El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde - Robert Louis Stevenson

«No es fácil describirlo. Hay algo raro en su apariencia, algo desagradable, algo directamente detestable. Nunca he visto un hombre que me pareciera tan repulsivo, y al mismo tiempo, no sé por qué. Debe de tener alguna deformidad. Da la sensación de que tiene alguna deformidad, pero no sabría decir cuál. Tiene un aspecto muy extraño y al mismo tiempo en realidad no puedo señalar nada que se salga de lo normal. No, señor. No veo por dónde cogerlo. No puedo describirlo. Y no es por falta de memoria, pues te aseguro que ahora mismo lo estoy viendo».

Así le describe el señor Enfield a su buen amigo el abogado Utterson, además de narrador de la historia que os traigo hoy, al señor Hyde. Es más, el perturbado caballero añade lo siguiente a su descripción: «Tiene que haber algo más [...]. Hay algo más, pero no soy capaz de nombrarlo». La misma sensación se aloja en el bueno del señor Utterson, así como en todos aquellos otros que con tal execrable individuo se cruzan, cuando tenga la oportunidad de conocer a Edward Hyde. El mismo Hyde no es ajeno a ese malestar e incertidumbre que va provocando a su paso.

«He observado que, cuando cobraba la apariencia de Edward Hyde, nadie era capaz de acercarse a mí al principio sin experimentar un visible escalofrío. Esto, supongo, ocurría porque todos los seres humanos con los que nos cruzamos son una mezcla de bien y mal, mientras que Edward Hyde, único en su especie, era pura maldad».

O quizá debería de haber dicho que el propio doctor Jekyll no es ajeno a la aversión que produce Edward Hyde entre sus conciudadanos. Pero bien sabido es que ambos son la misma persona, motivo por el cual y dado que, como bien apunta Robert Mighall en el último de los dos apéndices a El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde de la edición que he leído, «tal vez la principal influencia del relato de Stevenson sea el modo en que Jekyll y Hyde son un concepto, además de una obra de ficción, y cómo pasaron a formar parte de la leyenda popular», me tomo la libertad de hacer un spoiler de los gordos y desvelar así el misterio que Robert Louis Stevenson regaló a sus coetáneos, pero que a los lectores actuales, debido a esa vida independiente al papel, las pantallas o los escenarios de su dual protagonista, nos ha sido negado.

Igualmente, es buena cosa conocer el origen y el germen de conceptos tan indisolubles de nuestra cultura común. Así como fue para mí una maravilla leer Lo que el viento se llevó y toda una grata sorpresa descubrir Frankenstein o el moderno Prometeo, también la lectura que nos ocupa me ha resultado enriquecedora. Cierto es que en este caso me ha faltado esa tensión resolutiva a lo largo de la narración que ya no se puede disfrutar, pero al lector contemporáneo aún le queda como acicate la excelsa prosa de Robert Louis Stevenson en una novela corta con sabor a relato largo que en estilo narrativo tanto me ha recordado a la del Nathaniel Hawthorne de Wakefield o la del Herman Melville de Bartleby, el escribiente. Le queda ese maravilloso capítulo final que no tiene desperdicio con la declaración completa de Henry Jekyll. Le queda —si elige para acercarse al origen de este mito popular la misma edición de Alba que he escogido yo— esos dos regalazos que son los dos apéndices de este libro.

El primero de esos apéndices es un artículo del propio Stevenson. Se incluye en la edición porque el autor comenta en él cómo surgió la idea de escribir la historia de Jekyll y Hyde, algo que, por otra parte, no deja de ser una mera anécdota en dicho artículo. Lo interesante de ese texto es la visión de la cualidad dual del escritor a través de lo que Stevenson da en llamar sus duendecillos o genios, los cuales sueñan para él historias y son coautores de sus narraciones. Lo maravilloso es esa estructura casi de cajas chinas en cuyo interior el autor me deja una de esas historias que sus geniecillos imaginan por él. Es realmente extraordinario cómo está contada esa historia. Me encantaría saber si tiene continuación, si el escritor escocés llegó a publicarla, si está traducida al español y donde podría encontrarla, … pero me temo que me voy a quedar con las dudas y las ganas. Aprovecho para recordar que del autor había leído ya a finales del año pasado un cuento titulado Markheim, en el que ya queda patente el interés por la dualidad entre el bien y el mal de su autor. En la reseña del volumen Cuentos de Navidad —también de la editorial Alba— lo incluí entre mis siete imprescindibles de los treinta y ocho cuentos que componen esa selección. Me da que más allá de títulos señera del imaginario colectivo y de la literatura universal como pueden ser el que nos ocupa o, por ejemplo, La isla del tesoro, hay mucho Robert Louis Stevenson aún por descubrir. 

El segundo apéndice corre a cargo, como ya os he comentado, de Robert Mighall y constituye en sus propias palabras «un breve ensayo sobre los textos psiquiátricos, criminológicos y sexológicos del final del período victoriano, pensados para que el lector moderno pueda comprender las especulaciones «psicológicas» de Stevenson en su marco histórico, para lo cual se ofrecerán amplias anotaciones a los pasajes más relevantes del texto. Confío en que los lectores encuentren estas notas, además de útiles para iluminar el relato de Stevenson, de interés histórico por sí mismas». Puede confiar el señor Mighall en que la lectora que aquí escribe ha encontrado sus aportes sumamente interesantes por sí mismos, así como que considera que los mismos han contribuido a enriquecer una lectura ya de por sí con mucho contenido en cuanto a puntos de reflexión se refiere.

«Cada día, y con ambas partes de mi inteligencia, la moral y la intelectual, me fui así acercando progresivamente a esa verdad cuyo descubrimiento parcial me ha condenado a este terrible naufragio: el de saber que el hombre en realidad no es uno sino dos. Digo dos porque mis conocimientos no han llegado más allá de ese punto. Otros vendrán después, otros que me superarán en las mismas experiencias, y me aventuro a afirmar que el ser humano será en última instancia conocido por la pluralidad de personalidades incongruentes e independientes que en él habitan».

Ilustración de Charles Raymond Macauley para la edición de
New York Scott-Thaw de 1904 de The strange case of Dr. Jekyll and Mr. Hyde.

Trabajo en dominio público. Fuente: Internet Archive.

Sin ir más lejos —y como hace escasos meses os comentaba— en 1928, cuarenta y dos años después de la publicación original de El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde, Virginia Woolf hacía alusión a la variación de yoes que cohabitaban en su queridísima Vita Sackville-West reconvertida para la ficción en Orlando. Todos, según el contexto público, privado, íntimo, personal o profesional en el que nos desenvolvamos en un momento dado, según ante qué persona nos encontremos y el sustrato de la relación que se haya establecido con ella mostramos diferentes caras que aparentemente pueden resultar incongruentes e independientes. Afortunadamente, a la mayoría de nosotros ninguna de nuestras 'personalidades' nos lleva a cometer ningún acto criminal. No así ocurre con Edward Hyde, esa cara oculta de Henry Jekyll cuya siniestra morada no da sino a la entrada trasera de la casa del respetado doctor.

Bien está que Stevenson nos relate el crimen que perpetra el señor Hyde porque hasta entonces su maldad está descrita de forma un tanto ambigua. Cabe pensar por lo tanto que en el tiempo actual quizás podríamos ser más indulgentes con el comportamiento del señor Hyde de lo que se era en la época de su creador. Al hilo de esto es muy interesante lo que nos cuenta Robert Mighall en su citado apéndice acerca del concepto de demencia moral que «se utilizó para «patologizar» conductas excéntricas o no aceptadas». Respecto a Hyde, leo en dicho apéndice que «lo que hace de él un caso de estudio es también su compulsión de actuar de una manera contraria a su identidad de clase» y más cercana a alguien que perteneciera a los bajos fondos y no a un respetable caballero como era el doctor Jekyll, el cual es un ser torturado que nada entre las dos aguas que son la autoexigencia de cumplir con lo que se espera de un hombre de su posición y las llamemos bajas pulsiones que desde bien joven le perturban.

«Fue por tanto la exigente naturaleza de mis aspiraciones, más que una particular degradación de mis defectos, lo que me llevó a ser lo que era y lo que abrió dentro de mí una brecha más honda que en la mayoría de los hombres, entre las provincias del bien y el mal que dividen y conforman la naturaleza dual del ser humano. Todo ello me llevó a la inveterada costumbre de reflexionar profundamente sobre esa dura ley de la vida que se encuentra en la raíz de la religión y constituye una de las principales fuentes de angustia. Pese a mi profunda dualidad, yo no era en absoluto un hipócrita. Ambas partes de mi ser eran igualmente sinceras. Igual de yo era cuando, ajeno a toda limitación, me zambullía en la vergüenza, como cuando a la vista de todos me esforzaba en ampliar mis conocimientos o aliviar la tristeza y el sufrimiento».

«No pienses que la persona tiene tanta fuerza como para llevar cualquier tipo de vida y continuar con ella. Hasta cortar los propios defectos puede ser peligroso —nunca se sabe cuál es el defecto que sustenta nuestro equilibrio interno—». Así reza una cita de Clarice Lispector, esa indescifrable descifradora de las máscaras que todos elegimos ponernos, que leí en la maravillosa biografía literaria titulada Clarice, una vida que se cuenta que sobre ella escribió su compatriota Nádia Batella Gotlib. Bien que lamento desde dicha lectura no haber tomado nota no solo —como así hice— de una cita que me impactó en su momento y me sigue impactando por la terrible a la par que consoladora verdad que encierra sino también del texto público o privado del que procede. Pues bien, en la lectura que nos ocupa, Jekyll opta por ese corte, por, dentro de esa dicotomía entre el bien y el mal que lo asola, la escisión del segundo respecto al primero. El desequilibrio creado por el desligamiento de esas dos partes que le definen en la misma medida como persona será su perdición. Podría haber optado por la conciliación de sus dos yoes, por la sana y difícil de conseguir convivencia de lo que simbolizan Jekyll y Hyde, pero no hay que obviar, como acabamos de ver que el propio doctor Jekyll incide, «esa dura ley de la vida que se encuentra en la raíz de la religión y constituye una de las principales fuentes de angustia», así como esa otra fuente de angustia (que en muchas ocasiones se nutre de esa misma raíz de la religión) que son las convenciones sociales y la moralidad de una época. Es difícil deshacerse de cadenas tan férreas. Conseguirlo sin duda ha de ser liberador, aunque tampoco algo exento de peligro.

Ilustración de Charles Raymond Macauley para
la edición de New York Scott-Thaw de 1904
de 
The strange case of Dr. Jekyll and Mr. Hyde
.
Trabajo en dominio público. Fuente: 
Internet Archive.
«Había en mis sensaciones algo extraño, algo indescriptiblemente inédito y, por su misma novedad, increíblemente dulce. Me sentía más joven, más ligero, más feliz físicamente; experimentaba una temeridad embriagadora; una corriente de desordenadas imágenes sensuales atravesaba mi imaginación a una velocidad de vértigo, a la vez que los vínculos de mis obligaciones se disolvían y me invadía una desconocida, aunque no inocente, libertad del espíritu. Supe, al respirar por vez primera esta nueva vida, que era más perverso, diez veces más perverso, un esclavo vendido a mi maldad original. Y, en aquel instante, la idea me animó y me deleitó como el vino. Extendí las manos, exultante en la frescura de estas sensaciones, y de pronto caí en la cuenta de que mi estatura había menguado».

No he podido evitar al leer en esta novela fragmentos como el anterior acordarme de algún que otro pasaje de esa terrorífica maravilla que es El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad. Con la liberación de esa parte de sí que es Edward Hyde se desata una especie de estado de salvajismo. Robert Mighall habla en su ensayo sobre ciertos tintes atávicos en el comportamiento de ese personaje y ahonda en la idea de regresión moral e involución como especie que este podría reflejar. Personalmente ya me había llamado la atención durante la lectura del relato de Stevenson la descripción del personaje de Edward Hyde. Físicamente no solo se le presenta con una estatura menguada respecto a la de Henry Jekyll en clara alusión a su más baja catadura moral, sino que se redunda en su fealdad y rasgos simiescos como si estos fueran reflejo de su ferocidad, salvajismo, crueldad y animalidad. Ver la lucha de los humanos por escindir esa animalidad que, como animales que somos, forma parte de nosotros es algo que siempre me resulta muy curioso. Asimismo, tendemos a considerar como rasgos definitorios humanos tan solo los correspondientes a la parte más noble que albergamos. Olvidamos que cohabita en nosotros la misma dualidad que en el depredador que podríamos ver en un documental atacando sin piedad ni contemplaciones a su presa y que en la escena siguiente nos conmueve y nos rebosa de ternura con, por ejemplo, el cuidado que procura a sus crías.

Otra cosa que suele llamarme la atención y que creo que inconscientemente se ha colado en nuestra percepción es las innumerables veces que se asocia la fealdad física y los malos modos con la maldad y, por oposición, la belleza y los buenos modales con la bondad. Robert Mighall nos cuenta cómo el polímata Francis Galtón trató, a través de un estudio mediante fotografías, de captar la esencia visual del mal. «He elaborado multitud de imágenes mixtas de diversos grupos de convictos, que han demostrado ser interesantes en el aspecto negativo más que en el positivo. El resultado han sido rostros corrientes, en los que no va inscrita la maldad. Sí hay bastante maldad en los rostros individuales, pero es una maldad de otra clase y, al combinarse las imágenes, las singularidades de cada individuo desaparecen, dejando solo una suerte de humanidad común de rango inferior», no tuvo más remedio que concluir el entre otras muchas cosas genetista. No albergo duda alguna de que esa humanidad común es ese algo más que el señor Enfiel fue incapaz de describir a su buen amigo Utterson, de que es lo mismo que horrorizaba a todo aquel que se cruzaba con el señor Hyde, lo mismo que el doctor Jekyll contemplaba frente al espejo que instaló en su laboratorio cada vez que se transformaba en su peor yo. Edward Hyde, para todos los que abominan de él, no es sino un espejo que nos devuelve una imagen de nosotros mismos tan distorsionada como real.

En la cultura popular se suele echar mano de Jekyll y Hyde para hacer alusión de manera coloquial y nada científica a que alguien tiene doble personalidad. No obstante, no creo que el propósito de Robert Louis Stevenson al escribir esta novela tuviera ninguna connotación clínica. Sin duda, debía de sentir curiosidad por el contexto científico de la época que tan bien ha sabido explicar Robert Mighall en su apéndice. Además, como la propia esposa de Stevenson recordaría tiempo después de que este escribiera esta novela, quedó «profundamente impresionado por un artículo sobre el subconsciente, leído en una publicación científica francesa, que le proporcionó el germen de la idea». Personalmente, no he encontrado en el comportamiento de Edward Hyde nada que pueda considerar patológico a excepción tal vez del placer que obtiene infligiendo daño. Me inclino más por la vertiente filosófica y psicológica de esta lectura más que por la médica o científica, si bien, evidentemente, esta novela no es ni lo uno ni lo otro, pues lo que el escritor escocés hace en ella es desbrozar caminos y allá cada lector con la senda que quiera recorrer. Lo que es cierto es que, como dice el propio Henry Jekyll (y motivo también por el cual algunas de las lecturas y autores que he ido citando han acudido a mi mente durante esta lectura y mi reflexión sobre la misma), «por extrañas que fueran mis circunstancias, los elementos del debate son tan antiguos y tan comunes como el hombre mismo».

Termino con una cita del alienista Edward Charles Spitzka recogida en el ensayo de Robert Mighall:

«La bestia salvaje […] duerme dentro de todos nosotros. No siempre es necesario referirse a la locura para explicar su despertar».

Doble exposición que muestra al actor Richard Mansfield representando
tanto al doctor Jekyll como al señor Hyde para las adaptaciones
teatrales de Nueva York y Londres que se estrenaron respectivamente
en 1887 y 1888.
Trabajo en dominio público de 
Henry Van der Weyde.





Ficha del libro: 
Ilustrador: Mervyn Peake
Traductora: Catalina Martínez Muñoz
Apéndice de Robert Mighall
Editorial: Alba
Año de publicación: 2015 (1886)
Nº de páginas: 176
ISBN: 978-84-9065-061-5





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Comentarios

  1. «La bestia salvaje […] duerme dentro de todos nosotros. No siempre es necesario referirse a la locura para explicar su despertar». Interesante esta reflexión de Robert Mighall. Yo tampoco creo que Stevenson tratara de mostrar ninguna tara médica o psiquiátrica. Tan solo lo que sucedería si en cada uno de nosotros se desdoblaran la maldad y la bondad que nos conforman y se quedaran ambas en su pura esencia.
    Es una novela magnífica que leí hace tanto tiempo que no figura en mi lista de leídos, como tampoco figura El retrato de Dorian Grey, que también he leído y que siempre viene a mi memoria enlazado con Jekyll y Hyde.
    Una magnífica reseña en la que menciona libros maravillosos como Wakefield, Bartleby, Lo que el viento se llevó, El corazón de las tinieblas o Frankenstein, todos ellos leídos más recientemente.
    Un beso.

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    1. Esa cita de Edward Charles Spitzka que incluye Robert Mighall en su ensayo ciertamente es muy interesante y además creo que encierra una gran verdad. Otra cosa es que nos sea más fácil asociar esa parte más oscura que habita en todos nosotros, en muchos casos de manera aletargada, con la locura. De esa manera nos creemos inmunizados de ella, aunque tampoco nadie tiene asegurado permanecer ajeno de por vida a la locura, pero bueno, eso es otro melón que abrir.
      Yo no he leído El retrato de Dorian Grey, así que difícilmente podría haber acudido a mi mente mientras leía esta novela. Eso sí, espero hacerlo algún día.
      Besos

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  2. Como siempre ante tus reseñas no puedo por menos que quitarme el sombrero. Me ha parecido magnífica tu manera de relacionar, hilar y relacionar la novela de Stevenson que comentas con otras muchas de autores que has leído y forman ya parte de ti. Citas a Virginia Wolf, a Conrad, a Clarice Lispector, a Melville o a Nathaniel Hawthorne y entreveras sus textos con los de El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde de una manera magnífica y exquisita.
    Yo esta breve b¡novela de Stevenson la lei hace mucho tiempo y he visto, claro, alguna de sus adaptaciones cinematográficas. La figura del otro yo que llevamos en nuestro interior y que puede destaparse y aflorar en cualquier instante es desasosegante para cualquiera. El psicologismo y la introspección de finales del siglo XIX encuentran en esta novela una altura importantísima.
    Me encanta leer tus reseñas, amiga Lorena

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    1. A mí me encanta que vengas a leerlas, Juan Carlos. Jaja.
      Bueno, bromas aparte, fíjate que yo no he visto ninguna adaptación de esta obra, pero el mito de Jekyll y Hyde es tan conocido que poco misterio hay en la trama de esta novela, lo cual no es óbice para que haya mucho que descubrir en esta novela.
      Al final ese bagaje lector que vamos forjando poco a poco con los años y las lecturas va pesando (en el buen sentido). Cierto es que tengo tendencia a asociar lecturas y autores que no siempre tienen demasiado que ver unos con otros, y que muchas veces (otras me contengo) no puedo evitar trasladar esos lazos y puentes que mentalmente trazo entre unos y otros a mis reseñas, lo cual nunca estoy segura de que obre en su beneficio, así que (y ahora en serio) agradezco que te guste y lo aprecies.
      Al hilo de la psicología de la época y demás disciplinas afines, el apéndice de Robert Mighall es sumamente interesante y enriquecedor. Son de agradecer ediciones como esta de Alba (especialmente cuando se trata de clásicos y obras tan relevantes culturalmente) que ofrecen un plus y una nueva vida al libro en cuestión.
      Besos

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  3. ¡Hola Lorena!
    algo leí de Stevenson hace la torta de años y no recuerdo que fue lo que leí, ya sabes que ahora los clásicos me dan una pereza..., me apetece mas descubrir autores nuevos y aún así me cuesta mucho engancharme y no abandonar libros. Pero evidentemente entiendo que hayas disfrutado leyendo a esta grandísimo autor.
    Me encanta esa reflexión que haces de la animalidad que tenemos innata los humanos y la lucha por escindirla y esa dualidad ante un depredador matando a su presa y al momento mimando a sus crías, la naturaleza es así.
    Besos

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    1. A mí los clásicos, hasta hace unos pocos años, apenas me atraían, así que te entiendo perfectamente. Ahora, aunque sigo leyendo más literatura contemporánea, me gusta ir poco a poco dándoles cabida entre mis lecturas. Hago así el camino inverso a muchos lectores y leo ahora con cuarenta y tantos obras que muchos habéis leído en la juventud o incluso adolescencia.
      La naturaleza es así y nosotros, aunque se nos suela olvidar, formamos parte de ella.
      Besos

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  4. Leí este libro hace la tira de años y recuerdo que me gustó mucho, pero ahora mismo tengo mucho lío en la cabeza entre la lectura y todas las adaptaciones que se han hecho de esta novela. Tendría que leerla otra vez. Y desde luego, como siempre, tu excelente reseña me deja con muchas ganas.
    Besotes!!!

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    1. Siempre viene bien volver a la obra original y a la fuente del mito.
      Besos

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  5. Me encanta la obra, me encanta Stevenson y tu reseña!!!

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  6. Estupendo análisis, especialmente he disfrutado de cómo relacionas con otras obras lo que en estas pocas páginas (que cuando lo leí me sorprendí de lo cortito que es) nos transmite Stevenson. Como dices, cada cual puede llevar lo que aquí se cuenta por derroteros distintos, miles de interpretaciones (de diferente índole y ámbito, que también señalas) se pueden extraer... Para mí, habla de ese continuo presente en todos, ese continuo que tiene dos polos, uno malo y otro bueno (dicho así queda demasiado simplista, pero por aclarar la idea); como decía, ese continuo para mí es lo importante, lo que me llevó a pensar en esta novela fue precisamente eso de que en realidad todos nos movemos ahí, hay veces que sentimos inclinación hacía uno u otro (y el oscuro no es precisamente el que menos nos llama); la sociedad, la moralidad, lo que aprendemos, nos hace también reprimir muchos instintos, muchas cuestiones que en libertad absoluta (si eso existiera) probablemente sacaríamos más visible, porque soy de la opinión que todos tenemos nuestro lado oscuro, más o menos desarrollado, pero ahí está (y esto sin hablar de patología alguna). Lo que me transmite es que hay que mantener la balanza equilibrada, que ni para el lado malo, ni para el bueno al extremo (porque tampoco creo que eso sea posible del todo). Pero, eso sí, la luz es mejor no perderla de vista, que muchas veces cuando uno se acostumbra a las tinieblas y sombras, se deja engullir por ellas. Eso justo fue lo que me transmitió a mí este título...
    En fin, miles de impresiones podrían sacarse, todas interesantes, sin duda, y por eso es el clásico que es. La edición que muestras, estupenda.
    Un besito, Lorena.

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    1. Estamos llenos de claroscuros y yo también creo que lo importante es lograr un equilibrio interno. Además, en los conceptos de bondad y maldad influyen diversas variantes, así como un fuerte componente moral. Me cuesta creer en la bondad y la maldad absoluta. También ocurre en ocasiones que mucha gente que se cree buena no hace sino que seguir a rajatabla ciertos mandatos morales y caen muchas veces en la intransigencia hacia aquellos que no están a la altura de tan inalcanzables valores, con lo cual terminan ellos mismos infligiendo daño y por tanto obrando el mal. En fin, esta pequeña gran obra de Stevenson da para mucho debate incluso más allá del contenido de sus páginas. Por ello es una lectura imperecedera.
      Besos

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  7. Creo que tuve la suerte de leer a Stevenson de adulto. Este y varios libros más. Hyde somos todos. Y Jekyll también. Somos Hobbes y Rousseau, Caín y Abel. Solo hay que esperar la ocasión...

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    1. Cierto. La dualidad que plantea esta novela habita en todos nosotros.

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