Tu sueño imperios han sido - Álvaro Enrigue

«Todos eran lo mismo porque llevaban doscientos años casándose entre sí y en la familia ya era mucha más la sangre mexica que la diáfana herencia de los colhuas, pero el sistema evitaba las guerras civiles y funcionaba sin fisuras. Para la gente de la costa, que no entendía esas sutilezas genealógicas, todos eran colhuas —eso era lo que les decían a los caxtiltecas en el camino: Vayan a la capital de los colhuas. Para la gente que vivía en las ciudades cercanas, eran mexicas: los que vivían en Mehxicoh, el islote que era el ombligo del lago. Ellos mismos se llamaban tenochcas— los descendientes de Tenoch. Los historiadores ingleses del siglo XIX, que en realidad no entendían nada de nada, les pusieron aztecas para ahorrarse el problema y se quedó». Y así, en pleno siglo XXI, yo, como si fuera una historiadora inglesa del XIX, sigo sin entender mucho. Tan solo sé que, hace quinientos años, en lo que hoy es México vivían los aztecas hasta que, cuando llegaron los españoles capitaneados por Hernán Cortés, todo se fue al carajo.

Así, pues, demos por bueno ese paraguas que es el término azteca, aunque sea simplificar mucho la historia y complejidad de ese pueblo o pueblos que se cobijan bajo esa palabra, pues no es objeto de esta reseña el rigor histórico ni mucho menos penetrar en las sutilezas de los gentilicios de la Triple Alianza, así como tampoco en las de los nombres y palabras procedentes de una lengua mermadora de la memoria y ralentizadora de la velocidad lectora.

«No te me acalambres con las palabras nahuas hispanizadas que te vas a ir encontrando. Un lector mexicano tampoco sabe de entrada qué es un macegual o qué un pipil. Déjalas encontrar sus significados: al cerebro le divierte aprender cosas y estamos cableados para registrar nuevos términos. [...] Conforme vayas leyendo se va a ir aclarando», le advierte Álvaro Enrigue a una tal Teresa —supongo que su editora— en la carta —email, vuelvo a suponer— que se incluye inmediatamente antes de la novela que os traigo hoy.

Yo no soy Teresa, pero me siento destinataria de esa breve misiva firmada como Á. tal vez porque, como se cuenta en este artículo de The New York Times en Español que afirma Laura Perciasepe, la editura en Riverhead Books de Álvaro Enrigue, «el entusiasmo de Enrigue va más allá de cualquier proyecto de investigación en el que esté trabajando». «Escribe los mejores correos electrónicos», asegura la editora en ese artículo. «Hazle una pregunta mundana de logística o solo escríbele para saber cómo está, y te responderá con una nota que te transformará la vida sobre la historia del imperio, las tribulaciones de uno de sus gatos o los infortunios de los Orioles de Baltimore».

Tampoco soy Laura Perciasepe, pero doy fe de lo que atestiguan sus palabras. Obviamente, no me carteo ni me escribo con Álvaro Enrigue, pero el mimo y cuidado con el que este ha escrito tanto la citada misiva como los agradecimientos, reconocimientos y atribuciones al final de la novela que nos ocupa me hacen inclinarme por no considerar halago vacío o exageración el apunte de la editora. Hay en estas, aun en su simplicidad y brevedad, lo que no puedo dejar de sentir como un deje de cuidado, de cariño, de dedicación no sé si al tema objeto de lo escrito, si a los destinatarios o quizá a ambos. O tal vez se trate tan solo —y tan mucho— de un compromiso inconsciente, de un no saber o no poder hacer las cosas de otro modo; tal vez se trate de que, al fin y al cabo, como afirma Álvaro Enrigue de sí mismo en esa ya recurrente carta a Teresa, «soy escritor, las palabras me importan. Me parece que, además de significar y señalar, invocan». Álvaro Enrigue es escritor y para él ser escritor, más que un oficio, es una condición.

«Hubo combates, hubo terror, hubo muertes, heridas y cicatrices, enfermedades y pus, pero sobre todo hubo siempre la sensación de que lo emocionante era seguir: no solo ninguna derrota fue lo suficientemente apabullante como para darse la media vuelta, nunca hubo necesidad ni de pensarlo porque siempre eran más los ejércitos que se les sumaban». Y con esa suma cada vez más numerosa de ejércitos enemigos de Moctezuma —huei tlatoani, así como general supremo de las tropas de la Triple Alianza— llegaron los españoles el 8 de noviembre de 1519 a Tenoxtitlan. Llegan como conquistadores de todo lo que fueron arrasando a su paso, capitaneados por un Hernán Cortés henchido por la conquista de Cuba, a la expectativa, no obstante, de lo que habría de acontecer en Tenoxtitlan, esa, tal y como llegará a calificar el capitán general, «Venecia del infierno», agudo epíteto teniendo en cuenta que sale de alguien que, junto a Pedro de Alvarado, segundo al mando en la expedición, ostenta —amén de una palpable torpeza diplomática— la llamémosla peligrosa virtud —la ostentan los dos— de, en pensamiento de Gerónimo Aguilar, sacerdote y otrora esclavo que oficia ahora como traductor, ser «inmunes a la realidad, de ahí que, aunque lo tuvieran todo en contra, siempre pudieran salirse con la suya».

Encuentro entre Hernán Cortés y Moctezuma. Trabajo en dominio público de Kurz & Allison.
Fuente: Library of Congress.

Llegan, pues, Cortés, sus nueve capitanes y diecisiete soldados de caballería a esa ciudad bañada por canales en la que no aciertan a discernir si son invitados o prisioneros. Sin ese ejército de innumerables guerreros que les seguía pero no ha entrado en Tenoxtitlan, no pueden evitar sentirse un tanto indefensos. Llegan con sed de conquista, pero también, de alguna manera, como si —tal y como le sucede a Álvaro Enrigue con las palabras— hubiesen sido invocados en este caso por el mismísimo emperador de los Tenochcas, es decir, por Moctezuma.

Yo llego a Tenoxtitlan, en cambio, el 21 de febrero de 2024. La fecha no quedará grabada en los anales de la historia, pero sí formará parte de esa otra historia pequeñita que es mi relación con los libros. Lo que sí ha quedado registrado en la historia con mayúsculas es el encuentro entre Hernán Cortés y Moctezuma o, más bien, el hecho de que ese encuentro aconteció. Lo que sucediera en él, lo que tan notables personajes se dijeran probablemente sea algo que muchos historiadores han soñado con conocer. Lo que fueron esos escasos días del pasado mes de febrero (voy con mucho retraso con la publicación de reseñas, lo sé) que, por obra y gracia del hehicero Enrigue, se fusionaron con ese único 8 de noviembre de 1519 en el que trascurre esta novela es algo a lo que esta humilde lectora, gracias a la inventiva del escritor mexicano, tiene el privilegio de asistir.

No te me acalambres, me ha advertido Enrigue, y, sin embargo, no puedo dejar de sentirme extranjera a mi llegada a Tenoxtitlan. Esas palabras nahuas hispanizadas, esos nombres propios que confundo y me hacen recurrir constantemente al breve elenco de personajes que el autor tiene a bien anexarle a esa Teresa con la que como lectora parezco, tal y como los pasados días de febrero del presente año con el 8 de noviembre de 1519, haberme fusionado, esas palabras y nombres —digo— extraños a mis ojos y presumo que también a mis oídos me rechazan, son como puentes que se levan dejándome —tal si fuera la comunidad de uno de los infinitos calpulli rodeados de canales al caer la noche cuando, junto con el día, se cierra Tenoxtitlan— aíslada.

Hernán Cortés y La Malinche. Lámina de
Historia de Tlaxcala. Trabajo de Diego
Muñoz Camargo
en dominio público.
Sí, la ciudad que cierra es un espectáculo, pero, por entonces, a mi llegada, aún no lo he admirado ni me he paseado por ella. Ni siquiera sé en ese momento lo que es un calpulli. Mucho menos podría haber hecho la anterior comparación. Conforme vayas leyendo se va a ir aclarando, me había animado Álvaro Enrigue. Y yo le pongo voluntad. Porque confío. Porque me gusta lo que me voy encontrando. Porque, qué carajo, cómo me voy a sentir a miles de kilómetros y cientos de años y a yo qué sé cómo cuantificar las diferencias culturales de distancia. Soy como Jazmín Caldera, tercero al mando y principal socio capitalista de la expedición de los caxtiltecas que, en la comida con la que los recién llegados son agasajados, sentado entre dos sacerdotes autóctonos, es incapaz de comer. Y no, no es por esa gastronomía aderezada con chocolate y con chile que, aun más alienígena que exótica para sus sentidos, podría resultarle apetecible, sino por el olor a sangre y ponzoña que desprenden las capas de piel humana de los sacerdotes.

Ah, los sacerdotes, esos baluartes de la superstición tan necesarios tanto ellos como los festivales que ofician, pues «los tenochcas se creían esas cosas, o hacían como que creían porque le traían riqueza a Tenoxtitlan, le daban solidez al mundo y permitían el flujo de hongos mágicos y biznagas delirantes que hacían tolerable la vida en una ciudad en la que se trabajaba sin descanso. Los festivales, con sus cabezas cortadas, sus cuerpos desmembrados y su chorreadera de sangre por la escalera del templo, eran asquerosos, pero también traían comilonas, música, bailes, ebriedad. Reunían familias y eran la única ocasión para que las hijas e hijos de los maceguales miembros de distintos calpullis se conocieran; sin festivales la sangre mexica se diluiría, produciría adefesios; eran un quiebre en el flujo de los días y una afirmación del orgullo de la gente. La calmaban y mantenían a los sacerdotes —siempre reacios y facilitos para la ofensa— cebados, drogados y en paz».

No está cebado ni drogado Jazmín Caldera en ese banquete, pues aún no ha probado bocado. Tampoco está en paz, pues, al contrario que su capitán general, él no es inmune a la realidad. Sin embargo, ante las insistentes y reprobatorias miradas de este termina por transigir y tragar porque, como está a punto de reconocerle Atotoxtli, hermana y esposa de Moctezuma que, en ausencia de este preside el ágape, tiene la voluntad de un águila.

Representación del templo azteca dedicado
a la deidad Huitzilopochtli con su tzompantli
(estante de cráneos).
Ilustración del códice Tovar.
Trabajo de Juan de Tovar en dominio público.
Caldera despierta mi inmediata simpatía, no puedo evitarlo. Lo que por su honestidad le inspira a Atotoxtli es confianza, lo cual no es poco en el tenso ambiente que se respira, porque si bien el léxico de esta novela al principio me frena, su ambiente de tensión soterrada en el que constantemente parece que algo está a punto de estallar, en el que cada bando, cada facción parece una amenaza, en el que los conflictos internos podrían suponer un peligro mayor que el enemigo externo, en el que los tejemanejes políticos se urden con fino hilo de araña y en el que la sombra de la traición arredra al más bravo me envuelve de inmediato e incluso, ahora que lo pienso, ese lenguaje que es como un territorio comanche por el que transitar es un gran aliado para esa atmósfera que tan magníficamente se consigue recrear, y es que cada palabra utilizada por Álvaro Enrigue importa, cada palabra cuenta.

Atotoxtli es una mujer inteligente y fuerte a la que, aun viviendo toda su vida en el mismo lugar, sus ya unos cuantos años y su posición le han permitido ver muchas cosas. Aunque emperatriz, es mujer en un mundo de hombres, por lo que solo puede jugar las cartas que tiene, lo cual no le resta méritos a la experta jugadora que es. También sabe jugar las exiguas cartas de su baraja Malinalli, pronunciación en diminutivo y cariñosa de quien aún no sabe pronunciar bien el Marina o María del Mar con el que la han bautizado los cristianos. Ella es joven, pero la han hecho recorrer mundo y por tanto también ha visto mucho. Ella, junto con el ya mencionado Gerónimo Aguilar, es la otra traductora entre caxtiltecas y tenochcas. Aguilar traduce del español al maya; Malinelli, del maya al nahua (y viceversa, por supuesto). Ella es también la amante de Hernán Cortés.

Ella, Malinalli, Malintzin para los nahuas, «había nacido la hija mayor y única del cacique de Olutla en las tierras viejas, profundas y dulces del Golfo y por eso hablaba un nahua anticuado, como sacado de los cantos» y que inspiraba en los nahuas, «cuando Malinalli traducía para los emisarios de Moctezuma camino a la capital», cierta reverencia. Es por ello «que cuando llegaron a la ciudad ella tenía más fama que Cortés: nadie sabía que él se llamaba Hernando, Helnantzin —lo debieron haber llamado— porqué para ellos era el huei Caxtitlan —el que habla por Castilla— y el acompañante de Malintzin: el Malinche».

Tendrá el Malinche que esperar el anhelado a la vez que temido encuentro con Moctezuma. Tras la recepción a la llegada de los caxtaltecas a la ciudad, este se ha retirado a sus habitaciones. De un tiempo a esta parte el tlatoani se muestra retraído. El hasta hace poco guerrero invicto parece cansado, hastiado, quizás. «Era algo que corría en la familia, tal vez un costo ocupacional. A partir de cierta edad, los descendientes del rey Acamapichtli se atarugaban un poco, les daban miedos y melancolías. Hombres acostumbrados a incendiar templos, aplastar ciudades y arrancar corazones como si fueran jitomates, un día despertaban y lo pensaban dos veces antes de recoger una joyita del piso. No, decían, otra guerra ya no, luego los templos ya no se dan abasto para mantener tantos muchachos para los sacrificios; hablen con los sublevados, dóblenles el tributo si quieren humillarlos, y pasaban a lo siguiente. Morían más jóvenes de lo que deberían, enfermos o víctimas de accidentes ridículos, atenazados por la tristeza y el rencor imperial, un mal raro, una parálisis, tal vez producto de no haber conocido límites hasta que el cuerpo empieza a sentar los suyos».

Grabado subtitulado The emperor Moctezuma.
Fuente: The discovery and conquest of the new
world : containing the life and voyages of
Christopher Columbus
,1892. Irving,
Washington; Robertson, W. M.; Davenport,
Benjamin Rush. Trabajo de N. Mathew
en dominio público.
Donde no hay límites es en la movilidad de los caxtiltecas. Aunque tal pareciera que el palacio que fuera de Axayácatl —el papá ya fallecido de Moctezuma y Atotoxtli que también ostentó el cargo de emperador de los tenochcas— en el que han sido alojados los castellanos y que por sus albercas al capitán general le recuerda al de la Alhambra estuviera —por sus pasillos laberínticos que ni volviendo sobre sus propios pasos facilita a sus huéspedes el regreso a sus habitaciones, así como por parecer abandonado mientras a la vez transmite la sensación de que ojos invisibles están espiando—, pareciera —iba diciendo—, que ese palacio estuviera concebido para que Hernán y sus hombres no pudieran salir, cual si de una lujosa ratonera se tratase, en realidad, no es el caso, y así, por tanto, lo hacen.

Así lo hago yo, que veo Tenoxtitlan más por los ojos de ese personaje ficticio que es Caldera —así como también un poco por los de Aguilar— que por los de Cortés y el resto de capitanes. Si por obra y gracia de ese hechicero llamado Álvaro Enrigue hubiera sido yo un personaje de esta novela, habría visto, al igual que Jazmín Caldera, mis también pálidos pies pisar las losas de la capital del Imperio mexica; habría alzado a continuación mi vista para contemplar la plaza de los cúes; «habría admirado la disposición geométrica de la ciudadela. La habría visto no como una proliferación de torres, que fue como la vieron sus contemporáneos europeos, sino como un signo, una meditación —que es lo que era—: variaciones arquitectónicas sobre el descenso y el ascenso, sobre el viaje de lo terreno —material y pesado como las bases de los templos— a lo aéreo: los templos mismos —asentados arriba de las pirámides—. Formas como escaleras para ir perdiendo masa camino al piso de los dioses. Ascender al templo —solo subían los sacerdotes y las víctimas sacrificiales— era perder la tierra hasta que se extraviaba totalmente en el paroxismo de la muerte. Los cuerpos bajaban ya sin corazón rodando por las escaleras, puro peso». Puro salvajismo, pensaría de estar fuera de esta novela, pero, si por mor de esta fusión de tiempos, lugares y personajes pudiera deshacerme «de nuestra superioridad moral como parte de sociedades que exterminan a escondidas», «lo habría visto como lo que era: un triunfo del diseño». Y habría seguido adentrándome en Tenoxtitlan. Habría, quizás, como hizo Caldera, dirigido esos pálidos pies que por europeidad y alucinación literaria compartimos hacia el mercado de Tlatelolco. Y habría, como habría hecho él si en lugar de un personaje ficticio hubiera sido uno real que hubiera tenido la oportunidad de pasear por Tenoxtitlan, así como la osadía, curiosidad y amplitud de miras de verla en verdad, detectado que algo se me escapaba «porque de verdad nunca había visto nada así, lo que lo engolfaba, no era precisamente Tenoxtitlan sino su idea. Era una ciudad ordenada por palmo y vara que trabajaba incansablemente con la precisión de una centuria romana, una ciudad maniática en la que todo estaba donde alguien había dicho que estuviera y se hacía cuando tocaba siguiendo un procedimiento exacto repetido por generaciones. No una urbe que había ido creciendo al paso del tiempo, sino una ciudad planeada y ejecutada. Había algo aterradoramente hermoso en que una patria completa se hubiera puesto de acuerdo para hacer de su capital un lugar ante todo puntual, que hubiera optado por la geometría y el escorzo para habitar en él: todo era un cañón de líneas rectas entre las que se producía una coreografía memorizada por todos, como si hubiera sido un artista —y no la casualidad, la suerte, el trauma de la historia— lo que hubiera organizado a esa gente».

Cahuayo
Organizado —y mucho— ha debido de ser Álvaro Enrigue con toda la información con la que ha debido documentarse para escribir esta ficción histórica, aunque esta no se note, aunque se quede en el backstage porque, al igual que he dicho que el rigor histórico no es el objeto de esta reseña, tampoco la finalidad de esta novela es dar al lector una clase de historia, sino que todo el conocimiento que tiene su autor sobre la época novelada y sus protagonistas son el cimiento que vuelve creíble una historia que es pura inventiva, consiguiendo así, sin abrumar al lector con datos innecesarios para que la trama funcione y que no harían más que lastrar la lectura, que este se apasione y se interese por la historia real.

Álvaro Enrigue me gusta; me gusta mucho. Lo digo con convencimiento, sin haber sido esta lectura una toma de contacto con su escritura, pues ya me había sorprendido muy gratamente —fascinado incluso— hace algo más de un año con su ambiciosa novela Ahora me rindo y eso es todo. Lo digo, pues, como una constatación, como un indicador de solvencia que me hace intuir que lea lo que lea de este escritor no me va a fallar. Despliega el mexicano en esta novela recursos narrativos interesantes. Alterna escenas protagonizadas o contempladas desde el punto de vista de cada uno de los personajes, como si realmente la escenografía de esta novela estuviera plagada de ojos invisibles que radiografiaran las inquietudes de estos, acortando además, a medida que nos acercamos al clímax de la historia, la duración de la intervención de cada personaje, llegando en algunos casos casi a simultanearlos, creando así el clima propicio para que el lector llegue a ese clímax en el mismo estado en el que llegan sus protagonistas. Monta escenas como esa en la que Hernán Cortés está limpiando sus botas y como «había aprendido de su madre que también se podía rezar durante la faena, aunque fuera un poquito», así se dispuso a hacerlo, y, así también, Enrigue se dispone a intercalar el pío rezo con la rememoración de Cortés de cómo, tras la nada honrosa victoria de Cholula, habiéndose quedado sin grasa para limpiar las botas, pues no habían hecho más desde que salieron de Cuba, obtuvieron esta de los cadáveres más gordos resultantes de la matanza. Nos hace partícipes el autor de un juego metaliterario. Deja claro que Caldera es un personaje de ficción al escribir como una suposición su paseo por Tenoxtitlan; nos sorprende con un cameo del mismísimo Miguel Ángel; lleva, como si viajara a través de un agujero de gusano, el delirio que termina por ser esta novela al momento presente, dejando claro, sin sacarnos en ningún momento de ella, la existencia tanto de libro como de lector y de autor (único momento este en el que vemos, y porque él quiere, la mano de Álvaro Enrigue), pareciendo casi que este último estuviera bajo el influjo del brebaje de alguno de los sacerdotes que él mismo ha creado cuando, sin embargo, hay que estar muy lúcido para llevar tal osadía a cabo. Sí, me gusta Álvaro Enrigue. Me gustan los escritores que juegan y me hacen jugar. Porque aquel que se diveirte con la literatura es el que en realidad se la toma más en serio.

«Otra vez dijeron: «¿Qué comerán los dioses?
Ya todos buscan el alimento.» Luego fue la
hormiga a coger el maíz desgranado dentro
del cerro de las Mieses. Encontró Quetzalcóhuatl
a la hormiga y le dijo: «Dime adónde fuiste a
cogerlo.» Muchas veces le pregunta; pero
no quiere decirlo. Luego le dice que allá».

La leyenda de los soles, 1558

[Traducción de Ángel María Garibay]

En serio me tomo yo a Álvaro Enrigue desde el principio. Conforme vayas leyendo se va a ir aclarando, me había dicho. Bueno, en realidad es a Teresa a quien le dice, pero es que yo ya estoy como transliterada. Así que sí, conforme he ido leyendo se me han ido aclarando tanto las grafías nahuas elegidas por el autor como las palabras que de ese idioma ha hispanizado. Y, aunque los sinónimos exactos no existen, sé que un pipil es una especie de noble; que un cu es un templo; que los calpullis son «al mismo tiempo, barrios, villas, sembradíos y gremios», «islas artificiales —chinampas, las llamaban Aguilar y Malinalli—, amplias y edificadas», cada una de ellas con «un templo modesto, una placita, un edificio para la administración pública y laberintos de casas y patios en los que vivían los maceguales, la gente común», cada uno de ellos con «su propia industria, en la que los maceguales servían afanándose en la chinampa en la que vivían o en otras, fijadas con pilotes en el fondo del lago»; sé que un jitomate es un tomate, lo cual me resulta obvio desde el principio, pero me hace gracia la palabra —como también me la han hecho los cahuayos—  y la escribo solo por el placer de escribirla. Dejo de confundir a Cuauhtémoc con Cuitláhuac, confusión que me ha traído a maltraer. Al cihuacóatl, sin embargo, lo identifico en seguida. Y es que con el nombre del alcalde de Tenoxtitlan me quedo pronto. Será porque Tlilpotonqui me resulta diferente al resto de nombre propios que me encuentro en esta novela. Será porque, dentro del elenco de unos personajes todos ellos muy potentes, Tlilpotonqui es un personajazo. 

Será un tanto incomprensible para mí el por qué me lío tanto al principio a los tlaxcaltecas que aguardan en Iztapalapa con los caxtilteca que ingresan a la ciudadela, como si el topónimo Caxtitlan no remitiera por sí solo a Castilla, máxime cuando Enrigue le(me) recuerda a Teresa la llaneza de las palabras, así como la(me) ilustra (no por «purismo, si hay algo que me vale madres es la pureza. Es solo que me gusta más cómo suena») acerca de que el sonido de la X en nahua está más cercano al sh que a la pronunciación española. Y así, con ese shhhhhh que tan a menudo me voy encontrando en esta novela, me voy adormeciendo, cayendo en un estado de letargo, y transito por ella como hipnotizada, como si, en esta novela que lleva por título un verso de La vida es sueño de Calderón de la Barca y en la que los sueños de esos dos personajes cuyos nombres no me tengo que afanar por recordar porque por todos son conocidos, en la que los sueños de estos —iba diciendo— son más grandes que los imperios que representan y que pugnan entre sí por sucumbir o engrandecerse aún más, transito —por Tu sueño imperios han sido— como si yo misma fuera víctima de una ensoñación por la que, más fiera que Cortés o Moctezuma, lucharía por darla como verdad. A los fétidos olores que tanto repulsaron a Jazmín Caldera en ese ya lejano banquete que ha trascurrido este mismo 8 de noviembre de 1519 hace tiempo que me he acostumbrado y ya todo me sabe a chocolate (que además cuanto más negro y más puro más me gusta). Y no añado que me siento como si me hubiera tomado un honguito, un jitomate mágico o cualquier otra golosina alucinógena porque ni conozco sus efectos ni me interesa experimentarlos, porque, a mí, con el flipe que me proporciona la literatura de Álvaro Enrigue me basta y me sobra.

Detalle del mural pintado por Diego Rivera sobre Tenochtitlan en el Palacio Nacional en Ciudad de México. Trabajo en dominio público.





Ficha del libro:
Editorial: Anagrama
Año de publicación: 2022
Nº de páginas: 224
ISBN: 978-84-339-9949-8
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Comentarios

  1. ¡Hola! este libro no es para mí, ya lo sabes, pero me encanta comprobar como lo has disfrutado, como disfrutas leyendo a este autor. Y es que hay autores que sabemos nunca nos van a decepcionar y a los que acudir cuando hay problemas para engancharnos a algo.
    Para este tipo de historias es imprescindible una buena labor de documentación y según cuentas, es el caso.
    No se cuantos libros ha escrito Alvaro Enrigue, pero espero que todavía te quede mucho disfrute lector por su parte
    Besos

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    1. Pues sí, me quedan, porque tiene unos cuantos anteriores a los dos que yo he leído y espero que siga escribiendo más.
      Cierto es que esta es una novela que precisa de una buena labor de documentación, pero esto no es algo que se traslade a la lectura abrumando al lector, sino que juega a favor de la ambientación y de la inmersión en la historia.
      Besos

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  2. El título me parece precioso y no me extraña que se deba a la pluma de Calderón y de una obra tan importante como es La vida es sueño.
    También me parece magnífico ese primer párrafo que destacas, me recuerda muchísimo algunas cosa de Cien años de soledad o El amor en los tiempos del cólera. Y, sin embargo, como Marian, creo que no es un libro para mí. Ambientado muy atrás en el tiempo; Hernán Cortés y Moctezuma... no sé, las historias de la Conquista de América nunca me han encandilado.
    Un beso.

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    1. El título es precioso, sí. No sabía que viniera de La vida es sueño, pero no puedo decir que cuando lo descubrí fuera algo que me sorprendiera.
      No había pensado en la similitud con García Márquez de ese fragmento que señalas, pero, ahora que lo dices, entiendo que por esa referencia a esa cadena genealógica que parece perderse en el tiempo lo pueda recordar.
      A mí, más que la conquista de América, me llaman la atención esas civilizaciones desparecidas y sus culturas, como en este caso la Azteca. Unido esto a que cuando se publicó este libro hacía muy poco que había leído Ahora me rindo y eso es todo y que me había gustado mucho el Álvaro Enrigue de esa novela, esta otra novela se hizo muy apetecible para mí.
      Besos

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  3. No la veo para mí, pero desde luego se nota que has disfrutado muchísimo con esta lectura. No sé por qué, pero me cuesta meterme en novelas ambientadas en este período. Si en algún momento me planteo darle una nueva oportunidad, tomo buena nota de este título, que además, es precioso.
    Besotes!!!

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    1. Efectivamente, he disfrutado mucho con esta novela, así que me alegro de haber sabido transmitirlo.
      Besos

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