La loca de la casa - Rosa Montero

«Todos los escritores ambicionamos atrapar el tiempo, remansarlo siquiera unos momentos en una pequeña presa de castor construida con palabras; a veces te parece estar a punto de lograrlo; a veces el tiempo forma a tu alrededor un remolino y te permite contemplar un ancho y vertiginoso paisaje a través de los años. Recuerdo que sentí algo parecido, por ejemplo, leyendo Ermitaño en París, ese libro autobiográfico de Italo Calvino. Como ya he dicho, el volumen incluye el diario que Calvino escribió en 1959, a los treinta y dos años, durante su primer viaje a Estados Unidos. El viaje formaba parte de un programa cultural norteamericano titulado Young Creative Writers que se encargaba de llevar a Estados Unidos a los «jóvenes escritores creativos» de Europa. Los otros agraciados con la beca aquel año habían sido Claude Ollier, francés, treinta y siete años, representante del insoportable nouveau roman; Fernando Arrabal, español, veintisiete años, «bajito, con cara de niño, flequillo y barba en forma de collar», y Hugo Claus, belga flamenco, treinta y dos años. Además, había otro autor invitado, Günter Grass, alemán, treinta y dos años, pero no pasó el reconocimiento médico porque tenía tuberculosis y en aquel entonces no podía entrar nadie en Estados Unidos con el bacilo de Koch.
En su diario, Calvino describe a sus compañeros, a los que nadie o casi nadie conocía en esa época. De Ollier apenas dice nada, lo cual no me extraña. De Arrabal (me asombra comprobar que este hombre ha sido joven) anota que «es extremadamente agresivo, bromista de manera obsesiva y lúgubre y no se cansa de bombardearme a preguntas sobre cómo es posible que me interese la política y también sobre qué puede hacer con las mujeres». Y de Hugo Claus dice que «empezó a publicar a los diecinueve y desde entonces ha escrito una cantidad enorme de cosas, y para la nueva generación es el más famoso escritor, dramaturgo y poeta del área lingüística flamenco-holandesa. Él mismo dice que muchas de esas cosas no valen nada, pero es cualquier cosa menos estúpido y antipático, un hombretón rubio con una bellísima mujer actriz de revista».
Resulta muy curioso encontrarse con estas apariciones juveniles de personas a las que luego has tratado, tantos años más tarde. Con el tiempo, Arrabal se ha ido haciendo más pequeñito y más barbudo y ha establecido relaciones con la Virgen; en cuanto a Hugo Claus, sigue siendo un figurón, un perpetuo candidato al Premio Nobel. Le conocí hace algunos años, compartí una comida y algún acto literario con él, y ahora es un simpático y enérgico septuagenario de pelo blanco que sospecho que ha debido de coleccionar varias mujeres bellas. Pero lo más fascinante es que, durante la travesía en barco que les llevaba a Estados Unidos, se produjo el lanzamiento del primer sputnik; y Calvino cuenta de pasada que, a las cuatro horas del suceso, Hugo Claus ya había escrito una poesía sobre el satélite «que inmediatamente salió en primera plana en un diario belga». Pues bien, esa pequeña referencia fue para mí como la magdalena proustiana o la burbuja vítrea de Mercé Rodoreda: inmediatamente centré el periodo temporal y me introduje a mí misma en la memoria ajena. Porque uno de los más bellos recuerdos de mi infancia está datado entonces, en las Navidades de 1959. Yo tenía ocho años y aún estaba convaleciente de la tuberculosis, pero aquel día salí a la calle, envuelta en una bufanda y bien abrigada, porque era Nochebuena y cenábamos en casa de mi abuela. Subía por Reina Victoria de la mano de mi madre, con mi padre al lado y mi hermana Martina, cuando de repente nos detuvimos y nos pusimos a contemplar el cielo. Es decir, toda la calle se detuvo y miró para arriba. Era noche cerrada, una noche escarchada, quieta y cristalina, y el cielo estaba abarrotado de estrellas. De pronto, la mano de un hombre se levantó y un dedo señaló, y luego se levantaron otras manos, tal vez la de mi padre, tal vez incluso la mía; y todos los dedos señalaban lo mismo, una estrella más brillante que atravesaba el cielo, una estrellita redonda que corría y corría, sólo que no se trataba de una estrella sino de un satélite artificial, de algo maravilloso y monumental que los humanos habíamos hecho; y en ese mismo momento, mientras yo me derretía de embeleso contemplando esa magia y soñaba con viajar algún día en un sputnik, el joven Hugo Claus, al que luego de viejo conocería, escribía un poema sobre la estrella errante, y el joven Calvino, que ya ha muerto, escribía sobre el poema que Claus escribía, y el joven Günter Grass, tuberculoso como yo y deprimido por haber perdido su beca, seguramente contemplaba el satélite con ojos admirados, sin saber aún que algún día haría una gran novela sobre un enano (justamente un enano), y que ganaría el Nobel, y que llegaría por lo menos a los setenta y cinco años, que es la edad que ahora tiene, mientras escribo esto. Pero aquella noche de 1959 yo lo ignoraba todo, aquella noche simplemente miraba absorta el cielo junto con mis padres y mi hermana y otros dos millones de madrileños; y las estrellas derramaban sobre nosotros una luz probablemente fantasmal, la luz de estrellas muertas hace trillones de años y que aún nos llegaba palpitando a través del negro y frío espacio; esa misma luz que quizá seguirá pasando por aquí dentro de mucho tiempo, cuando nuestro Sol se haya apagado y la Tierra no sea sino un yerto pedrusco. Y esa luz impasible e imposible, que a su vez algún día también se extinguirá, llevará prendido, como un soplo, el reflejo infinitamente inapreciable de mi mirada».

Se escribe contra la muerte, me dice Rosa Montero una y otra vez en el libro que os traigo hoy. Se escribe para —como las estrellas— continuar brillando, aunque solo sea minúsculamente, largo tiempo tras la última exhalación. Se escribe para multiplicar vidas, para explorar los caminos que pudieron haber sido y no fueron, para ser aquellos otros que también habitan en nosotros, para traspasar los difusos límites de la realidad y liberarnos, para alejarse de uno mismo y encontrarse. Se lee —me dice Rosa Montero— también contra la muerte.

Leo a Rosa Montero. Leo no sé si contra la muerte, pero sí sé que leo este libro de Rosa Montero porque ella misma me habló de él en El peligro de estar cuerda. Allí también me contó que se escribe contra la muerte. Allí me contó alguna que otra cosa que me he vuelto a encontrar en el libro que os traigo hoy. No me ha importado. No lo he sentido repetitivo. Veinte años separan la escritura de este La loca de la casa de aquel El peligro de estar cuerda del que os hablé allá por septiembre de 2022. Tan solo dos años largos separan para mí, pues, la lectura de sendos libros. El acto de leer consigue eso: que el tiempo se expanda o se contraiga y, así, la voz de hace dos décadas de Rosa Montero la siento como si me estuviera hablando hoy, la siento como si fuera la de El peligro de estar cuerda, como la propia Rosa Montero sintió al escribir este libro que esa niña que era en 1959 se hermanaba con esos escritores que entonces ni conocía y que años más tarde conoció en la contemplación de algo maravilloso y monumental que los humanos habíamos hecho.

El acto de escribir también consigue muchas cosas —algunas de ellas milagrosas— o, al menos, debería intentar conseguirlas. La vanidad del escritor —esa de la que también tanto me habla Rosa Montero en este libro— se afana para que este consiga hacer algo maravilloso y monumental —también puede hacer del escritor un auténtico cretino—. Estéril ambición esta, pues el libro con mayúsculas no existe. No existe artefacto literario tal que perdure en el firmamento de la cultura humana y de su memoria colectiva cual si fuera una estrella cuya luz aún nos llegará trillones de años después de su extinción. Pero ese esfuerzo, esa ambición, ese anhelo, esa constante búsqueda, casi persecución de a saber qué, ayuda a escribir buenos libros.

Me habla la escritora madrileña en este libro de lo que para ella es escribir, de lo que para ella es ser un novelista, de esa compañera de vida que vive en la buhardilla que es la imaginación y que —robándole las palabras a Santa Teresa de Jesús— da título a este libro. Me cuenta anécdotas de escritores. Me advierte del peligro que los prejuicios suponen para un escritor. Me explica la conveniencia de alejarse de uno mismo para escribir, de tomar distancia. Reniega de la literatura al servicio de la transmisión de un mensaje. Me hace distinguir entre escritores erizo y escritores zorro, como me cuenta que los llamaba Isaiah Berlín, así como entre libros-insecto y libros-mamífero, como parece ser que los clasifica Juan José Millás, y yo me acuerdo una vez más de Amalfitano y su joven farmaceútico y del sistema de galerías del zorro astuto de Cărtărescu y sonrío. Cada capítulo está dedicado a una o dos ideas y, sin embargo, todo en él fluye, todo se siente como un continuo. Rosa Montero escribe y yo la leo embelesada. Me cuenta una cosa para llevarme a otra. Su prosa es una delicia, una cadencia hilvanada con frases ligadas que me llevan por este libro y me hacen disfrutarlo de principio a fin. Es el tercer libro que leo de la autora. Los tres me han gustado. Sin embargo, su novela La buena suerte se me cayó un poco al final y en su maravilloso libro El peligro de estar cuerda en algún momento, aunque solo fuera instantáneamente, me salí de su lectura. La loca de la casa es el primer libro que le leo a la Montero sin que me haya despegado en ningún momento de sus páginas (lo cual no quiere decir que sea el que más me ha gustado). Por eso no he querido recortar de ningún modo el fragmento del mismo con el que he arrancado esta entrada. Por ello estoy sacrificando buenísimas citas para poder, a cambio, dejaros esa otra tan larga como regalo que degustar.

Termina Rosa Montero la misma rememorando esa Nochebuena de 1959 en la que pasea bajo el cielo estrellado de Madrid junto a sus padres y su hermana Martina. A su melliza Martina, precisamente —a esa Martina tan importante en un capítulo de este libro que es, valga la redundancia, el más importante para la autora y que leo como si fuera el capítulo de una novela que no está escrita pero que me hubiera gustado leer—, dedica Montero este libro. Antes de adentrarme en él leo: «Para Martina, que es y no es. Y que, no siendo, me ha enseñado mucho». Y yo sonrío. Me tomo esa declaración como una pista, como una confirmación de algo que aún no sé que me voy a encontrar. El peligro de estar cuerda es un ensayo aderezado con ficción, ficción que yo juego a descubrir. La loca de la casa es otro ensayo que contiene ficción, ficción que reconozco y disfruto. La loca de la casa se me antoja la hermana pequeña de El peligro de estar cuerda y, sin embargo, está escrita con anterioridad, por lo que, de algún modo, es, en realidad, su germen.

Por seguir hablando de hermanos, me vuelvo a encontrar en este libro con la fantástica a la par que inquietante —y a saber si ficticia o real— historia de Mark Twain y su gemelo. También me cuenta Rosa Montero que Faulkner decía que una novela «es la vida secreta de un escritor, el oscuro hermano gemelo de un hombre». Y es que escribir es disociarse. Es acariciar la locura sin llegar a perderse en ella. Y ese oscuro hermano no es sino los otros yoes posibles de un escritor.

«[...] el oscuro hermano gemelo de un hombre». Otra de las cosas que me cuenta Rosa Montero en este libro es que tardó en aprender a leer también mujer cuando los varones escriben hombre. Me habla de los nuevos modelos que están creando las mujeres con la literatura, de la ignota parcela del mundo que las escritoras están representando con sus obras, de su contribución en un terreno prácticamente vedado para ellas durante siglos que nos hará a todos —hombre y mujeres— más sabios y libres. Y a mí me gustan sus ideas. Me gusta cómo las explica. Y me acuerdo de algunos de los pasajes de ese otro maravilloso ensayo que es Una habitación propia de Virginia Woolf.

장화, 홍련 (a tale of two sisters), fotografía de Hejl bajo licencia CC BY-ND 2.0

En algún momento Montero se da cuenta de que en este libro no está escribiendo tan solo sobre literatura e imaginación, sino también sobre la locura. Supongo que por ello quiso seguir explorando ese camino, que por ello escribió años más tarde sobre la relación entre la creatividad y la locura en El peligro de estar cuerda.

No se extiende, pues, mucho Rosa Montero en La loca de la casa en el tema de la locura, pero sí me habla en él de esa otra locura pasajera aceptada socialmente que es la pasión amorosa. Me llega hasta a contar una vivencia personal al respecto. Me la cuenta y me la vuelve a contar. Y me la cuenta otra vez. Cada vez de un modo distinto. La segunda vez que me la cuenta, al principio todo me suena mucho y pienso que hay algún tipo de error, que se trata de un capítulo repetido, pero pronto entro al juego. La tercera vez, sonrío medio relamiéndome anticipando el placer que me espera, me pongo cómoda y disfruto. Y es que me encanta la Rosa Montero ensayista, pero la Montero fabuladora, esa que deja corretear a sus anchas a la loca de la casa que es su imaginación, tampoco está nada mal, vaya que no. De hecho, quedo en deuda con ella para leerle más novelas.

También quedo en deuda con vosotros. Me hubiera gustado contaros muchas más cosas. Detenerme en alguna que otra anécdota de algún que otro escritor y en lo que con ella nos cuenta la autora. Detallar los escritores comunes leídos por Montero y por mí. Profundizar más en las opiniones y reflexiones de la autora. Compartiros —como ya os he comentado anteriormente— algún que otro breve fragmento que deja patente tanto las atinadas ideas de la autora en torno a la escritura como su extraordinaria facilidad para expresarlas con las palabras justas que imprimen además una melódica musicalidad a su prosa. Voy, a cambio, a contaros una última historia de esas que me ha contado Rosa Montero.

Esta historia comienza en la Edad Media y, cual si del brillo de una estrella lejana se tratara, su destello ha llegado a nuestros días. La Gran Peste azotaba el mundo. En Europa, en menos de un año murieron entre uno y dos tercios de la población. Los cadáveres se amontonaban porque los vivos no daban abasto para enterrarlos. Aun así, quién se hubiera atrevido a hacerlo en una tesitura en la que la genta abandonaba a sus seres queridos enfermos por miedo al contagio. Lo peor de la condición humana afloró, el caos se impuso y quien no moría de peste moría por hambruna, pues multitud de campos de cultivo fueron abandonados, así como también pereció el ganado. En esos tiempos oscuros, en Kilkenny, en Irlanda, vivió un fraile menor llamado John Clyn. Clyn vio morir a todos sus hermanos de congregación uno tras otro y «Entonces, en su soledad de momentáneo superviviente, escribió con meticulosidad todo lo sucedido, «para que las cosas memorables no se desvanezcan en el recuerdo de los que vendrán tras nosotros». Y al final de su trabajo dejó espacio en blanco y añadió: «Dejo pergamino con el fin de que esta obra se continúe, si por ventura alguien sobrevive y alguno de la estirpe de Adán burla la pestilencia y prosigue la tarea que he iniciado»». Porque Clyn inició esa tarea testimonial sobre esa terrible pandemia, pero no la pudo concluir. Como una mano anónima dejó constancia en uno de los márgenes de su manuscrito, él también sucumbió a la enfermedad, «pero la estirpe de Adán sobrevivió y hoy conocemos lo que fue la Gran Peste, entre otras cosas, gracias al minucioso trabajo de John Clyn. Eso es la escritura», nos cuenta Rosa Montero, «el esfuerzo de trascender la individualidad y la miseria humana, el ansia de unirnos con los demás en un todo, el afán de sobreponernos a la oscuridad, al dolor, al caos y a la muerte. En lo más profundo de las tinieblas, Clyn mantuvo una pequeña chispa de esperanza y por eso se puso a escribir. Nada se pudo hacer para detener la peste; sin embargo, a su humilde manera, ese fraile irlandés consiguió vencerla con sus palabras».

Clyn escribió contra la muerte, que es una tarea tan titánica como ese atrapar el tiempo con el que comenzaba esta entrada, como esa otra ambición del escritor que es condensar en un libro la inmensidad. «Soñamos, escribimos y creamos para eso, para intentar rozar la hermosura del mundo, que es tan inabarcable como el lago Constanza», tan inconmensurable como el firmamento que surcó ese sputnik aquella Nochebuena de 1959, apenas un titilante punto brillante procedente de algo anómalamente artificial, pero de algo, al fin y al cabo, maravilloso y monumental que los humanos habíamos hecho. No está mal para la pequeña, insignificante y perecedera criatura que es el hombre (leamos también mujer). No está mal para uno de tantos otros tristes comunes mortales que es un escritor (leamos también escritora).

«Y es que los humanos no sólo somos más pequeños que nuestros sueños, sino también que nuestras alucinaciones. La imaginación desbridada es como un rayo en mitad de la noche: abrasa pero ilumina el mundo. Mientras dura ese chispazo deslumbrante intentamos atisbar la totalidad, eso que algunos llaman Dios y que para mí es una ballena orlada de crustáceos. Después de todo, tal vez Rimbaud no desbarrara tanto cuando aspiraba a fundirse con lo divino. En la pequeña noche de la vida humana, la loca de la casa enciende velas».

Torre de Madrid, fotografía de Carlos Postigo bajo licencia Unsplash





Ficha del libro:
Autora: Rosa Montero
Editorial: Alfaguara
Año de publicación: 2003
Nº de páginas: 271
ISBN: 84-204-6664-6





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Comentarios

  1. ¡Hola Lorena! ensayos aderezados de ficción..., curiosa mezcla. Me encanta Rosa Montero, como tú considero que su prosa en muy buena y da gusto leerla, aunque claro, yo he leído solo novelas, pura ficción que ya sabes que es lo que me gusta. Nunca he pensado en leer El peligro de estar cuerda y no creo que lea La loca de la casa, más que nada por tema de tiempo y preferencias, ya sabes, pero entiendo que te fascine y te haya fascinado esta también
    Yo estoy esperando ansiosa nueva novela suya porque sé que me tiraré como loca a por ella.
    Por cierto que a mí sí me convenció La buena suerte (que a ti se te quedó algo floja)
    Besos!!!

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    1. No es una mezcla tan extraña como parece. En todo caso, es una mezcla que me ha gustado y he disfrutado.
      Realmente no es que La buena suerte se me quedara floja. Fue mi primer acercamiento a Rosa Montero y me gustó. Tan solo es que sentí que era una novela que encerraba mucha magia y en el tramo final esa magia se me desvaneció. Guardo buen recuerdo de ella y, como digo en la reseña, me gustaría leer más ficción de la autora.
      Besos

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  2. Recuerdo el final de La buena suerte porque me resultó excesivamente "feliz" y recuerdo haber escrito en mi reseña que si la autora quería dar una oportunidad a la esperanza estaba en su derecho. Y es que sí, para el talante de la historia el final sorprende por lo feliz que es.
    Tengo La loca de la casa en casa desde hace tiempo, pero aún no me había decidido a leerlo. Espero hacerlo con este recuerdo y con los dientes largos que me has puesto.
    El peligro de estar cuerda me gustó mucho porque además, como te dije en IG, me sentí muy identificada con la autora en varias cosas como nuestra visión de la muerte y nuestro rechazo a hablar por teléfono. Este último pensé que era solo cosa mía, pero ver que a alguien como Rosa Montero también le pasa me ha reconciliado conmigo misma.
    Un beso.

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    1. Fíjate que yo no recuerdo de El peligro de estar cuerda eso de que la autora comentara que sentía rechazo a hablar por teléfono. Es curioso las diferentes cosas de una misma lectura que permanecen en la memoria de cada lector.
      Habiéndote gustado ese libro y sabiendo como sé que te gusta Rosa Montero, me atrevo a vaticinar que te gustará La loca de la casa. Encontrarás ideas comunes entre ambos libros e incluso alguna que otra anécdota propia o de otros escritores que también cuenta en El peligro de..., pero ello no le resta disfrute a su lectura. Ya me contarás.
      Besos

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    2. Sí, hay un momento en que dice que mantiene una relación con su pareja en ese momento (no sé si lo seguirá siendo), que vivía en Estados Unidos, a base de correos electrónicos y wasaps porque ambos odian hablar por teléfono. O eso creo recordar porque lo he buscado en el libro y no logro encontrarlo. Igual se lo he leído en otro sitio.
      Más besos.

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    3. Sí, puede ser perfectamente que lo haya contado en ese libro. Ya te digo. La memoria es un misterio y es curiosísimo las cosas que se nos quedan grabadas, las que olvidamos y las que de repente rescatamos. Incluso a veces somo capaces de crear recuerdos falsos. Y puede ser que tú te hayas quedado con ese dato porque te sentiste identificada con Rosa Montero al respecto y en mi caso es algo a lo que no le di importancia.
      Besos

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  3. A mí Rosa Montero me gusta desde su primera novela que guardo en casa desde hace ni sé los años. Leí con mucho gusto las siguientes (no todas, claro, pero sí bastantes). De las últimas leídas recuerdo con gusto "La carne" y también "La ridícula idea de no volver a verte" (no exactamente una novela sino un libro híbrido e innovador) o "La buena suerte", novela que a mí, siendo ficción plena, sí me gustó cuando la leí.
    Quiero leer La loca de la casa pues estos libros híbridos en los que predomina el ensayo, el recuerdo, con aderezos de ficción suelen agradarme. Y si además es la literatura parte preponderante en ellos aún más.
    Un beso, lorena

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    1. Esa mezcla de géneros a mí también suele gustarme. Por cierto, que la autora también habla de ello en este libro.
      Yo a Rosa Montero empecé a leerla hace relativamente poco. No sé por qué, nunca me dio por ahí. Me tentó en su momento La ridícula idea de no volver a verte, pero me saturé de tanto ver ese libro por doquier y al final no me animé. En cuanto a La buena suerte, debo aclarar que sí me gustó esa novela; tan solo es que al final se me cayó un poco.
      Bueno, me queda mucho de esta escritora por leer y disfrutar. A ver cuándo...
      Besos

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