El meteorólogo - Olivier Rolin

«Su especialidad eran las nubes: las largas plumas de hielo de los cirros, las torres granulentas de los cumulonimbos, los jirones recortados de los estratos, los estratocúmulos que arrugan el cielo, como hacen las olitas de la marea con la arena de las playas, los altoestratos que forman velos en el sol, todas las grandes formas a la deriva bordeadas de luz, los gigantes algodonosos de los que caen la lluvia, la nieve y los rayos. Sin embargo, no era una persona que estuviese en las nubes... al menos, yo no lo creo. Nada de lo que sé de él hace pensar que fuera un fantasioso. Representaba a la URSS en la Comisión Internacional para el Estudio de las Nubes, participaba en congresos pansoviéticos sobre la formación de las nieblas y en 1930 había creado la Oficina del Tiempo, pero esas denominaciones poéticas no lo hacían soñar, se tomaba todo eso en serio, como un científico que desempeña su profesión al servicio, naturalmente, de la construcción del socialismo; no era un profesor Nimbus. Las nubes no eran un pretexto para soñar, nada vaporoso había en él, hasta lo imagino algo rígido. Al pasar a ser en 1929 el primer director del Servicio Hidrometeorológico de la URSS, se había propuesto hacer un catastro de las aguas, otro de los vientos y otro del sol. Seguramente no veía nada pintoresco al respecto; en estos proyectos de cartografiar lo inaprensible no había solicitud alguna a la imaginación, lo que le interesaba era lo concreto, realidades mensurables, los encuentros de las grandes masas de aire, el estiaje de los ríos, la formación del hielo y el deshielo, la evolución de las lluvias, la influencia de esos fenómenos en la agricultura y la vida de los ciudadanos soviéticos. También en el cielo se edificaba el socialismo.
Había nacido en 1881 en Krapivno, un pueblo de Ucrania».
Así me presenta Olivier Rolin a Alekséi Feodósievich Vangengheim. Con ese retrato poético sostenido sobre los cimientos del rigor de los datos. Un preludio, este primer y breve capítulo, de lo que aguarda a lo largo de los siguientes dos centenares de páginas.

A Olivier Rolin, en cambio, me lo presenta Yevguenia Yaroslávskaia-Markón. Es él quien escribe el prólogo a la autobiografía de esta insumisa. Sería más apropiado, por tanto, decir que Rolin me presentó a Yaroslávskaia; pero, no, fue el querer conocer a la rusa lo que me llevó a conocer al francés. El prólogo de Insumisa me maravilló. Literariamente fue lo que más aprecié de esa lectura. Me gustó lo que me contaba Rolin y cómo me lo contaba. Me conmovieron profundamente sus ideas y su forma de expresarlas. Fruto de esa con-moción, heme aquí, dos meses después de hablaros de la rebelde Yevguenia, comentando El meteorólogo de Olivier Rolin.

A Olivier Rolin quien le presenta a Vangengheim es la hija de este, Eleonora. El escritor no llega a conocerla por un año. Las causas de su muerte las relata al final de este libro (nueva conmoción).

Es en una casa llena de libros, plantas y mermeladas de elaboración casera, la de la anciana Antonina Sóchina, donde Rolin se encuentra con un libro editado por la propia Eleanora. En él se recogen los dibujos y cartas que su padre confeccionara con primor para colaborar desde la distancia en la instrucción de su pequeña.

En el campo de trabajo de las Solovkí hubo una biblioteca y por lo visto magnífica. Estaba formada por libros de los propios detenidos (muchos de ellos eran intelectuales) o enviados por sus familiares. Un oasis en el desierto, un «vestigio de una época desaparecida» en medio de la desesperanza. Una combinación que puede extrañar pero que no me choca por habérmela encontrado en el contexto de este libro.

Es para recabar información sobre esa biblioteca para la realización de una película* que Rolin se encuentra en casa de Antonina. Allí, como ya he dicho, se encuentra con el libro de Eleonora en memoria de su padre. Allí se siembra la semilla que culmina en este libro. Allí Olivier Rolin sabe por primera vez de Alekséi Feodósievich Vangengheim y, como ya hiciera su compatriota Modiano con Dora Bruder, aunque probablemente con bastante más información de la que contó el Nobel, se aplica a la labor de rastrear y reconstruir.

En esa biblioteca de las Solovkí trabajó nuestro meteorólogo durante su detención. Allí también dio conferencias, charlas de divulgación para otros presos con las que se ejercitaba intelectualmente, lo cual, junto a la correspondencia mantenida con su esposa e hija, era lo único que contribuía a paliar su neurastenia.

Porque sí, por si aún no lo habéis adivinado, Vangengheim fue víctima de un lugar y de una época, de una promesa que se convirtió en locura y paranoia. «En tiempos de Stalin todo ciudadano de la URSS era un culpable en potencia, se trataba tan solo de descubrir de qué». Y a Vangengheim se le descubrió un qué y no fue hasta veinte años después de su desconocida muerte que se declaró que ese qué era inexistente.

Si son las cartas enviadas a la pequeña Eleonora las que permitieron al escritor francés saber del científico ruso, son las escritas a la esposa, Varvara, las que le permiten acercarse a él.

Varvara es la mujer a la que Alekséi, pionero en plantear cuestiones sobre energías renovables como el sol y el viento y precursor en relacionar el clima con la salud y el urbanismo, confiesa su rabia al saber que sus proyectos seguirán sin él y que serán otros quienes los continuarán, su temor a que su nombre caiga en el olvido como así fue. Varvara es la mujer a la que su marido reitera su fe intacta en el comunismo y en las autoridades soviéticas (algo que ya me sorprendió en Ariadna Efron, hija de Marina Tsvietáieva y también detenida aunque superviviente, cuando conocí su historia, más sabiendo del terrible final de su padre), esa fe cada vez más débil a la que se sujeta porque renunciar a ella implica hundirse definitivamente. Varvara es la mujer que, tres años después de la detención de su marido, en 1937, en pleno Gran Terror, es informada de que el expediente de su marido ha vuelto a ser revisado y de que este ha sido condenado a diez años sin derecho a correspondencia; la que no pierde la esperanza de volver a verlo; la que, tras veinte años de espera, se entera a la vez de que su esposo había sido condenado a muerte y de que es oficialmente inocente; la que morirá en 1997 sin saber dónde ni en qué circunstancias han matado a su Alekséi.
«Ahora sabemos lo que quieren decir diez años sin derecho de correspondencia: la muerte; pero en la época no se sabe o, mejor dicho, la muerte está por doquier -«las estrellas de la muerte se cernían sobre nosotros», escribió Ajmátova en Réquiem-, puede disimularse bajo esa fórmula como bajo cualquier palabra, cualquier rostro, pero seguramente nadie puede imaginar que el Estado soviético sume a la extrema crueldad la mentira descarada, que ese Moloch que devora centenares de miles de vidas se comporte también como un niño sorprendido en falta, que quienes no tienen el menor escrúpulo para matar en masa teman que se conozcan sus crímenes».
Rolin nos descubrirá ese dónde y esas circunstancias. Irina Fliege y Yuri Dmítriev (a Fliege también me la presentó Yevguenia), de la asociación Memorial, le ayudan en sus indagaciones.

Biblioteca del Monasterio Solovetsky, 1888. Fotografía de Yakov Leuzinger (1855-1914).

El meteorólogo no es un libro biográfico sobre Alekséi Feodósievich Vangengheim. Rolin le escoge a él, además de porque, innegablemente, le debió conmover el libro que su hija le construyera, porque era un tipo corriente. Alekséi no era Yevguenia (con la que compartió, aunque no coincidente en el tiempo, cautiverio y fusilamiento), que luchó hasta el final, sino que era «un hombre como cualquier otro, con su honradez, su fidelidad, su parte de conformismo y de credulidad». En el bosque en dónde le arrebataron la vida hay más de trescientas sesenta fosas. Más de siete mil personas fueron ejecutadas allí entre 1934 y 1941. Entre ellas mil ciento diez de las mil ciento quince que, junto a él, abandonaron a finales de octubre de 1937 el campo de las Solovkí para morir. Bajo la tierra de la extinta URSS yacen aún muchos más cadáveres. Es a todas y a cada una de estas víctimas a las que el escritor francés pretende biografiar a través de su reconstrucción de la vida de este observador y estudiante de nubes.
«Cuerpos desnudos, pegados unos contra otros, trabados, pisoteados, sangrantes, trémulos de frío y horror: esa es la innegable fraternidad que ha engendrado la Revolución».
«Seguramente es injusto que la belleza de una fusilada aumente de pronto la emoción que se siente al cruzar aquellas miradas asesinadas, pero es así, hay que reconocerlo», reflexiona el francés ante la fotografía de un número de rostro hermoso de esos más de siete mil y que respondía al nombre de Nina Zajárovna Delibash. Seguramente es injusto que la belleza de un texto aumente la emoción que se siente al cruzar aquellas miradas asesinadas, añado yo, pero es así, lo reconozco.

La prosa de Olivier Rolin es evocadora, envuelve y arrolla, pero no es engañosa y no deja de ser tenaz ni fiel a los datos. Datos que no ahorra y que no teme (o no le importa) que se le resistan al lector menos avezado. Yo dejo que esos datos me abrumen y que caigan sobre mí con todo su peso e importancia y dejándome sumida en la impotencia. Y me deleito en algunos párrafos y los releo. Y googleo en mi móvil términos en ruso con los que me encuentro, aunque me suenen, aunque su significado los sugiera el contexto, solo por saber, solo por asegurarme, solo por recrearme en una lectura que, aunque no extensa, leo lentamente por placer.

El autor se pregunta de dónde viene su fascinación por lo ruso, por ese país al que ha viajado en varias ocasiones y sobre el que ha leído tanto y del que tantos autores ha leído (lo de la lectura lo añado yo porque se me ha hecho evidente leyendo este libro). Yo me he preguntado también de dónde viene mi propia fascinación. Sin haber leído ni la ínfima parte que Rolin al respecto, reconozco que siento cierta atracción por ese período de la historia rusa. Sería fácil acusar de ella a Marina Tsvietáieva (y sin duda es en gran parte responsable no solo de mi interés sino también de mi enriquecimiento sobre el mismo) pero algo tiene que significar el hecho de que, siendo aún una desconocida para mí, el título que me llevó hasta ella y que fue el elegido para iniciarme con mi Marina fuera precisamente Diarios de la Revolución de 1917.

«Los habitantes del siglo XXI olvidarán seguramente la esperanza mundial que infundió la Revolución de Octubre de 1917, pero no por ello dejó el comunismo de ser, para decenas de millones de hombres y mujeres, generación tras generación durante medio siglo y en todos los continentes, la promesa extraordinariamente presente, vibrante, emocionante, de una fractura en la historia de la Humanidad, de unos tiempos nuevos». Así explica Rolin su fascinación y añade, citando a André Gide, que «había una tierra en la que la utopía estaba haciéndose realidad». Una realidad en la que el crimen en masa se llevó a cabo de manera minuciosa y profesional. Una realidad cobarde que sembró la paranoia hasta el punto de que muchos de los que fusilaron terminaron ellos mismo fusilados.

El bosque de las más de trescientas fosas en el que fusilaron a Vangenghein está en el macizo de Sandarmoj, en Medvezhiegorsk, en la República de Karelia. Allí se puede leer en una inscripción lo siguiente: Liudi, ne ubiváite drug druga («Hombres, no os matéis unos a otros»). Cuando leo esta información no puedo evitar recordar unas frases que subrayé en mi reciente lectura de Illska, de Eiríkur Örn Norðdahl. Curiosamente en esa novela se baraja la idea de que la base del auge del nazismo fue la esperanza. Supongo que parte de lo que hace el nazismo a ojos de casi todo el mundo mucho más protagonista en la escala de barbaries de la humanidad que el otro gran movimiento totalitario del siglo XX es el hecho de que el radio de expansión de esa esperanza fue limitado mientras que el comunismo ruso consiguió expandir la propia a nivel global.

Me gustaría ser tan leída como Olivier Rolin, pues supongo que lo más apropiado sería terminar esta reseña con alguna cita de algún autor ruso como, por ejemplo, su tan mencionado Vasili Grossman, pero, en estos momentos, tan solo acude a auxiliarme un islandés y a mi mente las palabras de su autoría a las que he hecho alusión en el párrafo anterior. Con ellas me despido, al fin y al cabo, es lo más cercano que encuentro a una explicación para mi fascinación.
«Morir no es nada anormal. Todos mueren. No es eso. Es otra cosa. Pero ¿quizá lo anormal es morir por obra de otro ser humano? Probablemente eso es lo que quiero decir». 
Sandarmoh, Russia. Fotografía de Ninara


*Solovki, la bibliothèque disparue, 2014, 54 minutos, película documental de Elisabeth Kapnista y Olivier Rolin. Si alguno sabe francés y siente curiosidad la puede ver aquí.





Ficha del libro:
Título: El meteorólogo
Autor: Olivier Rolin
Traductor: Miguel Aguayo
Editorial: Libros del Asteroide
Año de publicación: 2017
Nº de páginas: 208
ISBN: 978-84-17007-03-4
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Comentarios

  1. Mi fascinación por la Revolución rusa me viene de mi bisabuela. Ella y mi bisabuelo, al que no conocí (murió antes de la Guerra Civil), eran socialistas y también pensaban que la Revolución rusa significaba una utopía hecha realidad y un cambio en las estructuras del mundo que lo haría más justo y más igualitario. Durante mi adolescencia leí más cosas relacionadas con ese periodo de la historia. leí a Lenin, a Troski y a Marx y leí alguna novela también de esa época. Eran obras que ensalzaban la Revolución. De adulta vino el desencanto, el ver que allí se habían repetido las mismas injusticias y desigualdades y, de propina, una represión brutal. Se me quitaron las ganas de seguir leyendo de esa época, aunque a Vasili Grossman no me he podido resistir, pero claro, él no ensalza. También Mijail Bulgákov y alguno más que no recuerdo ahora. Añado "El meteorólogo" a la lista de pendientes.
    Yo creo que dejarse emocionar por la belleza de un texto es más justo que hacerlo por la belleza de una cara. La belleza de un texto es obra del autor, es un mérito suyo y dice mucho de él; la de una cara no es debida más que a una conjunción de genes y a nadie corresponde el mérito.
    Un beso.

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    1. Los ideales de la Revolución rusa son muy tentadores de ser abrazados y a poco que uno anhele que el mundo sea un lugar más justo es muy fácil identificarse con ellos. Otra cosa es asumir que una utopía por definición no es algo factible y no creer que el fin justifica los medios. Por desgracia debe de ser cierto eso de que el poder corrompe.

      Según acumulamos experiencias dejamos de verlo todo blanco o negro, y ya instalados en la realidad de la gama de grises es difícil que nos posicionemos inamoviblemente en un extremo. Se pierde parte del encanto de esa fe y pagamos el peaje del desencanto e incluso a veces del escepticismo.

      El físico de cada uno evidentemente no es mérito propio, sí el talento y el esfuerzo que hay tras la belleza de una creación. Pero aunque sea injusto es cierto que a veces nos impacta más la muerte o la tragedia no solo de alguien hermoso sino por ejemplo de un niño o joven, de alguien con quien nos identifiquemos por edad, profesión, nacionalidad, etc. Y no deja de ser injusto pues todas las vidas deberían tener el mismo valor.

      Bueno, otra fascinada. Yo espero algún día retomar a Grossman, al que aparqué en su día por no ser nuestro momento.

      Besos

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  2. Libros que muestran la barbarie estalinista hay varios. Este que hoy traes y más tras conocer las vicisitudes azarosas de por qué el autor, Olivier Rolin, decidió escribirlo me lo hacen muy atractivo. No porque me atraiga la brutalidad y el hambre que el dictador impuso a millones de compatriotas suyos sino porque según dices la prosa que utiliza es magnífica. Además siempre ha llamado mucho mi atención cómo los europeos occidentales veíamos con ilusión la revolución rusa, la utopía que suponía de liberación de las clases trabajadoras y cómo también muchos dirigentes de estos países occidentales viajaban a la URSS, veían lo que allí ocurría, y al regresar nada de ello contaban.
    Un beso, Lorena

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    1. A mí me gusta mucho la prosa de este autor. El libro combina fragmentos poéticos con otros más explicativos.

      Yo tampoco me acerco a este tipo de lecturas porque me atraiga el horror o la brutalidad. Más bien lo que me atrae es el porqué de las mismas. Supongo que leo un poco con la tonta ingenuidad de pensar que si se conocen esos horrores y se comprende cómo se llegó a su consumación podrá evitarse que se vuelvan a producir en un futuro. Otra utopía de la que algún día me desencantaré.

      Besos

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  3. ¡Hola Lorena!! <por lo que cuentas y por los párrafos que has escogido parece que aunque solo fuese por la prosa del autor merece la pena leerlo. Y Grossman es mi eterno pendiente.
    Como siempre una maravilla leerte, siempre descubriéndonos lecturas muy curiosas
    Un beso

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    1. Merece ser leído. Por la prosa, por lo que se aprende y por las reflexiones que contiene y provoca.

      Encantada de descubrirnos lecturas mutuamente.

      Besos

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  4. Que tal Lorena, encantado de estar por aquí.
    Es sorprendente los puentes que se tienden entre los libros, en este caso fue un hermosos prólogo de Rolin en otra obra, solo tenemos que atravesarlos y dar con grandes hallazgos.

    También me resulta de lo más interesante el periplo vital de Rolin para crear esta novela, su encuentro con esa familia y el libro que surgue de ello. La intrahistoria real de los libros a veces parece más novelesca que la propia novela.
    La Revolución rusa, como otras tantas, escondía tras la hermosa utopía de la igualdad el despotismo y la manipulación del poder sobre el pueblo llano.
    Un abrazo, Lorena.

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    1. A mí me encantan esos puentes que surgen de un libro a otro. Algún otro pendiente tengo por ahí de cruzar.

      La historia de cómo nació la idea de este libro, efectivamente, es otra historia en sí misma. Otro caramelito que saborear para los que disfrutamos de estos detalles.

      Qué bien tenerte de vuelta por aquí tras tu descanso estival.

      Un abrazo

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  5. Después de haber visitado varios autores en mi Año Ruso, he descubierto que la política de Stalin no iba en zaga a la Hitler. No se cuál de ellos más atroz.
    Hay un grupo de lectores a quienes este libro ha dejado fríos. Aún así, yo me hice de una copia digital. Tus líneas refuerzan una mirada interesante, que pica la curiosidad como para incluir el título entre las lecturas próximas.
    Gracias por tu reseña, Lorena; siempre profundas y emotivas.
    Un abrazo.

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    1. Fue tan atroz la política de Hitler, tan inasumible lo que sucedió en los campos de concentración nazis, que parece que todos los otros horrores del siglo XX han quedado sepultados por estos hechos, y es injusto que nos olvidemos de tantas otras víctimas.

      El que una lectura guste más o menos muchas veces es cuestión de feeling. Espero que tú lo tengas con esta si finalmente te decides a leerla.

      Gracias a ti por la visita y la lectura.

      Un abrazo

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