Acerca del robo de historias y otros relatos - Gueorgui Gospodínov
«La primera revelación sobre el más allá me asaltó en el retrete de la casa del pueblo. Un lugar cálido y solitario, engullido por el follaje y aislado del mundanal ruido. Escrutando el agujero del retrete, un día vislumbré el Tártaro. Por allí, por aquel lóbrego orificio, pasaba el camino hacia abajo, hacia el hervidero, hacia el báratro de fuego. Y qué lentas volaban las grandes moscas verdes, esos lucíferos del más allá, resplandecían por un instante a la luz y se precipitaban hacia abajo.En lo alto, a través de las tejas ralas y las pesadas telarañas, se divisaba el cielo, y abajo, justo bajo mis pies, bullía el Averno. Y la muerte se explicaba por sí sola. El cielo se llevaba las almas a través de las tejas, mientras que los cuerpos hacían plof en el Tártaro. Esa era la naturaleza del más allá.De cuclillas sobre el agujero, no sentí asco. Estaba impactado por la revelación de que el Tártaro, donde según mi abuela un día acabaríamos todos, se hallaba tan cerca, en el jardín, al lado de casa.Y nosotros íbamos allí todos los días».
Tomaos el fragmento sobre estas líneas como queráis (o como podáis). Hay en él algo hermoso. Hay en él algo serio. También hay en él algo cómico. Y tiene su punto escatológico, así que supongo que también habrá a quien le pueda asquear. Yo voy a tomármelo como si fuera filosofía de letrina. Hay que ver qué cosas se les ocurren a algunos mientras hacen sus necesidades. Hay que ver qué cosas se nos ocurren de niños cuando mezclamos las ideas abstractas que les escuchamos a los adultos y las mezclamos con nuestra limitada cotidianeidad y realidad.
La realidad debía de ser limitada en la Bulgaria de los años setenta del pasado siglo. La realidad, sin embargo, nunca es limitada cuando la palabra infancia es casi sinónima del vocablo imaginación y cuando el vocablo imaginación es como una abeja que liba golosa el néctar de la limitada realidad multiplicando sus posibilidades.
«Para nosotros, el extranjero era un país en sí mismo», explica el niño que descubre el averno en el fondo del retrete en Primeros pasos. También nos habla ese niño del primer libro con el que aprendió las letras. «Son», sin embargo, «demasiado breves esos años tempranos de lectura feliz, cuando todavía somos lectores en el jardín del Edén», por lo que «El mundo resultó ser mucho más aburrido de lo que prometía. Se supo que las islas Sándwich no tenían forma de sándwich, sino que debían su nombre a un lord inglés. Y el lago Titicaca no estaba lleno de lo que nosotros pensábamos. Ni los indios vivían en la India, ni Gojko Mitic era un piel roja, entre otras cosas muy lamentables. Al final siempre aparecía alguien que certificara la muerte de aquello que nos rodeaba. Había mucha muerte en aquella época, mucha putrefacción».
En realidad, no recuerdo que en ningún momento se aclare en Primeros pasos que ese relato esté ambientado en la década de los setenta, pero es fácil pensar que así es. Además, Gueorgui Gospodínov fue niño por aquellos años, y aún es más fácil identificar al autor de esa historia con su narrador (algo que no solo me ha pasado con este relato), lo cual no quiere decir que haya que tomarse esta identificación al pie de la letra, pues, como el propio escritor búlgaro advierte en el prólogo de este libro que os traigo hoy, «La mitad de lo que aquí se narra se apoya en cosas que han ocurrido; la otra mitad, en cosas completamente inventadas, lo que viene a ser lo mismo. Esto, al fin y al cabo, solo le incumbe al autor».
También podría advertiros yo de que la mitad de este libro (o, para ser más exactos, un buen puñado de los relatos de este libro) se apoya en cosas que ha vivido el autor o que le han contado y que la otra mitad (es decir, otro buen puñado de relatos) se aviene mejor a lo que solemos entender por relatos de ficción, lo que, teniendo en cuenta que la realidad y la ficción tienden a entremezclarse incluso cuando pensamos que no es así, viene a ser lo mismo. En todo caso, para daros una somera idea de lo que os podéis encontrar en Acerca del robo de historias y otros relatos esa división me sirve.
Los paños menores de la historia es otra de las historias en las que el autor parece estar contando algo que sucedió de verdad. En este caso, una anécdota protagonizada por el padre del narrador del relato cuando la familia vivía en una de las ciudades más pequeñas de Bulgaria a finales de los años setenta. Aquí sí se nos dice el tiempo y el lugar. Y ese contexto importa. Importa porque lo que es una aparentemente trivial anécdota que puede resultar hasta cómica dice en realidad mucho más.
También dice mucho más de lo que su brevísima extensión da a entender Mosca en el urinario, una brevísima comparación entre los urinarios alemanes y los búlgaros de los años noventa cuyo final el autor se calla elegantemente y el lector imagina fácilmente. Sí, interrumpe la historia Gospodínov porque «las analogías se tornan alegorías. Ya ninguna historia es inofensiva».
«Creo que todas las historias, ya sean sobre moscas, enamorados o sobre un alma cochina en Navidad, son importantes. Cada historia merece ser narrada y escuchada», nos dice el autor en el ya mencionado prólogo. Y sí, hay una historia en este libro narrada por el alma de un cerdo. Y sí, a Gueorgui Gospodínov todas las historias le deben de parecer dignas de ser narradas y escuchadas, pues variopintas son las reunidas en este libro y, amén de las aparentemente inventadas por él y de las aparentemente inspiradas por su infancia o por el contexto políticosocial que le tocó vivir, no faltan en él las meras anécdotas elevadas —al ir pasando de narrador en narrador— a la categoría de historias.
Acerca del robo de historias es un buen ejemplo de relato en el que el narrador narra una historia que le contó alguien, al cual, a su vez, se la contó otra persona. No se encuentra entre los relatos que más me han gustado de este libro, pero sí que me parece muy oportuno que Impedimenta haya apostado por robar a su vez su título para presentar a los lectores españoles las historias del escritor búlgaro.
El tercero y La pesadilla de una dama son en este libro, en cambio, paradigmas de relatos netamente de ficción en los que no solo las historias narradas sino también el cambio de la primera a la tercera persona en la voz narrativa acrecienta esa sensación. El primero de ellos narra la historia de una mujer que presiente que algo o alguien la observa y no sabe cómo decírselo a su marido. El segundo es un sueño deliciosamente aderezado por sus descripciones culinarias con un amargo regusto a pesadilla que le hace guiños a Virginia Woolf y a Sylvia Plath y que a nivel estilístico me regala algún que otro bello detalle.
Os he hablado de la historia sobre las moscas, os he confirmado que hay un relato sobre un alma cochina en Navidad y, ya que estamos, os cuento que el relato de enamorados al que hace referencia Gospodínov en su prólogo lleva por título Peonías y nomeolvides y que es una historia preciosa sobre lo que pudo ser y no fue y sobre los encuentros a destiempo, y que incluye, además, un beso de esos de película que se sienten «Como si fuera la última vez, [...], y eso que nunca había habido una primera». En ese relato leo: «Más tarde, él no sería capaz de recordar quién de los dos había sido el primero en tener la idea salvadora (según pensó entonces) de inventarse recuerdos comunes, de imaginar toda su vida de antes de conocerse, y la de después. Un tímido intento de vengarse del destino que los había unido sin piedad por un momento, solo para volver a separarlos». Reincide este relato, por tanto, en la necesidad del ser humano de contarse historias, en la idea de la invención y la ficción como salvavidas.
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El monte Sakar en Bulgaria, fotografía de Evgeni Dinev bajo licencia CC BY-SA 4.0 |
Una segunda historia es otro relato que sucede en un tren y que se lee también con una sonrisa en los labios. Su pronta previsibilidad no le resta valor sino que acrecienta el disfrute, pues es una previsibilidad que parece buscada por el autor para hacer así cómplice al lector.
Son veinte los relatos reunidos en tan solo ciento sesenta páginas, así que muchas son las historias contenidas en este libro que dejo sin comentar. No obstante, no puedo finalizar esta entrada dedicada a Acerca del robo de historias y otros relatos sin hablaros de Gaustín. De hecho, «Las ediciones alemana y checa del libro adoptaron el título de Gaustín, o el Hombre de los muchos nombres» —relato, este, protagonizado por Gaustín— según cuenta el autor en el prólogo (el título original de este libro, por si a alguien le interesa, es Y otras historias). A Gaustín lo conozco en El hombre de los muchos nombres, me lo encuentro como personaje secundario —un cameo literario, más bien— en Acerca del robo de historias y me vuelvo a encontrar con un personaje que responde al mismo nombre en Gaustín, relato que cierra este libro. No es Gaustín el hombre sin nombre de El regalo tardío, por más que a mí se me antoje que lo es. El hombre de los muchos nombres, El regalo tardío y Gaustín suben para mí al pódium de honor de los relatos que forman este libro.
Gaustín amanece un día llamándose Gosho, otro Socrates, otro Platón; por eso es el hombre de los muchos nombres. Es uno de esos locos inofensivos que de repente irrumpen un día en una pequeña ciudad cualquiera, acostumbran a sus ciudadanos a verlo deambular por ella y se se van colando por los recovecos de la idiosincrasia de la comunidad hasta llegar a ser parte de su acervo cultural. Todo el mundo los conoce. Todo el mundo ha oído hablar de ellos o cuentan historias que protagonizan. Y, aun después de la muerte o desaparición de estos, se sigue hablando de ellos. Son patrimonio oral hereditario de un lugar que pasa de generación en generación. La historia de El hombre de los muchos nombres se la cuenta al narrador un amigo de la familia. En ella ese amigo se encuentra con otros reunido una Nochevieja en un garaje reconvertido en bar. En estas llega Gaustín —que ese día es Socrates— y lo invitan a unirse a su mesa. El amigo estaba contando una historia, por lo que deciden continuar con el juego. «[...] cada uno tendría que contar la historia de su primer bochorno, o la historia personal de su primer naufragio, según lo expresó Sócrates».
También es Nochevieja en El regalo tardío, pero no hay calor humano en ese relato, no hay reunión de amigos. Hay, en cambio, una calle solitaria, un vagabundo y un frío digno de la noche invernal que es. El título del relato hace referencia a que «Aquello que realmente quieres nunca llega. Aunque no es exactamente así. Lo peor es que no es así». Lo peor es que a ese vagabundo le llega esa noche que no es tan solo la última del año sino también la que da paso a un nuevo milenio aquello que tanto había anhelado. «Lo tenía en mis manos y me sentí triste, muy triste. Me senté y rompí a llorar, pero a llorar, sin saber por qué. [...] De qué me servía ahora, qué iba a hacer con ella. Si algo no ocurre cuando lo quieres, es mejor que no ocurra nunca. Ahora es lo mismo. Nadie te hace ni caso en toda tu vida, y mucho menos se paran a filmarte, y ahora, justo en Nochevieja…» Ahora, ese hombre se siente por fin importante. Y no solo porque siente que le están prestando atención, sino porque también siente que tiene una responsabilidad. «Tenía una misión. La ventisca aumentaba, la nieve ya no caía mansamente, sino formando remolinos sobre las aceras. Él ya no hablaba, solo estaba allí, mirando la pantalla, ofreciendo su imagen a la persona que tenía enfrente, manteniéndola, como se mantiene un fuego a punto de apagarse». Es un hombre solo, en Nochevieja, cargando con el peso de una responsabilidad. Es un hombre solo, en una calle desierta, resistiendo ese peso porque, ahora que por fin ha recibido ese regalo con el que no sabe qué hacer, no quiere decepcionar. Es un hombre invisible víctima de una macabra broma del destino que le promete visibilidad. Es una historia triste y dura que me ha hecho no poder apartar la mirada de ese hombre condenado a extinguirse con el fin del milenio. Ojalá ese hombre sin nombre hubiera podido sentir mi mirada acompañándolo. Ojalá hubiera sabido que para mí no ha sido invisible.
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Estación de tren en Bulgaria, fotografía de Herman Beun bajo licencia CC BY-NC-ND 2.0 |
Algo que no os he contado es que Gueorgui Gospodínov escribe con mucha naturalidad. Escribe así como quien no quiere la cosa, sin más pretensiones que la de contarnos una historia: algo que le ha pasado, que le han contado, una simple anécdota que en ocasiones incluso parece un chiste, pero que, sin embargo, termina por revelar una oculta complejidad. Sucede así que, a menudo, sus historias son vehículo para contarnos otra cosa. «Feliz lectura y gracias por existir. No hay más», concluye el autor ese ya manido prólogo que, aunque pueda parecer lo contrario, en realidad es muy breve, como breves son todos los relatos que le siguen. Con ese no hay más parece decirnos que no hay más que su gusto por contar historias. Con ese no hay más parece decirnos que no hay más que el implícito pacto entre escritor y lector de disfrutar las historias (el escritor contándolas y el lector escuchándolas). Pero ese no hay más a veces es mucho más.
Gaustín parece una historia sencilla. Sin embargo, poco a poco, consigue intranquilizar y perturbar. El final me deja desconcertada y no porque sea un relato de esos que te dejan con la sensación de no haber alcanzado a aprehender la historia en su totalidad. Al contrario, Gaustín se comprende perfectamente. El desconcierto viene por no haber podido averiguar (como tampoco ha podido ese otro personaje que es el narrador) si lo del imperteneciente Gaustín es broma, si es locura o si es algo que comenzó como un juego y terminó por confundir con la realidad. El desconcierto se acrecienta porque cualquiera de las opciones por la que nos inclinemos nos incomoda por igual. Nos incomoda porque nos involucra. Porque el narrador nos ha puesto en su piel. Porque Gaustín, por imperteneciente, nos pertenece a todos. Porque quisiéramos sacudírnoslo de encima, pero no podemos. Es soberbio lo que consigue Gospodínov con esta historia. Es, sin duda, un cierre espectacular para este libro. Un libro que, como os he venido contando, lo mismo tiene su punto cómico que nos saca una sonrisa, nos deja mudos con su incontestable realidad o destila cierto toque mordaz. En ocasiones, incluso consigue transmitir varias de esas sensaciones a la vez. Y, sin embargo, el final elegido se siente como un guantazo que nos deja aturdidos y sin saber reaccionar.
Acerca del robo de historias y otros relatos es un interesante muestrario de la narrativa de Gueorgui Gospodínov con varios destellos que me han dejado con muchas ganas de seguir conociendo al autor a través de sus novelas. Han llegado estas a España de la mano de Fulgencio Pimentel, editorial de la que nada he leído pero que conozco por tener a Serguéi Dovlátov en catálogo, al que, por cierto, a ver si me vuelvo a acercar de una vez. Es un libro que aboga por la conservación de historias, por que ninguna —por más nimia, cotidiana o prescindible que pueda parecer— se pierda. Y es que estamos hechos de historias. Nos contamos a través de ellas. Nos inventamos, nos transformamos y nos desnudamos. Sin historias somos vacío. Sin historias estamos condenados a desaparecer. El que no tiene historias tiene que robarlas. Que le pregunten si no al hombre de los muchos nombres y de las pocas historias.
«En todo caso, le llegó el turno a Sócrates. Guardó silencio durante un minuto o dos y, cuando todos pensábamos que iba a empezar, inesperadamente rompió a llorar. Montó un buen berrinche, como un niño pequeño, las lágrimas le rodaban de los ojos, y no sabíamos qué hacer. Al rato se calmó, se secó el rostro con la manga y dijo que no disponía de ninguna historia personal. Dijo que podía contar las historias de todos los libros que había leído, departir hasta el alba e interpretar las historias que acababa de escuchar, pero, por mucho que hurgase en la memoria, no podía sacar ni una sola historia personal.Y nuestras historias personales son las únicas jugadas, eso fue lo que dijo, las únicas jugadas de las que disponemos para prolongar, aunque sea un poco, una partida con un final anunciado. Y, aunque estratégicamente hayamos perdido el juego, las jugadas baldías de nuestras historias siempre pospondrán el final. Aunque sean historias de naufragios, dijo Sócrates y sonrió, y sus ojos seguían húmedos. Ninguno de nosotros sabía entonces que aquel iba a ser nuestro último encuentro».
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Según cuenta la traductora de este libro en nota al texto, «Diado Mraz, o Abuelo Escarcha, es la versión búlgara de Ded Moroz, abuelo de barba blanca que trae regalos a los niños en Nochevieja, y cuya imagen procede de la mitología eslava». Fotografía de Off from de train bajo licencia CC BY-NC-SA. 2.0. |
¡Qué reseña tan completa! Leí este libro de relatos y estoy absolutamente entusiasmada con él. Coincido absolutamente con las opiniones expresadas en esta reseña. Mi enhorabuena
ResponderEliminarQue la primera revelación sobre el más allá le venga a alguien mientras está sentado en el retrete me parece una genialidad. No sé si es el inicio del libro, pero ya solo esa frase hace que merezca la pena. Como esa idea de que no hay historias inofensivas. O ese personaje que puede ser Gosho, Socrates o Platón.
ResponderEliminarCada vez me voy acostumbrando más a la idea de que no importa lo que de ficción o de realidad haya en novelas o relatos. Si la ambientación está bien y en encuadre histórico y político es el adecuado, todas las historias son reales (o podrían serlo, que no deja de ser lo mismo). Anotado queda este libro que compaginaré con alguna novela. Me gusta meter libros de relatos entre las novelas.
Un beso.