El ferrocarril subterráneo - Colson Whitehead

«La mayoría de la gente cree que es solo una expresión [...]. El ferrocarril subterráneo».

La mayoría de la gente cree que el ferrocarril subterráneo es solo una expresión. Sin embargo, existió de verdad. Existieron estaciones, jefes de estación, maquinistas. Existieron rutas sobre la superficie, pero, tan secretas y ocultas, que tal parecía que, efectivamente, los viajeros transitaran por vías subterráneas.

El Ferrocarril subterráneo era una expresión, concedo. Era también, sin embargo, mucho más que eso. Era el nombre que aglutinaba el código con el que se designaba cada uno de los cometidos que llevaban a cargo los miembros de una organización clandestina que operó en los Estados Unidos en el siglo XIX. Dicha organización ayudaba a huir hacia los estados del norte o Canadá a los esclavos afroamericanos que escapaban de las plantaciones del sur. Una auténtica senda de la libertad, por tanto. Aunque senda de la libertad era también como llamaban, eufemísticamente, los blancos que se negaban a cambiar el sistema a la senda que regaban con la sangre de los cadáveres de los esclavos que habían conseguido escapar pero eran capturados. Para ellos «la raza negra no existía salvo al final de una soga». No había para esos blancos nada más peligroso que un esclavo que consiguiera huir. Era como una manzana podrida en el cesto de fruta que eran sus propiedades humanas de su plantación. Una sola manzana podre podía inocular el veneno que es la lucha por la libertad al resto del cesto. Porque las manzanas del cesto eran ya muy numerosas. Porque el dueño del cesto temía la rebelión de las manzanas.

«Los cadáveres colgaban de los árboles como adornos en descomposición. Algunos estaban desnudos, otros parcialmente vestidos, con los pantalones manchados donde habían vaciado las tripas al partírseles el cuello. Repulsivos cortes y heridas marcaban la carne de los más próximos, el par que iluminaba el farol del jefe de estación. A uno lo habían castrado, una boca horrible se abría ahora donde en otro tiempo tuviera la hombría. El otro era una mujer. Con el vientre hinchado. A Cora nunca se le había dado bien discernir si una mujer estaba preñada. Los ojos saltones de los cadáveres parecían reprenderlos por mirar, pero ¿qué eran las atenciones de una chica perturbando su descanso comparadas con cómo los había maltratado el mundo desde el día mismo de su llegada?
—Ahora lo llaman la Senda de la Libertad —explicó Martin mientras volvía a cubrir la carga—. Los cadáveres llegan hasta el pueblo.
¿En qué clase de infierno la había dejado el tren?»

El infierno en el que Cora se apea de ese tren es un estado del sur de los Estados Unidos. Cora pronto descubrirá que la libertad hay que conquistarla, así como que, más allá de la plantación en la que siempre ha vivido, existen más Hobs, tal y como se llama la cabaña que en esa plantación habitaba. Respecto a la libertad, pronto se dará cuenta de que «era una cosa que iba cambiando según la mirabas, igual que el bosque de cerca está repleto de árboles pero desde fuera, desde la pradera, muestra sus límites de verdad. Ser libre no tenía nada que ver con las cadenas ni el espacio que tuvieras».

Y es que Cora nació y se crio, como acabo de comentar, en el espacio abierto que es una plantación, pero conoció desde siempre los grilletes y cadenas de la esclavitud. No así su abuela, que llegó como carga en un barco desde África a América. La madre de Cora, sin embargo, ya nació esclava.

La madre de Cora fue una de esas manzanas podridas que, de un día a otro, y sin despedirse siquiera de su hija, abandonó el cesto de la plantación. Tal vez fuera ese abandono uno de los motivos por los que Cora, desde siempre, se sintiera «una descarriada de arriba abajo, tan lejos del buen camino que parecía que se hubiera fugado hacía ya mucho tiempo». «Una descarriada no solo en el sentido de la plantación —huérfana, sin nadie que la cuidara—, sino en todas las demás esferas. En alguna parte, hacía años, se había desviado del camino de la vida y no podía encontrar la manera de volver con la familia de la gente».

Ajena a la familia de la plantación la deben de sentir el resto de esclavos, pues la envían a vivir a esa cabaña de Hob. Hob es algo así como el exilio de los desgraciados, de aquellos a los que se les ha nublado el juicio, de los que por explotación o castigo quedan inhabilitados física o mentalmente.

Lo que Caesar, otro esclavo de la plantación, debe de percibir en Cora, en cambio, es el desarraigo de la ya fugada. Debe de notar en ella que de la familia que lleva tiempo fuera es de la familia de la gente esclava. Es por ello por lo que Caesar la invita a fugarse con él. Y aunque Cora en un principio responde negativamente, la descarriada que es sabe muy bien el carro (en este caso el tren) que la ha de llevar lejos de ese lugar que no es el suyo.

Caesar tiene un contacto con el ferrocarril subterráneo. Solo que, ese ferrocarril subterráneo que Caesar y Cora tomarán, traquetea sobre auténticas vías y marcha a través de auténticos túneles. En esta novela que toma su título del nombre de la organización clandestina, Colson Whitehead convierte lo simbólico en real.

«Si queréis saber de qué va este país, siempre digo lo mismo, tenéis que viajar en tren. Mirad afuera mientras avanzáis a toda velocidad y descubriréis el verdadero rostro de América».

Estas son las palabras que les dicen a Caesar y Cora cuando toman el primer tren hacia su libertad. La muchacha llegará a pensar que en realidad «nadie quería hablar de cómo funcionaba de verdad el mundo. Ni nadie quería oírlo. [...] La verdad era el escaparate cambiante de una tienda, que unas manos manipulaban cuando no mirabas, seductor e incluso inalcanzable». Aun así, Cora recordará esas palabras en varias ocasiones. Se acordará, pues, en sus huidas, de mirar al exterior por la ventanilla. La visión negra que le responde le parecerá una broma macabra del destino. Cora no ha conocido mundo más allá de la plantación. Ignora aún que Estados Unidos, así como su historia, es un país forjado a base de negros sucesos y que alimenta constantemente su tonalidad oscura.

«Cuerpos robados trabajando tierra robada. He aquí el motor que nunca paraba, alimentada su ávida caldera con sangre».

Harriet Tubman, conocida como Moisés,
fue una destacada miembro del Ferrocarril subterráneo
que guio hacia la libertad a cerca de setenta esclavos.
Fotografía de Harvey B. Lindsley

Los Estados Unidos de América es ese país que mata indios y esclaviza negros. El que roba tierra a los que estaban antes y roba gente de otras tierras para trabajar aquella de la que se ha apropiado. Es ese país al que llegan oleadas de inmigrantes irlandeses a sustituir la mano de obra negra en los estados en los que se ha abolido la esclavitud porque la agricultura ha sido sustituida por la industria. Ese país al que llegarán nuevas oleadas de inmigrantes «huyendo de un país distinto pero no menos mísero, y el proceso volvería a empezar. La máquina resoplaba y gruñía y seguía girando. Solo habían cambiado el combustible que movía los pistones».

«En América lo raro era que las personas eran cosas».

Los Estados Unidos de América es también el país de la Declaración de Independencia, esa que dice que todos los hombres son creados iguales. En la plantación en la que Cora creció había un esclavo que recitaba de memoria la Declaración. Le había enseñado un amo anterior como quien enseña a hablar a un loro para entretener a las visitas. Cora crece, pues, escuchando el runrún de esa Declaración de Independencia. Pero, como alguien le dirá más tarde, una vez fugada, «la Declaración es como un mapa. Confías en que es correcto, pero solo lo sabes si sales a comprobarlo».

Cuando Cora sale a comprobarlo concluye lo que ya intuía desde siempre: «La esclavitud es pecado cuando unce el yugo al blanco, pero no cuando somete al africano. Todos los hombres son creados iguales, a menos que decidamos que no eres un hombre».

Cuando Cora sale a recorrer ese otro mapa que es la ruta que sigue el ferrocarril subterráneo comprobará también el peligro que es caer en las trampas de la falsa libertad. El negro, cuando huye, deja de ser mercancía para convertirse en ganado. Cambia las cadenas por el redil. Deja de ser explotado para ser domesticado.

Cuando un esclavo huía se exponía a no conseguirlo. A ser capturado y enviado de vuelta a sus amos. A sufrir un brutal y ejemplarizante castigo para disuadir al resto de esclavos de seguir sus pasos. Se exponía a que lo mataran o a sentirse responsable de la muerte de aquellos que lo ayudaban en su huida en caso de que los descubrieran, pues «escapar suponía una transgresión tan enorme que el castigo abarcaba a todas las almas generosas que había encontrado en su breve visita a la libertad». Sin embargo, a pesar de todo esto, los esclavos (no uno, ni dos, ni cientos, sino miles) se arriesgaban a embarcarse en ese ferrocarril subterráneo que existió en la realidad y que no iba sobre raíles. No escapaban por estar hartos de castigos, exhaustos de trabajar de sol a sol. No eran el látigo ni la incapacidad de decidir sobre sus propias vidas los causantes de sus miedos. El mayor miedo para un esclavo, tal y como se cuenta en el documental sobre William Still, conocido como el padre del Ferrocarril subterráneo, y que podéis visionar aquí, era una subasta de esclavos. Eso era lo que les producía auténtico pavor. En una subasta de esclavos era en donde podía decidirse, de manera totalmente arbitraria, la separación de una familia. La subasta, pues, era el auténtico azote para un esclavo. También era justo el azote que algunos necesitaban para emprender la huida en busca de la libertad propia y la de los suyos.

«Porque eso es lo que haces cuando le quitas sus bebés a alguien: le robas el futuro. Tortúralos cuanto puedas mientras estén en esta tierra, luego quítales la esperanza de que algún día su gente lo tendrá mejor».

Blancos como Laura Haviland también
colaboraron con el Ferrocarril subterráneo.
Su granja fue la primera estación de Michigan.
En la fotografía, de autor desconocido,
posa sujetando hierros esclavos.

En los diferentes estados en los que estaciona el tren en el que viaja Cora, esta tendrá ocasión de vivir y contemplar diferentes formas de opresión. Algunas más rudas, pero también directas. Otras son sutiles, sibilinas, torticeras, disfrazadas de amabilidad y buena intención. Personalmente, las segundas, por traicioneras, son las que más me indignan. Tienen algo de subasta de esclavos inesperada que se lleva a cabo sin anunciar y en un decorado engañoso. Son como una alternativa oculta de robar el futuro. Y estoy casi segura de que todo cuanto nos cuenta Colson Whitehead al respecto tiene su sustrato real. Me hubiera gustado saber cuánto hay en ello de ficción pero me he quedado con las ganas.

El ferrocarril subterráneo me ha gustado. Por momentos, incluso me ha gustado mucho. No ha llegado a entusiasmarme, sin embargo. Lo que sí ha llegado a fascinarme es la historia del verdadero Ferrocarril subterráneo, sobre la cual he estado indagando por mi cuenta. Curiosamente, lo que Colson Whitehead nos cuenta en su novela, no es la historia de ese ferrocarril velado; lo que Whitehead nos cuenta, y además lo hace muy bien, es la historia de cómo el país que atravesaba ese ferrocarril se construyó como nación. En mi opinión el autor supedita demasiado la historia de Cora a esa otra historia, la pone en exceso a su servicio. Creo que es por eso por lo que no puedo mostrarme entusiasta en demasía respecto a esta lectura. Sin embargo, es de esas novelas que crecen tras su lectura. El ferrocarril crece y su locomotora avanza y avanza, abre túneles en mi mente y esos túneles a punto están de rozar la zona de mi cerebro reservada al entusiasmo.

Mis sentimientos respecto a esta obra del escritor neoyorkino, como veis, son un poco contradictorios, pero no tanto como contradictorio es el país que la inspira. Un país que, como se dice en esta novela, es una nación que «está fundada en el asesinato, el robo y la crueldad». Un país en el que también existió «el túnel, las vías, las almas desesperadas que buscaban la salvación coordinando estaciones y horarios: he aquí una maravilla de la que enorgullecerse».

Las almas desesperadas que buscaban la salvación eran negras. Entre las que coordinaban estaciones y horarios, también las había blancas. Y es que la grandeza de Estados Unidos reside en la diversidad de procedencias de los estadounidenses. Para desteñir de negro su historia supongo que solo tendría que considerarlos a todos ciudadanos de pleno derecho. Algo en lo que no creo que ningún país esté en disposición de dar lecciones, al igual que, también pienso, desde ninguna ventanilla de tren que recorriera cualquier nación podría observarse un pasado inmaculado. Tampoco es menos cierto que todas ellas tienen su propio ferrocarril subterráneo del que enorgullecerse.

«Soy lo que los botánicos llaman un híbrido —dijo la primera vez que Cora lo escuchó hablar—. Una mezcla de dos familias diferentes. En las flores, es un invento bonito de ver. Cuando la misma amalgama adopta su forma en carne y hueso, algunos se ofenden mucho. En esta sala la reconocemos por lo que es: una nueva belleza que ha llegado a este mundo y florece por todas partes».

El progreso estadounidense, óleo de John Gast de 1872, es una representación alegórica del Destino Manifiesto, doctrina según la cual
los Estados Unidos de América es una nación elegida para su expansión y para llevar la luz de la civilización a otros territorios. 





Ficha del libro:
Título: El ferrocarril subterráneo
Traductora: Cruz Rodríguez Juiz
Editorial: Literatura Random House
Año de publicación: 2017
Nº de páginas: 320
ISBN: 978-84-397-3300-3
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Comentarios

  1. ¡Hola Lorena! Ya conocía este libro creo que por la reseña de Juan Carlos. Me parece curioso todo lo relacionado con este ferrocarril que existió en la realidad (no me extraña que quisieras indagar más sobre él). La frase "En América lo raro era que las personas eran cosas" ya explica cómo es ese país que mata indios y esclaviza a los negros. La obra no ha llegado a entusiasmarte del todo, quizás por que no te ha convencido la historia que el autor ha hecho sobre Cora y su relación con el Ferrocarril subterráneo. No descarto esta lectura, aunque si te soy sincera, el tema de la esclavitud es algo que me suele impactar bastante (como me sucede con tema nazismo y campos de concentración)
    Magnífica tu reseña, como siempre y un gusto leerte
    Besos

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    1. Me ha cojeado la historia de Cora pero la novela sí me ha gustado aunque, por esa 'cojera', no me muestre del todo entusiasta. Aun así, creo que el autor nos cuenta muy bien lo que nos quiere contar y nos pone además sobre la pista del auténtico ferrocarril subterráneo.
      La esclavitud de una raza o un grupo de personas es una auténtica barbarie, tanto la que se produjo en los EEUU como cualquier otra que se haya dado en otro país a lo largo de la historia. Hay muchos tipos de esclavitud, además, y muchas veces no somos tan libres como pensamos. De eso también se habla un poco en esta novela.
      Un gusto que me leas, Marian.
      Besos

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  2. Como sabes soy una amante de Estados Unidos. Con sus cosas buenas y malas, creo que es un país hecho de aluvión en el que se han amalgamado muy bien todos los que allí han llegado hay que tener en cuenta que, salvo los indios, todo el resto son inmigrantes. Es cierto que arrastran algunas lacras como la esclavitud, el racismo... y Trump, pero a ver quién está libre de pecado. Aquí no tuvimos esclavos, pero sí los tuvimos en Cuba y Filipinas y demás colonias. Y si no tuvimos esclavos en España, sí que tuvimos negreros y personas que se enriquecieron con el mercado de esclavos. Véase la nada edificante biografía del marqués de Comillas. O véase el racismo que ha surgido en cuanto nos hemos visto conviviendo con otras razas. O el que han tenido que sufrir los gitanos durante todos los siglos que llevan viviendo entre nosotros.
    Tampoco nos quedamos cortos en lo de matar indios en nuestras colonias del sur de América. Vamos, que no creo que seamos los más indicados para acusar a Estados Unidos de "matar indios y esclavizar negros". Aunque sea una realidad innegable, el país tiene muchas cosas que admirar. Tal vez sea esa contradicción lo que me fascina.
    Por lo que se refiere al libro, a mí me gustó mucho, con sabrás, aunque entiendo tus objeciones. Me gustó sobre todo cómo es capaz de convertir en su novela la metáfora en realidad (el ferrocarril subterráneo) y la realidad en metáfora (la distinta situación de los negros en los distintos estados).
    Un beso.

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    1. Ningún país puede arrojar piedras a los Estados Unidos porque ninguno está libre de pecado. Como indico en la reseña, ningún país tiene un pasado inmaculado, y añado que ni siquiera un presente ni tendrá un futuro limpio al respecto. Hay muchas formas de esclavizar, discriminar y hacer sentir a determinados ciudadanos de categoría inferior, tal y como en los diferentes estados por los que pasa el tren de esta novela se sigue tratando a los negros de diferente manera y en cada uno de ellos de una manera distinta. Durante muchos años, además, el mundo ha mirado con idolatría a los Estado Unidos y ha copiado muchas cosas de ellos (probablemente ese haya sido su mayor éxito imperialista). Es un poco hipócrita, pues, si se piensa bien, criticarles tanto. Nos falta siempre autocrítica. Autocrítica que, por otra parte, ejercen muchos de los escritores de ese país en sus obras. Whitehead así lo hace en esta novela, aunque también supongo que el color de su piel habrá influido en los temas que ha querido tocar en ella.
      Me alegro mucho de haber leído por fin esta novela que llevaba en mi lista de pendientes desde que se publicó en España. Pero es cierto que por momentos he notado la historia de Cora como una excusa para hablarnos de todo lo demás. Y me gusta mucho lo que nos cuenta el autor en esta novela y, al fin y al cabo, en toda novela que tenga un trasfondo la trama no es sino la excusa para hablarnos de ese trasfondo, pero a mí me hubiera gustado notar menos esa supeditación. O tal vez sean solo cosas mías y no se note, pues no he leído ninguna opinión similar a la mía al respecto. En todo caso, así lo he sentido y así quería, por tanto, dejarlo reflejado en la reseña.
      Besos

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  3. Juan Carlos me descubrió esta novela y me dejó con curiosidad por ella, pero tu reseña me baja un poquito del cielo. Sigo animada para leerlo pero creo que va a ser mejor que baje mis expectativas.
    Besotes!!!

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    1. Yo te animo a que la leas a pesar de ese pero que le he puesto, Margari. Trata temas muy interesantes, cuenta cosas muy curiosas y creo que te puede resultar un viaje apasionante.
      Besos

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  4. Como sabes, Lorena, a mí me gustó mucho cuando la leí el año pasado. Descubrí con esta novela a su autor del que luego tuve ocasión de leer "Los chicos de la Nickel". En la reseña que hice de esta última declaré que, habiéndome encantado la novela, me había gustado más "El ferrocarril subterráneo" porque en mi opinión tenía más poeticidad en sus páginas. Convertir -derrumbar, quizás, más bien- una creación mental, una ficción en una realidad, traspasar, confundir o diluir las fronteras que hay entre lo ficticio y lo real sólo se puede hacer echando mano de la literatura y en ella de ese nivel superior que es el lenguaje poético. Cora se mueve entre estos dos mundos, quizás como todos los que viajan en busca de la libertad, con momentos de crisis de realidad y otros en los que la ficción la arrebata. Quizás, intuyo, sea por esto por lo que la historia de Cora no la has visto redonda del todo. Pero es cierto -y en esto te doy la razón, querida amiga- que el periodista que es Colson Whitehead ha creado la historia de Cora como mero apoyo para contar lo que a él le interesa que es mostrar la tremenda y penosa aventura histórica que los afroamericanos a los que él pertenece han tenido que arrostrar para ir levantando la cabeza de la humillación y esclavitud en la que vivieron durante siglos en el país de la libertad.
    Tu reseña, magnífica como siempre, Lorena.
    Un beso

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    1. Es un poco lo que he sentido, Juan Carlos, que la historia de Cora es pretexto para hablarnos de lo que el autor realmente quiere hablar. Y está muy bien eso de lo que nos quiere hablar pero me hubiera gustado que la trama estuviera mejor integrada en ello. Así, la historia de Cora me ha gustado en muchas partes y en otras se me ha quedado coja, pero esa otra historia de los diferentes estadios que atravesaron los esclavos hacia la libertad, así como las reflexiones acerca de EEUU me han gustado mucho. De todas formas, ese pero no me impide valorar positivamente esta novela ni tampoco hace que descarte repetir con el autor. De hecho, Los chicos de Nickel sigue en mi lista de pendientes. Me interesa los temas que creo el autor trata en esa otra novela.
      Besos

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  5. Tenía el libro apuntado, pero se ocurrió leer otro de Whitehead, "Zona uno" y no llegué a conectar, con lo que se enfriaron mis expectativas. Veo que te ha gustado, pero con peros. Aún le debo una oportunidad y la historia es terrible, fascinante, más aún sabiendo que el escritor es afroamericano. También he leído sobre "Los chicos de la niquel", que puede ser otra opción. Veremos.
    Un abrazo.

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    1. La historia del auténtico ferrocarril subterráneo me parece fascinante y la de EEUU y la reflexión que sobre ella intenta el autor que hagamos también me lo parece. Es instructivo también la diferente manera de diferenciar a la raza negra respecto a la blanca que se da en los diferentes estados por los que pasa el ferrocarril de esta novela. Supongo que el hecho de que Whitehead sea afroamericano le influye a la hora de elegir los temas que trata, de hecho el tema del racismo vuelve a estar muy presente en Los chicos de la niquel, que yo también valoro como lectura futurible. Pero, más allá de lo atractivos y lo bien llevados que puedan estar los temas que trata una novela, por el mero hecho de ser una novela, esta ha de cumplir ciertos requisitos respecto a trama, desarrollo, etc. Es ahí donde me ha cojeado un poco esta novela en concreto.
      Un abrazo

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