de la Comunidad de Madrid. Imagen en dominio público.

[Camiones de refugiados cruzando la frontera] (1939) Anónimo, S.XX. London : Planet News, 1939. Imagen en dominio púlico.
  
[Refugiados españoles internados en Francia] (1939) Anónimo, S.XX
London : Wide World Photos, 1939. Imagen en dominio público.


Restos óseos  de víctimas de la Guerra Civil encontrados en la fosa de sant Andreu de Llanars en Prats de Lluçanès
Fotografía de la Generalitat de Catalunya. Uso permitido.

«No había nada por ninguna parte. Nada, sino silencio; un silencio húmedo que rezumaba, calaba hasta lo más hondo; un silencio que era la ausencia y el vacío de la atronadora refriega, ya pasada. No había nada, nada sobre la tierra… Bajo ella, muertos infinitos yacían en confusión, ahora casi tierra ya también ellos, y todavía lastimada humanidad, sin embargo; muertos preñados con el plomo de su muerte; muertos retorcidos en el horror de su martirio; muertos consumidos en la perfección absoluta de su hambre; muertos. Sepultados de cualquier modo, entre las raíces de los vegetales, entregados a esas garras ávidas, insaciables, vivificadas por la lluvia que había escurrido tan largamente por entre piedras y huesos. […]
—Ya todo acabó; ya todos somos uno. Nos une la tierra; nos iguala la tiniebla de la tierra; nos liga, tanto como nuestro amor, nuestro odio; nos hermana la comunidad de nuestro destino […]».





Ficha del libro:
Título: La península de las casas vacías
Autor: David Uclés
Editorial: Siruela
Año de publicación: 2024
Nº de páginas: 700
ISBN: 978-84-19942-31-9
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Comentarios

  1. Ay, Lorena, creo que en esta ocasión no estamos de acuerdo. Ayer decidí abandonar la novela tras poco más de cien páginas leídas, aunque tras leer tu reseña igual le doy otra oportunidad. Me resulta forzada en la forma y en el contenido, la prosa carece de toda magia, los sucesos irreales son eso, irreales, pero tampoco mágicos y, por si fuera poco, se eterniza contando hechos que con mucha menos extensión y una prosa más ágil y hábil quedarían más rotundos y efectivos. Todo el mundo habla maravillas del libro, me lo recomiendan amigos, familiares y multitud de blogs y redes sociales, pero a mí me resulta farragoso y setecientas páginas... me parecen muchas páginas. Ya te contaré.
    Un beso.

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    Respuestas
    1. Ay, Rosa. No sé que decirte. Hubiera jurado que esta novela te gustaría (creo, de hecho, que así te lo dije). Claro que gustar no es lo mismo que maravillar. Yo los libros de los que todo el mundo habla maravillas suelo dejarlos en cuarentena hasta que pasa el boom y ver si luego me acuerdo lo suficientemente de ellos como para leerlos. Sucede así que seguro que me pierdo bastantes buenas lecturas. Pero ocurre también que en los pocos casos en que me animo a leer esos libros me quedo un poco fría porque para lo que la mayoría supone, si no el libro de su vida, al menos la lectura del año, en mi caso tengo suerte si el libro consigue convencerme. Con La península de las casas vacías tenía muchas dudas, pero también me picaba mucho la curiosidad. A lo mejor es que me apetecía leer algo sobre la Guerra Civil pero a la vez me daba pereza leer algo sobre la Guerra Civil y el toque de originalidad (la originalidad, por otra parte, no tiene por qué hacer necesariamente mejor un libro) que parecía tener esta novela me animaba a ello. No sé. El caso es que me animé. El caso es que al poco de comenzar esta lectura estuve tentada de abandonarla. No me acababa de pegar ni a los personajes ni a la historia, que, para colmo, avanzaba muy lentamente y, aunque en otros libros puedo valorar y disfrutar la lentitud, no hay nada en la prosa de David Uclés que permita valorar y disfrutar esa lentitud. Y, lo que dices, son setecientas páginas. Pero el caso es que me seguía tirando la curiosidad y decidí continuar un poco más. No mejora la prosa. No es que la novela adquiera un ritmo vertiginoso (que tampoco es algo que me haga falta en una lectura), aunque con el inicio de la guerra parece que empieza por fin a moverse, pero sí que comienzan a aparecer algunos recursos por parte del autor que, aunque al principio me desconciertan y no sé cómo tomármelos, poco a poco me van ganando. Principalmente esos recursos son la intervención del narrador y el surrealismo aderezado además por personajes reales y reconocibles. Como digo en la reseña, me gustan los escritores que se toman la literatura como un juego. En cuanto al toque de realismo mágico (y digo toque porque no sé si calificarlo como realismo mágico en sí), como también digo, para mí no es lo más destacable de esta novela. Le da un toque diferente para escenificar esos lugares ficticios representativos de Quesada y España que son Jándula e Iberia, y a veces crea alguna que otra imagen bonita (que no hermosa); otras, en cambio, tampoco es que aporte mucho. De hecho, como también digo en la reseña, hay muchas cosas prescindibles en esta novela. Pero el caso es que el conjunto de todas esas cosas funciona (o al menos a mí me ha funcionado). Es curioso lo que me ha pasado con esta lectura. No hay nada destacable en la prosa de David Uclés, ni estilísticamente ni a nivel de invitarme a la reflexión. Sin la base de los hechos históricos sobre los que jugar y fabular, sinceramente, no sé qué sería de él como escritor. Pero, sin embargo, he disfrutado de su novela. Ahora bien, no va a ser para mí una de mis lecturas de este año. No ha sido ni la lectura del mes en que la he leído. Y si ha sido la lectura de la semana es porque he tardado más de una semana en leerla y porque no simultaneo lecturas. Ni te animo ni te desanimo a que la retomes, Rosa. Entiendo —porque yo misma estuve a punto de hacerlo— que la hayas abandonado y que, por tanto, no te apetezca volver a ella, y si finalmente te pica la curiosidad y decides retomarla, espero que la disfrutes.
      Besos

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