La lucecita - Antonio Moresco

Será porque recientemente he estado reubicando los diferentes ejemplares y adaptaciones de El principito que tenemos en la sala infantil de la biblioteca en la que estoy trabajando que me he acordado de ese pequeño gran libro en cuanto he comenzado esta otra joyita que os traigo hoy. Será porque aún estaba bajo el influjo de las ilustraciones de Antoine de Saint-Exupéry que ha sido empezar esta lectura e imaginarme a su protagonista y narrador como el único habitante de un planeta solitario. Lo veo ahí sentado, afuera de la casa que le da cobijo, las patas de la silla de hierro sobre la que descansa clavadas —como el mismo cuenta— en la tierra, la mirada perdida en el vasto horizonte y en el inconmensurable entorno, la curiosidad —¡ah, la curiosidad!—, la interrogación, la turbación, el asombro, quizá la esperanza prima hermana del miedo a merced de un destello luminoso, de una señal lumínica de origen humano que, día tras día, o, mejor dicho, noche tras noche, aparece tras las cumbres exactamente a la misma hora y en un lugar en el que no debería de haber nada o en el que, mejor dicho, no debería de haber nadie.

«He venido aquí para desaparecer, en esta aldea abandonada y desierta de la que soy el único habitante». 
«Ni rastro de vida humana.
Sólo cuando la oscuridad se hace aún más densa y empiezan a iluminarse las primeras estrellas, al otro lado de esta estrecha garganta cortada a plomo, en un trecho más llano de la cresta de enfrente, hundido entre los bosques como una silla de montar, cada noche, cada noche, siempre a la misma hora, de repente se enciende una lucecita».

El hombre no vive en un planeta extraño, como habéis podido comprobar. Es a un pueblo abandonado a donde se ha retirado a vivir. Es el único habitante de un lugar que paulatinamente ha ido deteriorándose y en el que la vegetación crece cada vez más a sus anchas. Flora y fauna son su única compañía. Por el día se fija en cosas como la corteza de ciertos árboles que son un híbrido de vida y muerte o como el loco comportamiento de las golondrinas. Por la noche, asiste alerta al concierto de sonidos secretos del bosque que orquestan las criaturas nocturnas. Y cuando día y noche se cruzan en su incesante carrera de relevos, allí, al otro lado de la garganta, en el mismo lugar y a la misma hora, invariablemente aparece la lucecita.

No sabemos por qué el hombre vive solo. No sabemos cómo ha ido a parar a esa aldea abandonada. Si acaso es la suya una soledad buscada (si acaso alguna soledad es buscada). Si tal vez ha decidido apartarse de toda vida humana. Porque de lo que es la vida es imposible sustraerse. Brota insistente por doquier. El hombre lo sabe. Parece ser especialmente sensible a ello. Se siente confuso ante tanta promiscuidad. Agobiado, impotente, devastado. Pregunta a otros seres vivos al respecto, pero no le responden. Se pregunta a sí mismo, pero no sabe qué responderse.

«¿Por qué toda esta mísera y desesperada ferocidad que lo desfigura todo? ¿Por qué todo este hormiguear de cuerpos que tratan de agostar a los otros cuerpos succionándolos con sus miles y miles de raíces desatadas y sus pequeñas y demenciales ventosas, para desviar hacia sí su potencia química, para crear nuevos frentes vegetales capaces de aniquilarlo todo, de masacrarlo todo? ¿Adónde puedo ir para dejar de ver ese estrago, esa irreparable y ciega contorsión a la que han llamado vida?»

«Todas esas vidas que se aprisionan unas a otras, esa creación continua de colonias para ocupar porciones de territorio cada vez mayores y sustraerlas a los demás. ¿Por qué? ¿Por qué?»

Yo me bajo del planeta en el que comencé esta lectura y me adentro en el bosque. Me dejo succionar por la tierra y absorber por las raíces. Vida y muerte por doquier. Infinito ciclo de la vida. Me parece estar en un libro de Pilar Adón. Me parece haber vuelto a De bestias y aves. Después, emerjo de nuevo a la superficie. Regreso a la aldea en la que vive el hombre. Paseo por los mismos caminos que él siguiendo su rastro y pisando sus pisadas. Me siento en su silla de hierro. Casi puedo sentir sus patas clavándose en la tierra. Espero a que comience a caer la noche. Sé bien a dónde dirigir la mirada. Allí, entre los árboles, al otro lado de la cresta, como cada noche, se enciende la lucecita.

Como aproximádamente cada semana, el hombre coge el coche y se dirige a un pueblo cercano a por avituallamiento. Allí pregunta por el lugar. Ese que desde la casa, sentado afuera en la silla de hierro que clava sus patas en la tierra, allí entre los árboles y al otro lado de la garganta, señala cada noche ante sus ojos la lucecita. Inquiere a los lugareños que en ese momento están en la tienda si saben de alguien que pueda vivir por allí. Le dicen que eso es imposible. Alguien aventura que tal vez se trate de un OVNI. Dice que por la zona ha habido avistamientos. Que incluso hay un experto que vive en una aldea cercana. Le da hasta las señas. El hombre decide ir y yo ya no sé si voy a reaparecer de nuevo en el planeta de El principito o si voy a regresar en cambio a la Ribadesella de Jon Bilbao en Los extraños, pero, donde termino por aparecer, cual si hubiera recorrido un túnel espaciotemporal y me hubiera teletransportado, es en un cuento de Agota Kristof e incluso por momentos en la película de Amenábar Los otros, porque a donde el hombre también decidirá ir es a ese otro lugar que cada noche, a la misma hora, entre los árboles y al otro lado de la garganta que se divisa desde su casa, señala la lucecita.

Torch, fotografía de The Wandering
Angel
bajo licencia CC BY 2.0
Lo estoy haciendo otra vez. Me estoy yendo por los cerros que separan la casa del hombre de la lucecita, por las ramas de los árboles del bosque colindante a esa aldea abadonada. Estoy llenando la reseña sobre un libro de otros libros que a quienes no los hayan leído poco les podrán decir del libro en cuestión. Para más inri, las lecturas que han acudido a mi mente mientras leía esta novela poco se parecen a ella. Antonio Moresco es mucho más sencillo de leer que Pilar Adón. La lucecita es mucho menos cruel que un cuento (o que cualquier novela) de Agota Kristof, aunque no por ello esté exenta de dureza (y, si se piensa, mucha). El tesorito que he tenido entre mis manos es pura maravilla. Es como un cuento hermoso y triste. Te acoge desde el primer momento, o más bien te absorbe como si fuera una de esas raíces que tanto pavor e incredulidad (o demasiada credulidad) provocan en su protagonista. Te traslada de inmediato a sus escenarios y a su trama. Te envuelve y no te suelta. Penetra en ti como el agua en la tierra, recorre tu sistema circulatorio y nervioso y no encuentra vía de evacuación porque no la busca, porque lo que hace es inocular algo en ti que no sabes lo que es, porque no sabes qué es lo que ha sembrado en ti. Llegas a la última página de este libro y no puedes salir de él. Y no querrías irte de él aunque pudieras. Y no sabes lo que has leído. Y no sé lo que he leído (o no quiero saberlo). Y no sé cómo contároslo. Y, lo que es peor, no sé cómo transmitíroslo. No sé cómo hacer para que en cuanto acabéis de leer esta reseña corráis a haceros con La lucecita. Es más, no sé qué hacéis leyéndome a mí cuando podríais en este momento estar leyendo a Antonio Moresco.

Sobre esta novela el escritor italiano le cuenta por carta a su editor que «es una historia emanada de una zona muy profunda de mi vida, es como una pequeña caja negra. Hablándote de esto que me apremiaba por dentro y de lo que estaba a punto de empezar a escribir, una tarde te dije que para mí sería, en cierto sentido, testamentario, que si me muriera al día siguiente de haberlo escrito sería mi testamento. No porque lo considere más significativo e importante [...], sino precisamente por su particular naturaleza íntima y secreta». Parece ser que la historia que el autor narra en La lucecita se desgajó de otra obra que estaba escribiendo y tomó vida propia. Todos los títulos de Moresco que él mismo cita en esta carta que se incluye en este libro están en su idioma original. Supongo que ello se debe a que es un autor que apenas se ha traducido al español y a que además hace ya varios años que Anagrama apostó por este título. De Moresco en español —además del título que nos ocupa— solo tengo noticia de La cebolla —que aterrizó en España hace también ya unos cuantos años de la mano de una editorial completamente desconocida para mí como es Melusina— y de la recientemente traducida por Impedimenta Los comienzos, la cual es la primera entrega de lo que parece ser una trilogía. Tanto de este nuevo proyecto editorial de Impedimenta como de Antonio Moresco y La lucecita supe por Ana Blasfuemia. Por ella supe también que a Moresco se le compara, entre otros ilustres escritores, con Cărtărescu, y yo es leer Cărtărescu (y tener también la criba lectora de Ana Blasfuemia, para qué nos vamos a engañar, que vale más la opinión de un lector afín en mano que cientos de reclamos publicitarios volando) y dejarlo todo (metafóricamente hablando, por supuesto, pues he tardado como un año en ir al encuentro del señor Moresco). La forma de escribir de Moresco y de Cărtărescu no se parecen en nada, pero sí que hay un momento, hacia el final de la novela del italiano, en que me acuerdo del escritor rumano, en concreto de la última parte de ese flipe que parece venido de otro planeta que es Nostalgia. Y, si me pongo a pensar, hay más puntos en común entre ambos escritores.

Me siento, pues —también metafóricamente—, en una silla de hierro y espero. Espero a que Impedimenta concluya (espero) su proyecto respecto a la trilogía de Moresco para dar comienzo a Los comienzos. Quién sabe si mediante me dé por ver si hay manera de hacerme con La cebolla. Deseo entre tanto haberme dejado ya por fin cegar por Cegador, esa otra trilogía —en este caso de Cărtărescu— que tengo desde hace tiempo en el punto de mira. Espero, sí, pero no desespero. Paciencia tengo, así como deseos lectores para llenar mi espera en esa silla y en esa intemperie que es la lectura. Y tengo también, allí, al otro lado de la garganta, entre los árboles e inevitable, la lucecita. Esa lucecita que no sé si es faro o condena. Esa lucecita que me dice ven. Que me dice léeme.

«Siguen muriendo y renaciendo, muriendo de nuevo, todo dentro del mismo círculo de dolor creado. Sus células vegetales siguen luchando desesperadamente y reproduciéndose y duplicándose en silencio, y así seguirán haciéndolo incluso cuando los hombres ya no estén, cuando hayan desaparecido de la faz de este pequeño planeta perdido en las galaxias, existirá sólo todo este tormento de células que luchan y se reproducen, mientras todavía llegue un poco de luz de nuestra pequeña estrella».

«Y un día se encenderá también allí al lado otra lucecita... [...] Habrá dos lucecitas en lugar de una sola. Y yo la veré desde aquí y me diré: “Ya está, esta terrible soledad se ha acabado. ¡La expiación ha terminado!”»

Lonely chair, fotografía de CJ 1000 bajo licencia CC BY-NC-SA 2.0





Ficha del libro:
Título: La lucecita
Traductor: Francisco José Ramos Mena
Editorial: Anagrama
Año de publicación: 2016 (2013)
Nº de páginas: 176
ISBN: 978-84-339-7943-8





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Comentarios

  1. Pues no conocía al autor, pero ya me has encandilado. Fíjate que las historias que tratan de un ser solitario no suelen apetecerme. me dan un poco de claustrofobia y más si en lugar de vivir en una ciudad lo hacen en un lugar silvestre. Y sin embargo, no sé cómo me has contado esta historia o qué he visto en ella que me llama mucho la atención. Además por si La lucecita fuera poco me encantan las trilogías y esa que se anuncia por parte de Impedimenta me la apunto ya mismo.
    Un beso.

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