Veintidós cuentos - Mercè Rodoreda

La imagen abre mi apetito, exalta mis sentidos. Fulgor de primavera, promesa de verano y, sin embargo, hay algo en ella de engañoso. Demasiada placidez. Tonos suaves, neutros, pasteles, escogidos para albergar un clima de confortabilidad. Contornos desdibujados, difusos, para crear una cadencia entre objetos y no herir con sus límites incisivos. Sin embargo, cuanto más observo esa imagen de la sobrecubierta de este libro, más se diluyen esos contornos y lo que los mismos encierran cobra vida. No en vano, las flores y frutos que representan son materia viva pero, precisamente por ello, destinada a morir. Comienza a embriagarme su aroma, a invadirme su dulzor. Lo que anunciaba frescura se torna amargo por obra y gracia de un leve y apenas imperceptible viraje en la dirección del viento. La ilustración desvaída, tan a tono pensada en principio con mi ejemplar añejo, se me antoja ahora preludio de las lecturas que aguardan tras ella. ¿Dónde queda ahora esa primera impresión? «Qué lejos todo. Los besos, la sangre, el perfume de las lilas». «Nunca volverá a ser como hoy. Miré a mi alrededor para poder tener algo mío: la luz de la farola, el cielo violeta, una ventana iluminada». Pero no queda nada más que la abrupta realidad. Sin embargo... cuántas veces lo añorado se siente más real que lo presente; cuántas la vida no es más que acogerse a esos momentos de intensidad.
«De la vida solo espero recoger las flores...»
Flores, flores, leer a Mercè Rodoreda es aspirar el olor de las flores; pararse absorto frente al escaparate de una floristería a contemplar los seres de ese «paraíso defendido por el cristal que los reflejaba»; pasear por el parque bajo el cálido y cegador sol de mediodía; colarse en jardines alumbrados por la enigmática luz de la luna. Porque los cuentos de Rodoreda son flores pero también son sol, luna, mañana y noche. Y palomas.

De flores saben los protagonistas de Novios. Ella, enamorada de esos brotes de colores; él, un tanto incomprensivo ante lo efímero de la vida de estos. De sol podría contarnos el estudiante que se enamora de la chica de La blusa roja tras observarla diariamente por la ventana de su apartamento. Huye del mismo intentando dejar en él su locura pero solo consigue que el sol abrasador la acentué. Por contraposición, Inlunación es el maravilloso título de otro de estos cuentos, porque la luna es mágica y pocos escapan a su embrujo. Luna de noches cuyo olor trae consigo al volver al lecho conyugal el compañero de la narradora de La sangre; de noches como a la que es restituido, tras ser tocado por un hada, uno de los protagonistas de Carnaval. Porque «en la vida sólo eso merece la pena. Sólo eso. La noche».
«La noche estaba poblada de nubes densas con blancos ribetes de luna; el viento se las llevaba, las deshilachaba, las recomponía. De vez en cuando, por una grieta, se veía un trozo de cielo azul oscuro, brillante como si fuera de porcelana». 
«Pero aquel despojamiento de las cosas en el corazón de la sombra que la luna adelgazaba le iba estimulando el recuerdo de los detalles concretos; como si una mano invisible los sacara de las profundidades de un pozo negro y los colocara ante sus ojos».
Pozo negro e historias oscuras encierran alguna de las veintidós flores que componen este ramillete de relatos, como es el caso de la terrible Viernes 8 de junio o de la inocente crueldad de los niños protagonistas de El baño. Pero me adelanto desmembrando el ramillete, aún me queda por hablaros de la mañana y las palomas.

A la mañana se abraza la protagonista de Felicidad y, con ella, a los besos matutinos que saben a «sueño, como si el sueño desvanecido regresara por los labios de él y se dirigiera hacia los ojos que se cerraban y querían dormirse de nuevo». Y las palomas... ay, las palomas serán la perdición de la protagonista de Antes de morir, cuento que cierra este volumen y que se me antoja tan hitchcockiano, las palomas y ese convencimiento al que llega que tanto la martillea: «A veces siento verdadera ansia de que alguien me quiera de verdad y mucho». Porque si hay un tema predominante en estos relatos, aparte de el de lo efímero de los instantes con el que abría esta reseña y que es constante en todo este libro, es el amor. Y «hay amores tristes y amores alegres», le dice la protagonista femenina de En voz baja a su enamorado; «el nuestro es un amor triste», concluye, como tristes son también el resto de amores que nos narra Rodoreda. Tristes por no ser correspondidos, por quedar suspendidos, por no atreverse a vivirlos porque ya se han sellado lealtades o porque la época que les brinda escenario condena al que se arriesga a ser feliz.

La época. No debemos olvidar que Rodoreda abandonó España tras una guerra para recalar en Francia, país al que pronto llegaría otra. Ese contexto, aunque casi siempre muy en segundo plano, también está presente en estos relatos.

Relatos que son bellos, hermosos, poesía pura. Que nos traen «retazos del pasado, residuos de la memoria... y algunas horas dulces lentamente consumidas». Que nos dejan imágenes poderosas e inolvidables, como la del vestido azul color cielo de verano, azul gris comido por el sol, azul amargo, cielo amargo, verano amargo; como la de la muchacha probándose su vestido de novia y contemplándose en un espejo que le devuelve el reflejo de un fantasma blanco. Espejos: espejos sabios, que guardan secretos, que muestran, que adivinan, que distorsionan...


Ya había leído antes a Rodoreda y, aunque por ello no me sorprende su exquisita sensibilidad y capacidad para expresarla, no dejo de disfrutar de ambas cada vez que la vuelvo a leer. Las palomas mencionadas del último de estos cuentos inevitablemente hacen pensar en La colometa de La plaza del diamante, pero ya desde que me sumerjo en el primero de los cuentos, vuelve a mí la Rodoreda de esa novela. Hay un sello inconfundible, inimitable por más que algunas escritoras como Natalia Ginzburg me lo recuerden pues cada una de ellas es única, un made in Mercè Rodoreda, pero, además, los cuentos de este volumen nos regalan los diferentes matices narrativos de la catalana. Están las voces más complejas y oscuras, pero también las más simples como la de la muchacha de Tarde en el cine, que se tilda de «bobalicona» y por ello condenada a ser una desgraciada. Yo, sin embargo, no creo que su capacidad de aceptación la haga más desdichada que otras de sus compañeras de páginas.

Son varias de ellas las que traen a mi memoria un relato en concreto amén de la novela El amor comienza de otra genial escritora: Marie Luise Kaschnitz. Es curioso, porque llevo tres libros leídos tanto de ella como de Rodoreda y nunca se me había ocurrido relacionarlas; me parecían muy diferentes. Sin embargo, algo en esos momentos de pavor, incluso injustificados, que de repente invade a alguna de las protagonistas de estos cuentos, ese sentirse morir por hacer del amor romántico el único leitmotiv de sus vidas, hermana a ambas autoras en mi imaginario lector.
«Y aquella muchacha airada, que quería coger un tren, que quería huir y bajar la escalera a escondidas y precipitadamente, desaparecía. Se la llevaba el humo, como a las brujas. Salía por una chimenea imaginaria, el viento se apoderaba de ella y la deshacía por completo. Encogida, era una muchacha sin espinas, sin exabruptos, una joven que se quedaba, ignorando que cuatro paredes y un techo de ternura la aprisionaban tiránicamente». 
«Deseé morir. Matarme no, no. Morir. Para matarse se necesita voluntad, energía: para morir no se necesita nada».
Para morir no se necesita nada más que perder las ganas de vivir. También se hermanan para mí en estos cuentos la vida y la muerte porque «qué le vamos a hacer, al nacer empezamos a morir...» Morimos nosotros, mueren quienes hemos sido y se convierten en fantasmas que nos revisitan y que nos hacen alimentarnos y vivir del recuerdo, mueren los instantes que nos hicieron felices y desgraciados. Intentamos capturarlos como quien piensa que por aprisionar una flor entre las hojas de un libro perpetúa su aroma y su belleza. No es así. No es así a no ser que el libro lo haya escrito Mercè Rodoreda. Entonces lo abrimos y sus letras riegan esa flor. La riegan cual lluvia constante aunque no siempre se trate de «la lluvia de los enamorados, sino la de aquellos a quienes la vida convierte en seres tristes a golpes de amargura, la que trae barro y frío, la lluvia que solivianta a los pobres porque estropea vestidos y zapatos y hace enfermar a los niños que se empapan los pies al ir a la escuela». La flor, ávida de lluvia, se abre y revive el instante: comienza la historia. «Me ha hecho daño. Pero he conocido la verdad; como si de repente te clavaran en la pared y te dejaran ahí para siempre, durante toda la vida», nos dice un personaje desde una de esas historias. Y siento que los personajes de estos cuentos son insectos disecados clavados con un alfiler que vuelven a la vida cada vez que se les da voz por medio de la lectura. Despliegan sus alas y vuelan de flor en flor libando instantes de ansia o felicidad. Pienso en mí misma como un insecto atravesado por otro alfiler: la pluma de Rodoreda; clavada, atrapada por sus historias. No sé qué es lo que ese alfiler inocula en mí pero el caso es que, cuando la leo, no sé si leo o sueño.
«Aquí es imposible vivir... ya te lo advertí. Creía que tú aguantarías más, pero te han atrapado enseguida... Demasiado pronto. La culpa quizá sea mía. Te he contado demasiadas cosas. Pero bien que te han encantado».
Sí, bien que me han encantado. Pero nunca siento que me cuentas demasiado. Siempre queda más por contar. Y por escuchar. Por eso siempre vuelvo a ti. Vuelvo como regreso una y otra vez a esa ilustración de la sobrecubierta. Vuelvo en busca de más historias. Pero solo me encuentro con «esta paz, envenenada, furiosa de soledad... Como una puerta abierta...»

Frank Cadogan Cowper "Titania Sleeps" (A Midsummer Night`s Dream) 1928. Fotografía de Plum leaves





Ficha del libro:
Título: Veintidós cuentos
Autora: Mercè Rodoreda
Traductora: Ana María Moix
Editorial: Mondadori
Año de publicación: 1988
Nº de páginas: 234
ISBN: 84-397-1237-5





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Comentarios

  1. Siempre me ha costado hacer reseñas de libros de relatos. Hablar de historias que no tienen relación aparente me resulta difícil. Lo bueno es que tiendo a buscarles la relación y siempre termino por encontrarla.
    Me ha encantado la semejanza que haces de los relatos a un ramo de flores y cómo vas sacando un relato de otro.
    Según empezaste a hablar de palomas, recordé a Colometa de "La plaza del diamante". Era inevitable que tú también la recordaras.
    Un libro que se presenta muy atractivo y esa edición "antigua", del año 88, lo hace muy de mi juventud. Tengo montones de libros de esa época con ese aspecto, algunos de la misma editorial.
    Un beso.

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    1. Afortunadamente no se mide igual la antigüedad para los libros que para las personas ;)

      Yo al final casi siempre acabo encontrando un hilo conductor entre los relatos de un mismo libro o de un mismo autor por diferentes que me parezcan, si bien es cierto que muchas veces no percibo ese hilo hasta que vuelvo sobre ellos tras su lectura. Me gusta leer relatos porque pienso que a través de ellos se detectan muy bien las inquietudes de un autor. Cuando, además, como es el caso, son varios los libros ya leídos del autor en cuestión, creo que esa amalgama se revela más fácilmente.

      La literatura de Rodoreda está plagada de flores. Es algo que se me ha hecho muy evidente con estos relatos pero que, si lo pienso, ya estaba latente en las dos novelas suyas que había leído con anterioridad. Tenía que dejarlo reflejado de alguna manera en la reseña.

      Besos

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  2. Esa misma edición vetusta la saqué de la biblioteca. hará un par de años . Me encantó, creo que es uno de los mejores libros de relatos que he leído. Lo malo fue que los iba intercalando con otras lecturas y cuando lo devolví me quedó la sensación de no sacarle todo el jugo que merecía. Sensación amplificada al leer tu reseña.
    Ahora estoy con La plaza del diamante, bendita casualidad.
    Aprovecho para felicitarte el año.
    Un abrazo.

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    1. Yo me lo traje de Santiago de Compostela a finales del verano pasado. Fue leer Mercè Rodoreda en esa sobrecubierta añeja y no pensarlo más. Me lo traje además de la mano de un libro de Carmen Martín Gaite. De la mano los he leído y de la mano verán la luz sus respectivas reseñas, pues la próxima que publique será la del libro de Martín Gaite. Otra bendita casualidad que ya explicaré en la reseña en cuestión.

      Seguro que estás disfrutando muchísimo de La plaza del diamante. Cuídame mucho a 'mi' Natalia.

      Feliz año para ti también.

      Un abrazo

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  3. PUes no he leído nada de la autora aún. Tengo delito, lo sé. No sabía de estos relatos. Pero ahora me los llevo bien apuntados. Me estrenaré con la autora con ellos.
    Besotes!!!

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    1. Huy, delitos de ese tipo tengo yo muchos pero, aunque no me gusta mucho recomendar libros (cada uno que lea lo que le apetezca), en este caso no me queda otra que decirte que ya estás tardando en leer a Rodoreda.
      Besos

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  4. Una deliciosa ilación para ir uniendo tus impresiones de relato en relato, eres brillante, Lorena, siempre admiro la sutilidad de ese "mundo" que creas alrededor de los libros que te placen. Además, un gran lector de relatos como Gerardo lo pone por las nubes... más que interesante.
    Ah, las nubes, el cielo, todo aquel que sabe apreciar su belleza es un gran contador de historias... lo sepa o no ;)
    Cuídate amiga.

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    1. Ya digo que cuando leo a Rodoreda no sé si leo o si sueño. Para mí crea magia e intento trasladar esa sensación a mis reseñas. Estos relatos, además, independientemente de mis impresiones y de mi predilección por este tipo de prosa, y tal y como apunta Gerardo, son muy buenos.

      Ah, el cielo... Y la luna que alberga a mí en este libro (y en el siguiente que vendrá) se me ha revelado como una gran transmisora de historias. Y el mar también (ya contaré). Será porque en él se refleja ese cielo.

      Un abrazo

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  5. Bonita reseña, Lorena; muy emotiva y reflexiva. Sólo he leído 'La plaza...' aunque aún me espera 'La calle...'. De éste no tenía idea, pero intentaré encontrar algún ejemplar. No soy muy de relatos, pero Rodoreda escribía muy bien, tanto como Natalia Ginzburg, como bien señalas.
    Gracias por traernos este título.
    Un abrazo.

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    1. La calle de las camelias también es una delicia, aunque yo reconozco mi debilidad por la Colometa.

      A Ginzburg llevaba mucho tiempo queriendo leerla y fíjate que fue dar con un libro suyo cuya sinopsis no sé por qué me hizo recordar La plaza del diamante y decidirme por fin a leerla. Después resultó que su prosa me recordó mucho a la de Rodoreda y, aunque después leí en alguna parte acerca de esa similitud, en aquel momento no pudo dejar de maravillarme esa casualidad.

      Estos relatos son maravillosos, pero harás bien en leer lo que tu instinto lector te diga.

      Un abrazo

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  6. Hola Lorena qué bonita reseña te ha quedado, desde luego florida y poética como el lenguaje que utilizaba Mercè Rodoreda a la que seguro le hubiera encantado la reseña. Leí hace muchos años La plaça del diamant y después vi la película y siempre que pienso en Natalia, la colometa, me acuerdo de Sílvia Munt que hizo un papel magnífico. Me han entrado ganas de releerla y también de descubrir estos relatos cortos, los buscaré.
    Besos

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    1. Desde luego La plaza del diamante es un libro que con el tiempo apetece releer.

      Espero que tengas suerte encontrando estos relatos y que disfrutes de ellos tanto como yo. De todas formas ,si no tienes suerte con esta edición, hay otras publicaciones posteriores que reúnen no solo los de este volumen sino todos los cuentos de Rodoreda; así la podrás disfrutar aún más.

      Besos

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