Canoas - Maylis de Kerangal

No me gusta mi voz. No me gusta mi voz cuando la escucho grabada; esa voz que de mí escuchan los demás. Es una suerte, pues habitualmente me escucho a mí misma sin intermediarios técnicos. Cuando hablamos, las vibraciones de nuestra voz se transmiten por el aire y llegan tanto a nuestros oídos como a los oídos de nuestros interlocutores, pero también se transmiten internamente por los huesos de nuestra mandíbula y nuestro cráneo. Es por ello que nos escuchamos a nosotros mismos tanto por vía aérea como ósea. Cuando nos escuchamos en un audio, en cambio, el sonido de nuestra voz nos llega solo por el aire, libre del tamizado que supone el paso por los huesos de nuestra cabeza, pero también, por ello, menos grave, menos profunda, menos agradable a nuestros oídos. Esa es la voz que los demás asocian con nosotros pero con la que nos cuesta tanto identificarnos. El hecho de que a la mayoría de las personas tampoco les guste su voz escuchada así no es algo que me consuele.

La primera vez que escuché esa voz mía tan extraña para mí fue hace muchos años. Era pequeña. Mi padre nos grabó en un casete a mis hermanos y a mí. Tengo media idea de que nos pidió que cantáramos, pero la verdad es que no recuerdo el contenido de esas grabaciones de las que a saber qué ha sido de ellas. Recuerdo la extrañeza ante mi propia voz. Recuerdo la extrañeza de los demás ante las suyas. Pero no recuerdo que fuera algo que me perturbara. Al contrario, lo recuerdo como algo lúdico. Tal vez incluso hubo algunas risas. Hoy en día todo eso no es más que una anécdota que, probablemente, y aun siendo la más joven de cuantos la protagonizaron, solo recuerdo yo, y en la que además nunca había vuelto a pensar hasta justo este momento en el que estoy escribiendo estas líneas. Pasaron años (décadas) hasta que volví a escucharme así. No guardo recuerdo de esa voz grabada de mi infancia, pero cuando escucho mi voz de adulta prescindiendo de la vía ósea parezco precisamente eso: una cría, una chiquilla tonta y más bien pija. Qué le voy a hacer: tengo una voz de mierda.

Zoé también piensa que tiene una voz de mierda. Así lo dice literalmente. La escucho y sus palabras resuenan en mi cabeza. Y es que leer es escuchar: escuchar a otros y escucharse a uno mismo, es decir, prestar atención a lo que nos viene a la mente mientras estamos prestando atención a lo que un autor ha escrito o a lo que unos personajes dicen, hacen, piensan o sienten. Estoy pensando ahora en que no me gusta ni que me lean algo ni leer yo misma en voz alta. No me gusta porque capto muchas menos cosas de lo leído y porque no me llega ni lo siento igual. Se me acaba de ocurrir que esa escucha que es para mí la lectura me llega solo por vía ósea y quizás por ello la siento más profunda, más plena. Quizás también por ello la voz de Zoé, que es bien probable que se parezca a ese ñiñiñi que es la mía al transmitirse por vía aérea, me llega como le llega a esa amiga con la que ha quedado para ponerse al día, me llega como un arroyo de montaña.

Zoé se alegra cuando su amiga le dice que su voz ha cambiado. Tal vez ella no percibiera su voz como ese ñiñiñi que yo capto en la mía, pero alguien le ha hecho notar que su voz no es la adecuada, que su voz no va a funcionar. Y es que a los oyentes les gustan las voces graves. Las voces agudas —como la suya— no transmiten confianza, seguridad, autoridad, tranquilidad. Las voces agudas no resultan en la radio y es por ello por lo que Zoé acude a la consulta de un coach vocal —parece ser que hay coachs para cualquier cosa que se nos pueda ocurrir— que la ayuda a bajar la frecuencia de su voz. Es por ello por lo que sonríe triunfante cuando su amiga le hace notar que su voz ha cambiado. Por ello que se lanza en una perorata con la que explica a su amiga que las voces de las mujeres representan una desventaja ya que, por ser más agudas, transmiten fragilidad, nerviosismo, falta de resistencia. También argumenta que en los últimos cincuenta años, desde que las mujeres han comenzado a conquistar posiciones de poder, la voz de estas se ha vuelto más grave. Y ante el manifiesto estupor de su amiga esgrime que la voz femenina es una mascarada. Es una voz melosa, edulcorada, entrenada para suavizar, para no perturbar al varón ni amenazar la posición de poder de este, para seducir, una voz de niña que quiere ser protegida.

Reconozco que a veces intento suavizar mi voz. No lo hago con el propósito de volverla más femenina sino para que se escuche menos aguda. En general, hablo más bien bajo. De hecho, a veces pienso que mi voz es apenas audible, pues en muchas ocasiones pasa tan desapercibida que no me escuchan. Sin embargo, tengo la sensación de que cuando por algún motivo elevo mi voz en demasía esta resulta chillona y molesta. Unido esto a que cuando me arranco hablo muy rápido, ahí tenemos la combinación perfecta para crear la voz de una histérica (con toda la historicidad y connotaciones que esta última palabra conlleva). Naturalmente, yo no me escucho así, pero sé que a veces los demás lo hacen. Me lo dicen sus mal disimuladas muecas de disgusto. Así que cuando detecto las oportunas señales en el rostro de alguien que acaba de recibir mi voz por vía aérea, repliego velas y bajo el tono. Reaparece entonces para los otros la voz de la modosita, de la niña buena, la misma que escucho cuando le doy al play de los pocos audios de whatsapp que envío (por motivos que no tienen que ver con mi voz, no me gusta enviar ni recibir audios) para confirmar que se han grabado bien. Si me acuerdo, antes de grabarme, bajo el tono para no tener que escuchar mi voz de pito, para que mi voz grabada resulte más cercana a esa otra que me escucho habitualmente cuando hablo y que me gusta y siento que me representa más. Sueno entonces como si tuviera a alguien al lado durmiendo y no quisiera despertarlo. Sí, prefiero esa voz contenida, si bien no dejo de ser consciente de que le estoy restando naturalidad y de que al rebajar su timbre agudo le estoy negando también cierto tintineo de alegría. Mierda de voz.

Será que no les gusta mi voz. Esto era algo que pensaba a menudo. Cuando trabajaba como teleoperadora comercial tenía rachas en que me sostenía en la cuerda floja y hacía sobre ella malabares con mi ratio de ventas. Intentaba escuchar a mis compañeras entre llamada y llamada. Me fijaba especialmente en las que más vendían. Buscaba un algo o un cómo en su discurso o en sus réplicas del que las mías carecieran, pero no lo encontraba. Entonces ¿por qué ellas vendían más que yo? Será que mi voz no gusta, me respondía medio en broma medio en serio. Mi coordinadora, en cambio, solía resaltar que mi tono hacia los clientes era el adecuado. Y la verdad es que habitualmente solía sacar muy buena nota en las monitos. Nos las hacían cada mes. Seleccionanban cinco llamadas al azar, las escuchaban y las evaluaban atendiendo a diferentes parámetros de calidad. Con el tiempo, además de repasar con cada una de nosotras el resultado de la evaluación, comenzaron a facilitarnos también el audio de esas llamadas para que pudiéramos escucharnos. Ahí fue dónde me reencontré con mi voz de mierda. La primera vez que me escuché no daba crédito. ¿Así me escuchaban los demás? Esa mindundi no era yo. Pero sí, esa mindundi soy yo. Esa mindundi también soy yo. Y me alegro de haberla escuchado. Me alegro de haberme escuchado más veces después de esa primera vez, las suficientes como para haber interiorizado esa voz mía que, por llegarme solo por el aire, parece una usurpadora pero que, sin embargo, forma parte de lo que soy, de quién soy. Y es que somos una mezcla entre cómo nos vemos y cómo nos ven los demás. Somos una mezcla entre cómo nos oímos a nosotros mismos y cómo nos oyen los demás.

Imagen from page 50 of "Oral Roentgenology : a roentgen study of the anatomy and pathology of the oral cavity" (1917). Autor: Thoma, Krut. H. Imagen en dominio público proporcionada por Internet Arhive Book Images.

También hay hombres en el mundo de los Contact Center, solo que, como en todos los sectores en los que predomina la precariedad laboral, las mujeres somos legión. Es por ello por lo que intencionadamente he obviado a mis ex compañeros varones en el párrafo anterior. Por ello y porque su voz más grave imprime en los oídos al otro lado del canal telefónico una seriedad, profesionalidad y competencia que en nosotras a menudo es cuestionable. Y, al igual que a un hombre nadie lo llama histérico, no tengo noticia de que a ningún teleoperador lo hayan llamado señorito. He tenido ocasión de escuchar improperios, salidas de tono y absurdidades varias por parte de los clientes durante el desempeño de mi anterior ocupación laboral. Sin embargo, lo que más me tocaba esos testículos que no tengo y que por lo tanto no pueden producir esa testosterona que convertiría mi voz de mindundi en una más profunda y digna de confianza y respeto era que me llamaran señorita.

Pienso en todo esto mientras Zoé y su amiga comparten conversación y cócteles y, de alguna manera, me reconcilio con mi voz. Dejo de renegar secretamente de ella. Es más, me dan ganas de ponerme a gritar con todas mis fuerzas moleste a quien moleste mi agudo chillido. Quiero tomar aire, ensanchar mis pulmones y soltar un alarido salvaje, profundo y ancestral que remita al origen de los tiempos y haga valer mi feminidad. A eso conmina Vinz a sus amigos (a gritar, no a hacer valer su feminidad) la noche de la hoguera tras terminar el instituto. Es el mayor del grupo y les explica que el grito ha «sido excluido de la sociedad, eliminado de nuestras vidas, relegado en determinados lugares —cuando gritas, caes en tu lado animal [...]». «Haz como al nacer, lanzas un grito potente y, pumba, renaces, súper, se acabó la tristeza», anima Vinz a la joven narradora del relato en el que ambos habitan, la cual no puede evitar pensar en su hermano, en la cocina, esa mañana, el champán descorchado, sus padres alrededor, y su hermano ahí, esforzándose, luchando con las palabras cuyas sílabas borbotan en cacofonía resistiéndose a salir, el aparato fonador que recientemente había aprendido a domar convertido una vez más en enemigo, y, entonces sí, tras un último intento, la tartamudez vencida, la breve felicitación vibrando en el aire, a la hermana mayor, que había aprobado y se iba a marchar a la facultad.

Eso quiero yo, no marcharme, sino gritar, renacer, que mi voz renazca conmigo. Porque ¡a quién pretendo engañar! Me gusta la sonoridad de las voces graves. Sé, además, que el ñiñiñi de mi voz que viaja por el aire dista de ser el arroyo de montaña que era para su amiga la voz de Zoé antes de que esta decidiera cambiarla. Sé que nadie me guardaría como contacto en su móvil con el nombre de canoa clara sobre océano oscuro, como en cambio sí hacen las hermanas Klang con la portadora de la voz que les sugiere tal epíteto. «Una obra monumental que se planteaba restituir a la literatura su parte oral, materializada, conferir a cada texto una voz que sea la propia, una voz exacta y única, una voz insustituible, de modo que nunca grababan dos veces con la misma persona: a nosotras lo que nos interesa es la voz, alertaban, arrogantes, pero todavía más la escucha que recibe, y se frotaban suavemente la pulpa de los dedos ante los oídos». Eso hacían las Klang, de las que dicen en el relato en el que aparecen que «perciben las voces como el oro de los ríos, sin pensárselo dos veces, se sumergen en el corazón de las multitudes y cazan furtivamente en los márgenes». Y en uno de esos márgenes cazan la voz de canoa clara sobre océano oscuro, quien ha de leer para que la graben las Klang ««El cuervo» de Edgar Allan Poe. Nunca había leído aquello. Dieciocho estrofas. Y traducidas por Baudelaire». Traducidas por Cortázar en la traducción al español del libro en el que canoa clara sobre océano oscuro lee a Poe traducido por Baudelaire. Pero ni el mismísimo Cortázar logra preservar la sonoridad original de un poema y las estrofas que leo de El cuervo (menos de dieciocho), versos, en realidad, intercalados en la narración del cuento en el que dicho poema es leído no logran conmoverme tanto como estos otros que, en un cuento posterior, me encuentro transcritos en su inglés original: We are the Dead. Short days ago we lived, felt dawn, saw sunset glow, loved and were loved, and now we lie, in Flanders fields. La narradora de ese otro cuento y yo se lo escuchamos a Faye, que le cuenta a esa narradora que se trata de un poema popular allí, es decir, en Toronto, donde se encuentran ambas mujeres, o, probablemente, por extensión, en Canadá. El poema lo escribió un médico militar para los funerales de un amigo caído en batalla en la Primera Guerra Mundial y a Faye no le gusta por su tufillo a propaganda bélica. También es a ella a la que le escucho hablarle a la narradora «de las amapolas, que no crecen más que en tierras calcáreas, en tierras removidas, revueltas, livianas, de manera que aparecen con frecuencia en los campos de batalla arrasados por los combates, prosperan en las fosas comunes, alrededor de las tumbas», y por eso al Día del Recuerdo se le conoce también como el día de la amapola. Por eso todos en ese hotel a orillas del lago Ontario llevan amapolas de papel prendidas de sus solapas y prendas. Por eso, o más probablemente por otra cosa, pero ya no recuerdo por qué, la mujer que escucha a Faye recuerda la voz de su padre muerto. Le duele su ausencia pero atesora su voz, como, a miles de kilómetros y a un cuento de distancia, atesora la voz de su difunta esposa grabada en el contestador el único narrador masculino del libro que os traigo hoy.

La ecografía es un método de exploración a través del cual se obtienen imágenes del interior del cuerpo a través de ultrasonidos. Y no, no aparece en el libro reseñado ninguna mención o referencia a esta prueba médica ni nada que haga pensar en ella, aunque tal vez sí haya en él alguna mujer que en algún momento llevó un bebé en su vientre.
Ecografía 2D-Feto 14 semanas. Trabajo derivado de Rizome a partir del original de myllissa bajo licencia CC BY-SA 2.0.

Como un ave ligera. Así es la voz de Rose. Así es la voz de esa mujer grabada en el contestador. «Es una voz clara y dorada, una voz de isla griega en junio, una voz dilatada en un soplo: la voz de una mujer a punto de partir». La voz de una mujer viva grabando un mensaje en el contestador la víspera de irse de vacaciones. La voz de una mujer que vuelve a la vida cada vez que alguien llama a esa casa en la que ella es ausencia pero en la que aún vive su viudo, el marido que se niega a borrar la grabación por mucho que esta perturbe e incomode a quienes llaman. Y es que ¿qué es la voz? Es algo intangible. Permanecen nuestros huesos, permanecen nuestros dientes, pero la voz se extingue. Lo sabe bien la narradora del primer relato de este libro por cuyas historias estoy sobrevolando. Lo piensa mientras observa los moldes de dentaduras de otros pacientes en la consulta del dentista. Lo intuye mientras escucha a la dentista hablarle de una mandíbula humana del mesolítico encontrada en 2008 en la rué Henry-Farman del distrito XV de París. Algo tan único como la voz no sirve para identificar unos restos mortales ni unos restos fósiles. La vida de los hombres prehistóricos de la Rué Henry-Farman —sus voces silenciadas y enmudecidas para siempre— la cuenta una mandíbula. «De terror, de excitación, de desespero, de ira, de placer, llamadas, bramidos y vociferaciones», así son los alaridos de Vinz y sus amigos en esa noche en que intentan conjurar con fingida alegría el miedo que da la vida que se abre ante ellos. Así suena el remedo de lo que en realidad desconocemos. Así desafiamos la finitud de nuestra existencia encomendándonos a un pasado y una comunión de especie a los que nos sentimos ligados y remitiendo nuestras voces a un futuro incierto en lo que nos gustaría fuese un eco eterno. Pero la de Rose, sí. La voz de Rose aún reverbera. La que una vez resonara en su cavidad craneal se libera ahora al aire cada vez que resucita en el contestador de su marido, resuena juguetona en el pabellón auditivo de este, se eleva como el ave ligera que es. Soñémosla, pues, volando como esa ave, quién sabe si de regreso a la Grecia que tenía en mente la mañana en que se inmortalizó, quién sabe si, volando aún más lejos, tal vez se encuentre con esa otra voz que ya solo habita en la memoria de una mujer que, observando la oscuridad de la noche sobre la superficie del lago Ontario a sus pies, —el cual, «en wendat, una de las lenguas iroquesas que Faye traducía, [...] significa «lago de aguas deslumbrantes»»—, piensa en que, como me ocurre a mí con mi voz, a ella los lagos no le gustan.

«No me gustan los lagos. Sin duda es esa idea de agua estancada, corrompida. De fosa sumergida, de puerta de los infiernos confinada en los abismos, de monstruo del lago Ness —la criatura olvidada en el fondo de un agua prehistórica, que despierta y está hambrienta—. El verano de mis siete años, una tía mía gritó durante la comida que la polio estaba en el lago vecino, uno de los críos de la aldea la había tenido, y las noches siguientes, encerrada a cal y canto en un cuarto de baño espartano, escruté mi piel y rastreé la aparición de un mal desconocido en mi cuerpo, y tiempo después, durante un test de personalidad para un puesto de vendedora en unos grandes almacenes, asocié tranquilamente la palabra «lago» con la palabra «muerte», pero la respuesta no resultó convincente, y mi interlocutora sufrió un ligero sobresalto, ¡tiene usted ideas negras! De haber dicho «transparencia», habría tenido posibilidades, de haber dicho «canoa» también».

Illustration 14 for "The Raven" by Edgar Allan Poe for
the line "Not the least obeisance made he".
Autor:
Gustave Dore. Trabajo en dominio público.
Canoas es el título de este libro de Maylis de Kerangal. La palabra canoa, como objeto en sí mismo o como elemento metafórico de diferente significado, aparece en todos los relatos que lo componen. La voz, con mayor o menor relevancia, aparece también en casi todos ellos. Son siete relatos y una novela corta (o, quizás, relato largo) cuyo conjunto —se me ocurre— funciona como una canoa vehicular de las voces que viajan a través de las páginas de este libro y que nos susurran historias de inadaptación, de pérdida, de incertidumbre. Me gusta, además, la imagen de la canoa. Me gusta porque me remite a un espacio solitario, luminoso, de aguas claras y cielo abierto, de un gélido purificador, un escenario prístino cuya amplitud se haya enmarcada por montañas rebotadoras de ecos. Las historias de este libro de de Kerangal me evocan imágenes como la que acabo de describir. Hasta en sus ambientes más cosmopolitas hay momentos en que me trasladan a instantes así. Además, a las más tradicionales ambientaciones francesas de la autora se suman en algunos de estos relatos una Norteamérica otrora salvaje. Además del mencionado relato trascurrido en Canadá, la novela corta contenida en este libro nos lleva hasta Colorado, nos hace viajar por carreteras de horizontes inalcanzables que me recuerdan aquellas otras que Antonio Muñoz Molina me hizo transitar en No te veré morir para llevarnos al germen de un país que alterna entre la soterrada extinción de sus moradores originales —cuya mención me remite a la novela Ahora me rindo y eso es todo de Álvaro Enrigue— y el decorado de película que, debido a la invasión cultural que ese país ha ejercido sobre nosotros durante décadas, los extranjeros tenemos montado en nuestra cabeza, y que es el responsable de que, cuando por fin ponemos un pie en él (quien lo haya puesto, no es mi caso), lo conocido y lo extraño se fusione creándonos una sensación de irrealidad y desconcierto, algo así como —se me ocurre— el choque que puede suponer leer una novela protagonizada por el John Dunbar de Jon Bilbao y conocer después al auténtico John Dunbar imaginado por Jon Bilbao.

Canoas es un libro de voces. Lo dice su sinopsis. Sin embargo, fue para mí una revelación ir descubriéndolo. Cuando leí dicha sinopsis, no me tomé lo de las voces literalmente. Pensé que se trataba de voces narrativas, y, sinceramente, tampoco es que prestara mucha atención al resto de información que proporciona la editorial. Vi que era un libro de relatos de Maylis de Kerangal y me entró la curiosidad. A veces me pasa que leo alguna novela y me quedo con la impresión de que su autor o autora se manejaría bien escribiendo relatos, sin embargo, no era esto algo que me hubiera ocurrido ninguna de las veces que había leído a la escritora francesa. Fue por ello por lo que surgió mi interés por estos cuentos. También se incide en la mencionada sinopsis en el protagonismo femenino, aunque, si bien es cierto que, como he señalado, a excepción de una, todas las historias están narradas por una mujer, amén de la clara perspectiva de género del relato sobre la voz de Zoé con el que he comenzado esta reseña, no considero que lo relatado en este libro se circunscriba exclusivamente a un universo femenino.

En cuanto a la voz de la autora, es Maylis de Kerangal una escritora silenciosa, imperceptible en sus narraciones. Es Canoas el cuarto libro suyo que leo. Me gusta describir el estilo de la escritora francesa como de a cámara lenta por ese detenerse en cada detalle, por ese desgranar cada matiz y ese hermanamiento de evocaciones tan característico suyo, por esas frases interminables que son como planos cinematográficos eternos. En este último libro suyo que he leído, sin embargo, me ha regalado desde la primera página un soplo de aire fresco. Le he conocido un nuevo registro —al que después ha ido incorporando y con el que ha ido intercalando el ya conocido— que ha sido un grato descubrimiento. No sé si ha sido por tratarse de relatos. No sé si por escribir en primera persona, algo que no recuerdo que hiciera en ninguno de sus libros anteriores. El caso es que lo he sentido más limpio, más luminoso. Incluso a veces con frases breves de unas pocas palabras, la autora crea descripciones que me pasman por su belleza y por la musicalidad de los vocablos elegidos con primorosa precisión. Es algo que, además, le va muy bien a esas nuevas localizaciones que antes señalaba. Tanto me ha gustado y me ha sorprendido ese nuevo tono, que incluso me ha dado por comprobar si el traductor de este nuevo libro es el mismo que el de los anteriores. Javier Albiñana Serraín, es el traductor. También lo es de Reparar a los vivos, Lampedusa y Un mundo al alcance de la mano. Curiosamente no lo es de Nacimiento de un puente (que, curiosamente y valga la redundancia, de lo que he leído de de Kerangal es lo único que no ha aparecido en el blog). Como me suena bastante el nombre del traductor, investigo un poco y descubro que también ha traducido del francés al español alguna que otra obra de Delphine de Vigan y El orden del día de Éric Vuillard. Gracias, pues, Javier Albiñana, por ser la canoa ha llevado hasta la caja de resonancia que es mi cavidad craneal tan extraordinarias voces.

Os extrañará, a tenor de lo que he comentado en el párrafo precedente, que le haya dado tan poco protagonismo a las palabras de Maylis de Kerangal en esta reseña, que haya compartido tan pocas citas de Canoas en relación con lo que acostumbro. Bueno, pues no os extrañéis, la explicación es bien sencilla: me he guardado un largo fragmento para el final. Es hora, pues, de apagar mi voz hasta la próxima entrada. Me pregunto, por cierto, cómo os la imaginaréis (mi voz, no la próxima entrada), si es que alguna vez os ha dado por imaginarla. Qué tonos habrán inventado vuestros cerebros para ella a partir de lo que aquí escribo. Ni siquiera tenéis una imagen mía para jugar a qué tipo de voz le puede ir bien a mi aspecto físico, algo que —sospecho— ha de arrojar un resultado tan erróneo como el de ponerle cara a alguien que solo conocemos por su voz. Me pregunto también si esa idea preconcebida que acaso alguno tenga de ella ha cambiado al conocer las características que de mi voz he comentado en esta entrada. Sea como sea, cada voz es tan única que apuesto (y sé que gano) a que nada de lo que os podáis imaginar se parece a la realidad o, más bien, a la percepción de la realidad, sea esta la que resuena solo para mí en mi cabeza o aquella otra que vuela libre por el aire. A esa última le estoy pillando el tono. El haber tenido durante mi anterior experiencia profesional la oportunidad de estar expuesta a ella y, por tanto, ir de alguna manera interiorizándola, el haber escuchado a Zoé lo que contaba sobre la voz, así como los pensamientos de su amiga al respecto, y el haber escrito aquí sobre todo ello me ha ayudado sin buscarlo a escuchar mi voz con nuevos oídos. En el ñiñiñi y en el tono de niña tonta detecto ahora un matiz cantarín. Para conciliarme con ella voy a venirme arriba y ponerle nombre. A partir de ahora mi voz, esa voz que vibra en el aire y que sin aditamentos llega a oídos propios y ajenos, será trino que anuncia la mañana. No está mal para una mierda de voz.

Crop circle near West Kennett, fotografía de Chris Gunns bajo licencia CC BY-SA 2.0

Os dejo con Maylis de Kerangal.

«Son las dos de la mañana, estamos tumbados de espaldas, perdidos en un colchón grande como un continente, y Sam, los ojos abiertos en la oscuridad, la pupila acuosa, me pregunta lo que me desorienta aquí. Tu voz, he contestado tras un lapso de silencio. Sam no chista. ¿Mi voz? Sí. ¿Mi manera de hablar quieres decir? No solo el timbre, la tesitura, todo. Pero es por el inglés, apunta, es el hecho de hablar en una lengua extranjera. Me he incorporado sobre los codos frente a la media luna que resplandece en la noche, afilada como una hoz soviética, y he sacudido la cabeza: no, tu voz ha cambiado.
No reconozco ya la voz de Sam. Desde nuestro reencuentro en el aeropuerto, mientras la emoción de volver a vernos, de estar juntos para lo que se anunciaba como una nueva era de nuestra vida en común, reavivaba ese apocamiento desasosegado, esa mezcla de arranque y de retractación púdica propia de los enamorados rotos por la separación, percibí una variación, tan leve no obstante, tan tenue, que apenas le presté atención, pues esa voz seguía siendo la suya sin lugar a dudas, y la situación nos trastocaba. Pero los días siguientes, la modificación impalpable de la primera noche se hizo más evidente, ha pasado a ser una nimiedad, ínfima, eso sí, pero que me perturba. Ahora, cuando Sam a mi espalda se dirige a los de aquí, a veces me vuelvo para cerciorarme de que es él quien habla, pues su voz converge progresivamente hacia los suyos, bascula poco a poco hacia su comunidad, alcanza el modo de entremezclarse, de fundirse en ella, como si se incorporase a la orquesta local, va adoptando su tonalidad, se acopla a su ritmo y su potencia —Sam habla a todas luces más fuerte y más despacio que en Francia—. Observo como quien no quiere la cosa que relaja la mandíbula, distiende la lengua, espacia cada palabra y baja el velo del paladar para hacer resonar sus cavidades nasales, todo ello sin pensarlo, como si siguiera la pendiente natural del terreno en el que se mueve ahora, regulando la voz para apropiársela y pertenecerle, para hacerse oír con ella. Ese mimetismo vocal no modifica tan solo su voz, trastoca toda su persona, han aparecido en su rostro músculos faciales que no le conocía, nuevas actitudes, expresiones y gestos, una manera de estar con la gente, no articula ya mucho sino que alarga cada vocal, mueve más los labios que la mandíbula, la lengua siempre en medio. Ha removido su francés por dentro, y aun cuando estamos a solas, cuando me murmura cosas tiernas, capto residuos, huellas de esas otras voces en la suya, como un eco continuo. Al igual que un ave cambia de colores para camuflarse entre las ramas y burlar a sus predadores, la voz de Sam se cuela ahora en las del Midwest y eso me desorienta, sí, pues puede ser ronca, jadeante, desfigurada por una broma o turbada por la emoción, alterada por el sueño, el alcohol, la ira, ahogada por la ansiedad, afectada para tratar con un interlocutor complicado, habita en mi oído desde hace tanto tiempo, esa voz, que una palabra, dos sílabas apenas me bastan para detectarla sin error posible, para aislarla entre cientos de otras como una pista en la cinta recopilatoria de las que me acompañan, para captarla de lejos —recuerdo de una conexión por radio en mitad de la noche, él en el fondo de un pequeño carguero en pleno cabeceo en el mar de Bering, yo tumbada en la buhardilla de una casa de la rué Pigalle, el teléfono que suena, el auricular deslizado en el oído con una mano dormida, ¿diga?, los ruidos primero, el crepitar lejano, y esas pequeñas vibraciones contra la membrana de mi tímpano, que no tardan en tocar los tres huesecillos, tres ápices de cartílago, unos cuantos miligramos, y se amplifican, convertidos a renglón seguido en impulsos eléctricos que el nervio coclear transmite a mi cerebro, hacia el giro temporal izquierdo, en el lugar donde se sitúan las microrregiones de la memoria auditiva sensibles a determinadas entonaciones de la palabra, a su ritmo, a su intensidad, una trayectoria sideral, la flecha del amor, pensé, incorporada de un salto en mi estrecha cama, preguntándome por la distancia que habría recorrido esa voz, expedida hasta mí a través de cables submarinos transoceánicos, y reenviada mediante antenas de enlace levantadas en las planicies continentales, en medio de las llanuras, en la cima de las colinas, y hasta en la ciudad, la onda electromagnética invisible pero de lo más real, a su vez, en el corazón de mi habitación: me resulta más familiar que mi país, esa voz, es mi paisaje—. Todo el mundo cambia aquí, tan solo tú no cambias, la voz de Sam ha enmudecido bruscamente, fría, luego se ha echado hacia un lado y me ha vuelto la espalda».

Curtis, Edward S, photographer. Ready for the cast--Qagyuhl. British Columbia, ca. 1914. November 13. Photograph. https://www.loc.gov/item/2003652785/.





Ficha del libro:
Título: Canoas
Traductor: Javier Albiñana Serraín
Editorial: Anagrama
Año de publicación: 2024
Nº de páginas: 168
ISBN: 978-84-339-2211-3





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Comentarios

  1. ¡Hola Lorena!
    pues mira coincidimos en que, aunque a mi no me desagrada mi voz, pues la considero chillona, aunque los que me escuchan (sí me gusta recibir y enviar audios pero solo a las personas especiales, no los intercambio con todo el mundo, me resulta muy cómodo para no escribir tanto) me dicen que no, que les gusta, yo creo que nuestra percepción de como nos escuchamos pues difiere de cómo nos escuchan, claro.
    No he leído a la autora y no la leeré con este libro de relatos, pero me dejas curiosidad por escuchar su voz silenciosa
    Besos

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    1. Es cierto lo que dices acerca de la comodidad de los audios de Whatsapp, pero también lo es que, según el lugar o el momento, no siempre viene bien poder escucharlos, mientras que eso no pasa con los mensajes escritos.
      En cuanto a Maylis de Kerangal, es una escritora que a mí me gusta mucho. Entiendo que no te apetezca este libro por ser de relatos, pero, en este caso, tienes varias novelas de la autora para echarles un vistazo a ver si alguna te apetece. Mi favorita es Reparar a los vivos.
      Besos

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