El año del pensamiento mágico y Noches azules - Joan Didion

«En ciertas latitudes hay un lapso de tiempo, al acercarse el solsticio de verano y los días posteriores, unas semanas como mucho, en que los crepúsculos se vuelven largos y azules. Este periodo de las noches azules no tiene lugar en la California subtropical, donde yo viví durante gran parte del tiempo del que voy a hablar aquí y donde el final de la luz del día es brusco y queda perdido en el resplandor del sol poniente, pero sí que ocurre en Nueva York, que es donde vivo ahora. Se puede ver ya a finales de abril y principios de mayo, un cambio de estación, no es exactamente que afloje el frío —de hecho, el frío no afloja para nada— y sin embargo de repente el verano parece próximo, una posibilidad, una promesa incluso. Pasas por delante de una ventana, paseas hasta Central Park y te encuentras bañada en el color azul: la luz en sí es azul, y al cabo de una hora más o menos este azul se acentúa, se intensifica aun mientras se oscurece y se apaga y se aproxima finalmente al azul del cristal en un día despejado en Chartres, o al de la radiación de Cherenkov que emiten las varas de combustible de las piscinas de los reactores nucleares. Los franceses llaman a esta hora del día «l’heure bleue». Nosotros la llamamos «el crepúsculo». La misma palabra «crepúsculo» reverbera, despierta ecos —crepitación, crescendo, corpúsculo, crisálida—, lleva en sus consonantes las imágenes de persianas que se cierran, de jardines que se oscurecen, de ríos flanqueados de hierba que se deslizan entre las sombras. Durante las noches azules uno piensa que el día no se va a acabar nunca. A medida que las noches azules se acercan a su fin (y lo hacen, lo hacen siempre) uno experimenta un escalofrío literal, una visión de enfermedad, en el mismo momento de darse cuenta: la luz azul se está yendo, los días ya se están acortando, el verano se ha ido. Este libro se titula «Noches azules» porque en la época en que lo empecé a escribir sorprendí a mi mente volviéndose cada vez más hacia la enfermedad, hacia la muerte de las promesas, el acortamiento de los días, lo inevitable del apagamiento, la muerte de la luz. Las noches azules son lo contrario de la muerte de la luz, pero al mismo tiempo son su premonición».

«Recuerdo un pasaje de una novela que escribí a mediados de los años noventa, The Last Thing He Wanted:
Por supuesto, no nos hacían falta aquellas últimas seis notas para saber de qué trataban los sueños de Elena.
Los sueños de Elena trataban de morir.
Los sueños de Elena trataban de envejecer.
Aquí no hay nadie que no haya tenido (o no vaya a tener) los sueños de Elena.
Todos lo sabemos.
La cuestión es que Elena no lo sabía.
La cuestión es que Elena se mantenía distante principalmente de ella misma, una agente clandestina que había compartimentado con tanto éxito su operación que había perdido el acceso a sus propios cortacircuitos.
Me doy cuenta de que la situación de Elena es la mía».

La cuestión es que Joan Didion no lo sabía. La cuestión es que Joan Didion, «en algún nivel [...] ya había comprendido, porque era una persona que había nacido con miedo, que en la vida había cosas que [...] nunca tendría capacidad para controlar o dirigir». «Desde niña me habían enseñado», cuenta, «que, cada vez que surgían problemas, había que leer, aprender, resolver los interrogantes y acudir a la literatura especializada. La información era control». Comenta también —en este caso en la película documental El centro cederá dirigida en 2017 por su sobrino político Griffin Dunne— que las novelas también tratan de cosas que da miedo no poder gestionar; que una novela es como un aviso, si puedes resolverla bien puedes evitar que eso suceda (no entrecomillo porque son notas que he tomado a vuelapluma durante el visionado del documental y no estoy segura, pues, de su textualidad). Siempre he sabido —argumenta— que si examinas algo te aterra menos

La cuestión es que aquí no hay nadie que no haya tenido (o no vaya a tener) los sueños de Elena. La cuestión es que hay sueños (es que hay miedos) que, inevitablemente, en algún momento, más tarde o más temprano se harán (se hacen) realidad.

«La vida cambia deprisa.
La vida cambia en un instante.
Te sientas a cenar y la vida que conocías se acaba».

«A grandes rasgos.
Ahora, cuando me pongo a escribir esto, es el 4 de octubre de 2004 por la tarde.
Hace nueve meses y cinco días, sobre las nueve en punto de la noche del 30 de diciembre de 2003, mi marido, John Gregory Dunne, pareció experimentar (o experimentó), sentado a la mesa donde los dos nos disponíamos a cenar en la sala de estar de nuestro apartamento de Nueva York, un infarto masivo y repentino que le causó la muerte. Nuestra única hija, Quintana, llevaba cinco noches inconsciente en una unidad de cuidados intensivos de la División Singer del Centro Médico Beth Israel, un hospital que había por entonces en la avenida East End (cerró en agosto de 2004), conocido más habitualmente como «el Beth Israel Norte» o «el antiguo Doctors’ Hospital», donde lo que había parecido un simple caso de gripe estacional lo bastante grave como para hacerla ir a urgencias el día de Navidad por la mañana se había agravado espectacularmente hasta convertirse en neumonía y choque séptico. Este es mi intento de asimilar el período que vino a continuación: las semanas y después los meses que se llevaron por delante cualquier idea fija que yo pudiera tener de la muerte, de la enfermedad, de la probabilidad y de la suerte, tanto buena como mala; del matrimonio, los hijos y los recuerdos; del dolor y las formas en que la gente afronta y no afronta el hecho de que la vida se termina; de lo superficial que es la cordura, de la vida en sí misma».

Eso que se pone a escribir Joan Didion (que se puso, pues falleció el 23 de diciembre de 2021 a los ochenta y siete años de edad) el 4 de octubre de 2004 es El año del pensamiento mágico. El inicio de esta entrada, en cambio, pertenece a Noches azules. En concreto, se trata del primer capítulo íntegro de ese libro. Breve para ser un capítulo, cierto es. Extenso para constituir una cita, lo asumo. Pero me cuesta. Me cuesta cortar. Me cuesta escindir. Me cuesta mutilar. La prosa de Didion es una noche azul interminable de la que no quiero despertar. Una noche azul que me regala la belleza de esa luz mágica que me embelesa, pero también la alerta de esa persiana crepuscular cuya amenaza se cierne sobre mi orbe particular como si fuera la sombra del filo de una guillotina.

La vida cambia deprisa.
La vida cambia en un instante.
Te sientas a cenar y la vida que conocías se acaba.

Te metes en la ducha y la vida que conocías se acaba.
Te metes en la ducha y la vida que conocías podría haberse acabado.

Hay novelas que te preparan —pienso en ocasiones—, que, como escribí en mi reseña de la novela de Juan Tallón titulada Rewind, «te arrojan un peso ajeno para que, tal vez, si algún día te llega el propio, te resulte más liviano» porque, como pensaba Joan Didion, si examinas algo te aterra menos.

La cuestión es que soy una ingenua. La cuestión es que aquí no hay nadie a quien no se le hayan (no se le vayan a hacer) realidad los sueños (los miedos).

Leer, aprender, resolver los interrogantes y acudir a la literatura [...]. La información es control. O un espejismo que nos permite pensar que mantenemos la situación bajo control.

««¿Por qué siempre necesitas tener razón?», recuerdo que me decía John.
[...]
Él nunca entendió que en mi mente yo nunca tenía razón».

«Una vez, cuando todavía asistía a la Westlake School for Girls, Quintana me habló de lo que al parecer ella consideraba la distribución injusta de las malas noticias. En noveno curso había vuelto a casa de unas colonias en Yosemite para enterarse de que su tío Stephen se había suicidado. En undécimo curso se había despertado en casa de Susan a las seis y media de una mañana y se había enterado de que habían asesinado a Dominique.
—La mayoría de la gente a la que conozco en la Westlake ni siquiera conocen a nadie que haya muerto —dijo ella—, y desde que estoy aquí yo ya he tenido un asesinato y un suicidio en mi familia.
—Al final todo se compensa —dijo John, una respuesta que a mí me dejó perpleja (¿qué quería decir?, ¿no se le había ocurrido nada mejor?), pero que a ella pareció satisfacerla.
Varios años más tarde, después de que los padres de Susan murieran los dos con un año de diferencia, Susan me preguntó si me acordaba de que John le había dicho a Quintana que al final todo se compensaba. Yo le dije que sí que me acordaba.
—Pues tenía razón —dijo Susan—. Se ha compensado.
Recuerdo que me quedé escandalizada. A mí jamás se me había ocurrido que John hubiera querido decir que las malas noticias nos acababan alcanzando a todos por igual. O bien Susan o bien Quintana debían de haberlo entendido mal. Le expliqué a Susan que lo que John había querido decir era algo completamente distinto: había querido decir que la gente que recibe malas noticias acaba recibiendo las buenas que se merecen a cambio.
—Eso no es lo que quise decir, para nada —dijo John.
—Yo ya lo había entendido —dijo Susan.
¿Acaso yo no había entendido nada?»

Estás viviendo cosas que no te corresponden vivir a tu edad, me dijo hace años un médico. Y soy tan idiota que pienso que por haber pasado unos años malos me he merecido los últimos más tranquilos. Y soy tan idiota que creo que he conjurado el inevitable destino que nos espera a todos, que estoy exenta de él, que, si hay justicia divina, tendré una apacible vejez (cuando ni siquiera tengo asegurado el hecho de llegar a la vejez).

Acaso la cuestión es que yo tampoco he entendido nada.

La segunda cita de esta entrada, la que sigue inmediatamente a la de las noches azules, es decir, la de Elena, pertenece, en cambio, a El año del pensamiento mágico. Fijaos en la natural transición que se obra al leer las dos seguidas, en lo bien que ligan, que hilvanan. Entended, pues, lo indisolubles que son para mí estas dos lecturas; la, en realidad, única lectura que supone para mí la fusión de las dos. Dos libros con un fuerte componente memorialístico. Dos libros que no renuncian a cierta vertiente ensayística: Joan Didion, que reflexiona y ordena sus ideas; Joan Didion, a la que desde niña le habían dicho que, cada vez que surgían problemas, había que leer, aprender, resolver los interrogantes y acudir a la literatura especializada, que la información era control; Joan Didion, que se aferra a la ilusión de mantener el control, como si así pudiese evitar que se desmoronase lo que ya se había desmoronado, como si así pudiese impedir que se desmoronara lo que se estaba desmoronando ante sus ojos.

La cuestión es que hay que desmoronarse para entender algo.
La cuestión es que Elena no lo sabía. La cuestión es que Elena tenía que desmoronarse para saber.
Me doy cuenta de que la situación de Elena es la mía.

«El dolor por la pérdida de un ser querido resulta ser una situación que nadie conoce hasta que llega a ella. Nos imaginamos (sabemos) que alguien cercano a nosotros podría morir, pero no nos planteamos más que los pocos días o semanas inmediatamente posteriores a esa muerte imaginada. Y hasta malinterpretamos la naturaleza de esos pocos días o semanas. Si la muerte es repentina, podemos suponer que nos quedaremos en shock. Pero no nos esperamos que ese shock sea aniquilador, que nos trastorne tanto el cuerpo como la mente. Podemos suponer que nos quedaremos postrados, inconsolables, enloquecidos por la pérdida. Pero no esperamos enloquecer literalmente, convertirnos en «mujeres muy fuertes» que están convencidas de que su marido va a regresar y le van a hacer falta sus zapatos. En la versión del dolor por la pérdida de un ser querido que nos imaginamos, el modelo es la «curación». En ella siempre prevalece cierto progreso. Los peores días serán los primeros. Nos imaginamos que el momento que nos supondrá la prueba más dura será el funeral y que después vendrá esa hipotética curación. Cuando nos imaginamos el funeral, nos preguntamos si acaso conseguiremos «superarlo», si estaremos a la altura de la situación, si mostraremos esa «fortaleza» que invariablemente se menciona como la reacción correcta a la muerte. Suponemos que tendremos que echarle agallas a ese momento: ¿seré capaz de saludar a la gente, seré capaz de salir de escena, seré capaz siquiera de vestirme ese día? No tenemos forma de saber que el problema no será ese. No tenemos forma de saber que el funeral en sí será anodino, una especie de regresión narcótica en la cual nos veremos envueltos en el cariño de los demás y en la gravedad y el sentido de la ocasión. Ni tampoco podemos conocer por anticipado (y aquí reside la diferencia esencial entre el dolor por la muerte de un ser querido tal como nos lo imaginamos y tal como es en realidad) la ausencia interminable que vendrá después, el vacío, que es justamente lo contrario del sentido, la sucesión implacable de momentos durante los cuales afrontaremos la experiencia del sinsentido mismo».

El sinsentido mismo que experimenta Joan Didion durante el año que sigue a la muerte de su marido es ese pensamiento mágico de que este puede regresar en cualquier momento. Es ese no ser capaz de desprenderse de sus zapatos porque, si John vuelve, los va a necesitar. Ella, que asistió como protagonista al Te sientas a cenar y la vida que conocías se acaba. Ella, que llamó a emergencias. Ella, que en el hospital se escuchó diciéndole al médico: «Ha muerto, ¿verdad?» Ella, que autorizó la autopsia sin parpadear. Ella, «la mujer fuerte».

La vida cambia deprisa.
La vida cambia en un instante.
Te enjuagas la boca tras cepillarte los dientes y la vida que conocías podría haberse acabado.

Me sorprende la frialdad con la que reacciono a ciertas situaciones como algunas que he vivido en los últimos tiempos y que afortunadamente se han quedado en inocuos sustos de los que poder reírse y hacer bromas. Como si la risa y la broma fuesen otro modo de tenerlo todo bajo control. Como si la risa y la broma actuaran como conjuros que convirtieran en inocuo lo que podría ser aviso, alerta, premonición.

«Los supervivientes miran hacia atrás y ven presagios, mensajes que se perdieron».

«Me acuerdo de que John y yo adoptamos puntos de vista distintos sobre lo que había sucedido en 1987. Tal como lo veía él, le habían dictado una sentencia de muerte, que permanecía temporalmente suspendida. Después de la angioplastia de 1987, a menudo me decía que ya sabía cómo iba a morir. Tal como lo veía yo, el episodio se había producido en un momento providencial, la intervención había sido un éxito, el problema se había resuelto y el mecanismo se había arreglado. No tienes más idea de cómo te vas a morir que yo o cualquiera, recuerdo que le dije. Ahora me doy cuenta de que la perspectiva más realista era la de él».

Me asusta mi frialdad.
Yo, la mujer fuerte.
Y una mierda.

Shoes, fotografía de Robert Sheie bajo licencia CC BY 2.0 DEED

Joan Didion y John Gregory Dunne estuvieron casados durante casi cuarenta años. Como escritores que eran, trabajaban en casa. Formaban un matrimonio que, en cierto modo me recuerda al que Joyce Carol Oates me deja entrever en su duelo particular que relata en Memorias de una viuda. Joan y John, pues, pasaban prácticamente veinticuatro horas al día juntos. Escribieron conjuntamente guiones de cine. No hay artículo, crónica periodística ni novela que Joan escribiera sin que se la diera a leer a John. Joan «no podía contar las veces durante un día normal y corriente en que surgía algo que [...] necesitaba contarle a John. Y este impulso no acabó con su muerte. Lo que terminó fue toda posibilidad de respuesta». Me gusta la imagen que me regala Didion de ese matrimonio que solía ir a pasear a primera hora de la mañana por Central Park. «No siempre juntos, porque nos gustaban rutas distintas, pero teníamos en mente la ruta del otro y volvíamos a cruzarnos antes de salir del parque». Y por supuesto que no soy tan ingenua como para creer que el formado por Didion y Dunne fuera un matrimonio idílico o perfecto, pues no creo que eso exista, pero no se me ocurre mejor definición para un matrimonio —entendiéndose uno de larga duración; de los de toda la vida, si se quiere— que el que me ofrece la autora al decir que «el matrimonio es memoria y el matrimonio es tiempo».

El 30 de diciembre de 2003 la memoria y el tiempo de Joan Didion se fueron por el sumidero. El pensamiento mágico que durante un año sucede a ese irrevocable hecho es una desesperada entelequia, un estéril intento por taponar el contenedor de esa memoria y ese tiempo.

El 30 de diciembre de 2003 Quintana Roo Dunne, hija de Joan Didion y John Dunne, yace inconsciente en una cama de la unidad de cuidados intensivos del Centro Médico Beth Israel. 

«¿Cómo se convierte una «gripe» en una infección que afecta al cuerpo entero?»

«¿Cómo ha podido pasar esto cuando todo era normal?»

Cabría preguntarse qué es lo que entendemos por normal. Cabría atreverse a admitir que consideramos anormal lo que creemos que está destinado a los otros y que a nosotros no nos va a tocar (asumiendo la dual acepción tanto física como fortuita del verbo tocar). Pero aquí no hay nadie a quien los sueños (los miedos) no se le hayan (no se le vayan a hacer) realidad.

«Te sientas a cenar y la vida que conocías se acaba.
En un abrir y cerrar de ojos.
O en unos ojos que ya no se abren».

Leer, aprender, resolver los interrogantes y acudir a la literatura especializada. La información es control. 

En una de esas lecturas especializadas Didion lee que una de las situaciones en las que puede darse un duelo con complicaciones o patológico «es aquella en que el proceso del duelo es interrumpido por «factores circunstanciales», como por ejemplo «la postergación del funeral» o bien «una enfermedad o una segunda muerte en la familia»».

«John había puesto un tornado en su novela Nothing Lost. Yo me acordé de que había leído las últimas galeradas en la habitación de Quintana en el Presbyterian y había llorado al llegar al pasaje del tornado. Los protagonistas, J. J. McClure y Teresa Kean, ven el tornado «muy a lo lejos, negro primero y después lechoso al darle el sol, moviéndose como una enorme serpiente vertical y reticulada». J. J. le dice a Teresa que no se preocupe, que aquella zona ya había sufrido un tornado, y que los tornados nunca pasan dos veces por el mismo sitio.
Por fin el tornado perdió fuerza sin causar incidentes nada más cruzar la frontera de Wyoming. Aquella noche en el Step Right Inn, en el cruce entre Higginson y Higgins, Teresa le preguntó si era verdad que los tornados nunca pasaban dos veces por el mismo sitio. «Pues no lo sé —dijo J. J.—. Me ha parecido lógico. Igual que los relámpagos. Y tú estabas preocupada. No quería verte preocupada». Era lo más parecido a una declaración de amor que J. J. era capaz de hacer».

Escucho a Joan Didion en El centro cederá decir de John que estaba entre el mundo y ella, que era su deflector.

¿Cómo se sobrelleva tal sucesión de tornados? ¿Cómo se sobrevive a dos tornados superpuestos de tal magnitud como los que pasaron por Joan Didion?

«Únicamente los supervivientes de una muerte se quedan solos de verdad». Territorios devastados por tornados.

La muerte no le sucede a quien muere. La muerte acontece para el que se queda.

La estancia de Quintana en el Beth Israel a finales de 2003 y principios de 2004 fue «la primera de una cascada de crisis médicas que terminaría con su muerte veinte meses más tarde. Veinte meses durante los cuales ella tal vez solo tuvo fuerzas suficientes para caminar por sí misma durante un mes en total».

Quintana muere en 2005. La editora de Didion comenta en El centro cederá que cuando la escritora le entrega El año del pensamiento mágico Quintana ya había muerto. Nada, sin embargo, se dice en ese libro de su muerte.

¿Cómo se sobrevive a la muerte de un hijo?

Christian Louboutin wedding shoes, fotografía de Photos by Lanty bajo licencia CC BY 2.0 DEED

Nada cuenta Joan Didion de la muerte de Quintana en El año del pensamiento mágico. Sí que habla en él bastante de ella, así como de sus estancias hospitalarias. Tal vez, aunque aún no hubiera dado el libro a leer a su editora, para cuando falleció su hija ya lo hubiera terminado. No lo sé. Lo desconozco. Lo que sí sé es que transcurren cinco años entre la muerte de Quintana y la redacción de Noches azules, y, sin embargo, tampoco en ese libro parece que Didion hable (o al menos directamente, o tan directamente como lo hace de la muerte de John) de su muerte. El año del pensamiento mágico, escrito en el año que siguió a la muerte del marido, se centra más en el duelo; Noches azules, en la maternidad, la rememoración de la Quintana niña y la asunción del envejecimiento. Y, sin embargo y como ya he dicho, ambos comparten cadencia, ambos son afluentes uno del otro.

¿Cómo se sobrevive a la muerte de un hijo?

Como no soy madre, estoy exonerada de verme en la tesitura de tener que responder a esa pregunta. No la temo y, por lo tanto, no la sueño.

No he vivido nunca un duelo. No, al menos, como el que (como los que) vivió Didion. He perdido abuelos. He perdido abuelas. He perdido un perro con una muerte que, además, me pareció cruel e injusta (habrá quien no entienda que saque aquí a colación un perro, pero me da igual). He «pasado por el dolor, pero no por el duelo. El dolor era algo pasivo. El dolor era algo que te pasaba. Pero el duelo, el acto de lidiar con el dolor, requería atención».

No he lidiado aún con el duelo, pero bien sé ya que aquí no hay nadie que no haya tenido (o no vaya a tener) los sueños de Elena. Aunque de algunos sueños (de algunos miedos) algunos nos libramos.

«En cuanto nació ella, ya nunca dejé de tener miedo».

Joan Didion, la mujer fuerte, dixit.

«Ella, o por lo menos eso había imaginado yo, pertenecía a nuestra vida «privada». También me había imaginado que nuestra vida «privada» era algo aparte, dulce y sin contaminar».

Quintana Roo fue ese bebé precioso que Joan Didion y John Dunne fueron a recoger el 3 de marzo de 1966 al Saint John’s Hospital de Santa Mónica. Quintana Roo fue esa hermosa niña que nos mira cariacontecida desde la imagen de cubierta de Noches azules. Miradla. Parece adorable. Dan ganas de llevársela a casa. Una niñita perfecta para una vida de ensueño. La de los Dunne a muchos podría parecerles una vida de cine. De hotel en hotel y de proyecto en proyecto con su niñita perfecta. Parientes y amigos que eran personalidades dentro del mundo del cine que se dejaban caer por las diferentes casas que habitaron. Más bebidas alcohólicas de lo aconsejable, según recuerda a posteriori Didion en estos libros, aunque por entonces no fuera consciente de que «todos bebíamos más de la cuenta». Alguna fiesta que, como cuenta en El centro cederá, se desmandó. La criada hispana que solo hablaba español. Los dos vestidos de bautizo de Quintana y los sesenta vestidos que la preciosa bebita que era recibió de amigos y familiares como regalo de bienvenida. Esa infancia privilegiada y tan poco normal que se podría pensar tuvo Quintana.

«Lo de «privilegiada» ya es harina de otro costal.
Lo de «privilegiada» es un juicio.
Lo de «privilegiada» es una opinión.
Lo de «privilegiada» es una acusación».

«Tampoco voy a entrar en el tema de si tuvo una infancia «normal», aunque no estoy completamente segura de que alguien la tenga».

Escucho sobre aquellos años en El centro cederá a una Joan Didion confesando sentirse radicalmente separada de la mayoría de ideas que parecían interesar a otras personas, diciendo que ha perdido la poca fe en el contrato social. Sé por esa misma película documental sobre su vida de la Didion periodista que escribió un vanagloriado ensayo sobre los hippies, de la que viajó convencida a un El Salvador en guerra, de la que escribió un reputado artículo sobre el mismo caso en el que se basa la magnífica miniserie Así nos ven (también, al igual que El centro cederá, disponible en Netflix).

Quintana Roo fue esa preciosa niña que escribió un poema escolar titulado El mundo que comienza así: «En el mundo / no hay más / que mañana / y noche / no hay / día ni almuerzo / o sea que este mundo / es pobre y desértido». La misma que también de niña escribió en Malibú otro poema sobre los vientos de Santa Ana que una de sus primas leerá en su funeral y que reza de esta manera: «Los jardines han muerto / Nadie da de comer a los animales / Las flores no huelen / El pozo está seco / Las carreras de la gente se hunden / El cerebro se revuelve en el cráneo / La gente balbucea mientras las hojas crujen / Las cenizas vuelan». Esa en la que su madre observará años más tarde en su rostro, al contemplar fotografías antiguas, «las asombrosas profundidades y bajíos de sus expresiones, sus vertiginosos cambios de estado de ánimo».

«¿Cómo pude no ver algo que estaba allí tan claramente?»

«No conozco a muchas personas que crean haber sido buenos padres».

Joan Didion en 1970, fotografía de Kathleen Ballard para Los Angeles Times bajo licencia CC BY 4.0 DEED

«Hoy me encuentro a mí misma hojeando por primera vez un diario que ella escribió en primavera de 1984, un ejercicio para la clase de lengua y literatura de su último curso en la Westlake School for Girls. «He tenido una revelación emocionante mientras estudiaba un poema de Keats —empieza un volumen del diario, en una página con fecha del 7 de marzo de 1984, la entrada número 117 desde que empezó a escribir su diario en septiembre de 1983—. En el poema “Endimión” hay un verso que parece referir el miedo que le tengo actualmente a la vida: “Adentrarse en la nada”.»
La entrada del 7 de marzo de 1984 sigue con un análisis de Jean-Paul Sartre y Martin Heidegger y sus respectivas nociones del abismo, pero yo dejo de seguir el argumento: de forma automática, sin pensarlo, atrozmente, como si ella todavía estuviera asistiendo a la Westlake School y me hubiera pedido que le echara un vistazo a su ejercicio, se lo estoy corrigiendo».

Pienso en la primera historia que escribió Joan Didion siendo aún una niña. Lo hizo en un cuaderno que le regaló su madre. Lo cuenta casi al principio de El centro cederá. Es la historia de una mujer que cree congelarse en el hielo pero se despierta en un desierto y muere a causa del calor.

Pienso en John Gregory Dunne leyendo y corrigiendo la primera columna que escribió su esposa para la revista Life —como durante cuarenta años leyó y corrigió todo lo que ella escribió—. Era un texto de presentación para los lectores de esa publicación. «Por entonces me parecieron ochocientas palabras perfectamente anodinas y del género encargado, y sin embargo al final del segundo párrafo había una línea tan fuera de lugar en el típico modo de presentarse a uno mismo en Life que perfectamente podría haber sido fruto de una abducción extraterrestre: «En lugar de pedir el divorcio estamos en esta isla en medio del Pacífico». Pienso en esa frase fuera de lugar dentro de ese anodino texto. En John en Nueva York —a donde la pareja fue al cabo de una semana— siendo por muchos interpelado con un ««¿Tú sabías que estaba escribiendo eso?» ¿Si sabía él que yo estaba escribiendo aquello? Él lo había corregido. Él se había llevado a Quintana al zoo de Honolulú para que yo pudiera reescribirlo. Él me había llevado en coche a la oficina que tenía la Western Union en el centro de Honolulú para que lo pudiera mandar. En la oficina de la Western Union él había escrito SALUDOS, DIDION al final del texto. Era lo que se escribía siempre al final de los telegramas, me dijo. ¿Por qué?, le pregunté yo. Pues porque sí, me dijo él».

«Así manteníamos nuestra vida «privada» separada de nuestra vida «profesional»».

Joan Didion afirma ser una persona que había nacido con miedo. Quintana, desde que tuvo uso de razón, sintió cerniéndose sobre ella la afilada sombra del abandono. 

«La adopción, tal como yo iba a descubrir, aunque no de inmediato, es algo que cuesta de gestionar bien.
En tanto que concepto, incluso la que por entonces era la explicación más ampliamente aprobada suponía una mala noticia: si alguien te «elegía», ¿qué significaba eso para ti?
¿Acaso no significaba que estabas disponible para ser elegido?
¿Acaso no significaba, a fin de cuentas, que en el mundo solo había dos personas?
¿La que te «elegía»?
¿Y la que no?»

La vejez, la fragilidad, la dependencia, la asunción de la inseguridad que provoca un cuerpo traidor es algo que cuesta de gestionar bien. De eso también habla Joan Didion en estos dos libros.

Los sueños de Elena trataban de morir.
Los sueños de Elena trataban de envejecer.
La cuestión es que Elena no lo sabía.

La cuestión es que Joan Didion ya lo sabe.
La cuestión es que los sueños están aquí y ya no hay transición que valga entre el sueño y la vigilia.

Contemplo a Joan Didion en El centro cederá. Observo la extrema delgadez de un cuerpo que, como la crepitación que reverbera del crepúsculo que son esas noches azules preludio de muerte y oscuridad, como la representación de esa imagen de persianas que caen y se cierran, parece a punto de quebrarse. La danza incoreógrafa (perdón por la invención del palabrejo) que orquestan sus brazos me embelesa. Hay una expresividad inaudita, teniendo en cuenta la llamativa por menuda osamenta de la que esta se desprende, que inunda la pantalla y que me rapta. Detecto, además, picardía en su mirada. Aún la veo. Pienso en Joan Didion y veo a una mujer joven y bella con cierta áurea de melancolía. Pienso en Joan Didion y veo a una mujer vieja de ojos pícaros. Y me cuesta asumir que ya no está. Me cuesta asumir que ya no es.

Desde niña me habían enseñado que, cada vez que surgían problemas, había que leer, aprender, resolver los interrogantes y acudir a la literatura especializada. La información era control.

No es a la literatura especializada a la que acude Didion en primer lugar cuando muere su marido. Si recurre a ella es porque apenas encuentra literatura sin especializar al respecto. «Teniendo en cuenta que el dolor por la muerte de un ser querido sigue siendo la más general de las aflicciones [(que aquí no hay nadie que no haya tenido (o no vaya a tener) los sueños de Elena)], me sorprendió encontrar tan poca literatura al respecto», comenta. Ahora, además de esa poca literatura que menciona, la tenemos a ella, a Joan Didion. Y, adelantándome a lo que podáis objetar aquellos de vosotros que no gustéis de lecturas de esas que sospecháis os pueden doler, añado que hay escritora más allá de la Joan Didion temerosa y doliente. Lo comprobé con Río revuelto y pienso seguir reafirmándolo con otros libros suyos que quiero leer, uno de tantos infinitos planes lectores que hago con la osadía y la falsa sensación de seguridad de quien aún siente lejana la cuestión de los sueños de Elena.

«El tiempo pasa.
¿Es posible que yo jamás me lo hubiera creído?
¿Acaso me creía que las noches azules podían durar para siempre?»

«Sigo creyendo que las emergencias les suceden a los demás.
Digo que lo sigo creyendo, pero sé que no es verdad».

«Conozco la fragilidad y conozco el miedo».

Noche azul sobre el Cantábrico, fotograma de vídeo propio grabado en 2021 desde el paseo de la playa de San Lorenzo de Gijón 





Ficha de los libros:
Autora: Joan Didion
Traductor: Javier Calvo Perales
Editorial: Literatura Random House
Año de publicación: 2015 (2005) / 2019 (2011)
Nº de páginas: 192 / 160
ISBN: 978-84-397-2907-5 / 978-84-397-2633-3
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Comentarios

  1. Veo que los libros y el documental te han causado sensaciones muy próximas a las mías. Veo a Joan Didion en El centro cederá y su fragilidad física me conmueve en contrate con su fortaleza mental; sus manos aleteando como gaviotas, su sonrisa (por favor, ¿cómo puede aún sonreír?), me da fuerzas, pero no puedo dejar de pensar en todo el sufrimiento que acumula.
    Entiendo (yo sí soy madre) que tener un hijo es empezar a tener su pérdida; entiendo (yo tengo gato) que traigas aquí la muerte de un perro porque puede ser más dolorosa que otras muertes más en su momento, más debidas a las leyes de la vida. Yo conozco el duelo. Recientemente he perdido a mi madre y, aunque la edad era la adecuada, el dolor arrasa. No es lo mismo que perder a los abuelos, también he perdido varios. Los padres duelen más, los amigos duelen lo indecible cuando son jóvenes. No quiero imaginar lo que es la pérdida de un hijo. No creo que yo pudiera seguir después de eso. La pérdida de la pareja nos deja solos ante el peligro de seguir vivos. Y veo a Joan Didion en el documental y veo que siguió viviendo y trabajando y me alucina su fuerza.
    Me alegro muchísimo de lo muchísimo que se ve que te han gustado los libros y el documental.
    Un beso.

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    1. Tener un hijo es empezar a temer su pérdida. Eso quería decir.

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    2. La de Joan Didion en El centro cederá es una imagen que impresiona por el contraste entre el físico y la vitalidad de su persona. Tal parece que tanta vida que alberga dentro ese cuerpo tan menudo y frágil es la que amenaza con quebrarlo. La capacidad y el instinto de supervivencia del ser humano a veces pueden resultar insólitos. Cuesta pensar en cómo se puede sobrevivir a dos pérdidas tan significativas y tan seguidas como las que sufrió Joan Didion incluso sin casi haberse podido recuperar de una para afrontar la otra y siendo además esa otra la de su única hija.
      Efectivamente, me han gustado muchísimo estos dos libros, tanto por lo bien que escribe Joan Didion como porque son lecturas que pienso que, de algún modo u otro, a todos nos tocan porque ninguno nos libramos o nos libraremos de esos sueños de Elena, pues son parte de la vida. El documental me ha supuesto un complemento muy enriquecedor que también he disfrutado mucho.
      Lamento muchísimo la pérdida de tu madre, Rosa. Te mando un fuerte y largo abrazo.

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    3. Muchas gracias, Lorena. Voy recuperando un poco la normalidad, pero cuesta... Otro beso.

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  2. ¡Hola Lorena!
    me encanta saber de la vida y obra de escritores que tal vez nunca lea (aunque no se puede decir nunca a nada, eso lo tengo claro) y de Didion todo lo que sé es por ti y tus reseñas.
    La verdad es que me doy cuenta de que a esta mujer le han pasado cosas horribles en la vida, y lo de perder un hijo..., pues tremendo debe ser
    Me alegra que hayas vuelto a disfrutarla
    Besos

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    1. Pues sí, he vuelto a disfrutar mucho de Joan Didion y además he tenido con estos dos libros la oportunidad de conocerla mejor como persona y como escritora.
      Qué cierto eso de que no se puede decir que de este agua no beberemos. No es menos cierto que ya que no se puede leer todo (nos apetezca más o menos), no deja de ser enriquecedor conocer libros y escritores a través de las miradas de otros.
      Besos

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    2. Son dos libros que tengo pendiente pero son de esos que dejo esperando porque sé que me van a dejar tocada, porque me van a doler. Tremenda la fortaleza de esta mujer para seguir adelante. No sabía del documental. Tendré que verlo también.
      Besotes!!!

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    3. Por muchas de las cosas que se cuentan en estos libros todos tenemos que pasar en alguna ocasión. Es lógico que su lectura nos toque de alguna manera.
      Yo hace años que sé del documental, pero quise esperar a leer estos libros para verlo. Y creo que ha sido una buena decisión, pues las lecturas enriquecen la película y viceversa.
      Besos

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  3. Hola, Lorena. Al fin puedo volver a leeros después de alguna ausencia. Este título supuso para mi, como bien sabes, una lectura emotiva y profunda. No es algo que se pueda leer sin comprometerse; sin entender que el dolor, presente de una forma brutal por lo inesperada, desgarra a cualquiera que sufre una pérdida semejante.
    En tus líneas, encuentro ciertos ecos tanto de su autora, como de mi mismo.
    No he visto documental ni nada; me apego a la experiencia lectora. Pero no dudo de que las imágenes deben ser harto elocuentes.
    Recibe mis más sinceros deseos de un 2024, pleno de buenas lecturas -y de salud, que sin eso no hay nada!-.
    Un fuerte abrazo.

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    1. Ciertamente, sin salud (aunque muchas veces solo nos acordamos de ella cuando falta), no hay nada. Yo cada vez la valoro más. Será que voy sumando años y viendo más cercanos los sueños de Elena a los que Joan Didion hace referencia. Una autora magnífica y unos libros que desprenden vulnerabilidad por los cuatro costados.
      Otro abrazo para ti, Marcelo.

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