Un hombre que duerme - Georges Perec

«[...] a veces permaneces horas mirando un árbol, describiéndolo, analizándolo: las raíces, el tronco, el ramaje, las hojas, cada hoja, cada nervadura, cada rama de nuevo, y el juego infinito de las formas indiferentes que tu mirada ávida mendiga o suscita: rostro, villa, laberinto o camino, blasones y cabalgatas. A medida que tu percepción se va afinando, se hace más paciente y más ligera, el árbol explota y renace, mil matices de verde, mil hojas idénticas y sin embargo diferentes. Te parece que podrías pasarte la vida ante un árbol, sin agotarlo, sin comprenderlo, porque no hay nada que comprender, sólo que mirar: lo único que puedes decir de este árbol, después de todo, es que es un árbol; lo único que este árbol puede decirte es que es un árbol, raíz, tronco, ramas y hojas. No puedes esperar de él otra verdad. El árbol carece de moral que proponerte, de mensaje que proporcionarte. Su fuerza, su majestuosidad, su vida —si es que aún esperas obtener algún sentido, algún valor de estas metáforas ancestrales— no son sino imágenes, recompensas tan vanas como la paz de los campos, como la insidia de las aguas en calma, la valentía de los pequeños senderos que trepan no muy alto pero sí ellos solos, la sonrisa de las viñas donde los racimos maduran al sol.
Por eso el árbol te fascina o te sorprende, o te calma, debido a esta evidencia insospechada, insospechable, de la corteza y las ramas, las hojas. Por eso, quizá, no paseas nunca con un perro, porque el perro te mira, te suplica, te habla. Sus ojos húmedos de reconocimiento, sus aires de perro apaleado, sus brincos de perro alegre te obligan sin cesar a conferirle el estatus innoble de animal doméstico. No puedes permanecer neutro frente a un perro, no más que frente a un hombre. Pero no dialogarás nunca con un árbol. No puedes vivir con un perro porque el perro a cada rato te pedirá que lo hagas vivir, que lo alimentes, que lo elogies, que seas hombre para él, que seas su amo, que seas el dios que truene ese nombre de perro que le hará someterse de inmediato. Pero el árbol no te pide nada. Puedes ser el Dios de los perros, el Dios de los gatos, el Dios de los pobres, te basta con una correa, con algunas sobras, algo de riqueza, pero nunca serás dueño del árbol. Lo único que podrás será querer ser tú mismo árbol».

Y eso es lo que quiere el joven del libro que os traigo hoy: ser árbol. Eso es lo que le anuncia ese narrador que golpea una y otra vez al lector con su segunda persona del singular arrojándole verdades que golpean como piedras: «algo que nunca tendrá fin va a comenzar: tu vida vegetal, tu vida anulada».

«Un día como éste, algo más tarde, algo más pronto, descubres sin sorpresa que algo no va bien, que, hablando en plata, no sabes vivir, que no sabrás jamás», sentencia esa voz narrativa con relación al joven protagonista de esta novela. Y yo me pregunto si existe alguien que realmente sepa vivir. Yo me pregunto a qué llamamos vivir. ¿Vivir es lo que hace un árbol? ¿Vivir es lo que hace un hombre (léase aquí y en adelante hombre como sinónimo de humano)?

«[...] se paga un precio demasiado alto por estos dos pulgares oponibles, por la posición erguida, por la rotación imperfecta de la cabeza sobre los hombros: ¡esta caldera, este horno, esta parrilla que es la vida, estos miles y miles de requerimientos, de provocaciones, de amenazas, de exaltaciones, de desesperaciones, este baño de obligaciones que nunca se acaba, esta eterna máquina de producir, de triturar, de engullir, de superar baches, de volver a empezar de nuevo una y otra vez, este dulce terror que insiste en regir cada día, cada hora de tu ínfima existencia!»

Visto así, a quién no le apetecería vivir como un vegetal.

No es casualidad que haya empezado esta reseña con ese fragmento sobre la contemplación de un árbol. Lo he hecho porque creo que esa es la imagen que, de Un hombre que duerme, más va a perdurar en mí; porque casi estoy segura de que ese árbol va a convertirse para mí en la representación y símbolo de lo que es esta novela. 

Me imagino su tronco robusto; su copa, protectora como un paraguas; sus hojas, abiertas y anhelantes de rocío y sol. En mi mente crece y se alborota un árbol reinante en un paraje que opaca cualquier otro ser vivo o inerte del paisaje; un árbol tan majestuoso como se me antojó al leer Orlando que sería ese otro árbol que inspiró el poema El roble, trasunto del The Land de Vita Sackville-West. Pero, en realidad, al árbol al que, por su poder representativo, más se me asemeja el árbol de Georges Perec, autor del libro que os traigo hoy, es la higuera de Sylvia Plath.

Así la llamo: la higuera de Sylvia Plath. Es una imagen recurrente para mí que ha aparecido ya en este blog en alguna que otra reseña. Hace referencia a una escena de La campana de cristal en la que Esther Greenwood, su protagonista, confiesa sentirse como si estuviera sentada ante una higuera incapaz de elegir qué frutos quiere de ella, pues decantarse por unos implica renunciar al resto, y, así, hambrienta, mientra su indecisión la tortura, contempla cómo los higos comienzan a pudrirse y caen a sus pies. La higuera de Sylvia Plath representa para mí la parálisis a la que lleva la indecisión de quien anhela pero es consciente de la continua pérdida que representa vivir, de quien para la vida no es sino una constante bifurcación que hace irrecuperable el camino no escogido. Las raíces del árbol de Georges Perec, en cambio, no beben de la indecisión, sino que, más que una parálisis, representan algo cercano a la pasividad, algo parecido a la indiferencia, algo que será mejor llamar —como hizo el escritor francés en la novela que nos ocupa— neutralidad.

«Tu propósito no es redescubrir las saludables alegrías del analfabetismo, sino, al leer, no conceder ningún privilegio a tus lecturas. Tu propósito no es ir desnudo por ahí sino estar vestido sin que eso implique necesariamente afectación o abandono; tu propósito no es dejarte morir de hambre, sino solamente alimentarte. No es que quieras llevar a cabo estas acciones con total inocencia, pues la inocencia es un término demasiado fuerte: solamente, simplemente, si es que ese «simplemente» tiene algún sentido, dejarlas en un terreno neutro, evidente, desprovisto de todo valor, y no, ante todo no, funcional, porque la funcionalidad es el peor de los valores, el más hipócrita, el más comprometedor, aunque patente, fáctico, irreductible; que no haya nada más que decir: lees, estás vestido, comes, duermes, caminas, que sean acciones, gestos, pero no pruebas, no monedas de cambio: tu ropa, tus alimentos, tus lecturas ya no hablarán en tu lugar, ya no tendrás que hacerte el listo a través de ellos. Ya no les confiarás más la agotadora, la imposible, la mortal tarea de representarte».

Que nada de lo que hagas tenga un significado. Que a ningún estímulo que te llegue le des un significado. ¿Cómo se consigue eso?, me pregunto mientras leo cómo es a eso precisamente a lo que se aplica el protagonista de la novela que tengo entre manos.

Tiene veinticinco años. Es estudiante de sociología. Vive en París —pongamos que son los años sesenta del pasado siglo, época por la que Perec escribió esta novela— en una diminuta buhardilla en la que, tumbado sobre su camastro, si estira uno de sus brazos alcanza a tocar con la punta de sus dedos cualquier punto de la misma. Un día se despierta, pero no se levanta. Sus compañeros observan de reojo su lugar vacío en el aula el día de los exámenes. Más tarde, sus amigos acuden a verlo, pero él ignora sus voces y sus llamadas a la puerta. Las visitas se distancian hasta desaparecer. Su único contacto con el mundo exterior es auditivo: la gota de un grifo, las toses de un vecino que abre y cierra cajones, el bullicio de la rue Saint-Honoré en la que se encuentra su buhardilla.

El joven va una temporada al campo a visitar a sus padres. Pasea. Contempla el árbol. Vuelve a París y comienza a deambular por sus calles. Entra en cualquier cine y ve cualquier película. Se sienta en cualquier café y come y bebe simplemente para alimentarse. Ve a la gente corriendo de un lado a otro como un enjambre de hormigas; cruzar las calles y hacer los mismos movimientos sin ser conscientes de lo que hacen y por qué lo hacen.

Su peregrinaje hacia la neutralidad no es la imagen pictórica de la escena del árbol (no en vano la de la higuera es para mí una imagen lluviosa y tormentosa, casi profética). Su peregrinaje hacia la neutralidad remite más a la grisura que ese hombre quiere alcanzar. Y es que no he sentido la lectura de Un hombre que duerme como ese paisaje abierto en el que ese árbol magnífico del principio de esta reseña chupa nutrientes del subsuelo y alza sus ramas al cielo, sino como la estrechez de las callejas por las que me imagino camina su protagonista y la de las tuberías viejas de las que fantaseo le llegan ruidos a la buhardilla en la que se suceden sus días.

Vista nocturna de la Rue Saint-Honoré. Fotografía
bajo licencia CC BY-SA 3.0. Fuente: stanthejeep.

Me he acordado de Suicidio, de Édouard Levé, leyendo esta novela. Me he acordado de ella por su estilo narrativo, por esa narración en segunda persona del singular, por el vagabundeo de su protagonista por las calles de París, también porque es una lectura que por momentos se estanca y da vueltas a lo mismo. Sin embargo, en cuanto a lo que Un hombre que duerme me dice, en cuanto a las ideas que contiene y a lo que hace al lector preguntarse mediante esa arma arrojadiza que es esa segunda persona del singular, son otras las lecturas que han ido acudiendo a mi mente (o, más bien, reflexiones en torno a otras lecturas o ideas ajenas a esas lecturas que contienen las mismas).

«Los zorros tienen guaridas, y las aves de los cielos tienen nidos; pero el Hijo del hombre no tiene dónde recostar la cabeza», pude leer hace algo más de un año en la novela De bestias y aves para descubrir más tarde que se trataba en realidad del versículo de la Biblia Mateo 8:20. Curiosamente, en mi lectura anterior a esa de Pilar Adón, que fue Un incendio invisible de Sara Mesa (curiosamente en mi reciente reseña del último libro de Mesa que he leído he hecho también referencia a ese versículo que Adón cita en su novela), uno de los personajes menciona, así como quien no quiere la cosa y sin incidir más en ello, la habitación de Pascal, lo cual me llevó a una famosa —aunque hasta entonces para mí desconocida— cita del polímata francés Blaise Pascal que dice así: «La infelicidad del hombre se basa sólo en una cosa: que es incapaz de quedarse quieto en su habitación». De esa incapacidad, supongo que el hecho de que no tengamos donde reposar la cabeza. De esa infelicidad, supongo que la buhardilla del joven de Georges Perec como madriguera. 

«Tu buhardilla es la más bella de las islas desiertas, y París es un desierto que nadie ha atravesado nunca. Sólo necesitas calma, este sueño, este silencio, esta torpeza. Que los días comiencen y que los días acaben, que el tiempo transcurra, que tu boca se cierre, que los músculos de tu nuca, de tu mandíbula, de tu mentón se relajen del todo, que sólo el subir y bajar de tu caja torácica, los latidos de tu corazón sigan dando testimonio de tu paciente supervivencia».

Que nuestros pulmones obtengan oxígeno del aire que inhalamos y nuestro corazón lata y bombee sangre cual si fuéramos árboles haciendo la fotosíntesis sin ser conscientes de la milagrosa maquinaria que opera en nuestro interior, cual árboles sin otra necesidad que la de ocupar nuestra pequeña parcela de mundo. Ser árbol. Vivir sin expectativas (y renunciando, por tanto, a toda la dualidad que implica la palabra expectativa: obligación, presión, pero también anhelo, sueños, esperanza). ¿Es eso vivir? ¿Se puede vivir así?

Me he acordado de otro árbol leyendo a Georges Perec. En este caso de un ciruelo. Pierre Antón trepa a él el primer día de clase del último curso en la escuela y se instala en sus ramas. Nada importa y como nada importa no merece la pena hacer nada, así que para qué bajar de este árbol, parece decirnos Pierre desde las páginas de esa perturbadora historia que la danesa Janne Teller me contó hace ya la friolera de diez años en Nada. No es exactamente ese el pensamiento del joven de la novela que nos ocupa en esta reseña, pero los compañeros de Pierre, esos apenas adolescentes que se afanarán en llevarle al ciruelo diferentes objetos cargados de significados y representativos de que sí hay cosas que importan o, mejor dicho, la creciente renuncia —y los peligros, en contraste con la liberación que podría esperar el hombre que duerme de Perec, que esta supone— la creciente renuncia, como iba diciendo, de esos muchachos a sus valores, creencias e identidades en su empeño de levantar ante su compañero una montón de significado ha acudido a mi mente al leer sobre la neutralidad desprovista de valor en este otro libro del que os estoy hablando.

Un hombre que duerme es una breve novela de trama casi inexistente. Poco de ella puedo decir más allá de lo que aquí he contado y de que aunque parezca que no hay en ella movimiento, sí que va hacia alguna parte. En cualquier caso, el interés de esta lectura es acompañar a su protagonista en su aprendizaje de «todo lo que no se aprende: la soledad, la indiferencia, la paciencia, el silencio» y dejarnos asaltar por algunas de las sentencias, reflexiones, descripciones y metáforas contenidas en ella y que son como una bofetada, como un despertar no del letargo al que hace alusión el título de este libro, sino del maremágnum de rutinas y obligaciones en el que vivimos sumidos (si es que estas no constituyen en sí otra especie de letargo). También hay en ella algún pasaje o alguna página que se me ha hecho un tanto tediosa o que me ha dejado más indiferente, pero, en su conjunto, es una de esas obras literarias que agradezco haber leído por ser representativas de una idea, de una tendencia de pensamiento, de algo difícil de explicar con palabras, pero que puede ser representado de manera sublime por un personaje.

«Hace un tiempo, en Nueva York, a algunos centenares de metros de los malecones donde baten las últimas olas del Atlántico, un hombre se dejó morir. Trabajaba como escribiente para un jurista. Escondido tras un biombo, permanecía sentado en su escritorio y nunca se movía. Se alimentaba de galletas de jengibre. Miraba por la ventana un muro de ladrillos ennegrecidos que casi habría podido tocar con la mano. Era inútil pedirle lo que fuese, que releyese un texto o fuese a correos. Ni las amenazas ni los ruegos ejercían poder sobre él. Al final, se quedó casi ciego. Hubo que cazarle. Se instaló en las escaleras del edificio. Entonces lo encerraron, pero se sentó en el patio de la cárcel y se negó a alimentarse».

Creo que es imposible haber leído el magnífico relato de Herman Melville Bartleby, el escribiente (también hay un guiño en la novela del francés para ese monumento literario y ballenero del estadounidense —he aquí La Ballena como la imagen representativa por antonomasia— que es Moby Dick) y no reconocer en la cita sobre estas líneas la historia del hombre de resistencia pasiva que tenía permanentemente en los labios un preferiría no hacerlo como respuesta a cualquier instancia. La propia editorial Impedimenta califica en su sinopsis Un hombre que duerme como «Novela cumbre de la «Literatura Bartleby», auténtico hito generacional» que puede —esto ya es añadido mío— no decirnos nada a las generaciones posteriores que no se nos haya dicho con anterioridad o no suponer el mismo revulsivo, pero que sigue encerrando un desasosiego (así como un anhelo de sosiego) universal y atemporal.

El hombre de Perec no tiene nombre. Es para mí un hombre que, fascinado por la calma que le transmite, observa cómo vive un árbol y que quiere, pues, vivir como él. Es un hombre que duerme, que vegeta. Ni siquiera eso: es un hombre que aspira a vegetar. Porque el hombre no tiene dónde recostar la cabeza. Porque si pudiera quedarse quieto en su buhardilla con la cabeza recostada no sería hombre. Porque si intentara hacerlo descubriría que ni siquiera así es feliz.

«No has aprendido nada, salvo que la soledad no enseña nada, que la indiferencia no enseña nada: era un engaño, una ilusión fascinante y con trampa. Estabas solo y ahí estaba todo y querías protegerte; que entre el mundo y tú los puentes se suprimieran para siempre. Pero eres tan poca cosa y el mundo es una palabra tan grande [...]».

Auxerre Yonne France, fotografía de Randalfino bajo licencia CC BY 2.0





Ficha del libro:
Título: Un hombre que duerme
Autor: Georges Perec
Traductora: Mercedes Cebrián
Editorial: Impedimenta
Año de publicación: 2009 (1967)
Nº de páginas: 136
ISBN: 
978-84-937110-6-1
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Comentarios

  1. ¡Hola! curiosa lectura la que nos traes hoy al blog... con ese protagonista que lo único que ansía ser cómo un árbol, con esa pasividad ante la vida, ante lo que representa vivir, porque es cierto que la vida es una continua pérdida, una constante toma de decisiones que hacen imposible volver a atrás
    Curioso también que la lectura te haya llevado a acordarte de ese párrafo de De bestias y aves de Adón y esa coincidencia de que en dos lecturas seguidas de dos autoras distintas te encuentres la referencia a ese versículo de la Biblia
    Me fascina esa memoria tuya que te lleva a recordar pasajes de otros libros o a hilar unos argumentos con otros...
    En principio no creo que me decida por esta lectura, aunque nunca se sabe...
    Besos

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    1. Realmente con el versículo de la Biblia me encontré en el libro de Pilar Adón y en el de Sara Mesa me encontré con una referencia a la cita de Pascal. Lo que pasa es que para mí ambas ideas se complementan. Y es cierto que el significado que yo le doy a ese versículo que me descubrió De bestias y aves parece que no para de perseguirme.
      En cuanto a Un hombre que duerme, sí que es un libro diferente. En un principio, y conociendo tus gustos, no lo veo para ti, pero, como bien dices, nunca se sabe.
      Besos

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  2. Prrec, un autor diferente pero muy atractivo y especial. Y qué bien traída esa Higuera de Plath (un pasaje que caló mucho en mí y que enmarcaría)

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    1. Ana, qué alegría tenerte por aquí.
      Sí que Perec es un autor atractivo y especial al que llevaba tiempo con ganas de leer. Espero que este primer encuentro con esta breve novela no sea el único.
      Es que esa higuera de Sylvia Plath...
      Un abrazo

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  3. Recuerdo haber leído lo de la higuera en La campana de cristal. Me recordó la paradoja del asno de Buridán que se murió de hambre por no decidirse entre dos montones iguales de heno. Como ya te he dicho en alguna ocasión, admiro tu capacidad de recordar y evocar tantas lecturas a partir de otras. Mi memoria no me lo permite. Te leo y sí recuerdo Nada, de Janne Teller y Bartleby, como no; y La campana de cristal... pero de no mencionarlas tú, no sé si me habrían venido a la cabeza.
    «La infelicidad del hombre se basa sólo en una cosa: que es incapaz de quedarse quieto en su habitación». Sí, magnífica frase. La infelicidad viene de querer saber. Viene del pulgar oponible, de la visión estereoscópica, de la postura erguida, de la consciencia. De la más pura esencia de la humanidad. Debimos quedarnos en las ramas de los árboles si hubiéramos querido no ser infelices. Como El barón rampante de Italo Calvino (parece que de algo sí me sirve la memoria, ja, ja).
    No sé si leeré este libro. No de momento, pues estoy en una época en que necesito otro tipo de lecturas, pero lo apunto.
    Un beso.

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    1. Bueno, no puedes saber qué cosas ni qué lecturas te podrían haber venido a la cabeza de haber leído este libro. Tal vez no te vinieran las mismas lecturas que a mí, pero te vendrían otras. Cada uno ponemos nuestro propio bagaje tanto lector como personal a lo que leemos.
      Sí es cierto que tengo bastante buena memoria, así como capacidad de asociar y relacionar. Pero también a veces que releo alguna reseña añeja me descubro sorprendiéndome de cosas que he escrito o leído y he olvidado, así como de otras que pienso que me han venido a la cabeza por primera vez y resulta ser que no es así.
      Calvino. Uno de mis eternos pendientes del que hay un par de libros que llevan tiempo haciéndomo ojitos y que espero leer algún día.
      Besos

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