Territorio de luz - Yuko Tsushima
«Fujino era el padre de mi hija y mi marido, pero desde hacía más de un mes no sabía nada de mi vida; no tenía forma de conocerla y, aunque no ocurría gran cosa, yo no podía dejar de alimentar, dentro de esa calma, mi miedo a cada nuevo día. Y, a pesar de que era imposible mantener el equilibrio, descubrí que no me terminaba de caer. Más bien parecía estar echando raíces ahí mismo, esperando, terca, a que naciera un brote. Tenía la sensación de que había un bulto frágil, transparente y distorsionado frente a mí, al que solo mis ojos podían ver. Y le estaba tomando demasiado cariño a ese bulto inestable que me había sido otorgado, hasta tal punto que ya me resultaba imposible volver a mirar a Fujino en cuanto que esposa, como si nada hubiera pasado. Fujino aún me hablaba en cuanto que marido, pero eso ya solo me provocaba una sensación de extrañeza. ¿Tenía que seguir escuchando esa voz lejana, cuyo significado ya no entendía, hasta que fuera él quien decidiera apagarla?»
Fue él quien decidió divorciarse. La mujer buscó entonces un lugar para ella y su hija. Al principio no lo hizo sola; estaba acostumbrada a depender de su marido. «Si era con mi marido, cualquier lugar me parecía bien. Pero, si no era con él, todo me producía desasosiego», nos cuenta. También rememora cuando, años atrás, su marido le comunicó que ya había encontrado piso para que se mudaran los dos. «En ningún momento me planteé que quizá yo debería haber participado en la toma de decisión, dado que también iba a vivir allí; me resultaba demasiado cómodo y placentero dejarme guiar por la mano de un hombre». Pero algo ha cambiado desde que ya no vive con Fujino. Anhela sus visitas y su compañía, pero a la vez se sabe incapaz de volver a vivir con él. Algo ha cambiado o acaso es ella la que ha cambiado. No deja de sorprenderla «el miedo que tenía a que mi marido volviera a acercarse a mí. Me aterraba mi exceso de dependencia». Así que la mujer comienza a ir sola a las inmobiliarias, a visitar pisos sin su marido hasta que, finalmente, se decide por uno sin siquiera comunicárselo a Fujino o pedirle consejo.
El piso al que se muda la mujer ocupa la tercera planta de un inmueble en el que solo vivirán ella y su hija. La segunda planta está vacía y el resto son oficinas y locales que solo están ocupados durante el día. Al apartamento se accede directamente por una angosta y empinada escalera y ha de ocuparse todas las noches de cerrar la persiana mecánica de la entrada del edificio una vez que se marchan el resto de inquilinos. A cambio, la luz entra a raudales en el apartamento y su reflejo sobre el suelo impregna las reducidas estancias de un cálido brillo rojo. Su nuevo piso es, como reza el título de la novela que os traigo hoy, un territorio de luz.
Ciertamente, la mujer ha perdido su normalidad. Se siente extraña, más que por su condición de mujer separada por su realidad de mujer sin Fujino. Lo que le duele es «haber perdido a aquel hombre que había estado más cerca que nadie de mí». Como ella misma nos cuenta, «Fujino había sido mi mejor amigo. Había sido la única persona de la que había esperado que entendiera mis sentimientos». La mujer pasó de vivir con su madre a vivir con quien se convertiría en su esposo, por lo que no puedo evitar pensar que su extrañeza, ahora que vive libre de ninguna subordinación, se debe al descubrimiento de sí misma, a la revelación de que «a partir de ahora, y para siempre, tendría que hacerme cargo yo sola de mi propia vida».
«Afligida, deseé poder recuperar la vida que tenía antes. Pero ya no podía ni volver ni huir. Lo que mis ojos no habían querido ver hasta entonces no era más que el cruel reflejo de mí misma».
No solo se siente ella extraña sino que no reconoce a su marido en el Fujino actual. Además, le irrita que este muestre interés solo por la hija que tienen en común y ninguno por ella. La necesidad de tomar distancia de Fujino la lleva a establecer esa misma distancia entre su marido y su hija corvitiéndose así en «Una madre intentando arrebatarle el padre a su hija. Una madre atrayendo a su hija hacia ella y echando a su padre a patadas, sin justificación aparente. Me pareció oír la voz del padre: —Explícame, convénceme de por qué tú eres mejor para ella que yo. No tenía respuesta a su pregunta».
«—No sé cómo será en un futuro, pero de momento quiero dejarla tranquila… Quiero que todo el mundo la deje tranquila. ¿O usted cree que un padre es imprescindible para un niño?—No puedo decir que sea así en todos los casos, pero en general suele ser mejor que el niño deje de ver al padre o a la madre que decidió separarse. Sin embargo, eso no significa que no deba verlo, sino que, según parece, las cosas son más fáciles si deja de verlo —respondió la directora».
A mí no me resultan extraños los sentimientos de la mujer. Sí me causan extrañeza algunas situaciones, así como a veces la forma de comunicarse entre los personajes. Es una extrañeza cultural que suelo detectar cuando me acerco a la literatura oriental, pero que para nada me ha empañado esta lectura.
Lo que Yuko Tsushima nos narra en esta novela es un punto de inflexión en la vida de su mujer protagonista; es un año de transición y de aprendizaje, de desconcierto y de autoanálisis; es casi casi un año de duelo. La propia autora fue madre divorciada, por lo que muy probablemente muchos de sus sentimientos al respecto —no digo que vivencias— estén presentes en esta novela. La misma está narrada en primera persona por su protagonista, cuyo nombre no aparece —que yo recuerde— en ningún momento de la novela.
No solo conocemos los sentimientos de esa mujer respecto a su nueva vida y a su todavía marido, sino que su actitud hacia su pequeña hija de apenas tres años ocupa buena parte de la novela. Le preocupa cómo le pueda estar afectando la separación de sus padres y al mismo tiempo paga por momentos su irascibilidad con ella. Se siente desbordada afrontando la maternidad en solitario y su comportamiento como madre es puesto en duda en más de una ocasión.
«En ese momento me pregunté si, en el fondo, no deseaba la muerte de mi hija. Si no fuera así, no vería su cadáver en mis sueños. Su cuerpo me pesaba. Se me durmieron los brazos y se me nubló la vista. Seguí corriendo, aferrándome a ese peso.Al llegar a la guardería mi hija desapareció entre un grupo de niños toda contenta, sin molestarse en darse la vuelta para despedirse de mí. Sentí alivio en el mismo instante en que despegó su cuerpo del mío».
Reflejo, fotografía de Leandro Amato bajo licencia CC BY-NC-SA 2.0 |
«En realidad, no soy capaz de imaginarme su soledad. Una soledad en la que no pudo pedir ayuda sin sentir miedo. Una soledad que lo instó a esconderse detrás del telón rojo pese a que no había nadie a su alrededor».
«Tampoco estaba pidiendo mucho. ¿Cómo era posible que estirara el brazo, asustada y cautelosa, y no encontrara a nadie al otro lado?»
«Deseaba creer que la empatía permitía entender a una persona sin necesidad de hablar con ella ni tomarla de la mano, y que bastaba con una mirada recíproca para llegar a una comprensión mutua. Quería creer que esa capacidad era fruto de la soledad».
«A pesar de todo, desde aquel incidente empecé a tener sueños recurrentes en los que alguien se precipitaba en un hueco profundo. A menudo yo misma era succionada hacia un espacio oscuro, una especie de vacío. Pero en ocasiones eran otras personas las que caían, y caían hacia un lugar profundo y desconocido. Los que caían eran mis compañeros de clase, mis familiares. A veces desde precipicios, otras veces desde la azotea del colegio. Siempre se trataba de lugares demasiado hondos como para poder ver el fondo. Las personas daban un paso y simplemente desaparecían. Yo, sin acercarme al borde, me ponía a escuchar. La duración del silencio indicaba la profundidad del abismo. Empezaba a contar. Un segundo, dos segundos, tres segundos. Cuatro segundos, cinco segundos, seis segundos. Qué profundidad. Me embargaba la tristeza. Y, finalmente, me llegaba un sonido desde el fondo, como el ruido de un cristal roto. No, algo más bello y agudo. Para mí, era el sonido de los huesos humanos al quebrarse. Y, una vez que recibía ese eco, por fin me quedaba tranquila».
Uno de los recuerdos que comparte la mujer son los sueños que comienza a tener de niña tras la muerte de su padre (por cierto que Yuko Tsushima era hija del también novelista Osamu Dazai —ha sido toda una sorpresa descubrir su filiación con un escritor con el que había tenido un encuentro previo—, el cual se suicidó cuando ella contaba un año de edad). Eran sueños terribles que la aterrorizaban pero que también le proporcionaban un cierto placer. La mujer termina el relato de ese recuerdo declarando que «Era incapaz de distinguir el miedo de la felicidad», y yo me quedo colgada de esa frase, rumiándola, dándole vueltas. Y me pregunto si acaso el miedo y la felicidad resultan indistinguibles porque ambos producen vértigo. Y pienso que la mujer nuevamente es incapaz de distinguir el miedo de la felicidad, en este caso el miedo que provoca el vacío que deja la pérdida de la felicidad inherente a los comienzos, esos comienzos que son un mundo repleto de posibilidades, esa hoja en blanco por escribir que, a veces, inesperadamente nos regala la vida.
«Vi que algunas estrellas brillaban en el cielo y se las señalé a mi hija.—Mira las estrellas.Entonces recordé que, cuanto más frío hace, mejor se ven».«Ese día me quedé dormida en mi mesa de la biblioteca.En el sueño, vi un árbol al que se le habían caído las hojas. Un pájaro se posó sobre una rama. Era un pájaro grande, tropical, con la cabeza roja y las alas verdes.—Cada vez hay más pájaros domesticados que se escapan y se asilvestran, como este agapornis —oí susurrar a alguien cerca de mí.—Ah, sí, un agapornis…Al decir esto, apareció otro pájaro igual y se posó sobre otra rama.«Es verdad, cada vez hay más», pensé, y según pensaba esto aparecieron más y más agapornis, hasta que el árbol quedó cubierto de pájaros. Había tantos que sus plumas de colores intensos se rozaban unas con otras y caían al suelo, pesadas como frutas maduras.«¿Por qué habrá tantos pájaros? ¿Será porque son fuertes?». En mi sueño, yo estaba aterrorizada».
trying to get out., fotografía de Emily Elisabeth Photography bajo licencia CC BY-ND 2.0 |
Ya sabes que yo también siento ese extrañamiento ante la literatura del Lejano Oriente. No me sucede sin embargo con la del Próximo Oriente. Se ve que lo que llevamos en la sangre y en la cultura de judíos y musulmanes hace que sienta su literatura más familiar. Japón, China, Vietnam... etc, me resultan más extraños. Y es curioso porque leyendo esta reseña y otras, e incluso cuando me acerco a sus letras, veo que lo que les mueve, emociona, indigna, preocupa... es lo mismo que a nosotros.
ResponderEliminarMe ha resultado fascinante esa identificación entre el miedo y la felicidad. Tal vez sea el vértigo como dices, el que ambos sentimientos son muy subjetivos y efímeros. Nadie es continuamente feliz como nadie tiene miedo continuamente. Eso por no hablar de el miedo que da la felicidad; miedo a que se esfume y nos deje, como dice Serrat, «chupando un palo sentados sobre una calabaza».
Anoto el libro. Japonés y todo me ha atraído mucho.
Un beso.
Ciertamente, aunque hay diferencias entre nuestra cultura y la del Próximo Oriente no sentimos ese extrañamiento que si nos provoca, en cambio, la del Lejano Oriente, y se debe, como bien dices, a que hay cierto hermanamiento, un enraizamiento común que no tenemos con el asia más oriental. Pero aun con esas diferentes maneras de expresarse, de comunicarse y con esas costumbres que no entendemos, la mayoría de sentimientos son universales, por eso, aunque con esa extrañeza, la literatura de esos países también nos dice algo.
EliminarLa identificación entre el miedo y la felicidad no es algo que esté presente en la novela más allá de esa frase que destaco, pero no he podido evitar rumiarla y pensar en el vértigo que tanto uno como otra dan. Y es cierto que la felicidad también da miedo. Somos incapaces de vivir en el presente o tal vez tenemos ya demasiado callo como para saber que nada permanece.
La novela es una lectura tranquila, pausada, cuya protagonista desconcierta (por lo menos a mí) a veces, y con una prosa luminosa que crea hermosas imágenes. Creo que te gustará.
Besos
¡Hola Lorena!!
ResponderEliminaryo disfruto mucho de la literatura oriental, es una forma de narrar curiosa, peculiar, cómo dices una prosa "como una lluvia fina, constante y limpia" (me encanta esa frase que la describe), que nos acerca siempre a una cultura, forma de vida y formas de ser muy distintas a la nuestra y por eso entiendo perfectamente esa extrañeza cultural que detectas por esa forma de relacionarse y comunicarse que tienen los japoneses. Tras leer bastante a autores japoneses, he llegado a la conclusión de que en cuanto a formas de ser, son bastante fríos, no son de demostrar afectos, abrazos, y el tema de la mujer y su estatus en la sociedad, pues creo que incluso hoy día se lleva con bastante atraso.
En esta novela que además está escrita hace más de cuarenta años, pues me extraña menos todo lo que nos cuentas de esa invalidez que siente la protagonista que se divorcia y que de repente deja de obtener la ayuda para todo de su marido, esa dependencia emocional/no emocional de las mujeres hacia los hombres.
En nuestros días, también conozco más de una caso similar, de mujeres que tras un divorcio o separación pues se sienten totalmente perdidas y no saben muy bien sacarse ellas solas las castañas del fuego, lo considero un error.
Como a Rosa me ha resultado fascinante eso de no saber distinguir el miedo de la felicidad, es como para darle varias vueltas.
No conocía este clásico oriental y lo tendré muy en cuenta porque me llama mucho
Besos
Hola, Marian.
EliminarLa prosa japonesa casi siempre me deja esa sensación como de lluvia fina y limpia. No es la primera vez que lo destaco cuano hablo de alguna lectura procedente de ese país. Sé que disfrutas mucho de la literatura nipona. A mí al principio me costó, pero poco a poco voy superando esa distancia y frialdad que al principio me producía y voy aprendiendo a valorarla.
En cuanto a esta novela, a pesar de haber sido escrita hace más de cuarenta años, he sentido su lectura muy actual. Si comparo la situación de la mujer en los tardíos setenta en japón con la de aquí en España, me quedo con la sensación de que allí estaba mucho más incorporada al mercado laboral que aquí, pero, contra lo que esto pueda dar lugar a pensar, ello no se traducía en una mayor independencia respecto al hombre. Claro que si pienso en la tradicional sumisión de la mujer al hombre en países como Japón, no debería ser algo que me sorprendiera.
Creo que es normal sentirse perdida cuando se termina una relación (especialmente si ha sido de muchos años) y que ese sentimiento, además, no tiene por qué ser exclusivo de las mujeres. Otra cosa es la dependencia emocional, económica (siempre he pensado que sin independencia económica no hay independencia de ningún otro tipo) o de cualquier otra especie que aún se sigue dando en algunas mujeres respecto a su pareja masculina. Y hablo ya de países como el nuestro e incluso de mujeres jóvenes.
Me alegra saber que vas a tener en cuenta este libro.
Besos
«Las veces que me he acercado a la literatura japonesa he sentido su prosa como una lluvia fina, constante y limpia», dices en tu estupenda reseña. Y no puedo por menos que decirte que a mí me ocurre algo similar. Quizás la explicación la da Rosa en su comentario: nuestra cultura judeo-cristiana está más cerca de la musulmana (que deriva de la judeo-cristiana) que de la oriental (China, Japón y otros países del lejano oriente.
ResponderEliminarJapón, pese a ser fabricante de infinidad de productos que usamos en Occidente y a pesar de haber sido ocupado totalmente por USA tras la IIª Guerra Mundial, es un país muy celoso de sus propias señas de identidad. En esos rasgos identitarios está el comportamiento de la mujer, siempre al servicio del hombre, siempre dedicada a hacerle la vida agradable, desapareciendo o apareciendo de su vista según que una cosa u otra le proporcione satisfacción a él. Es evidente que estos comportamientos van cambiando y por lo que leo en tu reseña esta novela es buena muestra de ello.
Me apunto el título, pues desde que leí a Matsumoto, a Aki Shimazaki, a Yoko Ogawa o a Hiromi Kawakami, entre otros autores japoneses más, me atrae la manera que tienen de escribir. Me parece una literatura muy diferente a la que consumimos habitualmente por estos lares.
Un beso
Es cierto que es una literatura muy diferente. La suya es una cultura y una sociedad muy diferente a la nuestra y obviamente ello ha de trasladarse también a sus diferentes manifestaciones artísticas. A mí la prosa japonesa me provoca calma y tranquilidad. Me parece muy lírica y creadora de imágenes muy bellas con una sencillez que pasma. Pero los diálogos, las relaciones entre los personajes y algunas situaciones que me proporciona la literatura de ese país me siguen causando extrañeza. Por otra parte, ello me ayuda a ir descubriendo cada vez un poco más ese país.
EliminarMe alegra saber que compartimos sensaciones respecto a la literatura japonesa, y como ya le he comentado a Rosa, estoy muy de acuerdo con su puntualización. Ya me harás saber sin añades a Yuko Tsushima al elenco de autores de ese país que ya has leído.
Besos