Bartleby, el escribiente - Herman Melville

«Un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir», dijo una vez Italo Calvino. Eso me cuenta Enrique Vila-Matas en el prólogo a la historia que os traigo hoy. Si os soy sincera, he de confesar que elegí la edición de Penguin Clásicos de esa historia por el prólogo del escritor barcelonés. Con las menciones que a Bartleby hace en Montevideo y sabiendo que tiene un libro titulado Bartleby y compañía, es decir, barruntando que esta obrita (en diminutivo por sus dimensiones) de Herman Melville es una de sus lecturas fetiches, no pude evitar tener el presentimiento de que ese prólogo iba a ser el complemento perfecto para ella, es más, de que le iba a dar una dimensión más amplia a mi lectura. 

El prólogo de Vila-Matas bien merecería una reseña para él solo, pero, en cualquier caso, a lo que he venido es a hablaros de Bartleby, el escribiente. Si he querido comenzar hablándoos de dicho prólogo es porque esa frase de Italo Calvino mencionada en el mismo me ha parecido perfecta para mi cometido. Volviendo a ser sincera, no tengo ni idea de lo que Bartleby me ha dicho. No tengo ni idea de qué contaros de él. Sí sé que me ha provocado y me ha hecho pensar muchas cosas mientras lo he leído. Supongo que, de leerlo más veces, me iría diciendo cosas diferentes. Probablemente, como dijo el ilustre escritor italiano, no terminaría de decirme nunca lo que tiene que decir. Vila-Matas habla en el susodicho prólogo de lo que este libro le ha ido diciendo en sucesivas lecturas e incluso de lo que les ha dicho a otros. Es muy interesante todo lo que cuenta acerca de la crisis sufrida por Melville en relación a la escritura debido a la mala acogida de Moby Dick («Seguir o no seguir (o quién sabe si en realidad seguir y no seguir)»), pero, tras terminar la lectura de Bartleby, he de decir que no coincido con él en todas sus interpretaciones de este libro (claro que yo solo lo he leído una vez). En lo que más coincido, sin embargo, es en destacar la figura del narrador de esta historia por encima de Bartleby, el personaje que da nombre a la misma y que es uno de los más ilustres de la literatura.

«En respuesta a mi anuncio, una mañana apareció un joven ante la puerta de la oficina, que estaba abierta porque ya era verano, y permaneció allí inmóvil. Todavía puedo ver aquella figura, pálidamente pulcra, lastimosamente respetable, incorregiblemente desolada. ¡Ese era Bartleby!»

Es precisamente ese narrador quien pone ese anuncio al que responde Bartleby. Se trata de un abogado que tiene un despacho en Wall Street suponemos que por la época en la que Herman Melville escribe este relato, allá por 1853. Es un profesional al que no le gusta complicarse la vida aunque sí obtener rédito de su trabajo. Cuenta ya con dos empleados a su cargo —dos personajes un tanto peculiares, todo hay que decirlo— pero necesita incorporar un tercer escribiente y hete aquí que el bueno de Bartleby se presenta como aspirante al cargo.

Bartleby responde exactamente a la descripción de la presentación que de él hace el narrador, es decir, es pulcro y respetable, si bien también la impresión que terminará por dejar en su patrón no es menos fiel a esa descripción, pues será esta cuando menos lastimosamente desoladora. Así, Bartleby se revela como un diligente copista de extremada corrección y el abogado no puede más que congratularse de la nueva incorporación a la oficina.

Todo va bien hasta que nuestro narrador le encomienda a tan singular personaje una tarea diferente a la de copista aunque no por ello ajena a la profesión. Bartleby, con su acostumbrada buena educación, pero también con una firmeza insólita por la extraordinaria calma con la que la manifiesta, responde: preferiría no hacerlo. 

Ese I would prefer not to, aun sonando su terminación un tanto más brusca en el inglés original que en la traducción española, no deja de ser un condicional, no deja, por tanto, de ser una oposición dudosa, una negativa que deja una puerta abierta. O eso, al menos, podríamos pensar. 

Eso podríamos pensar si no fuera porque ese preferiría no hacerlo no deja tampoco de expresar una voluntad férrea e inquebrantable.

«No hay nada que exaspere más a una persona seria que una resistencia pasiva. Si el individuo que padece la resistencia no tiene un carácter inhumano y el que la opone es perfectamente inofensivo en su pasividad, entonces el primero, con sus mejores modos, se empeñará generosamente en interpretar con su ingenio lo que resulta imposible dilucidar con la razón. Incluso así, en general, yo tenía una buena opinión de Bartleby y de sus costumbres».

Y sí, el abogado se empeña. Se empeña en entender a Bartleby. Se empeña en convencerlo. Mas sus esfuerzos y tentativas son infructuosos. El nuevo empleado ha dado en responder con esa letanía a cualquier petición que se le haga. Es más, ha manifestado que también preferiría no volver a ejercer sus labores de copista, aunque preferiría no abandonar el despacho.

Lo que sí se copia en el despacho es el uso de esa hasta entonces inofensiva palabra, es la utilización de ese extraño vocablo anteriormente tan poco utilizado. La palabra preferir está últimamente en boca de todos de manera inconsciente, de modo que tal pareciera que tanto el abogado como los otros dos empleados se hubieran contagiado de una especie de bartlebymaniosis, es decir, como si hubieran sido víctimas de ese fenómeno de apertura de una nueva vía de pensamiento que se desencadena cuando una nueva palabra irrumpe en el vocabulario cotidiano y es posteriormente adoptada por él.

Wall Street, 1867. Fotografía en dominio público. Fuente: National Archives and Records Administration NAID 513348.

Bartleby, el escribiente es un relato entre perturbador y absurdo. Esto, unido a cierto ambiente funcionarial, ha hecho que me acuerde de Franz Kafka, como ya me había pronosticado Enrique Vila-Matas en su prólogo, especialmente de su novela El proceso. También me ha recordado a otra joyita de relato protagonizado por otro ilustre personaje literario como es Wakefield, de Nathaniel Hawthorne, vecino y amigo, por cierto, de Herman Melville.

Vila-Matas también menciona en su prólogo a Robert Walser, escritor más desconocido para mí y al que solo me he acercado tímida y distantemente en una ocasión. Tal vez sea hora de volverme a acercar a él y mirarle mejor. Y es que ¿cómo puedo dejar caer en el abandono a alguien de quien el escritor barcelonés me dice: «[...] impresiona descubrir en él que aquello que nos condiciona al leerlo no es tanto lo que dice, sino lo que vamos intuyendo que calla. ¿Y qué calla? Su angustia. Que es Infinita. Aunque tenía siempre el detalle de ahorrárnosla, para así poder dedicarse a perder su vida y su prosa por delicadeza».

Pero ya os he dicho que, por mucho que me gustaría, no he venido a hablaros del prólogo de Vila-Matas. Si he metido a colación lo que este nos cuenta de Robert Walser es porque... atención a lo que el narrador del relato que sí nos ocupa nos cuenta de Barteby:

«Inmediatamente después me sobrevino una idea que recorrió todo mi cuerpo: «¡Qué abandono y soledad tan miserables se constatan aquí! Su pobreza es grande, pero su soledad… ¡qué horrible! Piénsenlo». Los domingos, Wall Street está tan desierto como Petra; cada noche de cada día se hace el vacío. Lo mismo ocurre con este edificio. Entre semana bulle de vida y actividad, mientras que al caer la noche resuena por pura vaciedad; y los domingos queda deshabitado. Y Bartleby convierte este lugar en su hogar; espectador exclusivo de una soledad que ha conocido completamente poblada».

¿Calla Bartleby, al igual que Walser, su angustia, que acaso sea también infinita? «La felicidad busca la luz y por eso creemos que el mundo es alegre. Sin embargo, el sufrimiento se oculta en la distancia, y por eso pensamos que el sufrimiento no existe». ¿Esconde el humilde copista su sufrimiento tras su serena apariencia teniendo así el detalle de ahorrárnoslo y pudiendo por tanto dedicarse a perder su vida con delicadeza?

No lo sabemos. En realidad, de Bartleby no sabemos nada. Solo sabemos lo que el abogado sabe y este solo sabe lo que presencia de su empleado en el despacho. Nada sabemos de Bartleby fuera de ese lugar. Nada sabemos de su vida antes de llegar allí. Que no os engañe su título: esta no es la historia de Bartleby, si bien es perfecto que sea por su nombre por el que todos la conocemos, pues esta es la historia del narrador en relación con Bartleby. Esta es, si queremos, la historia del lector en relación con este personaje en cuanto que asistimos en primera fila al insólito estupor que Bartleby provoca en su patrón.

Post Office Dept. - Dead Letter Office. Fotografía de Frances Benjamin Jonhston
sin restricciones de reproducción conocidas. Fuente: Library of Congress.

El abogado no sabe cómo salir del entuerto en el que se ve metido. Oscila entre el desconcierto inicial, la comprensión, el ofrecimiento de ayuda, el ultimátum y la huida. Se siente orgulloso de su proceder para a continuación pasar a sentirse incómodo. Le preocupa que se corra la voz y que ello perjudique el negocio, lo cual le lleva a tomar una decisión que de otra manera probablemente no hubiera barajado, pues «a menudo sucede que el contacto constante con mentes intolerantes agota finalmente las mejores determinaciones de los más generosos». Además, a saber por qué, pero en cierto modo se siente responsable de Bartleby. En resumen, no sabe cómo desembarazarse de un empleado improductivo.

No sabe o tal vez no quiere. Es cierto que le conmueve el desvalimiento que adivina en su empleado, que aunque la impotencia que le causa la imposibilidad de ayudarlo le haga mirar a otro lado no puede evitar ese lamento interior que reza: «¡Ay, Bartleby! ¡Ay, humanidad!»  Pero... ¡qué queréis que os diga! A ver, esto no me lo cuenta el narrador de este relato. Esto os lo cuento yo a vosotros, hayáis o no hayáis leído esta historia. Es solo una de las cosas que me ha terminado de decir a mí este libro en esta lectura. Es una de esas cosas que tal vez este mismo libro me desdiga en otra lectura o que tal vez a otro lector no le diga; un libro, por cierto, que no tenemos por qué circunscribir solo o interpretar en base a la época y lugar en los que se desarrolla la historia que narra sino que, como todo buen clásico que se precie de serlo, dada su universalidad y atemporalidad, podemos extrapolar a cualquier espacio y lugar. A ver, yo lo que creo es que el abogado no es solo que sienta pena por Bartleby. No es solo que no quiera violentar la voluntad de un hombre apacible. Lo que se me ha ocurrido es que tal vez sea él el que se siente violentado por tan rotunda e inamovible resistencia pasiva. Sí, sí, estoy firmemente convencida de que entre todo el variado espectro de sentimientos e impresiones que el escribiente que preferiría no escribir deja en su patrón está la admiración. Y, además, no es esto algo que me extrañe en absoluto, pues desde hace ya varios años vengo pensando que mucho más importante que saber lo que queremos es saber lo que no queremos. Saber expresar esos nos, saber entonar con naturalidad y sin temor al amilanamiento ese preferiría no hacerlo me parece ya el colmo de la sabiduría. No me asombra para nada, pues —y vuelvo a recurrir a las siempre pertinentes palabras de Vila-Matas—, que ese «copista, que va camino ya de copiar y no copiar —un modo como otro de decir que va camino de ser libre a pesar de (o gracias a) llevar una paupérrima vida—», sea digno de admiración. Lástima que tantas veces aquello que íntimamente admiramos no encuentre acomodo en nuestra sociedad. Lástima que en esa sociedad de la que formamos parte predominen tanto los que no saben decir que no como los que ignoran y pisotean los preferiría no de otros. Así, pues, voy a unirme al lamento del narrador de este relato y entonar yo también un resignado ¡Ay, Bartleby! ¡Ay, humanidad!

The Tombs (las Tumbas, sobrenombre con el que se conocía a la prisión de Nueva York) cerca de 1896. Fotografía de Alfred S. Campbell
en dominio público. Fuente: Library of Congress's Prints and Photographs Division, digital ID cph.3b10958.





Ficha del libro:
Introducción de Enrique Vila-Matas
Traductora: Mª José Chulia
Editorial: Penguin Clásicos
Año de publicación: 2019 (1853)
Nº de páginas: 112
ISBN: 978-84-9105-385-9





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Comentarios

  1. En ocasiones sueño ser Bartleby. A veces sueño con que me llevo al trabajo una taza con su frase. Pero todo se esfuma. Aunque lo piense, acabo haciendo lo que me mandan. A ver si busco esa edición para leer ese prólogo. Un abrazo

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    1. O mejor una camiseta, Esther, para que se lea bien claro. Aunque no sé cómo se lo tomarían nuestros jefes, jaja.
      A mí es que todo lo que me cuenta Vila-Matas, hable de lo que me hable, me parece super interesante.
      Un abrazo

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  2. Leí esta novela hace más de cinco años y me dejó fascinada. El personaje de Bartleby me produjo una ternura inmensa. Yo lo interpreté como una lucha contra lo establecido, como un deseo de elevar su voluntad sobre tantas cosas que a diario nos reprimen. Leí la edición de Nórdica y si bien carece del prólogo de Vía-Matas lo compensan las maravillosas ilustraciones de Javier Zabala.
    A consecuencia de esta lectura leí Bartleby y compañía, que me encantó y me llevó a Robert Walser, aunque tan solo lo he apuntado en la lista de pendientes.
    Una magnífica reseña.
    Un beso.

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    1. Sin duda saber decir que no es una gran asignatura pendiente. Somos mucho más esclavos de lo que pensamos.
      Me encantan las ediciones ilustradas de Nórdica. Son una exquisitez. Probablemente me hubiera decantado por ella si no fuera porque me topé con la prologada por Vila-Matas, al que espero seguir leyendo, así como leer en algún momento Bartleby y compañía. De Walser he leído El paseo. No conseguí conectar mucho. Pero me gustaría releerlo o probar con algún otro libro del autor, pues sigo pensando que es un escritor que podría gustarme. Tal vez no fuera el momento.
      Besos

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  3. No me he animado con este autor porque tropecé con su Moby Dick. No conseguí engancharme a esa lectura. Pero ahora me dejas con curiosidad por esta novela, así que tomo buena nota de esta edición, que también me dejas con ganas de disfrutar de ese prólogo.
    Besotes!!!

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    1. Pues yo tengo ganas de leer Moby Dick. Esperó no tropezarme con él, jeje.
      Bartleby, el escribiente es cortito. Así que para darle otra oportunidad a Herman Melville es una buena opción.
      Besos

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  4. Has hecho una reseña tan buena de este libro, Bartleby El Escribiente, de Herman Melville, que habria que leerlo sin dudarlo un instante. Sin duda esa lectura será fascinante.

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  5. Leí Clerk Bartleby hace más de 6 años aquí https://amante-de-libros.com/category/novelas/clasicos-universales/ y quedé completamente fascinado. El personaje de Bartleby me conmovió profundamente. Lo interpreté como una rebelión contra el sistema, un deseo de ejercer la voluntad frente a las muchas limitaciones que enfrentamos a diario. Me gustó la edición de Nordica que, a pesar de la falta de prólogo de Vila-Matas, lo compensa con las soberbias ilustraciones de Javier Zabala. Como resultado de esta lectura, me sumergí en Bartleby and Company, que disfruté mucho, y me llevó a Robert Walser, cuyo trabajo todavía está en mi lista de tareas pendientes. Excelente reseña.

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    1. Es una muy buena interpretación.
      Las ediciones ilustradas de Nórdica son una preciosidad. De no ser por el prólogo de Vila-Matas, sin duda me hubiera decantado por ella.
      Gracias por la visita y por compartir tus impresiones.
      Un saludo.

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  6. Es maravilloso como unos libros conducen a otros libros. Yo he leído varios libros de Vilá-Matas y Bartleby siempre rondaba por ahí. Ese "preferiría no hacerlo" es magnífico y descompone al más pintado (ja, ja...). Del síndrome Bartleby Vilá Matas habla (mejor, trata) largo y tendido en Bartleby y compañía (2000) o París no se acaba nunca (2003). La verdad es que Vilá Matas (no he leído el prólogo de Bartleby, el escribiente) parece comprender a la perfección la situación del personaje. Quiero, pues, leer este prólogo pues quizás así logre entender mejor al escritor barcelonés.
    Y sí, unos libros nos llevan a otros. Yo llegué a "El paseo" de Robert Walser de la mano de Gabriela Ybarra y su ópera prima "El comensal". Tú citas a Wakefield, de Nathaniel Hawthorne, y me has hecho recordar la película que vi basada en ese título al que yo, curiosamente, ya había llegado también a través de Juan Gabriel Vásquez y "El ruido de las cosas al caer" donde describía a un personaje como "una especie de Wakefield al revés".
    Sí, es maravilloso leer y navegar de unos libros a otros.
    Un beso grande, Lorena

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    1. También he leído El paseo. No podría asegurarte que fuera El comensal quien me llevó a esa lectura, pero sí puedo asegurarte que tuvo bastante influencia en que llegara a ella. Y es que Gabriela Ybarra la hace muy apetecible, ¿verdad?
      Sí, es maravilloso que un libro te lleve a otro.
      Besos

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  7. Como ya te dije, tengo que regresar a esta entrada con los deberes hechos. En breve quiero leerlo, sé que no me va a dejar indiferente. Ya hablaremos...

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    1. Creo que te gustará, Magdalena. Me encantará conocer tu opinión y compartir impresiones.
      Un abrazo

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