Tomás Nevinson - Javier Marías
«En Ruán cae a menudo la niebla, o quizá sube desde el río, no lo sé, en todo caso se cierne sobre las aguas y se mezcla con ellas o las envuelve o casi las sustituye, y entonces no se distinguen apenas las figuras que cruzan el puente y se hace difícil saber si van en dirección norte o sur, si están de frente o de espaldas y se alejan o se aproximan, si el rostro es nuca o la nuca es rostro. Son distintas y sin embargo parecen siempre las mismas, al difuminarse el contorno que nos define y nos divide a unos de otros. Se diría que se mueven a cámara lenta, porque su paso se torna grave y espectral aunque lo aceleren, y a la vez a cámara rápida, porque aparecen breves instantes y desaparecen en la bruma, que a veces, misteriosamente, como si hubiera un pacto, coincide con el tañer bravío de las campanas de numerosas iglesias —San Bernabé, Santa Catalina, El Cantuariense y Santa Decapitación; Santa Águeda, San Edmundo, San Juan Puerta Latina, San Bartolomé y la Trinidad, además del Monasterio y la Catedral— que llaman a misa o quién sabe a qué».
Sí, las figuras no se distinguen como no nos distinguimos nosotros cuando nos diluimos en la masa. Como se difuminan los asesinos dentro de la organización criminal a la que pertenecen. Como se despersonaliza a cada una de las víctimas dentro del cómputo creciente y total. Las campanas de las iglesias (y no solo las de Ruán) podrían tocar a muertos y su tañido convertirse en una rutina tal como la de las figuras que cruzan el puente (o la arteria principal) de cualquier ciudad y se hace así difícil, si se las contempla desde lejos, «saber si van en dirección norte o sur, si están de frente o de espaldas y se alejan o se aproximan, si el rostro es nuca o la nuca es rostro».
Para los miembros de ETA que asesinaron a Miguel Ángel Blanco (para todos ellos, en realidad) el rostro fue nuca o la nuca fue rostro. Ocurre que para los cobardes la nuca siempre prevalece. Para los que alzamos nuestras manos blancas, en cambio, el rostro de Miguel Ángel Blanco es difícil de olvidar. «El episodio de cuatro jornadas de angustia es inolvidable para quienes lo vivimos, pero muchos adultos de hoy eran niños o no habían nacido, y para ellos su desdichado protagonista es solamente un nombre y un símbolo, es decir, sólo un eco lejano y una sombra que se difumina, que es en lo que suelen convertirse al cabo del tiempo los símbolos y los nombres, y hasta los hechos: ‘Algo que pasaba en otra época, ahora ya no’. Ha corrido el calendario, ha corrido veintitantos años».
Han corrido veintitantos años y tal vez Miguel Ángel Blanco sea ya también un símbolo incluso para los que vivimos con angustia la cuenta atrás hacia su asesinato. Un símbolo de la crueldad gratuita, de la tortura de un chantaje irracional, de un superarse a sí misma en la escalada de horror a la que ETA nos tenía acostumbrados (de cuántos tañidos de campana tocando a muerto es responsable). Es un espanto real que poco a poco se convierte en abstracto, en histórico, en ficción. «Lo revivimos ahí, en las ficciones» (como yo lo he revivido leyendo la novela que os traigo hoy), «lo revivimos como si sucediera de nuevo, y además ante nuestros ojos en tiempo real. Pero la película y el libro se acaban, y al salir de la ensoñación nos horrorizamos y lamentamos que acaeciera ese espanto, que sufriera aquella gente pretérita que no está en el mundo, como tampoco quienes los torturaron o esclavizaron o pasaron a cuchillo sin compasión ni necesidad».
No puedo culpar a los vascos menores de treinta años ni a los de cualquier otra comunidad autónoma, pues «cuánto se tarda en averiguar el pasado, pobres jóvenes de todos los tiempos. Deberían transmitirse los conocimientos durante la gestación y así no tendríamos que aprender desde el principio lo mismo, una generación detrás de otra y cada individuo por su cuenta». De hecho, cuando yo nací (al igual que cuando nacisteis muchos de los que me estáis leyendo) ETA ya existía y ETA ya mataba. Sin embargo, yo tampoco nací aprendida.
En 1987, diez años antes del asesinato de Miguel Ángel Blanco, la banda terrorista había perpetrado los famosos atentados del Hipercor de Barcelona y de la casa-cuartel de Zaragoza. Si bien recuerdo con nitidez muchos momentos del fin de semana (incluso del lunes posterior) que desembocó en el fatal desenlace para el joven concejal de Ermua, mis recuerdos de las barbaries acontecidas una década atrás son sumamente vagos. Hablo de mis recuerdos, de la niña que era entonces, no de lo que sé ahora. Y mis recuerdos solo me traen reminiscencias del atentado del Hipercor a través de los telediarios de la época. No es que prestara yo mucha atención a las noticias en aquellos años. Eran para mí como el tañido de campanas que se oye pero al que uno no se detiene a escuchar. Si embargo, como todo niño, aunque todavía no sabía muy bien de qué iba todo esto a lo que llamamos mundo, tenía una alerta innata para detectar cuando un tañido desentonaba entre los otros. Sí, yo nací con la ETA y su horror bien asentados, como tantos otros, y mi conocimiento de la ETA venía dado por otros tañidos: los de la familia, los del entorno, los de esa masa a la que todos pertenecemos para bien y para mal. No nací sabiendo pero me fueron enseñando, como a todos, hasta que llegamos a esa edad en que nos quedamos con unas cosas, descartamos otras e incorporamos alguna más según nos vayan llegando o según nuestra curiosidad.
Cuatro años después, en 1991, la banda cometería otro de sus atentados más sangrientos: otra casa-cuartel pero en este caso en Vic. Entre Vic, Zaragoza y el Hipercor de Barcelona, «cuarenta y dos muertos y ciento setenta y siete heridos». ¿Quién, sin embargo, aunque no fuera un niño como niña era yo en 1987, aunque contara casi veinte años como la que aquí escribe cumpliría en 1997 cuando mataron a Miguel Ángel Blanco, aun contando con más edad, quién se atrevería a poner nombre y apellidos (no valen trampas, no busquéis en Google) ya no solo a uno de esos ciento setenta y siete heridos sino a uno siquiera de los cuarenta y dos muertos? ¿Quién? «Es uno de los efectos malvados de la cantidad: cuanto más hay de una aberración o vileza, menos aberración o vileza parecen y más cuesta diferenciar cada una. La cantidad consigue la mayor de las perversiones, restar gravedad a lo muy grave, por eso dejan de contarse las bajas en las guerras, al menos dejan de contarse mientras duran y los caídos siguen cayendo. Y a veces los responsables prolongan sin necesidad sus guerras precisamente por eso: para evitar que se empiecen a contar los muertos que cargarán sobre sus espaldas».
Un año después del asesinato de Miguel Ángel Blanco, el 15 de agosto de 1998, tuvo lugar otra atrocidad. En este caso no la cometió la ETA sino el IRA (el IRA auténtico, en realidad, o RIRA), aunque, como ambas bandas armadas colaboraron entre sí, quizás no sea descabellado decir que la una fue en cierto modo responsable de los muertos de allí y el otro de los de aquí. «Sucedió en la ciudad de Omagh, Condado de Tyrone, de unos cuarenta y cinco mil habitantes. Era un sábado concurrido en las calles, y pocos fuera del Ulster se acordarán hoy de aquello, pese a que entonces causó una conmoción internacional. Pero la Historia apenas se enseña, o a conveniencia o tergiversada, y la reciente sencillamente se oculta a menudo, para que no salpique a los vivos que la protagonizaron; así es muy fácil olvidar, y aún lo es más ignorar». De hecho, creo que yo he ignorado esta tragedia más que olvidado. No tengo constancia de haber tenido noticia de ella. Ninguna reminiscencia ha venido a mi mente al saber de ella a través de esta novela de la que, sí, lo prometo, comenzaré a hablaros en algún momento. Creo, además, que no soy la única. «No hace tanto de 1998, y sin embargo poca gente en el mundo está enterada de lo que sucedió. Al fin y al cabo fue en una población norirlandesa mediana de la que casi nadie ha oído hablar. Ni siquiera en España, pese a que una joven y un niño de nuestro país perecieran en el atentado. La velocidad del olvido se incrementa cada año que pasa, y ya es prehistoria lo de hace dos, y lo de anteayer». Parece ser, pues, que en nuestras desmemorias y nuestras ignorancias no solo influye la distancia temporal sino también la espacial. Y, sin embargo, los muertos en Omagh fueron también muchos (veintinueve). «No lo hace menos grave que hayan muerto lejos de aquí». No debería.
No os voy a preguntar quién se acuerda de lo ocurrido en Omagh en 1998 (oye, que igual alguno está enterado, al igual que alguna tal vez sepa de alguna de las víctimas de los atentados anteriormente mencionados, que yo a veces vivo en la inopia, las cosas como son). No me resisto, en cambio, a lanzaros otra pregunta: ¿quién se atrevería a poner nombre, apellidos, apodo, lo que sea, ya no a algún miembro del IRA que participara en el atentado de Omagh (eso ya sería para nota), pero sí a algún etarra que hiciera lo propio en los atentados de Hipercor, Zaragoza o Vic? ¿Tal vez a aquellos que secuestraron y asesinaron al joven concejal cuyo nombre sí que recordamos todos? Yo he leído alguno de esos nombres que os pido en esta novela, pero tengo que reconocer que ya los he olvidado.
Panel dedicado a Miguel Ángel Blanco en el Centro Memorial de las Víctimas del Terrorismo (Vitoria) Fotografía de Zarateman bajo licencia CCO 1.0 |
Esta novela comienza hablando de Hitler. «La literatura permite ver a la gente de veras, aunque sea gente que no existe o que con suerte existirá para siempre, por eso nunca perderá su prestigio del todo». Por eso yo voy ya a dejar descansar a los muertos en paz y a comenzar a hablar de literatura, es decir, de la novela de Javier Marías sobre la que he venido a hablaros. Esta, en realidad, no comienza hablando de Hitler sino de la posibilidad de haber terminado con su vida antes de que se activara el contador de la escalofriante cifra de seis ceros y haber evitado, por tanto, toda la que se lio.
La novela va de eso. Es decir, no va de Hitler, ni de Miguel Ángel Blanco, ni de los crímenes de ETA y el IRA, aunque todo y todos ellos aparecen en algún momento por sus páginas. La novela va de si es justificable, conveniente incluso, tal vez hasta deseable, terminar con una vida para evitar la pérdida de otras muchas, cometer un asesinato para evitar varios, borrar al verdugo para que la víctima no sea tal.
La novela se titula Tomás Nevinson. Tal es el nombre de su protagonista y también de su narrador. Os prometí hace tres reseñas hablaros de él y aquí estoy cumpliendo y trayéndoos al marido de Berta Isla.
La historia comienza tres años después del fin de la trama de la anterior novela de Marías, Berta Isla, de la que «Tomás Nevinson no llega a ser una continuación, pero con la que forma “pareja”, digámoslo así», o más bien así lo dice el propio autor. En mi opinión, ambas novelas se pueden leer separadas, o incluso se puede leer solo una y no leer la otra, pero sí pienso que leer Berta Isla incita a leer Tomás Nevinson y que una vez que uno se pone a leer Tomás Nevinson es un plus haber leído Berta Isla.
En Ruán, esa ciudad en la que «cae a menudo la niebla, o quizá sube desde el río, no lo sé», y en la que las campanas tañen porque hay muchas iglesias y no porque toquen a muerto (todo hay que decirlo), trascurre principalmente la trama de esta novela. Ruán es una ciudad situada en el noroeste español. Se trata de un nombre ficticio que quizás ni siquiera sustituya el nombre de ninguna población en concreto sino que más bien se me figura amalgama de varias que comparten tipología. Es una ciudad provinciana, de esas que antes eran calificadas como muy noble y leal, expresión que me hace acordar de aquella otra de de rancio abolengo.
Como de rancio abolengo tal vez se pueda calificar al propio Tomás Nevinson. Él mismo se declara como educado a la antigua. De hecho, es su primera afirmación al comienzo de la novela. Supongo que Javier Marías también fue educado así. Siempre tengo la impresión, cuando leo alguna de sus novelas, de que habla a través de las reflexiones de sus protagonistas. Siempre tengo la impresión, también, de que cuando se quiere salir de la corrección política, de las formas o el tono recurre a esos secundarios suyos que suelen adquirir cierto tono patético, pedante y cómico. No dejo por ello de ser consciente de que está en su ánimo provocar esa comicidad. El madrileño es un hombre del siglo XX, de ese «siglo pasado que algunos ya vamos echando de menos, los que nos acostumbramos al mundo en él», y en esta novela que nos ocupa se nota su apego a su siglo. No dejan de ser certeras sus críticas hacia el siglo XXI, pero también se detectan en ellas cierta cerrazón.
No voy a detenerme a comentar el estilo de esta novela, pues sería pararme a hablar sobre el estilo de su autor, lo cual he hecho cada vez que he reseñado alguno de sus libros. Siendo, además, la última de esas reseñas tan reciente, sería un poco ahondar sobre lo mismo. Vuelvo, pues, a la noble y leal ciudad de Ruán, a esa ciudad de provincias a la que ha sido destinado Tomás Nevinson.
Garden of Light, Omgh (2) // Jardín conmemorativo del atentado de Omagh Fotografía de Kenneth Allen bajo licencia CC BY-SA 2.0 // Fuente: geograph.ie/p/924193 |
Pero, ¿cómo estar seguro de que volverá a cometerlas? Tal vez se haya arrepentido. ¿Cómo tener la seguridad, si acaso no se consiguen pruebas, de que se apunta a la persona adecuada? ¿Cómo condenar a aquel con el que se ha tomado contacto, se ha entablado cierta relación, se le ha cobrado, tal vez, cierto afecto? Porque «casi nadie es frío en todo momento y sin cesar. El asesino es a veces cariñoso y alegre, ríe y canta y toca instrumentos, sonríe y da palmadas y abrazos y a menudo se gana a la gente, la consuela y le eleva el espíritu, le da esperanza y un objetivo lejano con el que entretener y llenar la existencia, y así le da sentido y razón. ‘Uno de los grandes problemas de la vida es que no podemos tener ninguna emoción pura. Siempre hay en nuestro enemigo algo que nos gusta, y en nuestro amor algo que nos desagrada. Es este enredo químico lo que nos hace viejos, y nos arruga la frente y hace más profundos los surcos de nuestros ojos’, eso escribió un irlandés hace mucho más de un siglo, el poeta Yeats. Y añadió algo parecido a esto: ‘Nunca conocemos el odio sin trabas ni el amor sin mezcla, y nos fatigamos siempre con un “sí” y un “no”, y vemos nuestros pies enredados en la triste red del “quizá” y el “tal vez”’».
A todo el conflicto moral que presenta esta novela, a toda esa duda inmensa, a todo ese quizá y tal vez que oscila entre el sí y el no, yo añadiría otra pregunta de mi propia cosecha. Aun teniendo la seguridad de que señalamos a la persona adecuada, aun sabiendo que volverá a asesinar (de lo cual, nunca se puede tener la certeza), ¿cómo tener la seguridad de que con ese alguien borrado de la faz del mundo el mundo sería mejor, de que la barbarie en la que fuera a participar no se fuera a cometer igualmente o en su lugar alguna similar?
Hitler (continúo con mi cosecha propia) no actuó solo. Un holocausto como el nazi (ni como ningún otro) no lo provoca una sola persona, no nos engañemos. Hacía falta un caldo de cultivo. Hicieron falta más personas que actuaron por convencimiento, por fanatismo, por crueldad, por interés, por cobardía, por miedo (y a ver qué hubiéramos hecho todos y cada uno de nosotros en las mismas circunstancias, los que señalamos con el dedo desde la mayor o menor distancia temporal, espacial y emocional). Pudiera ser que si no se hubiera tratado de Hitler se hubiera tratado de otro individuo de características similares. Es bien probable que el fin de Miguel Ángel Blanco hubiera sido el mismo aunque fuesen otros con otro nombre y apellidos que tampoco conseguiríamos recordar quienes le dispararon a la nuca, incluso que, aunque Blanco continuara con su anodina vida a estas alturas y a nadie le dijera nada su nombre, fuese otro anodino concejal de otro anodino municipio vasco quien hubiera ocupado su lugar, manteniendo así nuestras almas en vilo durante cuarenta y ocho horas y haciendo que su nombre dejase de ser anodino y se convirtiera en cambio en todo un símbolo de la anhelada libertad. Es bien factible que los atentados del Hipercor y las casas-cuartel de Zaragoza y Vic, así como el de Omagh, la ciudad norirlandesa, no se hubiesen evitado aunque se hubiera eliminado a una de las personas que participaron en ellos, que pusieron la bomba, que lo organizaron o financiaron, pues otra hubiese ocupado su lugar. Cada uno de los verdugos es prescindible, como también lo son cada una de las víctimas. De lo que parece que no podemos prescindir es de lo que simbolizan unos y otros. Pero, por todo esto, «no sabemos regirnos, no sabemos vernos como una infinitésima parte de lo que el mundo lleva acumulado: si fuéramos capaces de eso nadie se levantaría de la cama nunca ni emprendería ninguna acción, en esa dimensión todo es fútil, estúpido y transitorio, y todo empeño resulta vano, hasta los que parecen cruciales en nuestra insignificante cotidianidad: salvar la vida de alguien, evitar desgracias, impedir matanzas, al final todo es indiferente en la marcha del universo que cruje, y aplasta y nivela al crujir».
«No se puede ser perezoso ni displicente, no se puede desaprovechar la ocasión porque lo habitual es que no se presente ninguna más, y acaso uno acabe pagando con su propia vida el escrúpulo o la duda o la piedad, o el temor a ponerse una marca indeleble —‘yo he matado alguna vez’—, lo ideal sería tener la presciencia de lo que cada individuo va a hacer y en qué se va a convertir. Pero si no conocemos a ciencia cierta lo acontecido, cómo podríamos guiarnos por lo que está por venir».
«Si hubiera sido capaz, tal vez ahora estarían vivos un montón de muertos».
Imagen extraída de fotografía original del PP Comunidad de Madrid (Homenaje a Miguel Ángel Blanco) bajo licencia CC BY 2.0 |
¡Hola Lorena!
ResponderEliminarMe temo que yo era menos niña que tú cuando los atentados de Hipercor de Barcelona y de la casa-cuartel de Zaragoza, los recuerdo nítidamente, pero sinceramente creo que recuerdo casi todas las atrocidades cometidas por ETA, las viví muy de cerca y con mucho miedo (soy de las que tuvo que mirar debajo del coche que me dejaba mi padre, cada vez que lo cogía para ir a la Facultad, muchísimo estrés). Y lo de Miguel Ángel Blanco, nunca lo olvidaré, es algo que los que lo vivimos nunca podremos olvidar. Y no, no recuerdo nada de nada respecto a lo ocurrido en Omagh en 1998, sí recuerdo alguno de los asesinatos y la existencia del IRA, pero eso exactamente no.
Nunca sabremos si la historia nazi hubiera ocurrido tal cual o de otra manera similar si Hitler hubiera dejado de existir, y sí soy de las que piensan que merece la pena quitar de en medio a un loco de tal calibre para salvaguardar la existencia de tantas y tantas personas (actualmente pienso mucho que se tendrían que cargar a Putin para que los horrores de la guerra en Ucrania acaben ya, aunque igual no sería tan sencillo y los locos que le apoyan y rodean seguirían con lo empezado, vete a saber
Da para comentar mucho el argumento de esta novela ¿verdad?
En fin, Lorena, no se si leeré alguna vez esta y la de Berta Isla, no es que me llamen muchísimo la atención, pero no me importaría y se que al final las disfrutaría
Besos
Escribí esta reseña antes de la invasión de Ucrania por parte de Rusia y de que se desatara por tanto la guerra. El día que se produjo la invasión precisamente redacté la reseña (llevo mucho retraso con sus publicaciones, como puedes observar) de una novela cuya historia se desarrolla en Rusia, aunque su temática no tiene nada que ver con toda la atrocidad que se está viviendo. Recientemente he leído una novela que trascurre en Bagdad y, con tanta barbarie causada por los atentados y tantas vidas destrozadas, tampoco he podido evitar acordarme de Ucrania. Me está pasando un poco como cuando vivimos el confinamiento, que parece que en todas las lecturas encuentro algo que me hace reflexionar sobre la situación actual. Supongo que los grandes temas son siempre los mismos y que las situaciones que vive la humanidad son cíclicas, y la literatura, especialmente la buena, nos interpela constantemente sobre todo ello. Aun así he querido dejar a Putin ausente en mis reseñas. Bien he estado tentada a volver sobre esta y mencionarlo, a pesar de que en la novela de Marías obviamente no se contempla, pero creo que también es buena la distancia para reflexionar sobre estos temas. Pero sí, coincido contigo, es difícil no querer ver a Putin desaparecer del mapa a ver si así se termina toda esta locura.
EliminarEl tema de esta novela es un temazo. Muchas preguntas y muy pocas respuestas. Tremendo, por cierto, tener que vivir ese miedo tan de cerca y en primera persona como te tocó vivir, Marian. En cuanto a la novela en sí, lo de siempre, si no apetece, pues a por otra o quién sabe si en un futuro.
Besos
Leyendo tu reseña, me he vuelto a dar cuenta de lo maravillosa que es esta novelad e Javier Marías. Plantea unas reflexiones muy interesantes. Yo no creo que los atentados de ETA hubieran sido distintos de haber eliminado a alguno o a todos los que los llevaron a cabo. Se lo hubieran encargado a otros y asunto resuelto. Pero sí creo que el Holocaustos se hubiera evitado terminando con Hitler (tenía yo un amigo muy de humor negro que siempre decía que hay que matarlos de pequeños). Porque el caldo de cultivo estaba preparado, pero él fue el que sembró sobre ese cultivo la bacteria del odio. De no haberse sembrado, el cultivo hubiera quedado inerte, se hubiera llenado de moho y... no se sabe lo que hubiera pasado, pero lo que pasó, probablemente, no.
ResponderEliminarpara que te hagas una idea, mi hijo nació el año de Hipercor y la casa cuartel de Zaragoza. Y no fui una madre muy joven que digamos (tampoco tan mayor como hoy se acostumbra).
Por cierto, Ruán tiene muchas características de León (ese Barrio Tinto, me recuerda mucho al Barrio Húmedo), aunque yo también creo que es una ciudad formada con retazos de otras varias.
Magnífica tu reseña.
Un beso.
Ciertamente son muy distintos la ETA y el Holocausto. A los terroristas se les puede ver como simples peones y por tanto sustituibles. Hitler es mucho más difícil de sustituir y su poder fue mucho mayor. Afortunadamente, hay pocas personas como Hitler en el mundo. Pero existen y han surgido a lo largo de la historia de vez en cuando y lían la que lían. Sí, es más complicado y cuesta imaginar que hubiera pasado lo que pasó si Hitler no hubiera existido, pero no puedo evitar pensar que otra forma de haberlo matado hubiera sido no darle alas. Claro está que a toro pasado es muy fácil hablar.
EliminarEn cuanto a la ciudad de Ruán, al situarse en el noroeste pensé al principio más en la cornisa cantábrica. De haberse tratado de Asturias tengo muy claro que Ruán equivaldría a la vetusta Oviedo y Catilinia a Gijón. Pero después fui pensando más bien no en León en concreto pero sí en alguna ciudad de Castilla y León. Pero sí, creo que es una ciudad formada con retazos de otras.
El tema de la novela es magnífico y da para mucho y aun así no obtendríamos ninguna conclusión clara.
Besos
Ese fragmento del principio, aunque pertenezca a Marías, a mí me ha resultado un ejercicio descriptivo muy barojiano. Quizás debería estrenarme con Marías, pues si en algunos lances me recuerda a Baroja, ya ha ganado muchos puntos, y además tengo algún que otro título en casa, pero no este. Sus artículos dejé de leerlos porque me cansó esa actitud cascarrabias contra todo en general.
ResponderEliminarLo de Miguel Ángel Blanco permanece muy nítido en mi cabeza , ¿cómo olvidar aquello? nunca.
Tal vez esa actitud cascarrabias suya que señalas sea algo parecido a esa especie de cerrazón que he detectado yo. Como articulista solo lo he leído puntualmente. Como novelista lo he leído más. Su prosa es muy envolvente y siempre trae descripciones interesantes.
EliminarSí, lo de Miguel Ángel Blanco es difícil de olvidar.
Un abrazo, Paco.
Algún día le daré la oportunidad ❤
ResponderEliminarEspero que lo disfrutes cuando llegue ese día.
Eliminar¡Hola!
ResponderEliminarPues tengo que decir que tengo pendiente a este autor. Tengo Berta Isla para leer y la verdad es que con la reseña me están dando cada vez más ganas de ponerme. La verdad es que la novela trata temas que me parecen muy reflexivos e importantes. Espero leerlo pronto y como siempre es un placer leer tus reseñas.
¡Besos!
Javier Marías siempre trae reflexiones muy interesantes en sus novelas, pero en este caso en concreto el tema es todo un filón. Si te llama y además tienes Berta Isla esperando yo no me lo pensaría mucho más. Como digo en la reseña ambas novelas se pueden leer de manera independiente, pero creo que suma un poco leer las dos.
EliminarEl placer es mío de tenerte por aquí.
Besos
Pues tendré que leer la anterior novela. Hace años que no me acerco a este autor... Bastantes, ahora que me paro a pensar. Y mira que mis dos acercamientos me gustaron, pero entre tantos autores no le hecho hueco de nuevo. Me lo voy a tener que empezar a plantear. Temas interesantes y muchas reflexiones aporta esta novela. Nada, nada, que tengo que leer las dos novelas.
ResponderEliminarBesotes!!!
Te entiendo. Hay muchos escritores a los que quisiera volver a leer y sin embargo no termino nunca de ponerme con ellos. Aun así, no puedo más que animarte a que retomes a Javier Marías.
EliminarBesos