El ruido y la furia - William Faulkner

Comenzaré hablando de Dilsey. Porque por algo o por alguien hay que empezar. Porque una misma historia puede contarse de muchas maneras, con lo cual la historia en cuestión tal vez nunca es la misma. Porque yo elijo —no lo niego— una forma fácil. Y es que de la forma difícil ya se ocupó William Faulkner.

Pero no escojo a Dilsey tan solo por no meterme en un berenjenal del que no sé si sabría salir airosa. Ni siquiera es ese el motivo que más peso ha tenido en mi elección. Escojo a Dilsey porque es como la tierra surcada por generaciones de la familia a la que ni se sabe los años que lleva sirviendo, porque —como ella misma piensa en voz alta—: «He visto al primero y al último». «He visto el principio y ahora veo el final». Escojo a Dilsey por «su milenario rostro abatido», por su «terrible y dolorosa lentitud», porque «había sido una mujer grande pero ahora se evidenciaba su esqueleto, holgadamente envuelto por una piel ajada que se tensaba sobre un vientre casi hidrópico, como si músculo y tejido hubieran sido valor y fortaleza que con los días o con los años se hubiesen consumido hasta que solamente el indomable esqueleto se erigiese como una ruina o un poste desde sus somnolientas e impenetrables entrañas», porque ese esqueleto sigue siendo —aun por poco tiempo—cimiento y sostén.

La pequeña parcela de tierra que aún se sostiene sobre el frágil y viejo esqueleto de Dilsey se encuentra en Yoknapatawpha, el ficticio condado bañado por el Mississippi sobre el cual se asienta buena parte del universo literario de William Faulkner. Una tierra en decadencia en la que la población negra desciende de esclavos y la blanca de propietarios de esclavos y de la que, por tanto, hasta no hace demasiado su cimiento y sostén era el sistema esclavista. Una tierra en la que hay hombres blancos que se lamentan de que «por aquí nadie se mata a trabajar, aparte de los gorgojos del algodón», y que piensan que «ese es el problema de tener criados negros, que cuando llevan mucho tiempo contigo se dan tanta importancia que no valen para nada. Se creen que mandan en toda la familia». Y es que los negros han adquirido generación tras generación su propia estrategia de supervivencia, «esa mezcla de diligente incompetencia infantil y de paradójica precisión que firmemente los atiende y protege y les zafa de responsabilidades y obligaciones por medios demasiado evidentes para denominar subterfugios [...], y por otra parte una afectuosa y perceptible tolerancia para con las extravagancias de los blancos como un abuelo hacia los niños caprichosos e impertinentes».

El principio y el final que ve Dilsey es el de los Compson, una familia que «poseía esclavos cuando todos vosotros teníais unas tiendecillas de mierda y unas tierras que ni los negros querrían trabajar a medias»; una familia que palpita al ritmo del «agonizante latir de la decadente mansión» que habitan, la cual tal pareciera estar a merced de alguna maldición, pues «no puede haber buena suerte en una casa donde nunca se pronuncia el nombre de uno de los hijos» y en la que se cría «a una niña sin que sepa el nombre de su propia madre».

Lo que William Faulkner nos cuenta en el libro que os traigo hoy es el final de los Compson. Los últimos Compson son: Benjy, Quentin y Jason. Bueno, y también Caddy. Y también la hija de aquella cuyo nombre no se puede pronunciar en la casa de los Compson. Pero, como bien es sabido, «desde el instante en que el óvulo al dividirse determinó su sexo», es asumible que el nombre de los Compson morirá en ellas. Que nadie piense por ello que las mujeres no tienen importancia en esta historia ni que Faulkner no nos regala grandiosos personajes femeninos en esta novela, así como que no sabe mostrar la potencial condición de víctima inherente al hecho de ser mujer incluso (o precisamente) en aquellas mujeres que ostentan una mayor rebeldía y fortaleza.

El penúltimo Compson es Padre (Jason padre), a quien ni toda su filosofía le sirve para salvar a sus vástagos y que opta por ahogar la misma en alcohol. Y luego también está Madre (Caroline), pero ella no es una Compson sino una Bascomb. Y parece ser (o así lo entiende ella) que ser una Bascomb no está a la altura de ser un Compson, pero sin embargo el orgullo de ella está a la altura del de todos los Compson juntos y le sobra para instalarse en la queja, el lamento y la inactividad, pues es maestra absoluta en ver y mirar hacia otro lado.

Y hay más personajes, pero «estos otros no eran Compson. Eran negros». Claro que tampoco hacía tanto que los negros que pisaban esas tierras eran conocidos por el nombre de sus amos. Claro que al igual que generaciones de Compson se sucedieron en la casa y tierras de los Compson también generaciones de negros se sucedieron sirviéndoles. Pero sí, eran negros. La perpetuidad del nombre de los Compson no dependía de ellos.

Concedamos, pues, que los últimos Compson fueron Benjy, Quentin y Jason. Concedámoslo aunque sea solo por simplificar. Aunque sea porque son sus conciencias las que nos cuentan esta historia. Por todos es conocido que Faulkner es reconocido por el uso de técnicas narrativas poco usuales en los años veinte y treinta del siglo XX tales como el flujo de conciencia, el monólogo interior, la incorporación de varios narradores, perspectivas y puntos de vista y los saltos en el tiempo. Cierto es que los lectores actuales estamos más que acostumbrados a estas técnicas, pero es precisamente por ello por lo que no deja de ser admirable que las mismas sigan brillando como lo hacen cada vez que se lee al escritor sureño, así como que, en concreto en la novela que nos ocupa, las diferencias entre las tres voces narrativas en función de las diferentes personalidades y condiciones de los tres narradores sea un absoluto alarde de virtuosismo y prodigio.

Faulkner comienza por Benjy. Faulkner comienza por lo más difícil de hacer. De decir he que la lectura de El ruido y la furia no me ha resultado una lectura costosa. No seré yo quien considere a William Faulkner un escritor fácil, pero pelearme con él ya lo hice con Las palmeras salvajes; la sensación de pequeñez ante él ya la experimenté —y ello a pesar de ser considerada una de sus novelas más asequibles— con Mientras agonizo. También es cierto que han trascurrido siete años desde esas dos lecturas y que una se curte, una tiene callo de lectora. Lo que sí me ha resultado El ruido y la furia es una lectura confusa. Es la confusión de esta novela una confusión que va de más a menos, así como una confusión buscada. Esto que a algunos lectores tal vez les puede disuadir de continuar con una lectura, en mí, en cambio, actúa como un acicate y un aliciente. Presiento que esta vez no se trata, como ocurrió en mi primer encuentro con el autor, de que yo no esté a la altura de lo leído sino que lo que simplemente sucede es que me están invitando a jugar. Y yo juego. Y confío. Porque sé que estoy en buenas manos. 

Así, pues, tenemos a Benjy el siete de abril de 1928 que ««Treinta y tres hace esta mañana». «O sea que hace treinta años que cumplió tres»». Y es que ese hombre de treinta y tres años encierra en su cuerpo a un niño de tres. O eso piensan quienes se encargan de él con más o menos delicadeza o paciencia; con más o menos hartazgo y vergüenza. Quién sabe, en realidad, lo que encierra un hombre que tiene tan limitada la comunicación, que lo único que hace es gritar, berrear y gemir, que pareciera a veces que lo que emite es «el sonido grave y profundo de toda la muda miseria existente bajo el sol». Faulkner sabe. Faulkner nos lo muestra. En la narración, Benjy puede tener tres, treinta y tres o cualquier otra edad entre estas dos. No os fieis de los engañosos títulos de los cuatro largos capítulos que componen esta novela. No os penséis que el tiempo es tan manso como para circunscribirse a las fechas que anuncian esos títulos. Como le dice el padre de los tres últimos Compsons a Quentin, «tu desgracia es el tiempo [...]. Una gaviota atrapada por un hilo invisible arrastrada por el espacio. Hacia la eternidad arrastras el símbolo de tu frustración». Benjy, en cambio, no sufre la desgracia del tiempo porque es inmune a su paso. Benji ama tres cosas: a Caddy, un prado que la familia vendió y el resplandor del fuego. De esas tres conservará solo el resplandor del fuego. A Caddy, que «carece de todo lo que se puede perder que merezca la pena perderse», ya la ha perdido ese siete de abril de 1928 y el prado lo perderá tras la conclusión de esta historia. Sin embargo, nada es lo que pierde Benjy, pues de Caddy y del prado solo recuerda y recordará la pérdida.

Magnolia Grove, en Oxford, Mississippi, ciudad en la que William Faulkner vivió intermitentemente desde los cinco años, es una casa construida alrededor de 1860 en la que el escritor sureño se inspiró para crear la mansión de los Compson. El nombre de la familia protagonista de El ruido y la furia evoca a la fusión de los nombres de dos propietarios que tuvo la construcción: Thompson y Chandler. El escritor sureño se inspiró en el hijo menor de los Chandler, discapacitado mental, para construir el personaje de Benjy. La casa tenía una cerca que actualmente ya no existe y por la que el joven Chandler solía observar a los transeúntes. Asimismo, en la novela reseñada Benji tiene su propia relación especial con la cerca de la casa de los Compson. La imagen es una fotografía de Joseph bajo licencia CC BY-NC-SA 2.0.

Yo no me pierdo, pero me confundo. Tardo en identificar personajes, en saber quién es niño o adulto, quién es negro o blanco. El trasvase temporal es continuo y resulta complicado delimitar secuencias a pesar de que hay fragmentos diferenciados en cursiva. Me vuelvo loca con el nombre de un personaje que tan pronto tiene tratamiento masculino como femenino. Barajo erratas de edición, algo que me extraña y, para que no haya lugar a dudas al respecto, he de señalar que mi extrañeza apunta bien. Toda la historia está contada en ese primer capítulo. Todo nos lo cuenta Benjy. Ganas dan de volver a él tras concluir la novela, de que esta vez no se nos escape nada. Esta es una novela en la que los objetos hablan y tienen su significado. En la que incluso las sombras hablan y tienen entidad propia.

Toda la historia se cuenta en ese primer capítulo, pero yo llego al segundo y por tanto al encuentro con Quentin sin conocer la historia. Eso sí, llego cargada de sensaciones e impresiones. Quentin añade algo de orden a tanta confusión, pero el segundo hermano, y también el más intelectual y sensible, es un ser atormentado y pronto sus cuitas invaden la narración. Sí, eso son sus delirios, vegetación invasora en un terreno que prometía ser un camino despejado. Irrumpen sin avisar, como palabras encadenadas a las que una escasa puntación apenas se atreve a desbrozar. Quentin confunde «el pecado con la moral». Vive atormentado por un amor indebido, un deseo contenido y unos celos enloquecedores. «La pureza es un estado negativo y por tanto contrario a la naturaleza. Es la naturaleza quien te hace daño», le dice el padre. Pero él no puede aceptar esa idea porque «si era así de sencillo [...] nada significaría, y si no era nada, qué era yo».

Qué es no Quentin sino esta historia aún no lo sé del todo, aunque sí que empiezo a saber algunas cosas y a intuir otras y así es como llegó al tercer capítulo de esta novela y salgo por tanto al encuentro de Jason. Me gustaría decir que con él llega la calma, pero lo cierto es que, entre el ruido y la furia que azota la mente de los tres hermanos, la auténtica furia le pertenece a Jason. Sin embargo, supongo que porque es el más práctico, su narración es la más clara. Sí, Jason es práctico, pero también egoísta, mezquino, misógino, xenófobo y racista. Es el «estéril solterón en el que terminaba aquella larga fila de hombres que habían albergado algo de decencia y orgullo incluso después de que su integridad hubiese comenzado a fallar y el orgullo se hubo convertido casi en autoconmiseración». Está amargado y actúa como si todo el mundo le debiera algo. Será porque se cree merecedor de ese lugar que se le ha negado en el mundo por lo que es el encargado de ubicarnos en esta historia.

El desenlace de la misma lo conocemos en el cuarto y último capítulo. En este caso es un narrador omnisciente quien nos lo cuenta, si bien es a la buena de Dilsey a la que acompañamos en su mayor parte. De todas formas, por si hay algún despistado al que se le haya escapado algún detalle, al término de la novela se nos ofrece un apéndice final. La perseverancia de los lectores es recompensada y, además, dicho apéndice nos brinda la oportunidad de saber de los primeros Compsons y de situar un poco esta saga familiar en relación con otras familias de otras novelas del autor pertenecientes al universo literario de Yoknapatawpha.

El ruido y la furia es una tragedia. Una tragedia con cierta justicia poética. Si se quiere, una tragedia shakespeariana. De hecho, su título procede de una cita de Macbeth, en concreto de una del acto 5 escena 5 que dice así: «La vida no es más que una sombra [...] Una historia narrada por un necio, llena de ruido y furia, que nada significa». Ese necio en ocasiones se ha traducido como idiota y hay quien lo asocia con el personaje de Benjy, si bien no creo que necesariamente tenga por qué ser así. De hecho, más bien pienso que necios somos todos. Y es que quién podría ser tan aguerrido como para aprehender esa sombra que es la vida, ese «reducto absurdum de toda experiencia humana»; quién si «todos los hombres» no «son» sino «acumulaciones muñecos rellenos de serrín recogido de los basureros a los que habían sido arrojados»; quién si «lo extraño es que el hombre que es concebido por accidente y de quien cada aliento es como lanzar los dados previamente cargados contra uno mismo no se enfrentará con la apuesta final que conoce de antemano ha de hacerla frente sin intentar otros recursos desde la violencia hasta trampas mezquinas que no engañarían ni a un niño hasta que algún día verdaderamente asqueado arriesgue todo a una sola carta nadie hace eso por la rabia de la desesperación o por remordimiento o por aflicción solamente lo hace cuando se ha dado cuenta de que ni la desesperación ni el remordimiento ni la aflicción son especialmente importantes para el tahúr vestido de negro». Quién se atreve a aventurar de la vida algo más de lo que se desprende del inconexo monólogo de Benji. Quién como él no vive instalado en la pérdida. Quién como Quentin no sucumbe ante esta. Quién como Jason no vive como reacción a ella. Quién.

Pear blossoms on a gnarled old tree, fotografía de smilla4 bajo licencia CC BY-NC 2.0

Terminaré hablando de un olor. Porque por algo o por alguien hay que terminar. No porque me sea más o menos fácil en este caso, sino porque se me antoja hacerlo así. Podría terminar con algo visual, con algunos de esos detalles y objetos que se repiten en la narración y que cada vez van cobrando mayor significado. Podría hacerlo aludiendo al «jaquemate de polvo y deseo» y frustración que es esta novela. Podría reivindicar una vez más el ruido y martilleo constante que se prodiga por esta historia, ese ruido que es como si «mediante una conjunción planetaria todo el tiempo y la injusticia y el dolor se hicieran oír por un instante». Pero El ruido y la furia es también una novela de sensaciones, de sentimientos, pasiones, dolor, culpa, vergüenza, … Es también, por tanto, una novela de olores, pues el olfato es el más primitivo de nuestros sentidos, así como el más ligado a nuestra memoria y por ende a nuestro subjetivo y limitado tiempo vital, a nuestro escacharrado reloj que nos ata y nos sirve para bien poco. Para Benjy, por ejemplo, «Caddy olía como los árboles». Para mí, inevitablemente, El ruido y la furia huele a madreselva. Porque «creo que el de la madreselva es el más triste de los olores». Porque su aroma es dulzón, agobiante, pegajoso y resacoso. Porque es el suyo un olor nocturno, confuso y enloquecedor.

«Entonces apareció la madreselva. En cuanto apagaba la luz e intentaba dormirme empezaba a entrar en la habitación en oleadas sucesivas hasta que yo tenía que jadear para poder encontrar aire hasta que acababa levantándome y saliendo a tientas como cuando era pequeño las manos ven al tocar formando en la mente la puerta no vista Puerta ahora nada las manos ven Mi nariz veía la gasolina, el chaleco sobre la cama, la puerta. El pasillo continuaba carente de pisadas de tristes generaciones en busca de agua. pero los ojos ciegos apretados como dientes sin desconfianza dudando incluso de la ausencia de dolor espinilla tobillo rodilla el largo flujo invisible de la barandilla donde un traspiés en la oscuridad preñada de sueño Madre Padre Caddy Jason Maury puerta no tengo miedo sólo Madre Padre Caddy Jason Maury alejándose durmiendo dormiré profundamente cuando puerta Puerta puerta También estaba vacía, las cañerías, la porcelana, las plácidas paredes sucias, el trono de contemplación. Había olvidado el vaso, pero podía las manos ven dedos entumecidos invisible cuello de cisne donde más fino que la vara de Moisés el cristal roce exploratorio para no martilleando cuello estilizado y entumecido martilleando enfriando el metal el vaso lleno rebosante enfriando el cristal los dedos desprendiendo sueño dejando sabor de sueños humedecidos en el largo silencio de la garganta. Regresé por el pasillo, despertando batallones de pisadas dormidas en el silencio, en la gasolina, el reloj contando su rabiosa mentira sobre la mesa oscura. Luego las cortinas respirando en la oscuridad sobre mi rostro, dejando su respiración sobre mi rostro. Todavía un cuarto de hora. Y entonces no seré. Las más pausadas palabras. Más pausadas palabras. Non fui. Sum. Fui. Non sum. En algún lugar una vez escuché campanas. Mississippi o Massachussetts. Fui. No soy. Massachussetts o Mississippi».

The swing, fotografía de Andrew Beeken bajo licencia CC BY 2.0





Ficha del libro:
Traductora: Ana Antón-Pacheco
Editorial: Alfaguara
Año de publicación: 2010 (1929)
Nº de páginas: 328
ISBN: 978-84-204-6812-6
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Comentarios

  1. Veo que las dos hemos estado estos días cautivadas por el mundo maravilloso de Yoknapatawpha; tú con los Compson y yo con los Snopes. Gracias a ti he leído el último libro de la trilogía, La mansión.
    El ruido y la furia fue el segundo libro que leí de Faulkner, tras Santuario. No recordaba casi nada pues fue en el año 1997 y mi memoria no da para tanto, pero al ir leyendo tu reseña, me he ido acordando de Dilsey y, sobre todo de Benjy.
    No resulta fácil leer a Faulkner, pero tampoco especialmente difícil y las dificultades se ven compensadas cuando al final una entiende lo que le cuentan tras el desconcierto inicial. La verdad es que es difícil explicar lo que es este autor a quien no lo haya leído. Como bien dices, es un autor para lectores con callo, con muchos libros en su haber y sin miedo a las estructuras complejas, las sintaxis endiabladas, la total falta de linealidad, las anécdotas con muchos matices... En fin, complejo, pero totalmente cautivador.
    Un beso.

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    1. Sí, es complicado describir lo que es leer a Faulkner. Lo mejor es leerlo. Por cierto que en El ruido y la furia hace acto de aparición uno de los Snopes. Eso sí, como personaje muy secundario. Me encantan esos universos literarios que crean algunos autores haciendo que sus tentáculos salpiquen sus diferentes obras. Me queda aún mucho Faulkner por leer. Solo espero no tardar otros siete años en hacerlo. Me alegra haber hecho que recordaras al autor y que hayas así completado la trilogía de los Snopes.
      Besos

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  2. Faulkner es el rey (ja, ja...). A mí me encantan sus novelas, tanto las que presentan a los Snopes como las que se refieren a los Compson. Leí "El ruido y la furia" hace ya tiempo y siempre que veo Macbeth en teatro o en alguna versión cinematográfica la fuerza de esta novela se presenta ante mí.
    El universo del condado de Yoknapatawpha creado por Faulkner es único. Sus personajes son irrepetibles, tienen una personalidad e individualidad tremendas. Y sobre la dificultad de leer sus novelas, estoy completamente de acuerdo contigo. Las primeras veces que se le lee resulta dificultoso, pero a la larga y dada la tremenda influencia que su manera de hacer literatura ha tenido en los buenos autores del XX y XXI uno está ya muy acostumbrado a todos sus procedimientos. Y así se le disfruta mucho más.
    Recuerdo con mucho gusto además de ésta y "Mientras agonizo", sus novelas "Luz de agosto", "Absalón, Absalón", "Sartoris", "El villorrio" que ahora yo recuerde haber leído de él. Todo lo suyo es excelente.
    Un beso, Lorena

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    1. Yo solo he leído, además de esta, Las palmeras salvajes, que me temo no es de sus novelas más conocidas, y Mientras agonizo. Me gustaría seguir leyéndolo. En concreto, tengo muchas ganas de leer Absalón, Absalón. De hecho, tardé en decantarme entre ella y El ruido y la furia.
      Cierto es que Faulkner es uno de los grandes. Sus historias tienen una profundidad y ambientación magníficas y la introspección a la que somete a sus personajes es difícil de igualar. Y aunque es verdad que el uso de los recursos literarios que emplea está muy extendido en la actualidad, ello no es óbice para que Faulkner siga brillando en el dominio que hace de ellos y la originalidad con la que los emplea.
      Otro beso para ti, Juan Carlos.

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  3. Ya te lo he dicho en alguna ocasión, sino recuerdo mal. Pero tengo que leer a este autor, tengo varias obras anotadas para empezar con él por alguna, esta entre entre ellas. Aunque creo que finalmente me decantaré por Luz de agosto. Ya se verá...
    Como nunca lo he leído, no sé que me transmitirá. Se ve de esos autores que dan algo de trabajo, que requieren cierta atención y motivación para ser leídos, pero de los que dejan huella.
    Un gusto leerte.
    Un abrazo, Lorena.

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    1. Es uno de los grandes y los grandes, sean más o menos afines a cada uno como lector, siempre dejan algo. Seguro que en tu caso también es así. Ya me contarás.
      Besos

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  4. Tengo pendiente leer las obras de Faulkner :D

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    1. Pues no es un autor para dejar pasar. Te animo a que te pongas con alguna de ellas.
      Besos

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