No te veré morir - Antonio Muñoz Molina

«Oyó mis pasos y detuvo el disco, levantando delicadamente la aguja. Me dijo que escuchar esa música era como seguir del principio al fin una frase muy larga de Proust, un fluir natural que sin embargo contenía un orden riguroso y flexible, una forma perfecta. Ni la frase de Bach ni la de Proust parecía que estuvieran construidas: sucedían orgánicamente, como asciende desde las raíces hasta las últimas ramas la savia de un árbol; fluían como el río Hudson o como ese arroyo que hasta hacía menos de un siglo movió la rueda del molino al costado de la casa. Pero él ya no aspiraba a tocar alguna vez esa música con una solvencia aceptable. Se le había acabado el tiempo que habría sido necesario para ese aprendizaje. Ahora le bastaba que las suites de Bach existieran, y escucharlas sabiendo de memoria cada nota y cada inflexión, cada pausa, cada salto de ritmo, entornando los ojos, moviendo a veces los dedos en el aire con una destreza fantasmal, como si de verdad pulsara las duras cuerdas del cello. Y a veces ni siquiera necesitaba poner el disco en el plato. La música sucedía en su imaginación sin un fallo, como en un sueño lúcido, aunque sin la fragilidad que hay siempre en la rememoración de los sueños».

Porque «los sueños dejan un recuerdo tan frágil que hay que esforzarse en no perderlos» y Gabriel Aristu, ese hombre que detiene el disco al oír los pasos del narrador y que sueña música de cello, está en esa edad en la que ya no consuelan ni los recuerdos y en la que hay que aferrarse a ese último bastión que son los sueños, a esas entelequias en las que no somos nosotros mismos sino quienes nos gustaría ser; en las que Gabriel Aristu, para el que el tiempo es tan frágil como los sueños y los recuerdos, es aquel que le habría gustado ser «ahora que por fin y de golpe se encontraba en libertad para hacer lo que le diera la gana, por primera vez desde que tenía uso de razón, sano y todavía fuerte para sus años, recuperado del cáncer que durante un tiempo pareció que iba a matarlo, lúcido y animoso para hacer todo lo que había pasado la vida entera postergando, por culpa de las circunstancias que de un modo u otro esclavizan a cualquiera, pero sobre todo por culpa de su debilidad de carácter, de su sentido asfixiante del deber, de la responsabilidad y la culpa, por miedo a defraudar las expectativas de los otros, que desde niño lo habían abrumado con una identidad forzosa de buen hijo, de buen alumno, de profesional intachable, y luego de buen esposo y buen padre, y de ejecutivo de organizaciones internacionales a medias entre las finanzas y la filantropía, a todo lo cual él se había sometido con una mansedumbre tan perfecta que casi equivalía, en la práctica, a una vocación».

Leer a Antonio Muñoz Molina es como escuchar música, como seguir del principio al fin una frase muy larga de Proust, al que no he leído pero espero algún día leer, un fluir natural que contiene un orden riguroso y flexible, una forma perfecta que acuna y envuelve. Leer a Antonio Muñoz Molina es como recibir directamente en los ojos la luz natural. Su impacto es tan potente que nos ciega. No queda otra que bajar la vista a este libro suyo que os traigo de él y dejarnos diluir en sus páginas. Es la suya una luz de invierno, como invierno es la estación de la vida en la que Gabriel Aristu acaba de ingresar, una luz más diáfana, que es la misma luz blanca de Años luz, novela de James Salter que me llevó a ese mismo río Hudson de placas de hielo resquebrajadas que fluye como la música que Gabriel escucha, como la narración de Muñoz Molina que yo leo, al mismo río que se divisa desde la casa que Gabriel ha restaurado y acomodado a su gusto para pasar allí su jubilación, iluminado por esa luz de Estados Unidos que revela una amplitud hasta entonces desconocida y que deja a la vista del recién llegado a ese país «lo desmedido, lo expansivo, lo desorbitado de América» en contraste con la España gris que Gabriel Aristu dejó atrás hace más de cincuenta años, «en otro siglo y en otro mundo», la misma España de la que procede ese narrador no solo de la cita inaugural de esta entrada sino de algunas partes de esta novela y al que también sorprendió, algunos años más tarde, a su llegada, que fue a Virginia y no al Nueva York en el que trascurre la pretendida plácida jubilación de Aristu ni a la California en donde ha vivido tantos años nuestro protagonista junto a su esposa típicamente americana y en donde nacieron y se criaron sus hijos a los que adora pero que son tan extraños para él, tan extranjeros como él mismo cada vez más se siente en ese país en el que tanto empeño ha puesto en integrarse «sin saber que en el fondo era inútil. Cuanto más tiempo pasa y mejor conoce uno ese país, más extraño se le vuelve. Yo no sabía que no estaba aprendiendo a ser americano, sino a ser extranjero. Tan extranjero que ahora donde más lo soy, después de en Estados Unidos, es en España», «flotando sin esfuerzo en una doble extranjería, americano a disgusto en España y español resabiado y escéptico en Estados Unidos, desapegado íntimamente de todo salvo de algunos recuerdos y algunos lugares» que nada tienen que ver ni con Nueva York ni con California ni con la Virginia a la que llegó años después que él Julio Máiquez, tal es el nombre de ese otro español más joven para el que Gabriel Aristu ha sido una especie de cicerone, tan diferentes entre sí ambos hombres y, sin embargo, quién diría que terminarían por hacerse confidencias, siendo el narrador parcial de esta novela para Gabriel «el testigo necesario que desataba su memoria», «Qué barbaridad. Y qué vergüenza, haber pasado tanto tiempo hablando yo solo. Habrá sido el vino, y la lengua española. Una combinación peligrosa para mí. En inglés y bebiendo agua no me vienen esos recuerdos. Y a Connie y a mis hijos no les interesan. Como solo hablo con ellos en inglés, mi vida española no existe. No ya para ellos: ni para mí mismo», «A ti empezará a pasarte pronto. Dirás, sin pensarlo, “vi el cielo abierto” o “se me cayó el alma a los pies” y te darás cuenta de pronto de la belleza de esas metáforas que dice cualquiera todos los días. Tesoros que te dará miedo perder» como esos otros tesoros de mi propia lengua, un español asturianizado, que a mí me ha dado últimamente por rescatar, apreciando su belleza por primera vez, regresando por el cordón umbilical que son esas expresiones asturianas a mis abuelos, es decir, a mi infancia, es decir, a mi pasado, como al pasado vuelve en sus sueños Gabriel Aristu, pero no al de su infancia sino al de su juventud, esos son sus únicos algunos recuerdos y algunos lugares de los que no se ha despegado íntimamente, esa habitación de la que se fue en 1967 para no volver, esa habitación a la que regresa ahora, más de cincuenta años después, y Adriana Zuber en esa habitación y en sus sueños, «en mayo de 1967, en otro siglo y en otro mundo y sin embargo en esta misma habitación», y también en ocasiones, no en esa habitación pero sí en sus sueños, los fantasmas de sus padres, especialmente el de «aquel hombre débil que fue siempre el padre de Gabriel Aristu, débil y culto, digno y pobre, dispuesto a trabajar más y a privarse de cosas esenciales para pagar la matrícula de su hijo en la escuela británica» que a mí se me antoja la misma escuela en la que se conocieron los Tomás Nevinson y Berta Isla de Javier Marías, solo que en la novela de Muñoz Molina son Gabriel y Adriana quienes se conocen y se enamoran, quienes después interrumpen su amor «cuando los dos sabían y aceptaban que se iban a separar pero no podían imaginar la magnitud del espacio ni la duración de los años que tenían por delante, demasiado jóvenes para sospechar siquiera esas amplitudes, las lejanías que pueden separar las vidas humanas» que en su caso son todo un océano y cinco décadas, otro siglo, otro mundo, «capas sucesivas de distancia» como las que revelaron los sonidos de los bosques de Virginia a Julio Máiquez en su primer viaje a Estados Unidos, una «amplitud amazónica» como la que abrió el autopista ante los ojos de ese todavía aún no improbable confidente «un poco antes de tomar un desvío, en la noche helada de invierno, bajo un cielo de una amplitud que yo no había visto nunca, negro de tinta y resplandeciente de constelaciones: me sobrecogió más porque apareció de pronto, sin preludio, delante de nosotros, como aparecían y cambiaban tantas cosas en América, apenas habíamos abandonado la autopista y nos adentrábamos en la espesura de un bosque de árboles desnudos y muy altos, iluminados en abanico por los faros del coche. Entre ellos surgía, de vez en cuando, siempre como alejada y escondida, alguna casa con una luz encendida en una ventana o en el porche. Era como soñar que se estaba en ese bosque y se avanzaba de noche hacia la luz de una casa después de muchas horas de viaje, como estar viendo una ilustración en un cuento», como estar embriagada y embrujada por esa melodía incansable que es la prosa de Muñoz Molina, como saborear paisajes teñidos de ocre, cielos estrellados inconmensurables, y sentir a la vez el purificador aire helador y el acogedor y reconfortante calor de la chimenea.

Aeropuerto de Madrid-Barajas (actualmente aeropuerto de Adolfo Suárez Madrid-Barajas) en 1970.
Fotografía de Victor Albert Grigas bajo licencia CC BY-SA 4.0 DEED.

He de confesar que no lo he hecho a posta. No era mi intención escribir una frase tan larga como la de ese Proust no leído por mí y al que a Gabriel Aristu le recuerda esa otra frase musical de su admirado Bach, como esa otra frase tan larga del propio Antonio Muñoz Molina que sí he leído y que constituye la primera parte de esta novela que hoy os traigo y que lleva por título un verso del poema Ya no de Ida Vilariño. Ha salido así, sin pretenderlo, dejándome tan solo llevar por el fluir de la prosa del escritor ubetense, por ese vaivén suyo que ya conocí y del que ya disfruté y me adormeció en Tus pasos en la escalera, meciéndome en esa ocasión de Lisboa a Nueva York y de Nueva York a Lisboa, sumergiéndome en este caso en las amplitudes de Estados Unidos, en sus contrastes, y sustituyendo el triste, opresivo y traicionero Madrid de una España dictatorial por los frágiles sueños de Gabriel que sustituyen a su vez «las limitaciones del recuerdo», recorriendo, en ambos casos, los creativos y consoladores laberintos de la memoria. He de confesar, también, que el fluir se ha interrumpido al término de cada una de las cuatro partes de que consta esta novela, que he tenido que realizar el ejercicio de inmersión al comienzo de cada una de ellas, pero que ello no ha sido óbice para que al final no haya sentido todo el conjunto que es No te veré morir como un sinuoso y anestésico torrente —si se me permite el oxímoron—, como un solapamiento de espacios y tiempos como lo es el estado mental del septuagenario Gabriel Aristu. 

Aun lejana de esa séptima década de vida que habita el protagonista de esta novela, no he podido evitar pensar durante su lectura que con los años las distancias se acortan, tanto las geográficas como las temporales. Ese otro mundo, ese otro siglo que parecía insalvable años ha y que en Gabriel rápidamente se transformó en olvido (él, hombre triunfador en ese otro país que llegó a sentir suyo y que ahora es casi tan extranjero como el propio) vuelve ahora a él constantemente. Regresa como un espacio y un tiempo tamizados por la memoria, único lugar, tal vez, en donde no sentirse extranjero. Pero la memoria no es un lugar real, como tampoco lo son esos sueños con los que Gabriel compensa «en la vehemencia de la imaginación las limitaciones mezquinas de la realidad», de esa realidad que le trazaron y a la que él no se opuso, a la que se amoldó cómodamente por deber, por lealtad, por gratitud, por complacer, por debilidad, por cobardía, porque nos es más fácil asumir los riesgos impuestos que los propios, dejarnos llevar por el fluir de la vida que nadar a contracorriente.

No te veré morir es una novela sobre la memoria y la fragilidad de la vejez. Narra la historia del reencuentro de dos amantes tras años de separación, premisa que cuando supe de esta novela me hizo pensar en Olor a rosas invisibles, aunque después su lectura no me recordó para nada el relato de Laura Restrepo. La novela de Muñoz Molina es triste y hermosa como lo es la nostalgia. Aun lejana a la edad de su protagonista, me siento ya también lejana de los «bellos y bellas sin ningún esfuerzo, sin ningún cuidado, sin la menor conciencia de lo extremo, lo vulnerable, lo fugaz de su juventud». Aun no acortando todavía distancias ni fusionando tiempos, no soy inmune al sentimiento de lo efímero, a la consciencia de la finitud, de que la amplitud tiene sus límites. A Gabriel Aristu le llega, «como un signo de la edad, el miedo a las caídas». Y yo no tengo miedo a las caídas, pero, muy de tanto en tanto, desde esa privilegiada amplia distancia de la que aún disfruto, me llega el miedo a ese miedo. Porque todos tenemos los sueños de Elena. Porque todos tenemos los miedos de Elena. Y recuerdo a Joan Didion y su fragilidad. Y la veo ante mí como la vi en la película documental que rodó su sobrino Griffin Dunne: sus manos de huesos deteriorados revoloteando. Y recuerdo esas otras manos que recientemente me regaló Mercè Rodoreda en Espejo roto, las de Teresa, antaño hermosa y a la que tanto le gustaban las cosas bonitas pero que ya no podía adornar sus dedos con anillos. Y he visto en esta novela de Antonio Muñoz Molina las manos de Adriana Zumer, «posadas juntas e inertes en el regazo, bellas y expresivas en su estado de ruina, de un blanco translúcido, como su cara y su pelo revuelto iluminado por la claridad de la ventana, tan resplandeciente ahora en su blancura como lo había sido cuando era rojo, rojo de oro y de cobre». Y mi memoria, como casi siempre, es un fluir de lecturas que parecen llevarme todas al inexorable trascurrir del tiempo, como fluyen la memoria y las vivencias de Gabriel Aristu en esta novela, «sonámbulo en su propia vida, a los setenta y tantos años igual que a los veintitantos, llevado y traído no por sus propios impulsos verdaderos, sino por designios y expectativas de otros, por corrientes impersonales y azarosas de las que no tuvo conciencia mientras lo empujaban de Madrid a Londres y luego a Washington y a Nueva York y ahora de nuevo a Madrid, como esos salmones que vuelven al punto exacto del río en que nacieron después de atravesar dos veces un océano, con un grado parecido de control consciente sobre sus itinerarios», nacidos para morir en el mismo punto exacto de estupor, fragilidad e indefensión.

«Pero ahora ella no quería salir y ya no lo echaba de menos. La ciudad era ruidosa y violenta. Cuando todavía era capaz de valerse por sí misma y salía sola a la calle, o del brazo de Fanny, le daba pánico que la embistiera y la tirara al suelo alguno de aquellos seres enérgicos, hombres o mujeres, que iban por las aceras como cabalgando, con un implacable piloto automático mientras avanzaban en línea recta hablando y gesticulando, con los teléfonos adheridos a la oreja, o, peor aún, con alguno de aquellos micrófonos invisibles que les permiten hablar en voz alta moviendo las dos manos, igual que los locos antiguos cuando discutían con adversarios inexistentes. La vejez empezó siendo el miedo a tropezar y caerse, a no ver el siguiente peldaño al bajar una escalera, a ser arrollada por alguien más rápido. Ahora ni siquiera le pedía a Fanny que la pusiera junto al balcón. Prefería estar de espaldas a la calle, como estaba ahora mismo, y oírlo todo de lejos, sin verlo, como si oyera el mar, como un enfermo o un inválido en un hospital cerca del mar, imaginaba ella, previendo sin sentimentalismo las fases futuras, ya inminentes de la enfermedad».

highway sunrise, fotografía de Tiffany Tee bajo licencia CC BY-NC-ND 2.0 DEED





Ficha del libro:
Editorial: Seix Barral
Año de publicación: 2023
Nº de páginas: 240
ISBN: 978-84-322-4232-8
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Comentarios

  1. Cuánto me ha gustado recordar esta novela leyéndote. te has mimetizado con el autor y te ha salido su estilo de frases largas y musicales de las que no quiere una desprenderse. Yo sí he leído a Proust y haciendo él frases mucho más cortas que esa con la que Muñoz Molina empieza No te veré morir, son más difíciles de entender, lo que tampoco le quita un ápice de belleza e interés a su obra.
    Yo ya ando acercándome muy peligrosamente a esa década de los setenta y sí que tengo miedo a caerme porque, además, tengo la extraña habilidad de caerme a menudo. Yo sí he sentido (siento) esos cambios que llegan con los años, esa nostalgia de lo pasado que cada vez se nos acerca más en el recuerdo a medida que en realidad se aleja en el tiempo.
    Hacía mucho que Muñoz Molina no publicaba una novela, creo que desde Tus pasos en la escalera. En medio ha escrito una especie de diario del confinamiento, Volver a dónde, que también me ha gustado mucho. Otro de los grandes junto a mi admirado y querido Javier Marías. Al final sí que fue Tomas Nevinson su última novela.
    Un beso.

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    1. Con frases más o menos largas, a mí tampoco me parece especialmente compleja la prosa de Antonio Muñoz Molina.
      A Proust me ha entrado el gusanillo por leerlo en los últimos años. Me gustaría leer En busca del tiempo perdido, pero es un proyecto que saboreo para un futuro. Ahora mismo no tendría tiempo para ello. Tal vez para cuando me llegue la jubilación y esté más próxima a esa séptima década de vida, jaja.
      Dos grandes tanto Javier Marías como Antonio Muñoz Molina, sin duda. Aún me quedan libros de ambos por disfrutar, de los que espero ir colando alguno antes de llegar a Proust.
      Besos

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  2. ¡Hola!
    sé que tengo que leer algo de este autor que todavía no he disfrutado. La década de los setenta me queda algo mas cerca que a ti, pero da miedo, claro, como no.
    La base de la trama me llama mucho la atención, eso de dos examantes que se reencuentran tras años de separación, me pregunto ¿serán las cosas como antaño? ¿las sentirán distinto?, seguro que sí
    Me alegra que hayas disfrutado de una nueva novela del autor
    Besos

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    1. Es lógico que el miedo a envejecer, a sentir la muerte cercana o al menos cada vez más probable se vaya incrementando con los años o incluso surgiendo (porque de jóvenes es habituar verlo como algo que les pasa a otros y tener cierta sensación de inmunidad).
      En la novela hay más de balance vital del protagonista que del reencuentro entre los dos ex amantes.
      Sí que he vuelto a disfrutar de Antonio Muñoz Molina.
      Besos

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  3. Me recuerdas lo olvidado que tengo a este autor. Sólo he leído una novela suya, que me gustó muchísimo pero no he vuelto a él. Y esta última novela me tienta mucho. Y más tras leer tu fantástica reseña. ¡Qué bien escribes!
    Besotes!!!

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    1. Te gano por poco 😜 Es la segunda novela suya que leo. Pero sí creo que es un autor para volver a él de tanto en tanto, así que te animo a que lo rescates del olvido.
      Besos

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  4. Muy buena reseña. Es un buen comentario que aporta valor. No entiendo el motivo por el que la manera de narrar, a veces, de Muñoz Molina, sin diálogos, echa para atrás a algunos lectores, como si fuese una barrera. Soy absoluto fan de él y sobre todo, en concreto, de El Jinete Polaco, pero por más que la recomiendo, no consigo que nadie la lea. Es frustrante. "No te veré morir" me parece magistral, creo que M.M es excelente al describir y tratar el amor y su reverso, que yo no creo que sea el odio sino el desamor.

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    1. Pues yo voy a hacer caso de tu recomendación y me apunto El jinete polaco para un futuro, que aún me queda Muñoz Molina por leer.
      En cuanto a lo que comentas de los diálogos, supongo que imprimen agilidad a la narración o que visulamente hacen el texto más ligero, al igual que ocurre con las frases cortas y los párrafos breves. Vivimos en el mundo de la inmediatez y parece que dejar que el tiempo se detenga en una historia o que siga su propio ritmo no es del gusto de muchos.
      Un saludo y gracias por pasarte y comentar.

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