Las listas del pasado - Julie Hayden
Aviso a navegantes: lo que sigue no es una reseña —si es que alguna entrada de las que aquí publico lo es—. Si alguien tiene curiosidad por Julie Hayden o por Las listas del pasado, pienso que será mejor que busque información en otra parte. Los más arriesgados y aventureros poneos cómodos. Lo que sigue no es denso, pero sí extenso.
Domingo, 23 de junio de 2024
Por la tarde
No recuerdo con qué otra editorial comparte caseta Muñeca Infinita. Solo tengo ojos para los libros de esa editorial de la que no he leído nada y a la que apenas conozco. Me fijo en un primer momento en Amor sin fin, de Scott Spencer, el único de sus libros que me suena. Después, tomo en mis manos algún otro de los expuestos y les echo un vistazo. Hay uno de ellos que me llama especialmente la atención. Y es que cómo no fijarme en un libro del que se me cuenta que ha sido rescatado del olvido gracias a la lectura de uno de sus cuentos por boca de Lorrie Moore para un podcast y a una escritora a la que se la compara con Mary Robinson —a la que momentáneamente confundo con Marilynne Robinson—, la primera Lorrie Moore —no es la primera Lorrie Moore la que yo conocí con Al pie de la escalera pero sí me gustó lo suficiente esa novela para dejarme con ganas de acercarme a su ¿Quién se hará cargo del hospital de ranas?, así como con intenciones de leer sus Cuentos completos— y a la Sylvia Plath de La campana de cristal —lo de Plath para mí ya son palabras mayores, muy muy grandes—.
Hay dos personas —un hombre y una mujer— atendiendo la caseta. La mujer me observa hojeando los libros y me pregunta si conozco la editorial, pues me he ido directa a ella. Le respondo que un poco. Por una mezcla de timidez, un seguir medio ensimismada en el libro que tengo entre manos y un no querer hacer esperar demasiado a mis acompañantes, que, aunque para nada me apremian, sé que no tienen ningún interés en los libros (por eso prefiero ir sola a la FeLiX, como he hecho algún que otro año, y distraerme así el tiempo que quiera sin caer en tontas consideraciones), no le doy mucha conversación, aun a sabiendas de que probablemente estoy quedando —como casi siempre— como una insulsa. Recuerdo que de pequeña alguien dijo una vez de mí que había que sacarme las palabras con un sacacorchos.
Me decido por el objeto de mi deseo y le digo a la mujer que me lo llevo. Me dice que me cobra el hombre. Cuando termino la transacción, antes de irme, este me cuenta que el libro que me llevo es muy especial para él, que es una maravilla, especialmente el cuento titulado Ratas bebé de un día de vida —el que Lorrie Moore leyó para el podcast—, y agrega que es uno de los primeros libros que publicaron (quizás me dijera que era el primero, pero no estoy segura) y que probablemente no lo vuelvan a editar. Quisiera corresponderle con algo a la altura de su comentario, pero ninguna palabra acude a mi mente ni a mi boca y tan solo acierto a responderle con una sonrisa. Me voy sin palabras, pero con la sensación de llevarme algo muy frágil y precioso que tengo que cuidar, un tesorito único.
Este año solo me llevo un libro de la FeLiX. Es mucho, si tengo en cuenta que ya pensaba que me iba a quedar sin pasar. Tras agotar el Paseo de Begoña, renuncio a merodear por las casetas de la calle Tomás y Valiente para que nos dé tiempo a tomar algo. Como estoy feliz con Las listas del pasado y con Julie Hayden, el sacrificio no me importa demasiado.
Central park, NYC # 1 / playground, fotofrafía de Sylvain SECHET bajo licencia CC BY-NC-ND 2.0 |
Miércoles, 24 de julio de 2024
Mediodía (antes de comer)
Leo Una pizca de naturaleza. Es un cuento en el que abundan los niños, la naturaleza y los cementerios de animales. Subrayo: «¿Todos los funerales se parecen?»
Me acuerdo de Emily Dickinson y de su poesía tan estrechamente unida a la naturaleza.
Leo despacio, como casi siempre hago. También porque la prosa de Julie Hayden no es de esas que me arrastran. A veces tengo que detenerme y volver un poco hacia atrás antes de continuar. Es muy descriptiva, pura sencillez o más bien pura naturalidad (como si fuera agua que brota de un manantial). Abunda en detalles y está íntimamente ligada a la naturaleza. Me acuerdo de Paco. Pienso que este sería un cuento ideal para acompañarle en uno de sus habituales paseos y que sabría apreciar sinceramente su lectura.
En estructura narrativa es un relato más complejo que el que he leído la pasada noche en el sentido de que cuenta la historia de un lugar a la vez que la historia de las gentes que han vivido en él. Son varios, pues, los personajes que se superponen, pero hay uno que se llama Andy y que me toca especialmente.
Algunas cosas que subrayo sobre Andy:
«[...] tenía seis o siete años pero parecía más pequeño, era algo diferente; la naturaleza le había otorgado un indulto (o quizás una colección de genes externos). [...] parecía el sustituto de un hijo verdadero, [...]. Era flaco, probablemente agusanado, un niño triste que no ocupaba mucho espacio».
«Nadie en la casa de Andy le había leído jamás un libro. Pero resultó que Andy sabía leer».
«Andy leyó casi todo lo que tenían. Adoptó los libros y nadie lo molestó para pedirle que jugara o lo previno de que leer en la oscuridad es malo para la vista».
Como Andy, yo adopté los libros. Todos a mi alrededor parecieron adoptar mi adopción.
Mi madre me ha llamado hace tres días para preguntarme si quería que me trajera el libro, que es como ella llama a mi kindle. Ingresé en el hospital por urgencias el domingo 21 de julio y me estaba preparando una pequeña bolsa de viaje con cosas para traerme. Acababa de hablar con mi hermana, que fue quien tuvo la idea. Dudé ante su sugerencia. No he leído nunca en mis anteriores estancias hospitalarias. El trajín hospitalario, los compañeros de habitación y las visitas propias y ajenas (desde el COVID, por lo que estoy comprobando esta vez, más restringidas) no contribuyen a fomentar un ambiente propicio para sumergirse en la lectura. Pero también es cierto que este ingreso es diferente a los anteriores, en los que mi estado no favorecía para nada la concentración. Es cierto que soy plenamente consciente de que, a pesar de mis circunstancias, soy una privilegiada porque:
*Estar en un hospital y sentirse bien es un privilegio
*Estar en un hospital y aburrirse es un privilegio
*Estar en un hospital y comer con apetito es un privilegio
*Estar en un hospital y poder leer es un privilegio.
Así que me lo pensé. El móvil me cansa, la tele me aburre, a ver cómo iba a llenar las horas (días) que me esperaban. Pero me preocupaba la carga del kindle (estar en un hospital y pensar en cosas banales es un privilegio). A veces no conecta bien. Hace ya algún tiempo que no lo puedo cargar directamente desde la corriente y, aun desde el ordenador, a veces, o no arranca a cargar a la primera o se para a la mitad y lo tengo que volver a conectar. Sabía que le quedaba menos de la mitad de batería y, entre lo que gastase aquí y el tiempo que tardara en volver a casa, no quería que se agotara del todo y que luego me costara revivirlo. Aun así, finalmente me animé y le dije que bueno.
Llegué al hospital con Blonde muy avanzado, así que, a ratos, entre el domingo por la noche y el martes a primera hora de la tarde, terminé la novela no sin dejar de hacerme una y otra vez la promesa —que sabía que pronto incumpliría— de no volver a desear más tiempo para leer. Mis planes lectores antes del ingreso eran pasarme a Dostoievski después de Oates, pero no quise arriesgar con la batería del kindle. Sonreí medio resignada, pues tal parecía (y sigue pareciendo) que mis planes lectores (y no lectores) de este verano se estaban yendo todos al traste. Blonde se coló como lectura inesperada. A pesar de llevar como unos veinte años queriendo leerlo, su lectura fue una decisión impulsiva que sustituyó a otra novela comenzada y abandonada. Y ahora iba a postergar Crimen y castigo. Porque estaba decidido, iba a pasarme al papel. No me fue difícil elegir títulos, pues tengo pocos libros en físico sin leer. Como sabía que mi hermana iba a pasar por casa antes de venir a verme más tarde le escribí un whatsapp para pedirle (y explicarle cómo encontrarlos) que me trajera Las listas del pasado y —recordando el libro aún más breve de lo que es— un ejemplar de segunda mano que compré una mañana de rastro dominical de hace algunos años con varias obras de Ernest Hemingway que aún tenía sin empezar. También le indique dónde guardo un lápiz para que me lo trajera junto con los libros.
Otra cosa que subrayo sobre Andy durante mi lectura de Una pizca de naturaleza:
«Ese pobre niño [...]. Cómo le gustaba leer».
No puedo evitar pensar que a lo mejor algún día a mí me recuerdan así. No sería un mal epitafio.
Otro final que agarra y no suelta, más aún que el del cuento anterior:
«Se repite, de tanto en tanto, esa agitación terrible, inquietante, la insistencia de hasta los más débiles por seguir viviendo en las peores circunstancias. Y a veces veo, pestañeando en las sombras, a un niño pequeño, huesudo, condenado, al que podrían haber amado, abandonado sin nada para leer».
a short chat with a squirrel 01, fotografía de byronv2 bajo licencia CC BY-NC 2.0 |
Ilustración de Nueva York de Thanh_Nguyen_SLQ, imagen libre de regalías |
Las visitas:
«Las drogas lo estimularon hasta cierto punto, pero creo que también fue una manera de dejarse ir, de cabalgar más y más lejos cada día, hasta que ya no tuvo miedo de la distancia. Y después, un día ya no se preocupó de volver».
«Por toda la ciudad más y más gente joven consumía fármacos sin prescripción médica, no siempre porque eran pobres».
Se trata de uno de esos cuentos de Julie Hayden en los que se simultanean personajes. Siento a Henrietta como uno de los principales, pero yo me pillo más por Melanie, «que era preciosa y era querida. Era querida, sí. Vivía en el mismo edificio que sus padres, un estudio de renta controlada amueblado con cosas que ellos le habían dado, probando ansiosamente, con entusiasmo, diferentes hombres y diferentes clases. No podía enseñarles lo suficiente, eso era lo que le preocupaba. Después el amor se fue al West Side, bajo la forma de Henry. En las cenas de domingo con sus padres y hermanos y hermanas, veían que sufría de anemia y le llenaban el plato con raciones extra. Sus amigos y socios no se dejaban engañar». Yo tampoco me dejo engañar y sé que siento debilidad por Melanie porque, al igual que a la protagonista de Ratas bebé..., me la imagino como un trasunto de Julie Hayden.
Sobre Henrietta leo:
«No había manera de razonar con ella —dijo alguien—. Era todo altibajos.
—Era una verdadera romántica.
—Tenía miedo de envejecer».
Otra conversación con un sacerdote. Con uno que no sabe dar repuestas. No creo que se pueda culpar a nadie por no poder dar respuestas, pero sí por pretender tenerlas:
«Estaba hablando con este cura que dio un discurso en el Altar Guild la semana pasada —dijo en un tono amable—. El tema de su discurso fue que Dios tenía un plan para el dolor, que era una parte fundamental en el esquema general de las cosas. Entonces le pregunté muy amablemente cuál era exactamente el sentido del dolor, y él dijo: "Es la voluntad de Dios". Y yo le pregunté: "¿Por qué? ¿Cuál es el sentido del dolor?". ¿Cuál es el sentido del dolor? —gritó alzando la cara en un gesto de desafío—. Ahora dígame. ¿Para qué sirve?».
En palabras de:
Este cuento me recuerda a uno de Joyce Carol Oates contenido en Mágico, sombrío, impenetrable. No recuerdo el título. Creo recordar que trata sobre un hombre y una mujer (¿pareja o tuvieron una relación en el pasado?) que quedan para hacer footing, pero no estoy segura. Me da rabia no recordar más porque ese libro de Oates es magnífico y uno de mis favoritos de la autora (y de mis favoritos de libros de cuentos). En el cuento de Julie Hayden un hombre y una mujer que parecen haber mantenido una relación van juntos de excursión. Supongo que mi asociación entre ambos cuentos se debe tan solo a eso, pero ahora que lo pienso hay también algo en Ratas bebé de un día de vida que me recuerda a Oates, en concreto a su novela Un libro de mártires americanos (otro de mis libros favoritos de la autora), pero en este caso creo que la asociación se debe a un tema común que tratan y que no he mencionado al hablar de Ratas bebé...
«Los camiones me despiertan —agrega— y me lleva mucho tiempo volverme a dormir. Pienso en qué pintar.
—¿Por qué no tomas algo?
—Paso de las muletas».
Leo lo anterior y pienso que el hombre es de los pocos personajes de este libro (probablemente el único) que parece tener las cosas claras, aunque para ser fiel a sí mismo tenga que automarginarse, peaje que parece estar dispuesto a pagar a tenor de esta otra conversación:
«—¿Invitas gente a comer?
—Daphne tiene la tensión alta y no encontré otra cocinera.
—¿No te invitan?
—A las cenas siempre invitan a hombres de más. ¿Quién quiere ser eso? Anoche cené en casa de Barney y June».
Durante la excursión la mujer muestra preocupación por la preservación del lugar, por —como dice el hombre— «La gente que no va a dejar de reproducirse y de propagarse» en esta «era del despilfarro y el éxito, del despilfarro y el fracaso». Ve un arrendajo de mayor tamaño que los que está acostumbrada a ver y se para a mirarlo. «Lo necesito para mi lista de la vida», le dice a su compañero. La frase me llama la atención y la subrayo. Obviamente, pienso en el título de este libro. Tendré ocasión de saber de más listas en su segunda parte. «Especies nuevas para su lista de vida», leeré más tarde en este relato.
««Hazme una pregunta, visitante transitorio y pesimista. No te diré mentiras».
—¿No quieres saber nada de mí?
Silencio.
—Tal vez yo hablo demasiado; tú no hablas lo suficiente. Si pudiera meterme en tu cabeza solo un par de segundos...
—En respuesta a lo que dijiste primero: Soy consciente de que no soy tan comunicativo como otros. ¿Y qué? Estoy tan cansado de estar siempre tratando de agradar a las personas...
—¿No sería más fácil buscar un trabajo nuevo?
—Oye, estoy tratando de aprender a disfrutar de mi libertad... La libertad, no hago más que decírselo a todo el mundo, es para los pájaros.
—Eres siempre muy duro contigo mismo. Alguien debería decirte que fueras feliz, para variar.
—No necesito a nadie más que me diga nada. Mira. Aprecio tus intenciones. Tal vea tú hayas comprendido muchas cosas. Pero yo tengo que resolverlas a mi manera. No tengo el futuro delineado todavía. Espera unos meses».
Rectifico: el hombre aún no tiene las cosas del todo claras, pero tiene la suficiente valentía como para detenerse a esclarecerlas. Es valiente porque más tarde le leeré: «Tengo tanto miedo... Tengo tanto miedo de que sea demasiado tarde».
En algún punto de este relato acude a mi mente El oso número cincuenta y nueve, cuento de Sylvia Plath sobre un matrimonio que se encuentra de campamento. Es el único momento en el que me acuerdo de Plath, con la que se compara a Hayden, durante esta lectura.
Creo que me está siendo más fácil sacar más de este relato que de otros porque sucede en un único tiempo y lugar, a pesar de que no es el único que así acontece.
Los diálogos de este cuento son minas por explorar. Pienso en mis conversaciones de los últimos días, tan básicas. Me pregunto en qué momento las conversaciones se han reducido a un "¿qué tal has comido?", "¿qué tal has dormido?". Tal vez en esencia la vida se reduce a eso: comer bien, dormir bien.
Me acuerdo de otros ingresos hospitalarios: yo más joven; mis padres más jóvenes (estar en un hospital y que nadie se quede a pasar la noche contigo es un privilegio; estar en un hospital y poder pasar la noche en planta es un privilegio). Me pregunto por qué en mi caso aún no ha comenzado a invertirse el flujo de la vida.
El diálogo entre el hombre y la mujer que sigue no es una lista, pero puede dar para jugar a crear una:
«—Si fueras un pájaro, ¿cuál serías?
—Un avestruz.
—¿Qué paisaje?
—La llanura. La tundra. La pradera sudafricana.
—¿Una flor?
—El liquen.
—No es una flor.
—Sobreviven.
—¿Qué arma?
—La ira».
Sigo leyendo y avanzo hasta el final del relato. Nueva rectificación: el hombre es más flor que liquen.
Noches de hospital, fotografía tomada desde la cama B de la habitación 222 del Hospital Universitario de Cabueñes |
Mediodía (antes de comer)
Las historias de casa es el primero de los cuentos de Las listas del pasado. En cuanto comienzo a leerlo en seguida me acuerdo de las Siete casas vacías —otro buenísimo libro de cuentos— de Samanta Schweblin, especialmente de su cuento La respiración cavernaria, uno de los cuentos más flipantes que he leído en mi vida.
Mini lista de cuentos flipantes (en el orden en que los he leído):
*El perseguidor, de Julio Cortázar
*Los cinco de Finkelstein, de Nana Kwame Adjei-Brenyah
*La respiración cavernaria, de Samanta Schweblin
El relato de Hayden se inicia con varias listas del hombre en torno al cual giran los cuentos de esta segunda parte del libro. Son las listas «de alguien que pasa tiempo al aire libre, un jardinero suburbano».
Pienso en mis propias listas, aunque sean listas no escritas. Pienso en las tareas a medias que dejé el viernes en la biblio absolutamente confiada y convencida de que las iba a continuar el lunes (tejuelos marcados, sin imprimir y libros apartados de la estantería; otro nuevo envío de PI por preparar; ...). Pienso además en que mi compi de infantil está de vacaciones. Pienso en la lista de cosas que quisiera estar haciendo y que en cambio he de esperar a regresar a casa para hacer (cargar el kindle; solucionar el problema de conexión a internet de mi PC; escribir la reseña de Blonde; comenzar a materializar de algún modo todo el torrente de ideas que me está suponiendo esta lectura; ...). Pienso en la lista de mis nuevas rutinas:
*Ducha, primera toma de medicación intravenosa y desayuno (no siempre en el mismo orden)
*Escuchar por el móvil noticias o los podcasts que solía escuchar mientras voy y vuelvo del trabajo
*Pasar a que me vea el médico
*Continuar un poco más con los podcasts
*Leer un rato hasta la hora de comer
*Comida sobre las 13h. Mi madre suele venir a acompañarme. A menudo viene con ella mi hermano, que la trae en coche al hospital.
*Lectura durante un par de horas
*Escuchar un poco de música
*Sobre las 16:30h me traen la merienda. Un poco antes, me enchufan al gotero.
*Otro rato de música hasta pasadas las seis. Vienen a verme mi madre, mi padre, mi hermana y mi cuñado. Como mi estado lo permite me dejan salir a la sala de espera que hay donde los ascensores, entre los dos pasillos de habitaciones, para que no haya tanta gente en el cuarto, y porque, además, a veces viene también mi sobrino, que me quiere ver, y como es un niño no puede pasar a la zona de habitaciones.
*La cena llega sobre las 20h. Mis padres se quedan a hacerme compañía mientras ceno.
*Leo otro par de horas y apago la luz sobre las 11h
*Calculo que entre las 00:00 y las 01:00 me administran la tercera dosis de antibiótico por vena
*Me duermo hasta las 4 o las 5 de la madrugada, me desvelo y me vuelvo a quedar dormida poco antes de arrancar un nuevo día.
*Sobre las 8:30h la limpiadora entra en la habitación, nos da los buenos días, sube la persiana y vuelta a empezar.
Aunque echo mucho de menos moverme más, pienso en lo cómoda que me está resultando la cama del hospital para leer y en lo práctica que es la luz que tiene encima para la lectura. Me maravilla lo rápido que me he instalado en esta nueva cotidianeidad. No sé en qué momento me he convertido en Hans Castorp.
En el cuento que estoy leyendo mientras pienso todo esto se repite el recurso de contar la historia de un lugar a través de sus diferentes habitantes. Cuando llego al final, me acuerdo de El ferrocarril subterráneo. La novela de Colson Whitehead y los cuentos de Samanta Schweblin no tienen nada que ver, pero, aunque obviamente no pudo leer a ninguno de ellos, Julie Hayden obra para mí el milagro de fusionar en la casa del hombre de este cuento algunas de las casas de ambos libros.
Miro el reloj. Compruebo de cuántas páginas consta el siguiente cuento. Creo que me va a dar tiempo a leerlo antes de comer. Comienzo y termino Dieciocho vertical. A partir de este cuento y hasta el final del libro me acuerdo mucho mucho de Alice Munro (otra excelente cuentista), de Alice Munro y de su padre.
A Victorian Dolls House c.1880 in The Gunnersbury Museum, fotografía de Maxwell Hamilton bajo licencia CC BY 2.0 |
Por la noche
En Paseo nocturno con los ojos cerrados, el hombre, que había regresado del hospital en Cuidando el jardín por placer, «Soñando con Florida, se duerme. En mitad de la noche, su mujer se despierta: él está despierto merodeando otra vez.
El lunes tiene un resfriado. «Ven a que te veamos en el hospital», dice su amigo médico. Martes, hay una sombra de duda con el escaneo del hígado. Miércoles: ¡falsa alarma!
Su mujer telefonea a los hijos: «¡Ben vuelve a casa!».
Jueves, vomita un río de bilis de punta a punta del dormitorio. Viernes, se cruza con la palabra «obstrucción» en el libro de cirugía. Sábado, pide una consulta urgente con otro médico.
—Justo estaba hablando con él por teléfono —le dice la mujer a una de las hijas un poco más tarde, con el auricular quieto en la mano todavía—. Dijo: «Bueno, tengo que colgar, me están llevando al quirófano»».
Vaya, esto no es algo muy apropiado para leer estando en un hospital.
Lista de mantras para repetir como un mantra:
*Estar en un hospital y sentirse bien es un privilegio
*Estar en un hospital y aburrirse es un privilegio
*Estar en un hospital y comer con apetito es un privilegio
*Estar en un hospital y poder leer es un privilegio
*Estar en un hospital y leer según qué cosas es un privilegio
Al hombre no le interesa el paisaje que divisa desde la ventana. «Cortinas de plástico tapan una vista que a él ya no le interesa desde que se la aprendió de memoria el primer día: la copa de un árbol del que le gustaría saber el nombre, el centro comercial Korvettes, el Long Island Sound, la propia Long Island y el cielo con nubes». Yo, en cambio, sigo muriéndome por un trocito de cielo.
Cosas que subrayo y que no me olvido de haber subrayado:
«Le da vueltas y vueltas al hecho de la muerte como a una pequeña piedra en el bolsillo de su bata, pulida de tanto tocarla, familiarizándose con la superficie, el peso, lisa, compacta, dura».
«Como una piedra en el bolsillo, la palpo en la oscuridad. ¿Por qué tengo miedo?»
El de Inclemencias del tiempo es otro maravilloso cierre de cuento que resulta ser, además, el final del libro:
«¿Y si subieran el largo camino de entrada bajo los pinos y él los oyera desde su dormitorio en el piso de arriba y estuviera allí, de regreso de ese lugar, enfermo, pero no muerto, pálido y vivo? O si les diera la bienvenida en su jardín, trabajando entre las rosas. «¡Adivinad cuánta lluvia cayó!». Y ellos tuvieran que pasar por todo otra vez. Después del esfuerzo, del trabajo que da enterrar a un hombre muerto. ¿Podrían soportar tenerlo de vuelta, después de eso?»
garden, fotografía de Lake Lou bajo licencia CC BY 2.0 |
Viernes, 26 de julio
Comienzo Fiesta.
Sábado, 27 de julio
14h
Mi hermana y mi cuñado vienen a buscarme. Hace calor fuera. Trozaco de cielo. Nubes y claros con predominio de claros.
Más tarde, en casa
Mi PC sigue sin conexión a Internet. El kindle se porta como un campeón, conecta a la primera y carga hasta el cien por cien del tirón. Leo un poquito de Fiesta.
Mi madre vuelve de la farmacia con la medicación oral que me han recetado esta mañana. Voy a dejar de ser una yonqui y pasarme a las pastis. «Leo. Es como una enfermedad. Y no me refiero solo a los libros de los que hablo aquí. Con esos soy más selectiva. No puedo evitar, en cambio, que mis ojos se posen sobre cualquier texto que encuentren en su camino y, cuando me doy cuenta, de manera inconsciente, ya estoy leyendo. Leo propagandas, prospectos médicos, hasta la letra pequeña que nadie lee», escribí en mi reseña de La analfabeta intentando parafrasear a Agota Kristof, que también leía todo lo que caía en sus manos. Así que leo los prospectos de los fármacos que me trae mi madre, esos que recomiendan leer aunque no estoy yo muy segura de que siempre sea recomendable leerlos. Leo el prospecto de la amoxicilina. Leo el prospecto de la prednisona y, aunque no soy aprensiva, no puedo evitar sobrevolar mi vista sobre los trastornos psiquiátricos comentados como posibles efectos secundarios. No puedo evitar acordarme de Daniel, el hijo de Piedad Bonnett. Me parece estar viéndolo saltar al vacío desde una azotea de Nueva York. No hay poeticidad en su joven cuerpo precipitándose, por mucho que sepa de su historia por su madre, que es poeta. Siento su caída no accidental muy alejada de esa otra anhelada en el arranque de Leña por el marido de la amiga ausente (««Quiero caerme de la rama más alta», dijo un joven intelectual abriendo los brazos para mostrar el modo en que flotaría a través de las ramas verdes de junio, como un clavadista en un agua de hojas»). Sé que Daniel padeció de joven de un acné severo. Sé que después sufrió durante diez años esquizofrenia. Sé que le recetaron para combatir el acné un medicamento sobre el que su madre supo después que se habían «comunicado casos de depresión, síntomas psicóticos y rara vez intentos de suicidio». No sé si hubo una relación directa. No sé si se puede hablar de causa y efecto. No sé si Daniel tenía alguna predisposición para desarrollar la enfermedad mental que padeció, si el detonante fue ese fármaco o si fue otra cosa. Pero sí sé porque Piedad Bonnett lo sabe y porque me lo ha contado que «A medida que su piel se transformaba, se enrojecía, se descascaraba, Daniel se hundía en la oscuridad de la depresión. La puerta de su habitación empezó entonces a cerrarse sobre su angustia, el teléfono dejó de sonar, las rutinas parecieron volvérsele insoportables».
Tomo el primer par de pastillas del antibiótico y comienzo a escribir notas de lo que se convertirá en este diario retrospectivo. A falta de blogger, abro un bloc de notas.
Lunes, 29 de julio
Mi PC ha recuperado milagrosamente la conexión a internet y además tengo plan B por si vuelve a fallar.
Jueves, 1 de agosto
Regreso al trabajo. Inicio nuevas listas de tareas pendientes.
Viernes, 2 de agosto
Termino —ya en blogger— de redactar esta entrada. Me falta releerla. Me falta corregirla. Me falta matizarla. Añadir enlaces, fotos, la ficha del libro, las etiquetas, ponerla guapa, elegir fecha de publicación y programarla. Pero la esencia ya está; lo otro puede esperar. Lo importante es que por fin me siento liberada. Sé que los cuentos de Julie Hayden se van a convertir en una de esas lecturas que permanecen, pero necesitaba que me dejaran descansar de su omnipresencia.
Me he guardado una cita para el final. Es otro final de cuento. Se trata de la última frase de Las visitas y dice así:
«Si hubiera sido una artista de verdad, habría sabido que no hay nada artístico en la muerte, que es el final de todos los cuentos».
Me la he guardado porque así siento yo a Julie Hayden, como una artista de verdad plenamente consciente de que la muerte es el final de todos los cuentos. Tal vez, de su sabiduría, su fragilidad.
Este es el final de este diario pero no el final de mi cuento. Tengo pendiente el cuento de Blonde. Tengo pendiente el cuento de Fiesta. Y tengo listas de futuro para soñar con un longevo cuento.
ResponderEliminarBueno, pues al final sí que dio de si tu estancia de casi una semana en el hospital en cuanto a la lectura se refiere. Tus mantras son muy ciertos, es raro estar en un hospital y sentirse lo suficientemente bien como para tener ganas de leer, te cuento que yo, las veces que he estado ingresada, pues sí leí pero claro, cuando te empiezas a sentir mejor, hay momentos que lo único que te distrae, o mejor dicho, que se soporta es la tele de fondo. Comparto contigo, el hurra por las listas de Spoty, y que deberían estar en el top de la lista de vida de cada uno de nosotros, hoy día me resultan tan imprescindibles (bueno bastante menos, la verdad) como la lectura, suelo escuchar música todos los días y es casi una necesidad
Esas tareas bibliotecarias que dejaste por hacer, me suenan, claro, por cierto ¿Que es PI? Puntos de interés? Simple curiosidad...
Yo también soy bastante friki para la lectura, creo que ya lo sabes y cómo tú suelo evitar las conversaciones intrascendentes, resultando supongo, algo siesa, pero bueno, una es como es... (soy bastante habladora pero solo cuando la conversación y la persona con la que converso me interesa) Aunque esa curiosidad de la enfermera me resulta agradable, y curiosas también sus preguntas, distintas a las que suelen hacernos a los lectores cuando alguien nos ven ensimismada en nuestros libros en papel o ebooks
Por cierto, no me extraña que hayas recordado a Paco, ese libro es de los suyos, seguro, para leerlo en sus andanzas campestres (se le echa de menos ¿verdad?)
En fin Lorena, espero que ya estés totalmente recuperada de tus dolencias y me alegra que la compra de tu pequeña joyita te hayan resultado tan satisfactorias
Besos
Pues sí, ha resultado una lectura super especial. Y ya estoy al cien por cien y doy por hecho que todo está bien (mañana que tengo consulta me confirmarán, pero, vamos, que la consulta es más por protocolo que por otra cosa, así que creo que todo ok).
EliminarEl PI es el préstamo interbibliotecario, que desde que se ha jubilado el auxiliar administrativo (y sin vistas de que lo sustituyan, me parece a mí) me han endilgado todo el tema de los envíos. A ver qué hacen cuando yo me vaya, jaja.
Y sí que era curiosa la curiosidad de la enfermera, por eso en esas ocasiones me da rabia ser tan siesa, pero bueno, como dices, cada uno es como es.
Sí que se echa de menos a Paco y a alguno y alguna más que se han ido cayendo de la familia bloguera. En fin, así es la vida: unos vienen, otros van y de vez en cuando nos cruzamos.
Besos
Tan solo he estado ingresada una vez. Tenía una habitación individual y el caso no era grave ni molesto, por lo que leí y leí y al final recuerdo esos días (de los que hace ya veintiséis años) como una cura de relajación y tranquilidad. Ciertamente es todo un privilegio estar en un hospital y poder leer (y tener ganas de ello).
ResponderEliminarMe alegro de que te hayas recuperado, de que se haya recuperado tu PC y de que tu Kindle haya cargado perfectamente. Estoy deseando leer tu reseña de Blonde y ya tengo Las listas del pasado anotado en mi infinita lista de pendientes. También me encantó Mágico, sombrío, impenetrable; también, Al pie de la escalera; también, La campana de cristal. Tenemos muchas referencias literarias comunes.
Un beso.
Ha sido mi sexto ingreso. De la apendicitis, con cinco años, tan solo guardo buenos recuerdos. Las cuatro siguientes, con cirugías más largas y complejas, han sido harina de otro costal, especialmente las últimas, que, además, por ser por el mismo tema (un tumor no cancerígeno de parótida (o a saber ya cuantos eran)), hay que añadir el cansancio acumulado, las esperas y la sensación de que no sabían muy bien qué hacer conmigo. Este último ingreso, por tanto —y sin querer minusvalorar nada relacionado con la salud— me ha parecido muy light. Como este año se cumplen diez desde mi última operación, me lo he tomado como un recordatorio que me ha dado la vida de que en cualquier momento todo se puede volterar.
EliminarSon títulos muy buenos todas esas referencias literarias comunes que mencionas. Me encantaría conocer tu opinión sobre Las listas del pasado. De hecho, es un libro que puede dar tal lugar a que cada uno se fije en detalles, situaciones o personajes diferentes que me encantaría leer cualquier opinión. Pero también es un libro que ha tenido poca repercusión, por lo que apenas he encontrado opiniones de otros lectores y por lo que pocos recordatorios de él te llegarán para que salga de esa infinita lista.
Para Blonde, por cierto, solo tendrás que esperar al próximo lunes.
Besos
Jo, seis ingresos hospitalarios y no muy agradables. Veo que es algo que se repite cada cierto tiempo. Al menos no parece grave. Esperemos que no se repita.
EliminarOtro beso.
Bueno, este último ingreso no ha tenido nada que ver con los anteriores (o con los tres anteriores, que son los que han estado relacionados) cuyo origen ya está finiquitado. Ha sido algo puntual. Y sí, espero no repetir, aunque ninguno de nosotros puede saber lo que le va a deparar el futuro. En todo caso, gracias por tus buenos deseos.
EliminarBesos
Lo tengo pendiente de leer en mi estanteria
ResponderEliminarPues no lo hagas esperar. Es una joyita.
EliminarHace tiempo que lo tengo pendiente
ResponderEliminarPues te animo a que lo leas.
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