El porvenir es largo - Louis Althusser

«De pronto me veo levantado, en bata, al pie de la cama en mi apartamento de l'École Normale. Una luz gris de noviembre —era domingo 16, hacia las nueve de la mañana— entra por la izquierda, por una ventana alta, encuadrada desde hace años por unas cortinas muy viejas, rojo imperio, desgarradas por el tiempo y quemadas por el sol, e ilumina los pies de mi cama.
Frente a mi: Hélène, tumbada de espaldas, también en bata.
Sus caderas reposan sobre el borde de la cama, las piernas abandonadas sobre la moqueta del suelo.
Arrodillado muy cerca de ella, inclinado sobre su cuerpo, estoy dándole un masaje en el cuello. A menudo le doy masajes en silencio, en la nuca, la espada y los riñones: aprendí la técnica de un camarada de cautiverio, el amigo Clerc, un futbolista profesional, experto en todo.
Pero en esta ocasión, el masaje es en la parte delantera de su cuello. Apoyo los dos pulgares en el hueco de la carne que bordea lo alto del esternón y voy llegando lentamente, un pulgar hacia la derecha, otro un poco sesgado hacia la izquierda, hasta la zona más dura encima de las orejas. El masaje es en V. Siento una gran fatiga muscular en los antebrazos: es verdad, dar masajes siempre me produce dolor en el antebrazo.
La cara de Hélène está inmóvil y serena, sus ojos abiertos, miran al techo.
Y, de repente, me sacude el terror: sus ojos están interminablemente fijos y, sobre todo, la punta de la lengua reposa, insólita y apacible, entre sus dientes y labios.
Ciertamente, ya había visto muertos, pero en mi vida había visto el rostro de una estrangulada. Y, no obstante, sé que es una estrangulada. Pero, ¿cómo? Me levanto y grito: ¡He estrangulado a Hélène!»

El libro que os traigo hoy es una autobiografía. Digo autobiografía por calificarlo de alguna manera. Además, para ser exactos, no se trata de una autobiografía, sino de dos. La primera de ellas fue escrita por su autor en 1985 y lleva por título El porvenir es largo; la segunda, en 1976 y se titula Los hechos. Ambas se publicaron póstumamente en 1992. En el centro de esa década que separa la redacción de ambos relatos brota esa mañana de 1980 que se tornó oscura noche, ese domingo 16 de noviembre en el que un hombre en bata toma consciencia de que acaba de estrangular a su esposa.

Louis Althusser (Bir Mourad Raïs, Argelia, 1918-París, Francia, 1990) fue un conocido filósofo marxista francés. Para mí, era un completo desconocido hasta que supe de él, de su enfermedad mental y del fatal destino de su esposa, Hélène Rytmann, hace un par de años durante mi lectura del libro de Rosa Montero El peligro de estar cuerda. Para sus contemporáneos y compatriotas, supongo que era lo suficientemente conocido como para que el negro suceso que coprotagonizó supusiera un shock y todo un revuelo mediático.

De acuerdo con su estado mental y con la legislación vigente (al menos en 1980) en Francia, Althusser no fue juzgado. Se vio privado, así, no solo de una posible condena sino también del derecho de defensa. El reo o acusado puede defenderse. Si es declarado inocente, puede alzar la cabeza. Si, por el contrario, es declarado culpable, puede al menos eximir su culpa a través del cumplimiento de condena. Eso en teoría, por supuesto, pues la opinión pública y lo que en ella haya de inculpatorio, condenatorio o absolutorio sigue sus propios ritmos y derroteros. 

Althusser no tuvo juicio, ni veredicto, ni condena. No estuvo en prisión. Pasó tres años internado en dos centros psiquiátricos durante los cuales se vio privado de su personalidad jurídica. El único juicio que tuvo fue el de la opinión pública, al que en este caso ni siquiera puede considerárselo como paralelo. La redacción de El porvenir es largo supuso para él el ejercicio de su derecho de defensa. Su lectura, sin embargo, no parece estar destinada al público general. Dice en su narración que la escribió en primer lugar para sus amigos y después para él. Y pide perdón a sus lectores, probablemente por no ser estos los principales destinatarios de su autobiografía, aunque, una vez terminada su lectura, siento que el perdón también podría pedírsenos por un texto cuya lectura se vuelve por momentos dificultosa.

Lo que Althusser hace en la primera de sus autobiografías (cronológicamente la segunda) es psicoanalizarse, y a los lectores no versados en la materia (entre los cuales me incluyo) ese psicoanálisis puede agotarles. Probablemente puede hacerlo ya en los pasajes personales de la biografía del autor y sin duda lo hará en las muchas páginas que el mismo dedica a hablar de filosofía y política. No negaré que en ocasiones seguirle el discurso ha sido para mí tarea ardua, pero tampoco que hasta en las partes más densas algo de interés he sacado. Ciertamente no considero la de este libro una lectura para un lector común (entre los cuales me vuelvo a incluir), pero sí creo que puede merecer el esfuerzo para aquellos lectores que tengan ciertos intereses concretos (entre los cuales, una vez más, me considero). Mi interés al adentrarme en este libro no ha sido otro que el de indagar en lo que sucede en la mente de un hombre, de una persona, para despertarse un día y estrangular sin más a la persona que durante décadas ha sido su compañera y a la que además dice amar profundamente. Sé que en ese sin más tiene que haber mucho más. Y no negaré haberme ido de esta lectura sin respuestas y aun con más preguntas que con las que llegué. Pero bien sé que cada nueva pregunta abre un poco más el cerco de ese negro abismo que es la locura. Preguntarse puede ser también una forma de saber y de aprender.

Si la vida de Louis Althusser fuese una novela podríamos decir de ella que desde el principio estuvo marcada por la muerte. Hay ausencias que son presencias silenciosas y la ausencia del tío Louis, a quien el filósofo francés no conoció pero debe su nombre de pila, fue una ausencia no solo presente sino también constante. Al menos, así lo recuerda Althusser. O al menos, así lo sintió. Bien sabido es que los recuerdos no siempre se ajustan a la realidad. En cuanto a la interpretación que de ellos se haga, más aún cuando de sentimientos y comportamientos ajenos se trata, no necesariamente tiene por qué ser acertada. Pero lo que Louis Althusser pretende con su narración es recorrer el camino que le llevó hasta esa fatídica mañana del 16 de noviembre de 1980 y, por tanto, su autobiografía se asienta sobre los recuerdos que lo marcaron y sobre la posterior interpretación que de ellos hizo para analizarse. Él mismo nos advierte de que «las alucinaciones también son hechos».

El de la madre y el tío de Louis Althusser fue un compromiso matrimonial concertado entre las respectivas familias. Ella era lo que podría decirse un alma pura que rechazaba todo lo corpóreo y material. Su prometido parecía estar hecho a su imagen y semejanza. El carácter de ambos jóvenes parecía presagiar un feliz matrimonio, pero el muchacho se fue a la guerra y no volvió. El que sí regresó de la Primera Guerra Mundial fue su hermano Charles, que le propuso a la que habría de ser su cuñada sustituir a su difunto hermano en el enlace matrimonial. La joven aceptó. No era algo infrecuente en la época ni tampoco formaba parte del carácter de la madre de nuestro protagonista rebelarse o tomar decisiones propias. Charles era muy diferente de su hermano y para él el cuerpo y lo físico sí tenía importancia. Su flamante esposa —siempre según palabras de su hijo Louis Althusser— experimentó la consumación del matrimonio como una violación y no parece que tal sentimiento mejorara en las sucesivas relaciones conyugales. Además, por exigencias de su marido, tuvo que dejar su trabajo de maestra que tan feliz le hacía, lo cual llegaría a sentir como un sacrificio. Charles Althusser era un hombre complejo: sin estudios, pero lo suficientemente inteligente como para abrirse paso laboralmente y ascender en el sector bancario; hablador, bromista (incluso hiriente) en las relaciones sociales, pero enigmático en las distancias cortas y silencioso en la casa. Su hijo Louis declara haber sentido temor en su presencia. Charles dejó claro desde el principio que la casa, los hijos y la educación de estos eran territorio exclusivo de su esposa, lo cual dejó al pequeño Louis y a su hermana a expensas de los miedos de esta. El miedo a la enfermedad, la protección frente a la mala influencia de los demás o la aversión a todo lo relativo al cuerpo y al sexo formaron parte del caldo de cultivo en el que se criaron los dos hijos del matrimonio. Así, Louis Althusser crece sin apenas amigos y con una gran confusión sexual, ocurriendo lo que a menudo sucede con todo lo que se mantiene opaco, que termina por provocar atracción y fascinación.

Aunque las páginas de este libro no se circunscriben ni mucho menos a la infancia de su autor, sí que este localiza en ella el germen de sus problemas. Si el tío Louis, ausente por difunto, fue una presencia determinante en su vida, el padre y la madre de Althusser, presentes por progenitura y por convivencia, fueron una ausencia aún más determinante en la vida del filósofo. Los momentos felices en la infancia de Althusser y de plena libertad se dan bajo el techo de sus abuelos maternos y en el entorno rural en el que estos vivían. La no existencia de una figura paterna y materna constructivas originan el fantasma de su propia falta de existencia. Sus crisis mentales y sus erráticos comportamientos responden a su necesidad de demostrar esa falta de identidad, ese no ser. Los fantasmas personales que identifica en su autoanálisis son la soledad, la responsabilidad y el dominio. Durante toda su vida tiene miedo tanto a ser abandonado como a verse expuesto públicamente en su desnudez, es decir, a que sus imposturas queden al descubierto. Se considera un impostor tanto con sus maestros, como con sus colegas, sus estudiantes y también en sus relaciones personales, es decir, un seductor y embaucador. Siente rechazo a que nadie tenga ideas propias sobre él que no se correspondan con las que él inconscientemente proyecta, por eso, en cualquier tipo de relación, ha de ser él quien tome la iniciativa.

El primer ingreso en un hospital psiquiátrico de los muchos que padeció en su vida se produce en 1947 como consecuencia de una depresión. A los procesos depresivos los seguían episodios de hipomanía de los que el filósofo relata que era capaz de hacer cualquier cosa. Por ejemplo, podía darle por robar, no por un afán de posesión sino simplemente para probar que era capaz de hacerlo. También se lanzaba a la conquista de mujeres a las que tenía por costumbre presentar a Hèléne con el objetivo de contar con su aprobación, algo que a ella la exasperaba. Un episodio concreto acontecido en Grecia que el filósofo relata en su autobiografía estuvo a punto de llevarla al límite. Curiosamente, la primera vez que Louis Althusser mantuvo relaciones sexuales, cercano ya a la treintena, fue con la que se convertiría en su esposa, lo cual desencadenó una nueva crisis y el consiguiente ingreso psiquiátrico.

Escuela Normal Superior de París, en la que Louis Althusser estudió y trabajó.
También vivió allí durante gran parte de su vida hasta la fatídica mañana del 16 de noviembre de 1980.
“La Universidad de París y la Sorbona. Ecole Normale Supérieure [diciembre de 1940]: entrada en 45, rue d’Ulm”, 1940, 
Biblioteca Digital de la Sorbona , consultado el 20 de septiembre de 2024, https://nubis.bis-sorbonne.fr/ark:/15733/444b
Derechos: Licencia abierta de Etalab

En 1980 Louis Althusser es operado de una hernia de hiato. El resultado de la intervención es satisfactorio, pero poco después el paciente sufre una nueva depresión. Es solo una hipótesis, pero esa depresión pudo estar originada por la anestesia (por lo que he podido averiguar, pues el dato me llamó la atención, la anestesia general puede producir depresión en pacientes con antecedentes depresivos). En cualquier caso, se trataba de una depresión aguda, diferente a las anteriores. Se decide un nuevo ingreso pero en este caso en una clínica que no es la habitual. El hecho de que los directores de esta hubieran cambiado inclina al analista de Althusser a facilitarle los desplazamientos a Hélène recurriendo a una clínica más cercana. Allí le administran un antidepresivo (imao) que ya había tomado con anterioridad pero que en esta ocasión le provoca unos efectos secundarios que nunca había experimentado: confusión mental, onirismo y persecución suicida. Althusser no recuerda los delirios que sufrió, siendo el personal médico de la clínica y los amigos que lo visitaron los que más tarde se los relatarían. El entorno desconocido de la nueva clínica no ayuda al filósofo. En sus anteriores ingresos se había sentido seguro y protegido, como una pupa en su capullo ajena al mundo exterior (también consideraba la Escuela Normal Superior de París, en la que primero estudió, después enseñó y en la que vivió gran parte de su vida hasta la mañana en la que estranguló a su esposa, como un refugio). Se produce cierta mejoría tras un cambio de medicación, por lo que se decide su salida de la clínica. No obstante, sus amigos coinciden en que lo hizo en muy mal estado.

Los últimos días de convivencia del matrimonio podrían considerarse de auténtico infierno, de una olla a presión a punto de estallar. Siempre según el relato de Althusser, los hechos fueron más o menos los que siguen. Hélène le manifiesta que no puede vivir más con él y que quiere dejarlo. Él se desespera ante la idea del abandono. Ella comienza a pasar prácticamente todo el día fuera de casa y cuando está en el apartamento evita cruzarse con él o se encierra en alguna de sus dependencias sin permitirle el paso a su marido. A él, este abandono en el propio domicilio y en su presencia se le antoja aún más insoportable que el abandono real. Ella incide en la idea de que él es un monstruo para ella y llega a decirle que no le queda otra salida que matarse, incluso un día le pide que sea él quien la mate. El matrimonio vive sus últimos días prácticamente aislado. No abren la puerta a las visitas ni contestan llamadas telefónicas. Tan solo mantienen el contacto con su analista, que ambos comparten. Este recomienda la hospitalización de Althusser y lo arregla todo para que esta se produzca. No se sabe por qué Hélène le pide que espere y le conceda tres días. El analista le escribe pidiéndole que lo llame urgentemente, pero la mañana del 16 de noviembre Hélène yace muerta con la no mirada fija y la lengua sobresaliendo entre sus labios sin haber recibido la misiva, las manos de su marido en su cuello, el cual no muestra ninguna marca de estrangulamiento, y ninguna señal ni evidencia de pelea, violencia o defensa a su alrededor. Probablemente fue el aislamiento de la pareja lo que impidió que la carta llegara a tiempo. 

Estos hechos no se relatan en Los hechos, por mucho que el título de esa segunda y más breve autobiografía contenida en este libro pueda dar lugar a confusión, pues, evidentemente, no se puede narrar lo que está por venir y que además se desconoce que está por acontecer. Louis Althusser escribió esta en realidad primera autobiografía con el objeto de su publicación, aunque, finalmente, no fue publicada hasta después de su muerte. En ella no se psicoanaliza porque aún no ha nacido en él esa necesidad de justificarse y de defenderse, dado que aún no se ha producido el crimen por el que no se le acusará. Igualmente, las páginas dedicadas a su entorno profesional, su pensamiento, sus ideas políticas y su relación con el Partido Comunista vuelven a ser pródigas y, nuevamente, aunque no carentes de interés, son las de más árida lectura.

La lectura de los mismos hechos narrados por la misma persona pero en diferentes momentos y bajo diferentes circunstancias es sin duda un ejercicio interesante. Los recuerdos que de su biografía han quedado grabados en la mente de Louis Althuser me han quedado claros, dado que son prácticamente coincidentes en ambas biografías. Lo que cambia de una a otra es el detenerse más en unos o en otros; la falta de interpretación —lo que a mi entender les imprime una mayor frescura y naturalidad, así como humanidad— frente a la exhaustiva búsqueda de interpretación; algunas omisiones; nuevos detalles; y, aunque no una versión diferente, sí nuevos matices de un mismo recuerdo. Lo que más destaco de la lectura de esta segunda autobiografía respecto a la de la primera es la mayor expansión del autor al hablar de su cautiverio en un campo alemán durante la Segunda Guerra Mundial, la total omisión de sus deseos homosexuales durante la adolescencia y la detección por parte de Althusser de cierto afecto entre sus padres. «En estos dos recuerdos», concluye el autor respecto a un desfallecimiento del padre y una indisposición de la madre que despertó la preocupación de la una por el otro y viceversa y que rompió momentáneamente la incomunicación entre ambos o bien tornó en palabras una acostumbrada comunicación silenciosa, «hay una especie de hálito de muerte. Sin duda se amaban sin dirigirse jamás la palabra, en el mismo silencio que se produce a la orilla de la muerte y del mar. Entre ellos, no obstante, había algunas palabras a tientas para constatar que estaban allí. Era asunto suyo. Así y todo, mi hermana y yo lo hemos pagado terriblemente caro. A mí me costó mucho tiempo entenderlo». Se nos olvida a menudo a los hijos que, por mucho que de niños captemos mucho más de lo que los adultos a nuestro alrededor puedan pensar, sobre lo que no es asunto nuestro, ni ostentamos suficiente madurez ni disponemos de toda la información. No se le olvidó a Louis Althusser que lo que no es asunto nuestro a menudo puede tener mucha repercusión en lo que sí lo es.

La lectura de este libro me ha provocado sentimientos encontrados. No es objeto de esta reseña (ni motivo de mi lectura de este libro) juzgar a Louis Althusser, ni su vida, ni su persona ni mucho menos la muerte de Hélène Rytmann a manos de su marido. Intentar esto último, además, sería una osadía por mi parte. Él no recuerda, ella está muerta y la única información que tengo es la defensa de un no acusado que se dirige primero a sus amigos y después a él mismo. Con esos lectores a los que pide perdón, en cambio, corre el gran riesgo de errar. Su ejercicio de autoanálisis puede haberle ayudado a organizar sus ideas, así como en su recuperación una vez llevado a término su ingreso psiquiátrico, pero ese jurado popular que es la opinión pública y en este caso el lector común necesita también de cierta conexión emocional. En el relato de Althusser —incluso en Los hechos— predomina el pensador. Pocas veces deja entrever al hombre, a la persona. Confiesa su impostura, pero es como si diera cuenta de las prendas con las que se cubre sin desprenderse de ellas y revelar así su desnudez. Casi quinientas páginas de lectura y no conozco a Louis Althusser. Tal vez un relato ajeno a él y por tanto objetivo me arrojaría luz, pero tan solo sé de una biografía del filósofo, escrita por Yann Moulier Boutang —quien, junto con Olivier Corpet, corrió a cargo de la edición del libro que nos ocupa— la cual no está traducida al español. Por otra parte, ¿qué es lo que esperaba de este libro? ¿qué podría reprocharle exactamente a Louis Althusser? Como él mismo reflexiona: «¿cómo se puede hablar de la angustia que es realmente intolerable, toca el infierno, y del vacío que es insondable y espantoso?» Como un amigo le sugirió: «el inconsciente es como la calceta, basta con la lana, pero se pueden variar los puntos hasta el infinito». La mente humana es un misterio, creadora de intrincados tejidos e indisolubles nudos los cuales resultan a veces maravillosos, otras atroces, pero siempre asombrosos y fascinantes.

Hospital psiquiátrico de Sainte Anne, en París, en donde fue ingresado Louis Althuseer tras matar a su esposa.
Fotografía de Jmgobet bajo licencia CC BY-SA 3.0

Conocer más de esa mente era el único objeto de esta lectura. Irme de ella sin interesarme por Louis Althusser y su relación con Hélène Rytmann era una misión harto difícil que ni siquiera me he propuesto cumplir. Terminar una entrada sobre un libro cuyo origen está en un atroz acontecimiento sin apenas haberme detenido en la víctima es algo que no quiero hacer. No niego que Louis Althusser no fuera víctima de la enfermedad mental, sus experiencias vitales, los condicionantes de su infancia o de sí mismo, pero las víctimas a veces, consciente o inconscientemente, también son verdugos.

Hélène Rytmann fue miembro de la Resistencia Francesa. Después se dedicó a la sociología. Parece ser que tenía un carácter complejo que hacía que aquellos que no la conocían bien la juzgaran erróneamente. Tuvo su propia cuota de sufrimiento y (siempre según versión de su marido) su propio drama familiar durante su infancia y adolescencia. No es mucha la información que he encontrado sobre ella y si tuviera que escribirle un obituario no se me ocurrirían mejores palabras que las que ese esposo que la amó, la hizo sufrir y terminó con su vida le dedica en este libro, las cuales, aunque extensas, os ofrezco a continuación, lo cual nuevamente me deja con sentimientos encontrados.

«¡El rostro de Hélène! No sabría decir cómo me sobrecogió desde el primer instante, ni cómo me obsesiona aún. ¡Su rara belleza! Sin embrago no era bella, pero había en sus facciones una agudeza tal, una profundidad y vida tales, una tal capacidad también para pasar, de un instante a otro, de la belleza más total a la cerrazón más mural que me maravillaba y desconcertaba a la vez. Un amigo que la conoció muy bien me dijo que la había comprendido leyendo el verso de Trakl: «Schmerz versteinert die Swelle (El dolor petrifica el umbral)», y añadía que para Hélène habría que decir «Schmerz versteinert das Gesicht: El dolor petrifica el rostro». Aquel rostro esculpido por los rasgos, huellas esculpidas por un largo dolor de vivir en los huecos de las mejillas, las huellas de un largo y terrible «trabajo de lo negativo», de combate personal y de clase en la historia obrera y la Resistencia. Todos sus amigos muertos, Hénaffa a quien había querido, Timbaud, Michels, el padre Larue de quien se había enamorado, todos muertos, fusilados por los nazis, habían dejado en su cara las cicatrices de la desesperación y la muerte. La petrificación misma de su atroz pasado: ella era lo que había sido, «Wesen ist was gesesen ist: La esencia es lo que ha sido» (Hegel). Cuando ese amigo cita a Trakl y a Hegel, es como si volviera a verla. Aquella pobre carita totalmente encerrada en su dolor, a menudo abierta a la alegría, en lo que sus amigos llamaban su «genio de la admiración» (frase de Emilie, su amiga filósofa ejecutada en Siberia por el NKVD), su incomparable entusiasmo por los demás, su generosidad sin fin con ellos y en especial para con los niños, que la adoraban. Sí, «el genio de la admiración», era una frase de Balzac, que decía: «El genio de la admiración, de la comprensión, la facultad según la cual un hombre corriente se convierte en el hermano de un gran poeta». Estaba hecha así, capaz de estar por la atención, la comprensión del corazón y el genio de la admiración, al nivel de los más grandes, ¡y Dios sabe si los conoció y fue amada por ellos!
Pero aquel rostro tan abierto también podía cerrarse en la petrificación mural de un intenso dolor que le subía de las profundidades. Entonces no era más que piedra blanca y muda, sin ojos ni mirada y su cara se encerraba en una huida sin rasgos. ¡Cuántas veces! Y cuántas veces los que no la conocían bastante la han juzgado sin piedad, por algunas apariencias superficiales, como la mujer terrible que ella temía ser. Después, al cabo de un tiempo, quizás unos minutos, a menudo muchas horas e incluso un día o dos (era atroz pero infrecuente), su cara se abría de nuevo a la dicha del otro. Terrible prueba, sobre todo para sí misma y también para quienes estaban cerca, y antes que nadie para mí, porque entonces me veía abandonado por ella. Durante mucho tiempo me sentí culpable del cambio brutal de su cara y de su voz, como sin duda se sentía mi madre por haber traicionado a Louis, el amor de su vida, al casarse con Charles.
Porque Hélène tenía la voz misma de su rostro: incomparablemente cálida, buena, siempre grave y flexible como la de un hombre, y en los silencios mismos (sabía escuchar como nadie, Lacan se dio buena cuenta de ello...) abierta como nunca, luego de repente dura y cerrada, sorda y finalmente muda para siempre. Aparte de lo que conozco de su terror a ser una terrible harpía, ¿qué podía provocar en ella el ascenso físico del horror en su cara? Nunca he podido comprender exactamente la razón profunda de aquella alternancia dramática, aterrorizadora, pero deslumbradora: sin duda también la extrema angustia de no existir, de estar ya muerta y sellada bajo la losa sepulcral de la incomprensión.
Cuando estaba «abierta» era divertida en extremo, tenía un talento de narradora extraordinario y una ternura de voz irresistible en la risa. También era célebre entre todos sus amigos por su extravagante talento epistolar: nunca he leído cartas semejantes, tan vivaces e imprevistas como el curso fantasioso de un arroyo joven sobre las piedras. Se permitía todas las audacias de estilo y cuando más tarde leí a Joyce, que le gustaba mucho, encontré que ella tenía mucha más invención de lenguaje que él. No me creerán, naturalmente. Pero aquellos a quienes nunca dejó de escribir [lo saben]; su amiga Véra, actualmente en Cambridge, lo sabe: recientemente me lo ha dicho por teléfono.
Pero lo que más me emocionaba sin duda, porque nunca cambiaban, eran sus manos. También petrificadas por el trabajo, patinadas de penas y de labor, pero de una indecible ternura desgarrada y desarmada en la caricia. Las manos de una mujer muy vieja, de una pobreza sin esperanza ni recurso y que no obstante podían darlo todo de sí. Me rompían el corazón: cuántos sufrimientos estaban grabados en ellas. A menudo he llorado sobre sus manos, entre sus manos: nunca supo por qué, nunca se lo dije. Temía que sufriera al saberlo.
Hélène, mi Hélène».

Montaje propio con cuatro obras de Paul Cézanne de su serie Mont Sainte-Victoire
Imágenes en dominio público. Fuente: Wikimedia Commons.
«[...], creo haber aprendido qué es amar: ser capaz, no de tomar iniciativas de sobrepuja sobre uno mismo, y de «exageración», sino de estar atento al otro, aprender a recibir y recibir cada don como una sorpesa de la vida, y ser capaz, sin ninguna pretensión, tanto del mismo don como de la misma sorpresa para el otro, sin violentarlo lo más mínimo. En suma, la simple libertad. ¿Por qué Cézanne ha pintado la montaña Sainte-Victoire a cada instante? Porque la luz de cada instante es un don.

Entonces, la vida puede aún, a pesar de sus dramas, ser bella. Tengo sesenta y siete años, pero al fin me siento, yo que no tuve juventud porque no fui querido por mí mismo, me siento joven como nunca, incluso si la historia debe acabarse pronto.
Sí, el porvenir es largo».






Ficha del libro:
Título: El porvenir es largo; Los hechos
Autor: Louis Althusser
Edición y presentación: Olivier Corpet y Yann Moulier Boutang
Traductores: Marta Pessarrodona (El porvenir es largo) y Carles Urritz (Los hechos)
Editorial: Destino
Año de publicación: 1992
Nº de páginas: 482
ISBN: 84-233-2248-3





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Comentarios

  1. ¡Madre mía Lorena!
    me has tenido fascinada mientras te leía. Ya ese primer párrafo que pones, el que le está dando un masaje a su mujer y de repente se da cuenta de que la ha estrangulado, tremendo...
    La mente humana es demasiado complicada, sí, y las enfermedades mentales más aún. No tengo claro si la complicada infancia de Louis Althusser, con tanta ausencia y no presencia por parte de esos padres (el conocimiento de la infelicidad de su madre en su vida conyugal) y su vida en general, pues realmente puede influir en el desarrollo de una enfermedad mental, no sé, supongo que eso lo sabrán los expertos.
    La biografía, las dos, se te han hecho a momentos espesa y difícil de leer y entender, y además comenzaste la lectura queriendo encontrar respuestas y realmente no las encontraste, pero la lectura al final te resulto gratificante por lo que he podido entenderte
    No es una lectura para mí, lectora común y no versada en la materia, eso lo sé, pero me ha resultado interesante leerte y saber sobre este hombre y sus autobiografías, sobre todo de su propio autoanálisis
    Besos

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  2. Conocía el nombre, más bien el apellido del autor desde hace muchos años. Yo creo que en el Bachillerato, en el que estudié francés, nos hablaron de él. Mientras te leía, el pasaje del estrangulamiento me iba sonando. Imagino que es de cuando leí el libro de Rosa Montero.
    Me parece de lo más interesante esta(s) biografía(s) del pensador. Es terrible la enfermedad mental, pero la que te lleva a atentar contra tu vida o la de los que tienes cerca, se vuelve toda una tragadia. Leo los días finales de la pareja y me da la sensación (igual me equivoco de medio a medio) de que hubo algo de suicidio por persona interpuesta. No entiendo si no que ella se encerrara en la casa con él y se aislaran del mundo. Tomo nota y puede que la lea más adelante. Las preguntas que plantea aunque se queden sin respuesta, me resultan de lo más interesante. He visto que la tienen en la Biblioteca de Santander, así si la abandono me dará menos pena. Magnífica tu reseña.
    Un beso.

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