Crimen y castigo - Fiódor Dostoievski

«—[...], pero mira lo que te digo. A esa maldita vieja la mataría y la desvalijaría, y te aseguro que sin ningún remordimiento de conciencia —añadió con vehemencia el estudiante.
[...], quiero plantearte una cuestión en serio. —El estudiante se iba acalorando—. Estaba hablando en broma, desde luego, pero fíjate: por una parte, tenemos una anciana estúpida, absurda, insignificante, enferma, que no solo es inútil, sino que además hace daño a todo el mundo, que ni ella misma sabe para qué vive, y que en cualquier caso se va a morir mañana mismo. ¿Me entiendes? ¿Me entiendes?
—Bueno, sí, te entiendo —contestó el oficial, observando atentamente a su excitado compañero.
—[...] Por otra parte, tenemos unas fuerzas frescas, jóvenes, que se malogran por falta de apoyo, y ¡las hay a millares, por todas partes! ¡Cien, mil buenas acciones e iniciativas que se podrían emprender y perfeccionar con el dinero de la vieja, [...]! Centenares, acaso millares de existencias que podrían llevarse por el buen camino; decenas de familias salvadas de la miseria, de la ruina, de la perdición, del vicio, de las enfermedades venéreas… y todo eso con su dinero. Mátala y coge su dinero, para consagrarte después, con esa ayuda, al servicio de toda la humanidad y del bien común: ¿no crees que quedaría compensado ese minúsculo crimen con los miles de buenas acciones? Por una sola vida, miles de vidas salvadas de la corrupción y la ruina. Una muerte a cambio de cien vidas: ¡cuestión de aritmética! Y ¿qué peso tiene en la balanza social la vida de esa anciana tísica, estúpida y malvada? No más que la vida de un piojo, de una cucaracha; en realidad, no tanto, porque esa anciana es muy dañina. Les hace la vida imposible a los demás [...].
—Sin duda, no es digna de vivir —comentó el oficial—, pero eso es cosa de la naturaleza.
—Eh, hermano, la naturaleza se puede corregir, se puede dirigir, de otro modo nos hundiríamos en los prejuicios. De otro modo no habría ni un solo gran hombre. Dicen: «El deber, la conciencia»; no quiero decir nada contra el deber y la conciencia, pero la cuestión es cómo los entendemos. Espera, aún quiero hacerte otra pregunta. ¡Escucha!
—No, espera tú; voy a hacerte yo a ti una pregunta. ¡Escucha!
—¿Y bien?
—El caso es que estás hablando y echando tus peroratas, pero dime una cosa: ¿matarías personalmente a esa vieja?
—¡Por supuesto que no! Lo que digo es que es un acto de justicia… Pero a mí ni me va ni me viene…
—Pues, en mi opinión, si no lo haces tú personalmente, no hay justicia que valga».

Es otro estudiante el que mata personalmente a esa vieja. Olvidémonos, pues, del estudiante y el oficial que protagonizan el diálogo sobre estas líneas. Al fin y al cabo, no son más que meras comparsas, simples figurantes, anónimos actores de una escena anecdótica de los que tal vez muchos lectores, una vez terminada la novela en la que dicha escena es vistoso atrezo, ya se hayan olvidado. Reconozcámosles, eso sí, el don de la oportunidad, así como su insospechada reconversión en acicate para ese otro estudiante que nos ocupa, ese auténtico protagonista que no es un personaje anónimo y que responde al nombre de Rodión Románovich Raskólnikov —uno de los nombres, por otra parte, más ilustres de la literatura universal—. Pero nuestro estudiante —esto es, el estudiante de Fiódor Dostoievski— ni siquiera es ya estudiante. Ha abandonado los estudios. Malvive en un cuartucho. Debe dinero a su casera. Viste con andrajos. Vive aislado de todo y de todos, rumiando sus pensamientos, mareando, de tanto darle vueltas, una idea que le obsesiona. Vive, en suma, ajeno a todo lo que no sea esa obsesión.

Lo que le pasa a Rodión Raskólnikov —amén de haber tenido que abandonar los estudios a causa de sus penurias económicas; amén de no querer ser un lastre para su madre y su hermana; amén de saberse dotado (y quién sabe si llamado) para algo de orden superior a la miseria en la que está empantanado— es que «es todavía un hombre joven, y se encuentra, por así decir, en su primera juventud, y por eso valora por encima de todo la inteligencia humana, como les pasa a todos los jóvenes. Las agudezas del intelecto y los argumentos abstractos le fascinan». Eso es. Raskólnikov vive fascinado por esa fascinación. Raskólnikov es... Bueno, dejemos que sea su buen amigo Razumijin, quien tanto se desvelará por él en las páginas de esta novela, quien nos lo presente:

«¿Qué quiere que le diga? Hace año y medio que conozco a Rodión: es un joven taciturno, sombrío, altivo y orgulloso; últimamente, aunque es posible que ya fuera así hace bastante tiempo, se muestra receloso e hipocondríaco. Es bondadoso y magnánimo. No le gusta revelar sus sentimientos y prefiere tratar a alguien con crueldad antes que abrirle su corazón. A veces, de todos modos, no es ni mucho menos hipocondríaco, sino sencillamente frío e insensible, hasta parecer inhumano; es como si hubiera en él dos caracteres opuestos que se fueran alternando. ¡Es terriblemente reservado en ocasiones! Dice que está ocupado, que todo le distrae, pero lo cierto es que se pasa el día acostado sin hacer nada. No es amigo de bromas, y no porque le falte ingenio, sino porque no quiere perder el tiempo en esas bobadas. Nunca hace caso de lo que le dicen. Jamás le interesa lo mismo que le interesa al resto de la gente en un momento dado. Tiene un concepto muy elevado de sí mismo, y la verdad es que no le falta algo de razón. Bueno, ¿qué más?… ».

¿Qué más? Pues que a Rodión Raskólnikov se le ha metido entre ceja y ceja matar a la vieja usurera por considerarla un piojo, para así robarle y aliviar sus estrecheces económicas o, si es sincero consigo mismo, simplemente para demostrarse que es capaz de hacerlo, que tiene arrestos para cruzar el límite, para atravesar el umbral y hacerse con el poder que por derecho propio corresponde a los conquistadores, a los renovadores, a los precursores de —llamémoslo—una nueva palabra.

«Me limito a sostener mi idea principal, que consiste, precisamente, en que la gente está dividida, en general, en dos clases, siguiendo las leyes de la naturaleza: los inferiores, o los ordinarios, esto es, la materia prima, por así decir, que sirve únicamente para reproducir otros seres semejantes a ellos, y las personas propiamente dichas, es decir, aquellas que tienen el don o el talento de pronunciar en su medio una nueva palabra. Existen, como es lógico, innumerables subdivisiones, pero los rasgos característicos de ambas categorías son bastante nítidos: la primera de ellas, esto es, la materia prima, está integrada, hablando en términos generales, por personas conservadoras por naturaleza, jerárquicas, que viven en la obediencia y a las que les gusta obedecer. En mi opinión, están obligadas a ser obedientes, porque esa es su vocación, y para ellos, sin duda, no hay nada humillante en ser obedientes. En la segunda categoría todos transgreden las leyes, son destructores o al menos tienden a serlo, en la medida de sus posibilidades. Los crímenes de estos hombres son, desde luego, relativos y muy variados; en su mayor parte reclaman, bajo muy distintas fórmulas, la destrucción de lo existente en nombre de algo mejor. Pero, si uno de ellos necesita, en aras de su idea, pasar por encima de un cadáver o cruzar un río de sangre, en mi opinión, puede encontrar en su interior, en su conciencia, el permiso para vadear la sangre… siempre, de todos modos, en función de la idea y de su magnitud, que quede claro. Solo en ese sentido hablo [...] de su derecho al crimen. [...] Por otra parte, tampoco hay que preocuparse demasiado: las masas casi nunca les otorgan ese derecho, sino que los castigan y los cuelgan [...], cumpliendo así, con toda justicia, con su vocación conservadora; teniendo en cuenta, eso sí, que en las generaciones futuras esas mismas masas pondrán a los ajusticiados en un pedestal y se inclinarán [...] ante ellos. La primera categoría es siempre el hombre del presente; la segunda, el hombre del futuro. Los primeros conservan el mundo y multiplican su número; los segundos mueven el mundo y lo conducen hacia un fin».

Pintura de Nikolai Karazyn basada en Crimen y castigo, trabajo en dominio público

Raskólnikov necesita saber qué clase de hombre es. Sufre por ello. Se inclina a considerarse una persona propiamente dicha, pero necesita una prueba de fuego confirmatoria. Todo esto, sin embargo, no nos lo puede contar su buen amigo Razumijin, pues nada de ello sabe. Todo esto lo vamos conociendo a través del propio Raskólnikov. Es mayoritariamente desde su mirada (a excepción de unos pocos capítulos narrados desde la perspectiva de otros personajes), que Fiódor Dostoievski escribe en tercera persona uno de los buques insignia de su producción literaria (para algunos el buque insignia, si bien, en mi opinión, Los hermanos Kamarázov, aun siendo en su inicio y por momentos menos acogedora, adquiere en otros momentos unas cuotas de genialidad superiores a las de la novela que nos ocupa).

Asistimos en Crimen y castigo, pues, en primer lugar a las dudas que invaden a su protagonista mientras macera la idea de matar a la vieja, y, ya más tarde, una vez cometido el crimen, al tormento en el que el joven Raskólnikov se sume. Y es que, una vez dado el sublime paso, nada sale como el joven espera. La confusión y el miedo hacen caer enfermo al otrora estudiante, cuyo estado de ánimo oscila entre el remordimiento y el orgullo y la vanidad heridos, entre reafirmarse en su derecho a matar a un piojo y el sentirse él mismo como «un piojo esteta y nada más».

«Este es un caso fantástico, sombrío, un caso contemporáneo, algo propio de este tiempo nuestro en el que el corazón del hombre está trastornado; un tiempo en el que se cita la frase de que la sangre «renueva», en el que se predica toda una vida de bienestar. Aquí lo que hay son sueños librescos, lo que hay es un corazón crispado por la teoría; aquí es evidente la resolución para dar el primer paso, pero se trata de una resolución un tanto peculiar: se ha tomado la decisión de hacerlo, pero como quien rueda montaña abajo o se lanza desde un campanario; sí, es como si se dirigiera a cometer el crimen y le flaquearan las piernas».

El narrado en esta novela es un caso contemporáneo. Es contemporáneo a su autor y al tiempo en el que esta obra fue escrita. La San Petersburgo de mediados del siglo XIX «es una ciudad de locos. Si hubiera aquí gente de ciencia, quiero decir, médicos, juristas y filósofos, podrían realizar un estudio enormemente valioso [...]. En pocos sitios el alma humana se ve sometida a tantas influencias lúgubres, violentas y extrañas como en esta ciudad. [...] Además, es el centro administrativo de toda Rusia, y su carácter se tiene que reflejar en todo el país». Y en ese país, que es Rusia, y en la que por entonces era su capital, la citada San Petersburgo, están prendiendo ciertas ideas que años más tarde darán origen a la revolución bolchevique. El temprano socialismo que está en auge es el germen de lo que vendrá después. Leemos así en esta novela, por boca de algunos de sus personajes, coqueteos con ideas como la renuncia al individualismo, la supremacía de lo útil, la libertad de las mujeres o la familia y los hijos como una cuestión social (al respecto de esto último me he acordado de algunas ideas sobre el bolchevismo explicadas por Yuri Slezkine en su monumental libro La casa eterna). También es el de esta novela un caso sombrío debido al crimen perpetrado, pero que brilla más como un caso fantástico, acaso más libresco que los sueños del propio Raskólnikov. Y es que la alusión a la locura, los delirios y los sueños es recurrente a lo largo de esta narración. Muchas de las situaciones y personajes que en ella aparecen tienen un efecto teatral. Tanto es así, que algunos, en sus comportamientos y manifestaciones, están llevados al extremo rayando casi lo histriónico. Así, la tragedia por momentos le hace guiños a la comedia. Son desmanes controlados de Dostoievski para dar pábulo a los maravillosos diálogos con los que deleita a los lectores más adeptos a sus grandes dotes psicológicas, filosóficas e intelectuales.

«¿Piensa que los estoy criticando porque lo que dicen no son más que disparates? ¡De eso nada! ¡Me encanta que digan disparates! Hablar por hablar es el único privilegio de los seres humanos frente a todos los demás organismos. ¡A través del error se llega a la verdad! Como soy un hombre, me equivoco. Nunca se alcanza ninguna verdad sin haber cometido antes catorce errores, si no son ciento catorce, y eso es algo honroso, a su manera. Pero ¡lo malo es que no sabemos equivocarnos por nuestra cuenta! Tú dime un disparate, pero que sea tuyo, y te has ganado un beso. Equivocarse por cuenta propia casi es mejor que acertar por cuenta ajena; en el primer caso, eres una persona; en el segundo, ¡poco más que un pájaro! La verdad siempre está ahí; la vida, en cambio, podemos enterrarla para siempre; no faltan ejemplos. [...], y ¿qué estamos haciendo ahora? Todos nosotros, sin excepción, en lo tocante a la ciencia, el progreso, el pensamiento, la invención, los ideales, las aspiraciones, el liberalismo, la razón, la experiencia, y cualquier otra cosa que se nos ocurra, estamos todavía en el primer curso preparatorio del gimnasio. Siempre nos ha gustado vivir a costa del ingenio de los demás, ¡es a lo que estamos acostumbrados! ¿No es verdad? ¿No es verdad? [...] ¿Es verdad o no?»

El río Nevá, visto desde la isla de Vasíliesvski, en la que se sitúa buena parte del centro histórico de San Petersburgo. El Nevá, su puente y Vasíliesvki son testigos de los atormentados pasos de Rodión Raskólnikov en Crimen y castigo. Litografía de S. G. Hammer basada en un dibujo de G. Tretter. Trabajo en dominio público.

La llegada de la madre y hermana de nuestro joven amigo trastocará aún más el frágil estado de ánimo de este. Rodión no aprueba el reciente compromiso matrimonial de su hermana. El prometido de esta, la familia de un borracho que Raskólnikov conoce en uno de los primeros capítulos de esta novela y el avieso, enigmático y muy a tener en cuenta como personaje Svidrigáilov son algunos de los personajes que se van sumando a la trama. Entre todos ellos, destaca como secundario de lujo Porfiri Petróvich, pariente lejano de Razumijin y juez encargado de las diligencias en el caso del asesinato de la vieja usurera. Este emprende sobre nuestro protagonista una sutil y sibilina estrategia de acorralamiento y juntos se entregan a un juego del gato y el ratón y a un toma y daca dialéctico que fructifican en algunos de los mejores pasajes de una obra ya de por sí meritoria.

«—Le repito —gritó Raskólnikov, fuera de sí— que no estoy dispuesto a seguir soportando…
—¿El qué? ¿La incertidumbre? —le interrumpió Porfiri». 

«Supongamos que dejo a uno de estos caballeros en paz: no lo mando detener y no lo molesto siquiera, pero me encargo de que sepa cada hora y cada minuto, o que sospeche por lo menos, que estoy enterado de todo, con todo lujo de detalles, y hago que lo sigan día y noche, lo vigilo sin descanso, y, a poco que sea consciente y esté bajo continua sospecha y terror, le doy a usted mi palabra de que acaba perdiendo la cabeza, con toda seguridad; ya verá cómo se presenta solo, si es que no acaba haciendo algo tan evidente como que dos y dos son cuatro, y le proporciona a la investigación ese aire matemático que resulta tan atractivo».

El tema principal de Crimen y castigo es el debate intelectual acerca de a qué se le considera un crimen, el porqué en unos casos este está legitimado o justificado y en otros no o, mejor dicho, el porqué a algunos les está permitido y a otros no (al respecto, solo hay que pensar en algunos de los grandes nombres de la Historia y en la sangre derramada en su trayectoria hacia la gloria). Sin embargo, en las numerosas páginas de esta novela también hay espacio para tocar, aunque solo sea tangencialmente, temas como la religión y la fe (o la falta de ella) o la obstinación del hombre al aferrarse a la vida (si bien también algunas de dichas páginas rondan en torno al suicidio).

«¿Dónde he leído yo [...] que un condenado a muerte, una hora antes de la ejecución, pensaba o decía que, si tuviera que vivir en algún lugar elevado, sobre una roca, y en un espacio tan pequeño que apenas le cupieran los dos pies, rodeado del abismo, el océano, las tinieblas eternas, la soledad perpetua y la tempestad incesante, y quedarse así, en ese espacio diminuto, toda la vida, mil años, la eternidad, preferiría en cualquier caso vivir así que morir de inmediato? ¡Solo vivir, vivir y vivir! ¡Vivir como sea, pero vivir!… ¡Qué verdad es! ¡Señor, qué verdad es! ¡Qué miserable es el hombre! Como es un miserable aquel que por este motivo lo llama miserable».

Aferrarse a la vida hasta el último e irremediable instante o aspirar a vivir más allá de la muerte. He aquí otro matiz diferenciador entre esas dos clases de personas contempladas en uno de los fragmentos que de esta novela os he compartido en esta entrada. Atenerse a la especulación, a lo teórico y a la dialéctica, como el propio Dostoievski, o pasar a la acción e intentar así la conquista que lo legitima todo, como el que, probablemente, sea su personaje más representativo. He aquí dos formas diferentes de aspirar a trascender. En cualquier caso —oh, pobres piojos pagados de sí mismos renegadores de su condición de piojos en el basto reino del tiempo—, tal vez la eternidad no merezca vuestras cuitas.

«Siempre nos imaginamos la eternidad como una idea que no es posible comprender, ¡algo inmenso, inmenso! Pero ¿por qué ha de ser necesariamente inmenso? Y si de pronto, en lugar de todo eso, imagínese, lo que hay allá es una estancia, algo parecido a unos baños de aldea, ennegrecidos por el humo, con arañas por todos los rincones, y esa es toda la eternidad. Pues sepa que a veces me la imagino así».

Vista de la ciudad de Omsk antes de 1905. Allí cumplió Fiódor Dostoievski su condena a trabajos forzados entre 1850 y 1854 y allí también trascurre el epílogo de su novela Crimen y castigo. Trabajo en dominio público de autor desconocido.

«En lugar de la dialéctica se impuso la vida [...]».




Ficha del libro:
Traductor: Fernando Otero Macías
Editorial: Alba
Año de publicación: 2017 (1866)
Nº de paginas: 640
ISBN: 978-87-9065-351-7





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