Espejo roto - Mercè Rodoreda

«Ya comenzaba a oscurecer. Siguieron el camino de baldosas que pasaba junto a la casa. A la derecha había un árbol de hojas estrechas y brillantes, cuyas ramas casi rozaban la pared. "¿Es laurel, verdad?", preguntó Teresa. "Sí, señora; y no encontrará usted muchos que sean tan altos." Después del laurel había un pozo y dos bancos de piedra bajo una pérgola cubierta de glicinas secas. Cruzaron la explanada y Teresa, mirando la espesura de árboles que la cerraba, pensó. "Es bonito, pero da miedo". Caminaban entre zarzas y helechos. En lo alto de las ramas se oía el arrullo de las tórtolas. "Esto —dijo Valldaura— no ha sido nunca un bosque; cuando construyeron la casa debía de ser un parque. " "Me parece que tiene usted razón —le respondió Fontanills mirando al suelo para no tropezar; es un parque abandonado." No tardaron en llegar a una alberca rodeada de hiedra oscura. "Esta alberca, señora Valldaura, no se seca nunca; en el centro tiene más de siete palmos de profundidad. Al final del terreno hay tres cedros centenarios. Dicen que traen suerte. ¿Quiere usted que vayamos a verlos?" De pronto, entre la hiedra que cubría el suelo, se oyó el paso de un animal asustado. Teresa se acercó a su marido: "Vámonos..." El viento, cada vez más fuerte, agitaba las ramas. Salieron a la explanada y Teresa vio que aún no había oscurecido del todo. Fontanills, extendiendo el brazo, señaló una caseta al otro extremo de la explanada, casi al lado de los primeros árboles. "Es la caseta de los lavaderos; también sirve para guardar herramientas... tiene un porche en la parte trasera." Les dijo que les daría rosales para que pudieran cubrir con ellos las paredes. "El viejo que me guarda la casa de campo de Premià siempre tiene esquejes de unos rosales que dan rosas de color carne del tamaño de un puño."»

Era un parque originariamente. Lo fue en la infancia de Mercé Rodoreda. Un parque abandonado. Estaba detrás de la casa de esa niña que se convertiría en una de las escritoras más representativas de las letras catalanas y de la —si además del español tenemos en cuenta el resto de lenguas de nuestro país— literatura española de posguerra, en la no sé si ahora pero en el momento en que Rodoreda escribe el prólogo para al menos la añeja edición que yo he leído de esta novela que os traigo hoy era la calle de Balmes, pero que cuando ella era niña era la Riera de Sant Gervasi de Cassoles. «Al otro lado del arroyo o Riera estaba el parque abandonado del marqués de Can Brusi. Desde el comedor de mi casa se veía frondoso de árboles centenarios. Poblado de ruiseñores en las noches de estío. Se extendía desde la plaza Molina hasta el Ateneo de Sant Gervasi, junto a la actual calle Mitre. Al caer la tarde se oían gritos de pavos reales. Este parque, idealizado, es el parque del chalet de los Valldaura. El jardín de todos los jardines».

«Una familia, una casa abandonada, un jardín desolado, idea pura del jardín de todos los jardines... Tenía ganas de escribir una novela en la que apareciese todo esto. Me gustaba pensar que la familia sería rica, con una señora ajena a la casta. Desnivelada, de origen modesto». Esto nos cuenta, entre otras cosas, Mercè Rodoreda en ese prólogo.

El jardín de todos los jardines. No imaginéis una arquitectura vegetal perfecta podada y moldeada por manos de jardinero. Haced el ejercicio de volver a la infancia. Pensad en cuántas posibilidades puede tener un parque abandonado a ojos de un niño. Cuántos recovecos, cuántas historias por contar donde un adulto solo ve deterioro y abandono. «La escalera que llevaba al tejado por la que subía de niño sin caer en la cuenta de cómo era, le pareció demasiado angosta, sus peldaños demasiado altos, sus vueltas y revueltas demasiado bruscas», leo en esta novela. Y eso somos de mayores, personas a las que les da miedo subir al tejado.

Rodoreda, no. Ella conservó sus ojos de niña. Ella fue también la adulta que unió sus experiencias a su maravilloso poder de observación. Porque, como ella misma cuenta en el mencionado prólogo, «una novela es, también, un acto mágico. Refleja lo que el autor lleva dentro sin que apenas sepa que va cargado con tanto lastre». Y, así, aunque la escritora deja claro que ninguno de sus personajes es ella, también confiesa que hay algo de ella en cada uno de ellos; aunque no fue su interés principal dejar constancia del tiempo histórico que le tocó vivir, lo vivió tanto que en ocasiones lo trasladó a sus libros sin pretenderlo.

«Junto a ella había una violeta medio aplastada. La tomó delicadamente; si sus ojos fuesen una lente de aumento, qué encrucijada de nervios, qué locura de hilos vería...», leo también en esta novela. Pues bien, los ojos de Rodoreda son esa lente de aumento y bajo su lupa esa violeta medio aplastada es hermosa precisamente por estar medio aplastada. Ella nos cuenta que Chéjov decía que hay que intentar lo imposible para decir las cosas como no las ha dicho nunca nadie. Ella dejó dicho en ese prólogo que «escribir bien es difícil. Por escribir bien entiendo decir con la máxima simplicidad las cosas esenciales. No siempre se consigue. Dar relieve a cada palabra; las más anodinas pueden brillar cegadoras si las colocamos en el lugar adecuado». El parque más depauperado puede brillar si lo alumbran los ojos adecuados. Ella, Mercè Rodoreda, consiguió lo difícil y que conseguir lo difícil pareciera fácil. Ella consiguió decir las cosas como no las ha dicho nunca nadie.

El jardín de todos los jardines es el bosque de todos los bosques. Y pienso —al pensar en bosques— en Pilar Adón. Pienso en Carmen Martín Gaite. Porque todos llevamos un bosque dentro. Porque todos habitamos un bosque. Porque somos jardines asilvestrados. Lo que nace, muere, cambia en nosotros, lo que crece, nos enreda y nos ahoga no lo podemos controlar. No somos la imagen de un jardín perfecto. Somos los fragmentos de un —como reza el título de esta novela— espejo roto. Pero, como recuerda el notario Riera, uno de los personajes de esta novela, que decía de joven su esposa «que la luces, en los días de lluvia, vivían en el suelo con más colores que en lo alto de los faroles», igualmente las imágenes quebradizas que devuelve ese espejo roto lucen con mayor intensidad que cualquier otra impoluta. Porque un espejo roto es un espejo que ha vivido, que ha sufrido, «y un dolor fuerte es como una gota de agua que va cayendo, va cayendo, y horada la roca...» Y esa roca, al igual que la violeta es más hermosa por estar aplastada, es más bella por estar perforada.

«No sé si los personajes de Espejo roto son bastantes consistentes. Lo que realmente me ha interesado de ellos ha sido que me permitiesen hacer sentir aquel peso de nostalgia que tiene todo lo que ha vivido intensamente y se acaba. No son ni buenos ni malos: como las personas que pasan a nuestro lado cada día de la semana. Y tienen secretos: Espejo roto es una novela en la que todo el mundo se enamora de quien no debe y quien está falto de amor busca que se lo den a cualquier precio: en una hora o en un momento». Esto nos cuenta Rodoreda en ese ya recurrente prólogo. También nos habla de la inocencia, de la importancia de esta en sus personajes. Lo hace con estas palabras: «No quiero decir que la maldad y la perversidad me acongojen; suscribo la frase célebre: "Nada humano me es extraño". Pero la inocencia, porque concuerda con una parte importante de mi temperamento, me desarma y me enamora. Los personajes literarios inocentes despiertan toda mi ternura, me hacen sentirme bien a su lado, son mis grandes amigos».

Lady Godiva, óleo de John Collier. Fuente: Herbert Art Gallery & Museum (VA.1974.004). Trabajo en dominio público.

Cecilia en La calle de las Camelias y mucho más Natalia, la Colometa de La plaza del diamante, protagonistas de las dos novelas de la autora que había leído con anterioridad a esta, despertaron toda mi ternura. Espejo roto es, sin embargo, una novela mucho más coral. No hay un claro protagonista. Es más una saga familiar en torno a una casa y al «mundo verde y misterioso del jardín». Los habitantes de esa casa son personajes que yerran, a veces mucho. Algunos incluso hacen cosas muy malas. Pero todos terminan si no por despertar mi ternura al menos sí mi compasión. Porque son inválidos emocionales. O tal vez demasiado válidos para unas circunstancias que invalidan sus sentimientos. Y es que «hay gente a la que un recuerdo le basta para toda una vida» y, como hemos visto que señaló Rodoreda, esa gente se agarra a ese recuerdo a cualquier precio aun en la renuncia, aun en ese «no pensar» que puede ser la «salvación; o pensar en cosas tontas», aunque esa renuncia implique «una vida triste, pero ¿no son tristes todas las vidas, de cualquier forma que se vivan?» En cuanto a la inocencia en esta novela, puede tratarse de personajes candorosos —como el de Armanda— que no ven nada malo en quienes están a su alrededor sino una profunda falta de amor, no siendo estos por tanto ciegos a las debilidades humanas sino viéndolas demasiado bien en toda su vulnerabilidad, o puede tratarse también de la inocencia como estado primitivo; como una especie de salvajismo en estado de pre-civilización y ajeno, por tanto, a preceptos morales; como una pre-adultez que juega a no saber diferenciar el bien del mal y que actúa por instinto para salvaguardar las necesidades, apelando a la ley del más fuerte, pecando originalmente y desterrándose así del confuso pero todopoderoso paraíso de la infancia. Los personajes de esta novela se nos prenden y a la vez se nos escapan porque «en el interior de la conciencia cada cual está solo consigo mismo», porque, como concluye uno de ellos, «un hombre es algo misterioso; una máquina que nunca sabemos del todo cómo está hecha. Porque los médicos y los hombres de ciencia dicen que es esto y aquello y siempre es más de lo que dicen; los mismos humores, los mismos caminos intrincados por dentro, pero cada hombre, con su alma, como... Y aunque intentaba explicárselo más, le parecía que no sabía nada... El principio de la soledad, pensaba, es esta gran originalidad con la que cada cual se sirve de su máquina. Sí, todos los hombres son iguales de quién sabe qué maneras. Él había hecho el amor durante años con Teresa: una repetición infinita del mismo gesto y de las mismas palabras. Como el carbonero, como el estanquero, como el presidente del consejo de ministros. El mismo gesto, pero cada cual con un acento distinto del de los demás. ¿Teresa había sido su fuente de vida? Quizá sólo había sido un pretexto para repetirse hasta la saciedad en aquel mundo que le deshacía poco a poco». Había hecho el amor, «qué pobre 'hacer el amor'... a algo como fundirse, como darse del todo hasta perder conciencia lo llaman 'hacer el amor'», confiesa otro de ellos.

En el jardín de los Valldaura, como en el parque abandonado de la casa de la infancia de Mercè Rodoreda, había pavos reales. También había faisanes y gallinas de guinea. Pero las criadas que con los años se iban sucediendo se cansaron de darles de comer y los animales fueron muriendo igual que muere el amor cuando el tiempo nos despoja «de aquella cosa efímera que hace que un hombre y una mujer se enamoren de una gracia que no existe».

Ophelia, óleo de John William Waterhouse. Trabajo en dominio público. Fotografía de LeaMaimone en dominio público.

En el jardín de los Valldaura, como se dice en la cita inaugural de esta entrada, hay un laurel. Es fuerte, parece inquebrantable. Al poco de instalarse Teresa en la casa, siendo Sofia aún un bebé, en una noche de tormenta, un «rayo partió la rama madre del laurel... pero aquella mutilación sirvió para hacerlo más frondoso. Cuando pusieron el pararrayos todas respiraron tranquilas. Había sido una temeridad vivir en una casa con aquellas torres tan altas sin pararrayos». Había sido una temeridad, sí. Creerse uno mismo un pararrayos, que las torres tan altas nos llevan al cielo, subir por una escalera angosta que parece fabulosa al tejado. Pero por entonces aún no ha nacido el niño Ramon que junto con la niña Maria subirá al tejado. Aún Teresa es joven. Aún habla con todo su esplendoroso cuerpo. Aún quizá piensa que será siempre tan hermosa y fresca como las rosas de color carne que cubren la pared de los lavaderos tras la que Eladi Farriols espiará a las criadas que soltarán chillidos mientras juegan con el agua. Aún no añora esa mujer en la flor de la vida que por entonces es Teresa rodearse de cosas hermosas como el lujoso broche de flores que dos veces le compró su primer marido o como los anillos. Aún ve lejano, probablemente ni siquiera se imagina, el no poder llevar esos anillos y el mirarse los dedos y constatar que «se le habían hinchado. La última vez habían tenido que quitárselos metiéndole jabón entre el dedo y el anillo. No poder llevar anillos la deprimió. Necesitaba ver cosas bonitas y los brillantes eran gotas de rocío. "Gotas de rocío sobre una flor", le había dicho el notario Riera, un atardecer que se habían amado mucho. Ella miraba, aún perdida en el mundo de las caricias, los pomos de flores del cerezo. Había levantado la mano sin sentirlo y la dejó caer como si dejase caer una piedra. Metió la mano bajo la sábana y se tocó el vientre. ¿De dónde había salido tanta carne inútil? Ella, que había estado orgullosa de su cintura de avispa, de abejorro, decía bromenado, y de su vientre más liso que una tabla de planchar... ¿Dondé había ido a para todo lo que había sido hermoso? Deslizó la mano y en aquel momento le dio aquella cosa horrible, aquel ahogo que la hacía alzar el cuerpo hacia arriba, a ella, que apenas si podía volverse». Que sí podía aún, en cambio, entender los funestos mensajes de las tórtolas. Ella que gustaba de ver cosas bonitas y el pequeño Jaume que tiraba todo lo que no le gustaba a la poza, a esa alberca de la que Fontanills les había dicho a ella y a su marido cuando les enseñó la casa que no se secaba nunca. Lo que no gusta a la poza. Lo que importuna a la poza. El tres que sobra cuando dos es uno. Al agua. El agua oscura.

El jardín de los Valldaura es el jardín de los secretos y «un secreto eran unas cuantas palabras dichas en voz baja para que no las oyesen ni los pájaros». Es el jardín de las nostalgias. De las tristezas. De los pudo ser y no fue. Es una lápida de mármol frente al balcón de las glicinas y bajo la sombra del laurel. Es un fantasma que pena en una casa que ya se parece más a un parque olvidado que a un jardín porque «los que se matan viven junto a las cosas que habían sido suyas una muerte lenta... [...] Si os lleváis mis cosas vendrán los feos, los que murieron por enfermedad, los carcomidos, los muertos de verdad. Me cogerán, tirarán de mí, me sorberán con sus bocas sin labios. Se me llevarán con ellos bajo tierra donde no hay árboles ni vientos ni hojas ni flores. Hace años que me esperan lo siento... a mí que no tengo huesos que soy un suspiro que no llego a ser ni la pluma sobre la que soplaré para asustaros. Cuando se me hayan llevado se borrará todo, sin tiempo sin memoria...» Sin ni siquiera ya «la hiedra que trepa, que ahoga, que se arrastra para ser más fuerte». Sin esos árboles que daban miedo porque «parecía que crecían todos a la vez y que se decían cosas entre sí». Talados, sacrificados en mor de un parque que tal vez el tiempo convierta pronto en otro parque abandonado, olvidado como olvidados serán los habitantes de esa casa, sin nadie que los llore, porque nadie llora nunca por nadie sino por uno mismo, como si fuéramos ramas que no lloran savia por sus vástagos muertos sino por las ramas que eran cuando estos brotaron. Lloramos por nuestra nostalgia. Lloraríamos por una casa sin recuerdos que ya ni siquiera puede ofrecer hogar a una rata si no fuera porque ya no queda nadie para llorarla.

Flores, flores, leer a Mercè Rodoreda es aspirar el olor de las flores, escribí hace cinco años al hablar de su libro Veintidós cuentos. Flores, flores, vuelvo a oler esas flores tan indisolubles de la escritora catalana en su Espejo roto. Huelo el bosque. Su tierra húmeda. Su frescor. Su rocío. Su aroma de lluvia. Huelo la concentración dulzona de sus frutos maduros que embriaga tanto que marea. Huelo la putrefacción. La descomposición que en el infinito ciclo de la vida es un renacer, pero que para cada uno de sus seres individuales es sinónimo de muerte y vacío. Huelo el «olor insípido de flores de muerte que se marchitan sacrificadas a la nada».

«Allí había vivido gente. De la vanidad, del odio, de las briznas del amor, quedaba el polvo y un triste espectáculo de esplendor y de olvido».

El Parc de Monterols, en Sant Gervasi, Barcelona, ocupa actualmente el solar del jardín de todos los jardines de Mercè Rodoreda.
Fotografía de Eduard Maluquer bajo licencia CC BY-SA 2.0 DEED.





Ficha del libro:
Título: Espejo roto
Traductor: Pere Gimferrer
Editorial: Seix Barral
Año de publicación: 1989 (1974)
Nº de páginas: 352
ISBN: 84-322-3034-0




«El agua estaba fría y el vestido se le había levantado y la punta de las enaguas se le habían pegado al muslo: calados y ondas y flores. Les rodeaba el agua espesa, removida, sin cielo y sin hojas, y ellos estaban perdidos en medio de aquel mar de peces que saltan y de las ballenas que nadan despacio con el lomo fuera del mar que no tiene fondo, las ballenas que rocían con un soplo de su doble nariz porque hay ballenas que tienen muchas narices y nadan con el arpón clavado en la capa de grasa que cubre todo lo que tiene dentro... intestinos, hígado y corazón y todo lo que hay dentro de las personas, pero mayor, porque la ballena es la reina del mar más fuerte que una fragata con sus mástiles rotos y velas despedazadas y madera podrida; con todo lo que bulle por dentro, y los jugos de tantas cosas que van y vienen y la sangre que no es sangre del todo y hace latir el corazón que cuando corres demasiado te golpea las costillas, el agua roja que baña el hígado y una bolsa como la bolsa de las pinzas que las criadas se atan a la cintura para tender las sábanas lavadas con espuma de jabón...»





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Comentarios

  1. Leí este libro hace tantos años (1991) que, a pesar de tu reseña, no me suena nada. Si no lo tuviera apuntado en mi lista de pendientes no sabría si lo he leído. No sé, por supuesto, si la edición que leí tenía ese prólogo de la autora. Si no recuerdo la trama como para recordar el prólogo. Ni siquiera sé si lo tengo o me los prestaron. tengo que mirar bien.
    Me ha gustado mucho todo lo que cuentas sobre esa saga familiar que habita ese parque poco domesticado, más parque inglés que jardín francés. Puede que me anime con la relectura.
    Un beso.

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    1. Pues con más de treinta años desde que leíste esta novela, normal que no te acuerdes de ella. Por el año en que la leíste, pienso que incluso es muy probable que leyeras la misma edición 'viejuna' que yo rescaté de la biblio. Desconozco si en ediciones más recientes (si bien muy reciente que se diga creo que no hay ninguna) se ha mantenido el prólogo de Rodoreda. Podría ser, puesto que de las que sé pertenecen al mismo grupo editorial, pero no lo sé. En cualquier caso, con prólogo o sin prólogo, como lectura o como relectura, leer a Mercè Rodoreda siempre es una excelente opción. Yo llevaba tiempo con ganas de volver a ella y por fin me he animado a hacerle un hueco.
      Besos

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  2. Recuerdo con muchísimo agrado 'La plaça del Diamant'. Mercé Rodoreda es una escritora que sabe reflejar como nadie el interior del ser humano. Su niñez y los recuerdos desde el momento adulto es una de sus señas de identidad.
    Me ha encantado leer en tu reseña las referencias que haces a lo que la Rodoreda dice en el prólogo. Me quedo sobre todo con ese "Por escribir bien entiendo decir con la máxima simplicidad las cosas esenciales. No siempre se consigue". ¡Qué gran verdad y qué difícil es hacer que parezca fácil lo que en verdad ha sido difícil conseguir! Que una autora encumbrada dijera eso del arte de escribir es algo que me parece muy interesante.
    Tras leer tu reseña pienso que no sería mala idea volver a esta novelista importante en nuestra literatura.
    Un beso

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    Respuestas
    1. Por supuesto que es buena idea volver a disfrutar de las letras de Mercè Rodoreda. La plaza del diamente que mencionas fue precisamente el primer libro suyo que leí. Si mi reseña te ha servido como recordatorio de esta grandísma escritora, bien que me alegro. En cuanto al prólogo, he recurrido mucho a él en la reseña porque me ha gustado mucho, porque suele gustarme leer a escritores hablando del acto de escribir y el proceso de creación, pero, fundamentalmente, porque las cosas de él que señalo en la reseña me han venido muy bien para hablar de Rodoreda y de esta novela en concreto. Un prólogo maravilloso y más maravillosa aún es la novela que le sigue, que, obviamente, aunque haya hablado de ella en forma un tanto críptica por no destriparla, es lo mejor de este libro.
      Besos

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