Los detectives salvajes - Roberto Bolaño

«Y entonces él dijo que le daba tristeza viajar y conocer el mundo sin mí, que siempre había pensado que yo iría con él a todas partes, y nombró países como Libia, Etiopía, Zaire, y ciudades como Barcelona, Florencia, Avignon, y entonces yo no pude sino preguntarle qué tenían que ver esos países con esas ciudades, y él dijo: todo, tienen que ver en todo, y yo le dije que cuando fuera bióloga ya tendría tiempo y además dinero, porque no pensaba dar la vuelta al mundo en autostop ni durmiendo en cualquier sitio, de ver esas ciudades y esos países. Y él entonces dijo: no pienso verlos, pienso vivir en ellos, tal como he vivido en México. Y yo le dije: pues allá tú, que seas feliz, vive en ellos y muérete en ellos si quieres, yo ya viajaré cuando tenga dinero. Entonces te faltará tiempo, dijo él. No me faltará tiempo, dije yo, al contrario, seré dueña de mi tiempo, haré con mi tiempo lo que me dé la gana. Y él dijo: ya no serás joven. Lo dijo casi a punto de llorar, y verlo así, tan amargado, me dio coraje y le grité: a ti qué te importa lo que haga con mi vida, con mis viajes o con mi juventud. Y él entonces me miró y se dejó caer en un asiento, como si de improviso se diera cuenta de que estaba muriéndose de cansancio».

Y tal vez el cansancio del que ese él parecía estar muriéndose era el provocado por luchar contra la idea de que quizás esa estudiante de biología con la que pensó que iría a todas partes tenía razón. Y, por tanto, «ése era el porvenir común de todos los mortales, buscar un lugar donde vivir y un lugar donde trabajar». Y ese es y era el porvenir y ese porvenir no cambia ni para los que «tenían más de veinte años y se comportaban como si no hubieran cumplido los quince», ni para los que cumplirán treinta y se seguirán comportando como si no hubieran cumplido los quince, ni para los que cumplirán cuarenta y...

Pero cuando yo conozco a ese él y al resto de los real visceralistas estos tienen en torno a veinte años. García Madero (que no es ese él) no, él tiene solo diecisiete. Así que supongo que aún tiene dispensa para comportarse como un pretencioso petulante con las hormonas alteradas y loco por perder la virginidad. Aun así, a veces me da ternura y lo tengo que querer. Además, es lo único que tengo. Cuando una se pone a leer Los detectives salvajes espera encontrarse con Arturo Belano y Ulises Lima y le plantan en cambio a un niñato llamado Juan García Madero que escribe un diario. Es lo que hay, así que me tengo que conformar. Vale que sí, que por García Madero —lo llamo así, por los apellidos, porque es como todo el mundo lo llama— conozco a Belano y a Lima y al resto de real visceralistas, esas jóvenes promesas de la literatura mexicana llamadas a renovar la poesía blablablá, blablablá, blablablá. En fin, supongo que cada generación tiene su propia revolución. Aunque, como leí una vez ya no me acuerdo dónde, no hay nada más reaccionario que una revolución. Y el real visceralismo (o el realismo visceral) es la pretendida revolución de ese grupo de jóvenes poetas capitaneados por Arturo Belano (el él de la cita con la que he arrancado esta entrada) y Ulises Lima a los que se une el imberbe Juan García Madero, y es también un trasunto del movimiento poético fundado en Ciudad de México en 1975 del que formaron parte Roberto Bolaño —autor de esta novela— y su por entonces inseparable amigo el poeta mexicano Mario Santiago Papasquiaro, los cuales inspiraron al chileno los respectivos personajes de Belano y Lima.

Sí, por García Madero conozco a Arturo Belano y a Ulises Lima, pero, en realidad, no los conozco. Pocas veces aparecen de manera activa en la trama. Lo poco que sé de ellos es a través del resto de personajes. Las informaciones que voy obteniendo muchas veces añaden más misterio que incógnitas despejan. Pero, como digo, García Madero me va ganando poco a poco, así como sus correrías poéticosexuales y sentimentales y las del resto de real visceralistas. La primera parte de esta novela es el diario del bisoño poeta y recién estrenado amante durante el tramo final del año 1975 en Ciudad de México (por entonces, México D.F.). Son dos meses de entradas diarias en su mayoría breves (algunas brevísimas) escritas con un estilo narrativo ágil que hacen que las páginas de esa primera parte de esta novela se beban. Poco me importan, pues, Belano y Lima cuando estoy tan ocupada y entretenida con García Madero. Poco me importan y, sin embargo, una sutil alerta se activa en mi interior cada vez que alguien les hace mención. Y es que cuando una se pone a leer Los detectives salvajes espera encontrarse con Arturo Belano y con Ulises Lima, aunque, en realidad, supongo que cuando alguien se pone a leer Los detectives salvajes a quien espera encontrarse en algún momento es a Cesárea Tinajero.

«Una noche me volvió a hablar de Cesárea Tinajero. Le dije que probablemente había sido un invento de Lima y Belano para justificar el viaje a Sonora. Recuerdo que estábamos desnudos, extendidos en la cama, con la ventana abierta sobre el cielo de Coyoacán, y que Piel Divina se puso de lado y me abrazó, mi verga erecta buscó sus testículos, la bolsa del escroto, la verga de él aún fláccida, y entonces Piel Divina me dijo ñero (nunca antes se había referido a mí de esa manera tan vulgar), me dijo ñero y me agarró de los hombros y me dijo no fue así, Cesárea Tinajero existió, tal vez todavía existe, y luego se quedó callado, pero mirándome, sus ojos abiertos en la oscuridad mientras mi pene erecto golpeaba ligeramente sus testículos. Y entonces yo le pregunté cómo supieron Belano y Lima de la existencia de Cesárea Tinajero, una pregunta puramente formal, y él dijo que fue a raíz de una entrevista, en aquella época Belano y Lima no tenían dinero y se pusieron a hacer entrevistas para una revista, una revista podrida, en la órbita de los poetas campesinos o que no tardaría en estar en la órbita de los poetas campesinos, pero es que entonces, y ahora, me dijo Piel Divina, no había manera de no estar en uno de los dos bandos, ¿de qué bandos hablas?, susurré yo, mi pene subiendo por su escroto y tocando con la punta la raíz de su pene que ya empezaba a hincharse, el bando de los poetas campesinos o el bando de Octavio Paz, y justo mientras Piel Divina decía «el bando de Octavio Paz» su mano subió de mi hombro a mi nuca, pues yo era sin ninguna duda uno de los que estaba en el bando de Octavio Paz, aunque el panorama tenía más matices, en cualquier caso los real visceralistas no estaban en ninguno de los dos bandos, [...]. Pero lo que importa fue que hicieron esas entrevistas [...] y aunque yo le dije ¿cómo es posible que ese par necesitara dinero si vivían de vender droga?, lo cierto es que según Piel Divina necesitaban el dinero y se fueron a entrevistar a unos viejos que ya nadie recordaba, a los estridentistas, [...], los estridentistas fueron literariamente un grupo nefasto, involuntariamente cómico. Y uno de los estridentistas, en algún momento de la entrevista, mencionó a Cesárea Tinajero, y entonces yo le dije ya averiguaré qué pasó con Cesárea Tinajero. Después hicimos el amor pero fue como hacerlo con alguien que está y no está, alguien que se está yendo muy despacio y cuyos gestos de despedida somos incapaces de descifrar».

Retrato de Roberto Bolaño por Alexandrapociello
bajo licencia CC BY-SA 3.0
De Cesárea Tinajero también podría decirse que está y no está en esta novela porque «Cesárea era una ausencia». Cesárea Tinajero es para mí algo así como algo que se busca para dar sentido a algo así como la existencia, a algo así como ese evadir el porvenir común de todos los mortales y legitimar así, aunque sea para uno mismo, la estéril y pueril revolución. Pero, en fin, no quiero ponerme también yo en plan enigmático, así que diré, para aquel que no lo sepa, que Cesárea Tinajero es algo así como la madre de los real visceralistas, que fue una poeta que en los años veinte lideró un movimiento poético de nombre homónimo al de nuestros amigos y que, de repente, un buen día, se fue a Sonora y desapareció dejando como única obra publicada un poema en un número de una revista casi tan desaparecida como la propia Cesárea. Sí, Arturo Belano y Ulises Lima siguen la pista de Cesárea Tinajero en esta novela como yo sigo en ella la de Arturo Belano y la de Ulises Lima porque, como perra vieja lectora que soy, bien sé desde antes de comenzar a leer esta novela que la pista de Cesárea Tinajero no me va a llevar a ninguna parte. Es más, una vez comenzada esta lectura, no tardo demasiado en empezar a sospechar que la pista de Belano y Lima tampoco me va a llevar a parte alguna. Así que me relajo, me dejo llevar y disfruto. Que lo importante no es a dónde me lleve sino por dónde me lleve. Ya sabéis, todo ese rollo de que lo importante no es la meta sino disfrutar del camino blablabla, blablabla, blablabla o, como dice esa otra frase que me acaba de venir a la mente y que creo que se atribuye a John Lennon, la vida es lo que pasa mientras estás ocupado haciendo otros planes. Así que, como no quiero que por seguirle la pista a Belano y Lima se me pase esta novela, los pongo en segundo plano y me pongo a vivirla.

A Sonora se van Arturo Belano y Ulises Lima (con algún y alguna que otro y otra acompañante (y acompañanta)) al término de la primera parte de este diario. Eso se supone, eso se sospecha, eso dicen, eso se rumorea, eso confirmo cuando en la tercera y última parte de esta novela García Madero retoma su diario y yo retomo a García Madero y —entonces sí— Belano y Lima toman algo más de parte activa en esta novela, pero, aun así, casi me parecen tan ausentes como Cesárea Tinajero y, si esta desapareció en Sonora, casi podría decirse que la juventud de Belano y Lima también desapareció allí (¿o lo que desapareció para siempre fue su capacidad de madurar, de asumir ese porvenir común de todos los mortales?)

Y entre la primera y la tercera parte de esta novela, entre la primera y la segunda parte del diario de García Madero está la parte central y la más extensa de Los detectives salvajes, que ni es un diario ni está narrada por García Madero, sino que aglutina los testimonios de unos cuantos muchos personajes, algunos de los cuales se repiten (los personajes, no los testimonios), otros no, siendo el más reincidente el de un tal Amadeo Salvatierra, otrora estridentista que conoció a Cesárea Tinajero.

Poetas y escritores son muchos los nombrados a lo largo de esta novela, la mayoría de ellos reales. Poetas y escritores como personajes hay en esta novela unos cuantos, la mayoría ficticios, pero, quién sabe si entre estos no hay unos cuántos inspirados en literatos reales. Los diferentes paraderos de Belano y Lima se corresponden con paraderos reales de Roberto Bolaño y Mario Santiago Papasquiaro a lo largo de sus vidas, pues Los detectives salvajes es una novela de ficción con muchos guiños a la realidad, y los testimonios recogidos en la segunda de sus partes lo son de personajes que, de un modo u otro, cruzaron, en algún momento a lo largo de las dos décadas por las que trascurre esa segunda parte, sus vidas con la de Arturo Belano o con la de Ulises Lima. Por hacerle yo un guiño al título de esta novela, diré que, como detective, tal vez por eso de saber de antemano que las pistas que sigo no han de llevarme a ninguna parte, soy bastante peor que Belano y Lima. Añadiré también que la que nos ocupa, especialmente su segunda parte, es una novela salvaje, algo así como una road novel (me imagino que, por asimilación al género cinematográfico de road movie, este término ya estará inventado, pero, si no es así, lo acuño yo) que me lleva —amén de por México— por Israel, Austria, París, Barcelona, África,... Algo así como «un viaje largo, larguísimo, plagado de peligros, el viaje iniciático de todos los pobres muchachos latinoamericanos» (blablablá, blablablá, blablablá). Si bien cuando antes he hecho referencia a que lo importante no es a dónde me ha llevado esta novela sino por dónde me ha llevado, no me estaba refiriendo a lugares geográficos.

«Un día le pregunté en dónde había estado. Me dijo que recorrió un río que une a México con Centroamérica. Que yo sepa, ese río no existe. Me dijo, sin embargo, que había recorrido ese río y que ahora podía decir que conocía todos sus meandros y afluentes. Un río de árboles o un río de arena o un río de árboles que a trechos se convertía en un río de arena. Un flujo constante de gente sin trabajo, de pobres y muertos de hambre, de droga y de dolor. Un río de nubes en el que había navegado durante doce meses y en cuyo curso encontró innumerables islas y poblaciones, aunque no todas las islas estaban pobladas, y en donde a veces creyó que se quedaría a vivir para siempre o se moriría.
De todas las islas visitadas, dos eran portentosas. La isla del pasado, dijo, en donde sólo existía el tiempo pasado y en la cual sus moradores se aburrían y eran razonablemente felices, pero en donde el peso de lo ilusorio era tal que la isla se iba hundiendo cada día un poco más en el río. Y la isla del futuro, en donde el único tiempo que existía era el futuro, y cuyos habitantes eran soñadores y agresivos, tan agresivos, [...], que probablemente acabarían comiéndose los unos a los otros».

Mario Santiago Paspaquiaro, detalle de un fotografía
del archivo familiar bajo licencia CC BY-SA 3.0
El registro narrativo de esa segunda parte es diferente al de la primera, que es el mismo (el de esta primera) que el de la tercera. Es más, la pluralidad de narradores de esa segunda parte encuentra su equivalente en la pluralidad de registros narrativos que en ella se dan. Hay testimonios breves. Los hay más largos. Algunos son los suficientemente extensos como para constituir un relato en sí mismos o incluso una novela corta. Algunos son los suficientemente meritorios de constituir por sí mismos un relato o incluso una novela corta independientemente de que Arturo Belano o Ulises Lima pasen por allí, o aun con Belano y Lima pasando, pero sin ser el seguimiento de su pista lo que importa de que en ese momento (en ese relato) estén allí. Hay voces que se expresan en un registro más coloquial. Otras lo hacen con un punto de lirismo. Contrariamente a lo que pueda parecer, dada la multiplicidad de voces y relatos y dado que el hilo conductor común no lleva a ninguna parte, no se siente el acuse de tener que soltar una y otra vez una voz para sumergirse en la siguiente. Hay voces que conmueven. Hay historias narradas de forma tan hermosa que dan ganas de llorar. Otras están construidas con una sucesión de largas frases que hilvanan yuxtaposición tras yuxtaposición pero que expresan una sencillez en el narrador o narradora de ocasión que desarma. Hay relatos que leo como en estado hipnótico o de trance. Son varios los personajes que me desarman con su desvalimiento. La historia de los autoestopistas que pernoctan unos días en un camping de Barcelona antes de poner rumbo a la vendimia en un pueblo francés hace gala de la salvaje road novel que os he dicho es esta novela. Para describir la narración inspirada en el cuento de Pío Baroja titulado La sima y de la que casi me atrevería a decir que es lo mejor de este libro no tengo palabras. Cuando, ya casi terminando esa segunda parte de esta novela, recalo en Liberia, por un momento casi me parece haber vuelto a El corazón de las tinieblas y no puedo evitar presentir que a uno y otro lado de la jungla humana que atravieso acecha el horror el horror. Y más cosas que me dejo porque mi memoria es como un colador o, mejor dicho, como un queso gruyère y así, ya que estoy, con esta comparación gastronómica le hago un guiño a El perseguidor y con él a Cortázar y con él a Vila-Matas y con este último a Mohamed Mbougar Sarr y a su maravillosa novela que inesperadamente se coló como una de mis mejores lecturas de hace un par de años y que le debe el título, así como la búsqueda infructuosa que en ella se da, a esta otra de Roberto Bolaño. 

También hay en esta novela bastante de blablablá, blablablá, blablablá porque Los detectives salvajes no es una novela perfecta, pero, sin embargo, sin ese blablablá no sería la gran novela que es. Hay en ella brotes que más tarde fructificarían en esa inconmensurable y monstruosamente monumental novela que a sabér por qué se titula 2666 (Sonora, Santa Teresa, el ficticio escritor J. M. G. Arcimboldi cuyo nombre recuerda al Benno von Archimboldi de 2666, el nazismo, Cesárea Tinajero hablando de los tiempos que iban a venir «allá por el año 2.600. Dos mil seiscientos y pico.») y que probablemente también estén sembrados por aquí y por allá en buena parte del resto de la obra de Bolaño. Para explicar estas dos ideas (la del blablablá y la de los brotes) lo mejor que podría hacer es desempolvar y volver a sacar a pasear al bueno de Amalfitano y su joven farmacéutico, así como al genial Mircea Cărtărescu y su sistema de galerías, algo que, como sabéis, gusto de hacer de cuando y cuando, motivo por el cual no voy a volver a hacerlo. A alguno le sonarán estas ideas. Si alguien tiene curiosidad que busque por este blog. Y sino, tampoco hace falta, al fin y al cabo, no es más que blablablá dentro de esta reseña que, por otra parte, es en sí misma un blablablá, algo que son todas las que hago, pero, en este caso, más. Vamos, que soy como Bolaño pero en malo. Y sí, ya os podía haber avisado de lo del blablablá al principio y os hubiera ahorrado leer esta entrada y llegar hasta aquí, pero como no sabía cómo hablaros de esta novela, pues no sabía por dónde iba a ir esta reseña. Y es que a ver cómo se habla de una novela que no lleva a ninguna parte. A ver cómo se habla de los lugares por los que lleva una novela cuando lo que son esos lugares se alejan tanto de lo que es la novela en sí. Se dejaría de hablar de esa novela en su conjunto para hablar, en cambio, de esos lugares de manera independiente, como si fueran islas desgajadas de su continente que ni siquiera son capaces de formar un archipiélago. Y, sin embargo, yo he estado en ese continente, yo he estado en esa tierra de nadie que, precisamente por ser tierra de nadie, es inenarrable, es como el desierto de Sonora en el que he visto a Arturo Belano y Ulises Lima por última vez (porque el resto de sus apariciones son delirio, sueño, qué sé yo) y, por ello, los granos de su arena se me van entre los dedos. Y, sin embargo, las islas por las que me ha llevado esta lectura no las puedo marcar en ningún mapa literario, no puedo ponerles nombre porque no sé lo que he leído, sé que he estado en ellas pero no sé dónde he estado. Ayer leí algo en el epílogo del libro que estoy leyendo (que estoy leyendo en el momento en el que estoy escribiendo esto que aún tardará alguna semana en ver la luz) que refleja bastante bien esto que estoy intentando explicar. Ese algo dice así: «¿A qué han venido estas palabras? ¿Y qué era lo que quería decir? Los he retenido (una jugada ingenua) durante un momento en el umbral, mientras yo salía y ustedes entraban. En este retraso, en este encuentro y desencuentro, radica a veces todo el sentido de nuestras historias». Pues bien, eso que dice Gueorgui Gospodínov hacer con los cuentos que estoy leyendo en este momento convertido en pasado ahora que me leéis (ya os diré si el escritor búlgaro cumple lo que promete; de momento, sus historias pintan bien) es lo que siento que hace Bolaño conmigo. Sí, probablemente en ese retraso, en ese umbral en el que me retiene el escritor chileno, en ese encuentro y desencuentro mientras él sale y yo entro radica el sentido de sus historias, de esas historias que son las estrellas de una constelación llamada Los detectives salvajes.

Si miro al cielo abierto que es esta novela veo el misterio y lo inabarcable del firmamento. Lo veo porque sus estrellas son luz. Y veo un cielo auténtico, de estrellas y espacio reales, y no un papel con líneas rectas que unen las estrellas y trazan el camino a seguir. Leer es soltar amarras y atreverse a perderse. Leer es saber que no vamos a ninguna parte leyendo. Perra vieja lectora como soy, «sé que el secreto de la vida no está en los libros. Pero también sé que es bueno leer, [...], es instructivo o es un consuelo».

Avenida Bucareli, Ciudad de México, fotografía de Carl Campbell bajo licencia CC BY-SA 2.0

Me han entrado ganas de leer cuentos de Roberto Bolaño. Me quedé con ganas de ello después de leer 2666, pero luego se me olvidaron esas ganas y me entraron ganas de leer Los detectives salvajes. Aun así, no es el escritor chileno un autor de esos de los que quiero leerlo todo, de los que quiero seguir por su sistema de galerías blablablá, blablablá, blablablá. Sé que seguir las pistas que llevan de una a otra de sus obras no me va a llevar a ninguna parte. Ese misterio lo dejo para otros. El análisis crítico de sus obras, lo que quiso decir con esto o con aquello lo dejo para otros. No creo que se necesite desentrañar ningún misterio (si es que existe tal misterio) para disfrutarlo. Yo, al menos, no lo necesito. Me basta con dejarme llevar y con que él me arrastre. Me voy de esta novela, además, con la sensación de que Bolaño estaba ya de vuelta de todo esto, de que se reiría de todo el revuelo póstumo en torno a su figura literaria como se ríe en Los detectives salvajes de las pretensiones de su juventud. Y aunque en esa risa hay también espacio para la nostalgia de un tiempo en el que fue uno de esos muchachos a los que nadie «quería. O nadie los tomaba en serio. O a veces una tenía la impresión de que ellos se tomaban demasiado en serio», no puedo evitar imaginármelo en ese firmamento que he descrito antes, apoltronado cómodamente en una de las estrellas y mutando el blablablá por un jajaja. De ese jajaja me llegan ecos que me dicen que «es una broma, [...], el poema es una broma que encubre algo muy serio» y que «un poema no necesariamente significaba algo, excepto que era un poema».

El fragmento que os dejo a continuación y con el que —junto con el más breve que le sigue— concluyo esta entrada no está exento de su propio blablablá. Tomáoslo, pues, medio en broma medio en serio, que es, por otra parte, como hay que tomárselo todo en la literatura y casi todo en la vida. Además, tened en cuenta que quien así se expresa lo hace desde un manicomio, lo cual convierte sus palabras no sé si en un desvarío o en algo muy lúcido, si es que ambas cosas no son lo mismo. Se me está ocurriendo ahora que tal vez para alcanzar la lucidez antes haya que desvariar un poco. En fin, ya me estoy poniendo otra vez en plan blablablá, así que os dejo. Vuelvo en unos días a contaros qué tal con el búlgaro y sus cuentos.

«Hay una literatura para cuando estás aburrido. Abunda. Hay una literatura para cuando estás calmado. Ésta es la mejor literatura, creo yo. También hay una literatura para cuando estás triste. Y hay una literatura para cuando estás alegre. Hay una literatura para cuando estás ávido de conocimiento. Y hay una literatura para cuando estás desesperado. Esta última es la que quisieron hacer Ulises Lima y Belano. Grave error, como se verá a continuación. Tomemos, por ejemplo, un lector medio, un tipo tranquilo, culto, de vida más o menos sana, maduro. Un hombre que compra libros y revistas de literatura. Bien, ahí está. Ese hombre puede leer aquello que se escribe para cuando estás sereno, para cuando estás calmado, pero también puede leer cualquier otra clase de literatura, con ojo crítico, sin complicidades absurdas o lamentables, con desapasionamiento. Eso es lo que yo creo. No quiero ofender a nadie.
Ahora tomemos al lector desesperado, aquel a quien presumiblemente va dirigida la literatura de los desesperados. ¿Qué es lo que ven? Primero: se trata de un lector adolescente o de un adulto inmaduro, acobardado, con los nervios a flor de piel. Es el típico pendejo (perdonen la expresión) que se suicidaba después de leer el Werther. Segundo: es un lector limitado. ¿Por qué limitado? Elemental, porque no puede leer más que literatura desesperada o para desesperados, tanto monta, monta tanto, un tipo o un engendro incapaz de leerse de un tirón En busca del tiempo perdido, por ejemplo, o La montaña mágica (en mi modesta opinión un paradigma de la literatura tranquila, serena, completa), o, si a eso vamos, Los miserables o Guerra y paz. Creo que he hablado claro, ¿no? Bien, he hablado claro. Así les hablé a ellos, les dije, les advertí, los puse en guardia contra los peligros a que se enfrentaban. Igual que hablarle a una piedra. Otrosí: los lectores desesperados son como las minas de oro de California. ¡Más temprano que tarde se acaban! ¿Por qué? ¡Resulta evidente! No se puede vivir desesperado toda una vida, el cuerpo termina doblegándose, el dolor termina haciéndose insoportable, la lucidez se escapa en grandes chorros fríos. El lector desesperado (más aún el lector de poesía desesperado, ése es insoportable, créanme) acaba por desentenderse de los libros, acaba ineluctablemente convirtiéndose en desesperado a secas. ¡O se cura! Y entonces, como parte de su proceso de regeneración, vuelve lentamente, como entre algodones, como bajo una lluvia de píldoras tranquilizantes fundidas, vuelve, digo, a una literatura escrita para lectores serenos, reposados, con la mente bien centrada. A eso se le llama (y si nadie le llama así, yo le llamo así) el paso de la adolescencia a la edad adulta. Y con esto no quiero decir que cuando uno se ha convertido en un lector tranquilo ya no lea libros escritos para desesperados. ¡Claro que los lee! Sobre todo si son buenos o pasables o un amigo se los ha recomendado. Pero en el fondo ¡lo aburren! En el fondo esa literatura amargada, llena de armas blancas y de Mesías ahorcados, no consigue penetrarlo hasta el corazón como sí consigue una página serena, una página meditada, una página ¡técnicamente perfecta! Y yo se los dije. Se los advertí. Les señalé la página técnicamente perfecta. Les avisé de los peligros. ¡No agotar un filón! ¡Humildad! ¡Buscar, perderse en tierras desconocidas! ¡Pero con cordada, con migas de pan o guijarros blancos! Sin embargo yo estaba loco, estaba loco por culpa de mis hijas, por culpa de ellos, por culpa de Laura Damián, y no me hicieron caso».

«Como tantos mexicanos, yo también abandoné la poesía. Como tantos miles de mexicanos, yo también le di la espalda a la poesía. Como tantos cientos de miles de mexicanos, yo también, llegado el momento, dejé de escribir y de leer poesía. A partir de entonces mi vida discurrió por los cauces más grises que uno pueda imaginarse».






Ficha del libro:
Editorial: Anagrama
Año de publicación: 2006 (1998)
Nº de páginas: 624
ISBN: 978-84-339-6663-6





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