La vida por delante - Magalí Etchebarne

«La tía Nely dijo que una pareja en su esplendor y una persona joven y linda se parecen. Si uno mira bien, puede adivinar por dónde van a empezar a pudrirse».

Lo que no dijo la tía Nely es que cuando nos da por ponernos a mirar estamos ya parados en medio del estercolero, con la mierda incrustada en el pelo, las uñas y la piel; que la mirada siempre es retrospectiva, que primero nos llega el olor a putrefacción, que es porque olemos que nos da por ponernos a mirar. No dijo que ver sí vemos, pero que preferimos cerrar los ojos a mirar porque la juventud es osadía, porque el amor es osadía, porque ser joven y estar enamorado es la ilusión de la inmortalidad elevada al cuadrado. Ni dijo que la decrepitud del cuerpo y del amor muchas veces corren parejas; que no atendemos a las primeras señales de la decadencia del primero y de la muerte del segundo porque nos da miedo mirar, reconocer que hemos apostado todo a caballo perdedor y que lo que hemos ganado es una nada que da vértigo. Tampoco dijo ni advirtió de que de repente uno se mira un día en el espejo y no se reconoce, de que de pronto sin pensar voltea el rostro y no atina a saber quién es esa persona con la que cruza la mirada y que guarda un sospechoso a la vez que íntimo parecido con la pareja; de que cuando una persona joven o una pareja en su esplendor comienzan a resquebrajarse se cuela por las grietas la invasiva extrañeza en toda su desnudez cuyas vergüenzas solo las tapa de vez en cuando lejanas chispas de los antiguos yos o tús a las que nos agarramos como a clavos ardientes porque fingir duele menos que nadar a contracorriente y sin brújula en un inmenso mar sin tierra a la vista.

No dijo nada de esto la tía Nely porque poca oportunidad tiene de manifestarse quien tan solo es un personaje secundario en el primero de los relatos del libro que os traigo hoy. No dice ella nada de esto pero me lo dice en Piedras que usan las mujeres su hermana, que primero asiste incrédula —como asistieron antes las otras mujeres del grupo de amigos— al abandono del marido por una mujer más joven y más tarde a la traición de la enfermedad y del cuerpo. Me lo dice la hija de esa mujer, que es quien recuerda la deriva del matrimonio de sus padres y quien cuida de la madre senil. Me lo vuelve a decir esa hija en Temporada de cenizas, tercero de los cuentos del libro de Magalí Etchebarne, pero esta vez acompañada de su medio hermana. Me lo dice en Un amor como el nuestro la mujer que viaja con una amiga a las cataratas del Iguazú, la misma que aprendió muy joven lo que era el dolor y que es la demostración en carne y hueso de que la vida no es el fluir perfecto y de ensueño que su compañera de escapada muestra en las novelas superventas que escribe. Me lo dice en Casi siempre desesperados la mujer casada cuyo matrimonio y vida se han convertido en un callejón sin salida del que no sabe si huir o quedarse porque cuando quiso empezar a vivir llegó demasiado tarde.

Me digo yo todo esto a mí misma, que más que leer escucho a todas esas mujeres cercanas a mí en edad, sus historias, sus pensamientos más íntimos y secretos, o no tanto, porque a veces los comparten, habitualmente con otros mujeres, porque el de la escritora argentina es un libro de hermanamiento entre mujeres, de sororidad, en el que predomina el universo femenino, y en sus cuentos, narrados unos en primera persona y otros en tercera, es el punto de vista de la mujer protagonista de cada uno de ellos el que ostenta la narración.

No narra la tía Nely porque no es protagonista, pero por algún sitio tenía que empezar, de algún hilo tenía que tirar para escribir esta reseña que no sabía cómo empezar a hilar, y eso que dijo es tan revelador, tan definitorio de este libro y tan nexo de unión de los cuentos que lo componen que a ver por qué no iba a convertir el suyo en el único nombre propio que transcribo en esta entrada de cuantos aparecen en este libro.

No narra la tía Nely pero sí narra o narró la tía de Magalí Etchebarne, de quien la autora se acuerda en los agradecimientos y la presenta como «la primera escritora que conocí, de quien tomé prestados los recuerdos de infancia», y de quien yo fantaseo con que es un trasunto de la tía Nely y con que sus recuerdos de infancia son los mismos que la madre del primer cuento de este libro compartió en el pasado con su hermana Nely y mezcla en el presente con la realidad. Y por qué no voy a fantasear si estoy hablando de ficción porque si bien soy consciente de que los cuentos de la argentina lo son, también lo soy de que la buena ficción mezcla lo propio y lo ajeno, imagina a partir de lo real y con lo inventado plasma como nada la realidad.

La plasma como pocos y me dice todo lo que aquí he escrito y mucho más Magalí Etchebarne, que con este libro de tan solo cuatro cuentos se ha alzado este 2024 con el VIII Premio Ribera del Duero de Narrativa Breve, otro regalo de este certamen literario y de la editorial Páginas de Espuma para los amantes de los cuentos. Me lo dice con inteligencia, con sensibilidad y acierto, tratando temas y desplegando un estilo narrativo que por momentos me ha hecho acordarme de algún que otro cuento de escritoras como Mariana Travacio o María Fernanda Ampuero. En sus páginas todo fluye, pero no como en las tramas orquestadas por esa otra escritora de su creación que aparece en uno de los cuentos de este libro y que recrean las fantasías de sus lectoras, esas que son un pastiche mezcla de propio, ajeno, educación, cultura y sueño y que tan difícil nos hacen aceptar la realidad, sino como la natural imperfección de la vida que no da tregua. Los personajes de Etchebarne son seres desubicados, no solo las protagonistas sino también el resto de mujeres y de hombres que aparecen en sus cuentos. Rondando muchos de ellos los cuarenta, se encuentran en esa encrucijada vital en la que la juventud da definitivamente la espalda mientras que de frente se presenta un futuro cuya única certeza es que la vida por delante —tal y como reza el título de este libro— no es para nada lo que se había esperado.

Garganta del diablo, Cataratas del Iguazú. Fotografía de Eduardo Gabão bajo licencia CC BY-SA 3.0.

«Se había convertido en una marioneta grande y desganada, con gestos delicados y sin sentido, hecha de circuitos acartonados que se deterioraban a toda velocidad. La pasee por calles que no hacía falta haber tomado. Quería que recorriera su barrio, ver si reconocía. En cambio, se miraba las manos, les hacía muecas, las giraba como si fueran cosas que le habían crecido de golpe.
–¿Qué hacés? –le pregunté.
Pero ella ya no entendía nada literal, se había vuelto una poeta.
–Me busco –susurró.
La vejez también era esto, entendí esa vez, no solo labios que se afinan o un cuello que se agrieta, sino extrañeza pura. Tu verdadero cuerpo guardado adentro de otro cuerpo guardado adentro de otro cuerpo y tu alma al final de todo, chiquita, sin futuro, un pedacito entumecido».

«Cuando cae el sol, Ana sale y se aleja a fumar. Camina unos cincuenta metros hacia el bosque, mira la casa desde lejos. Las luces del interior encendidas y todos esos ventanales, parece un escenario. Se saca los anteojos para la miopía: ahora solo ve luces aguadas. Vuelve a ponérselos. Ramiro sigue sentado en el centro con la cara iluminada por la pantalla. La imagen le parece perfecta, una casa sencilla y brutal, con un hombre hermoso, bueno, un poco trastornado, pero inteligente y con buenas intenciones frente a su computadora, creando algo. El fuego encendido. La hace sentir que todo está bien, ninguna pareja es perfecta. Después entra y se acuerda de todo lo invisible que es para él».

«Hace frío y no hay estrellas. Camino por una calle de tierra y unos perros salen a ladrarme, lo que me alivia. Pienso en mi mamá. Puedo escucharla diciendo que debería haberme acompañado hasta el hotel, que no debería estar caminando sola a esta hora en un lugar así.
–La ternura es cara, pero es lo único que puede salvarte; no es el amor. El amor sin ternura te deja sola, es un presente que alguien te envía a la distancia –me había dicho–. Durante mucho tiempo me sentí uno de esos chanchos oliendo en la tierra, buscaba que fueran suaves, que me vieran por dentro, buscaba la emoción. Buscaba la ternura como una posesa.
Estábamos acostadas en su cama, habíamos visto un documental sobre chanchos que huelen trufas. No estaban tan lejos de la superficie, pero a veces treinta centímetros pueden ser una vida y, aunque están ahí, uno puede no encontrarlas nunca».

Playa en Mar del Sud, localidad de la provincia de Buenos Aires también llamada Mar del Sur
Fotografía de Gabrielsus bajo licencia GNU Free Documentation Licence, version 1.2 y CC BY-SA 4.0 





Ficha del libro:
Editorial: Páginas de Espuma
Año de publicación: 2024
Nº de páginas: 120
ISBN: 978-84-8393-349-7
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Comentarios

  1. Qué bien he entendido esa justificación que haces en tu reseña cuando dices: "por algún sitio tenía que empezar, de algún hilo tenía que tirar para escribir esta reseña que no sabía cómo empezar a hilar". Y es que reseñar libros e cuentos no es sencillo, pues en pocas ocasiones existe un hilo conductor entre todos ellos. Tú aquí lo has encontrado en esa tía Nely, que da lo mismo que sea un personaje secundario, y lo has relacionado con otros que aparecen en los otros tres cuentos que forman el libro.
    Por los fragmentos que has seleccionado para tu reseña veo que esta argentina escribe la mar de bien. Por su apellido pienso que sus orígenes (no sé ahora de cuantas generaciones atrás) es español, concretamente de la zona del País Vasco; pero como en toda suposición me puedo equivocar de medio a medio.
    Un beso

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