Un amor al alba - Élisabeth Barillé

«Todo aquello ocurrió en la prehistoria de nuestras vidas: la suya, demasiado breve; la mía, demasiado larga. El hálito del arte aún no había incendiado, transfigurado esas dos existencias. Era la hora diáfana y ligera que precede al alba.» 

ANNA AJMÁTOVA

   

«Todo cuanto alguna vez amé, haya podido conservarlo o no, lo amaré siempre.» 

ANDRÉ BRETON



Comienzo así a hablaros del libro que os traigo hoy, con las mismas dos citas con las que el mismo comienza.

Lo de Élisabeth Barillé con este libro comienza, en cambio, en 2010 en la sala de espera de una consulta médica. La escritora francesa se encuentra hojeando un catálogo de Christie's cuando repara en la imagen de una cabeza de mujer esculpida por el artista Amadeo Modigliani. Enseguida reconoce a quién representa ese busto. Lo tiene muy claro: se trata de Anna Ajmátova. Y es que lo de Élisabeth Barillé con este libro comienza mucho antes de ese día que intenta pasar el rato mientras espera a ser recibida por su médico. Comienza en su juventud con los libros rusos antiguos que llegaban a la casa familiar. Su abuelo era un ruso exiliado en Francia y la escritora francesa aún recuerda uno de los nombres que descifraba en la contraportada de esos libros. ¿Adivináis? El de la poeta rusa, cómo no. De hecho, el 14 de junio de 2010, día en que se subasta en Christie's la escultura de Modigliani y meses antes de que supiera de ella en esa sala de espera, Barillé no se encuentra en París sino en San Petersburgo y, para ser más precisos —¡oh, benditas casualidades!— , en la casa museo de Anna Ajmátova. Ha estado en Rusia en muchas ocasiones, sin embargo, es la primera vez que le da por visitar ese lugar. Allí, entre otras muchas cosas, descubre un dibujo. Es solo una fotocopia, pero no es la fotocopia de un dibujo cualquiera. Se trata, ni más ni menos, de un retrato de Anna Ajmátova dibujado por Amadeo Modigliani.

«El único dibujo que quedaba de los dieciséis que él le había regalado, decía ella. ¿Qué había sido de los otros quince? Una pregunta delicada.
Cuando se la hacían, Anna Ajmátova adoptaba una actitud desenfadada. ¿Los otros dibujos de Modi? Los llevaba consigo cuando volvió a Rusia en julio de 1911. Él quería que los colgara en su habitación, y eso es sin duda lo que ella habría hecho, si hubiera podido disponer de una habitación para ella sola. Un cuarto propio, decía Virginia Woolf. La vida le había negado ese amparo.
¿Los quince dibujos? Convertidos en humo, concluía.
¿Se han quemado? Pero ¿quién lo hizo?, ¿y cómo?
Ajmátova alzaba la mirada. ¡Ay, jóvenes ignorantes, que aún estaban en el limbo cuando ella veía arder Rusia! Los incendios de 1918, los abusos de 1919, los grandes disturbios de los años siguientes, las hogueras donde perecía lo más preciado que teníamos, las que encendían nuestros verdugos y las que encendíamos nosotros mismos para evitar autos de fe aún más terribles. Las purgas de los años 30. Los juicios. Las desapariciones. El miedo que paralizaba nuestro cerebro. No sentíamos otra cosa por aquel entonces. Tenéis que comprender, jovencitos, que el miedo era lo único que nos convertía en seres humanos, acabamos por apreciarlo; lo difícil era no ceder a las bajezas que éste entrañaba, también entre los mejores de nosotros.
Los jóvenes asentían con la cabeza. Conmovedores y estúpidos, se decía ella, abatida. Explicarlo no cambia nada y, además, da igual lo que diga, siempre se equivoca: siempre injusta con los desaparecidos y siempre cruel con los vivos.
Lo único que puede hacer es construir una versión sólida e irrefutable del pasado y aferrarse a ella. Anna sostenía, pues, que los otros quince dibujos de Modigliani habían desaparecido, el cómo era lo de menos. A veces sonreía al pensar que, con algunos, quizá, liaron tabaco y los convirtieron en cigarrillos.
La guardia roja fumándose un Modigliani».

Lo mío con este libro comienza el año pasado. No recuerdo en qué mes. Me cruzo con su portada. Un amor al alba, leo; un título bonito, pienso, pero tampoco me dice mucho más. Y tampoco es que me importe, pues mis ojos ya están posados en las dos fotografías antiguas que ilustran esa portada. No sé quién es el hombre. Sigo sin saberlo aun después de leer su nombre en el subtítulo. A la mujer la reconozco al instante. Su nombre acude a mi mente sin necesidad de leerlo en la portada. He visto su imagen muchas veces. No es una belleza al uso, pero sí tiene un porte especial. Es una esfinge. La suya es una imagen difícil de olvidar.

Museo de Anna Ajmátova en San Petersburgo, fotografía de Thomon bajo licencia CC BY-SA 4.0

Leo la sinopsis. Tengo que saber quién es el hombre y qué hace junto a Anna Ajmátova en esa portada. Tengo que saber del amor al alba de esos dos. Descubro así que Modigliani fue un pintor y escultor italiano afincado en París. A mi mente acude entonces otro libro. La asociación es fácil de hacer. A igual que este, pertenece al catálogo de la editorial Periférica y está también escrito por una autora francesa. Se titula El vestido azul y recrea de manera preciosa la desoladora vida de la escultora Camile Claudel. Aun no sé que, aunque de pasada, me encontraré con su nombre en Un amor al alba. Barillé la cita para comparar con ella a la tía materna de Modigliani, «la tía ideal si uno cree que la sabiduría consiste en tener sueños lo bastante grandes para no perderlos de vista» y que tan importante ascendencia tuvo sobre la pasión lectora del artista. Entre los autores que este lee en su etapa parisina y que se citan en este libro, me encuentro con su compatriota Gabriele D'Annunzio, con el cual me he estrenado hace bien poco. Evidentemente, no puedo más que congratularme por la casualidad. También me cruzo de pasada en estas páginas con el nombre de Auguste Rodin, quien fuera amante de Camile Claudel. Teniendo en cuenta el ambiente y la época, no es de extrañar que se cite al escultor francés, el cual debía de ser considerado como un maestro por los jóvenes principiantes. No miento, pues, si digo que he leído este libro porque en un primer momento me recordó al de Michèle Desbordes (aunque después, durante su lectura, no me lo ha recordado), pero sí faltaría a la verdad si afirmara que lo he leído solo por eso.

Lo mío con este libro o, mejor dicho, lo mío con Anna Ajmátova, también comienza mucho antes de ese inconcreto día del pasado año. Lo mío, como casi todo lo mío con Rusia, comienza con Marina Tsvietáieva: ¡cuánto le debo a Marina!. Tsvietáieva y Ajmátova fueron dos de las poetas rusas más destacadas del siglo XX. Mi primer encuentro con la primera fue casual (no así los posteriores). Mi interés por la segunda, gradual. Recuerdo que en Confesiones su homóloga la menciona en alguna ocasión. En Un amor al alba será Ajmátova, por boca de Élisabeth Barillé, la que hará lo propio en sentido inverso. La joven poeta aún no ha conseguido publicar ningún libro. Le abruma la noticia de la publicación y éxito del primer poemario de una jovencísima Marina Tsvietáieva de tan solo dieciocho años. Pienso que debió de sentir un ambiguo sentimiento mezcla de envida y esperanza. Ella aún no lo había conseguido, pero, si en un ambiente tan poco halagüeño y tan condescendiente con las poetas de sexo femenino otra mujer lo había logrado, ¿acaso no podría ella también? La recuerda también junto a otros que perecieron años más tarde o sufrieron infinitamente por la locura de la época: Marina Tsvietáieva, «abandonada por todos, cuando una mano tendida la habría disuadido de suicidarse». Yo recuerdo un poema. Lo incluí en mi primera entrada para Adopta una autora. Lo escribió Anna Ajmátova tras un encuentro con Tsvietáieva hacia el final de la vida de esta última. Así dicen unos versos de ese poema: «Aquí estamos, tú y yo, juntas, Marina / caminando a medianoche por la ciudad / y tras nosotros hay millones como nosotras / y jamás existió un cortejo más callado. / Nos acompañan las campanas fúnebres / y el gemido salvaje que propaga en Moscú / la tormenta de nieve que borra nuestras huellas». 

A mí me gusta seguir esas huellas cubiertas por la nieve. Para ello me aprovecho de trabajos de excavación de rastreadores como, en este caso, Élisabeth Barillé. Seguí en su día con veneración las huellas de Marina. No es que me proponga ni mucho menos hacer lo mismo con Ajmátova, pero, heme aquí, pisando sin planearlo sobre algunas de sus pisadas. Desde que me crucé con ella a través de Marina Tsvietáieva he seguido haciéndolo de manera tanto casual como ocasional. El cruce más destacado fue a través de Nadiezhda Mandelstam, esposa de otro peso pesado de la poesía rusa de la época, Ósip Mandelstam. Ajmátova era gran amiga del matrimonio, por lo que son constantes sus apariciones en Contra toda esperanza, el libro de memorias escrito por Nadiezhda Mandelstam, la cual, a su vez, es mencionada en varias ocasiones por Élisabeth Barillé en el libro que nos ocupa. Recurre a ella fundamentalmente para hacer mención a ese miedo del que se habla en la cita que os he dejado más arriba sobre el destino de los dibujos que de Ajmátova hiciera Modigliani, a ese miedo que tantas veces me he encontrado en libros sobre la época y del que, efectivamente, recuerdo que Nadiezhda hablaba en sus memorias. Puedo decir, pues, que Anna Ajmátova era para mí una vieja desconocida. Pues bien, cuando me encontré con este libro me dije: es momento de que comience a ser una nueva conocida.

Amadeo Modigliani en su estudio de la rue de la Grande-Chaumière en Montparmanasse alrededor de 1918
Fuente: Institut Modigliani-Archives légales, Paris-Livourne. Fotografía en dominio público.

Lo de Anna Ajmátova (1889-1966) y Amadeo Modigliani (1884-1920) comienza en París en 1910, un siglo antes de la subasta de la cabeza de la primera esculpida por el segundo y de que Élisabeth Barillé supiera de ella. Lo de Amadeo Modigliani con París comienza en 1906, pero, como ya veis que suele ocurrir, ese comienzo también sucede antes. El italiano tiene la suerte de poder realizar en su tierra natal, gracias a la financiación de un tío materno, el grand tour «indispensable en la formación sensible de los jóvenes europeos» del que tan maravillosamente me habló María Belmonte en su libro Peregrinos de la belleza. De su peregrinación resulta que comienza su tour como pintor y lo termina como escultor (años después volverá a la pintura). A la visita de su madre anunciando el fallecimiento del tío benefactor, le sucede el descubrimiento de Toulouse-Lautrec. Dicha coincidencia se confabula para que el artista emprenda rumbo a París.

Es Ajmátova la que llega a París en 1910. Es por entonces una joven recién casada, aunque no enamorada. Lejos están aún los tiempos del miedo, así como insospechados son todavía. Viaja con su marido, el también poeta Nikólai Gumiliov. Se trata de la primera estancia en la capital francesa para ella. Gumiliov, en cambio, llegó a la ciudad de la luz por primera vez el mismo año que lo hizo Modigliani, 1906. Vuelve ahora ansioso por presentarle la deslumbrante ciudad a su flamante mujer. Pero París no es lo único que deslumbra a la poeta.

«Sudor y polvo. Éste se incrusta en los pulmones, uno olvida que es vulnerable. ¿Qué somos? ¿Escultores o soldados? La piedra resiste, tosemos, sangramos, maldecimos; hemos franqueado un umbral invisible; la materia que vuela a cada golpe se lleva consigo la realidad, los límites se difuminan, los muros caen, las bailarinas de Angkor y las máscaras negras se cuelan en el taller.
De la piedra emerge un rostro, solemne como la esperanza.
El rostro de una reina que querríamos por hermana.
Un rostro lleno de lejanías que uno querría para sí mismo.
Un rostro que sólo te pertenece a ti, que existe únicamente gracias a ti, que constituye tu sola certeza cuando la piedra, entre tus dedos magullados, alumbra esa belleza de ángel severo.
Una noche, sin embargo, te topas con ese rostro del que creías ser el padre, el creador, pegado al cuerpo de una mujer que no conoces de nada. Ese sueño de piedra que trajiste de Italia dentro de ti habla francés con un marcado acento ruso».

Algo así debió de pensar Modigliani la primera vez que vio el rostro de Anna Ajmátova. Su primer encuentro fue casual. Barillé aventura una primera conversación entre los dos:

«¿Le gusta París, madame? ¿A quién no le gusta París, monsieur? París es un lugar temible, créame, madame, hace cuatro años que vivo aquí, sé de lo que hablo. También es temible San Petersburgo, monsieur, las ciudades no tienen piedad, por eso nos atraen y por eso nos arrojamos de cabeza a ellas, para que nos pongan a prueba y nos curtan.
Yo no quiero curtirme, madame.
¿Por qué no?
Curtirse es poner los sueños de uno en peligro y yo sólo tengo un deber: salvarlos.
Hay bullicio. Tiene que acercarse para que lo oigan, también ha de disimular su turbación; es complicado, es emocionante; cada mirada es una confesión».

Anna Ajmátova junto a su primer marido, Nikolái Gumiliov, y su único hijo, Lev Gumiliov, en 1915. Fotografía en dominio público
de L. Gorodetsky. Fuente: https://en.wikipedia.org/wiki/Nikolay_Gumilyov http://akhmatova.org/foto/ahm/foto_ahm1.htm

Ajmátova vuelve a París en 1911. Esta vez lo hace sola. Se reencuentra allí con Modigliani, con el que mantiene varios encuentros. ¿Qué ven el uno en el otro? ¿Qué se dan el uno al otro?

««Congeniamos.» Modigliani se maravilla, y con razón, pues justamente ése es el delicadísimo fruto de la maravilla: que dos seres que, de no mediar ese encuentro, se habrían limitado a conversaciones propias de un baile de máscaras, puedan inspirar el uno en el otro una confianza absoluta».

«Sólo usted puede hacerlo.» ¿Acaso no merece semejante declaración todos los juramentos, todos los abrazos? Y al atreverse a hacerlo, ¿no le está entregando todo su ser a la que, con un grito, acaba de extraer del radio de acción de la insignificancia? «Sólo usted puede hacerlo»: sólo usted puede ahuyentar mi desconfianza, sólo usted es capaz de hacerme comprender la confusión que me agita; sólo usted es capaz de hacer que mi soledad sea más profunda y deseable que nunca; sólo usted es capaz de ahuyentar a la muerte».

«Refrenar sus sentimientos: eso es lo que intentaron, de manera consciente, hasta el desgarro. Anna no olvidaba que estaba casada, desde hacía sólo un año, y no precisamente con un cualquiera: el poeta Nikolái Stepánovich Gumiliov, cofundador de la revista Apolo, fundador del «Taller de los poetas» y aquel que, hasta la fecha, seguía siendo su mejor lector. Modigliani también estaba casado: con sus martillos, sus cinceles, sus escodas; con el desafío de una juventud determinada a no rendirse aún, a pesar de los obstáculos, a la amargura. No había en ellos un asomo de cinismo, ni siquiera de esa prudencia que todo lo empequeñece: sólo existía una conciencia desdichada y compartida; aún no habían llegado tan lejos en sus vidas de artistas como para que un encuentro, por muy poderoso que éste fuera, pudiera hacerles desviar su curso». No lo desviaron, ni la una ni el otro. Ajmátova regresa a Rusia. No vuelven a verse nunca más.

«Un día es preciso partir. ¿Es ella quien se persuade de eso? ¿La convence él? ¿Quién convence a quién? ¿Cómo y por qué? ¿Es a causa de esa perpetua necesidad de algo diferente que tiene él, de ese temor al fracaso que lo malogra todo en él, incluso la suprema aspiración de la escultura? Y en el caso de ella, ¿es por su insoportable seriedad? Por el temor que tiene a actuar mal, a hacer daño. Mujer maligna, escultor fracasado: los cuchillos que uno se clava a sí mismo. ¿Sigue el amor vibrando en el desacostumbrado paréntesis de los silencios? El amor nunca muere; el amor se reinventa a sí mismo sin cesar: las frases que se dicen precisamente cuando el amor muere.
Morir. Renacer.
Renacer significa a menudo marcharse.
Y ese billete de tren lo pagué con culpas, con preocupaciones. Salí de una Rusia atormentada y atormentada la encontraré de nuevo. Una palabra tuya y no me volveré a marchar.
Modigliani se enciende un cigarrillo, quizá.
Anna busca un posible augurio en ese cielo sin estrellas, ese cielo apagado de gran ciudad. Su mirada evita el círculo de las esculturas, dispuestas con celo al fondo, después regresa a la obra que Modigliani se trae entre manos, cien veces abandonada, cien veces retomada: esa cabeza, severa y límpida, esa gemela de roca calcárea que siempre contempla embelesada, pero que esa noche le produce un singular espanto. Ya no es esa cabeza -esa diosa, decía él- que la hacía sonreír al reconocer en ella, estilizado, su insoportable perfil; ya no es una simple escultura que Anna podría contemplar como cualquier otro objeto, no: hay algo en ella a la vez vivo y muerto.
Ella sufre, y esto es nuevo: comprender duele, y ella lo comprende todo. Modigliani ya ha extraído todo cuanto podía de su relación, así que Anna ya puede partir. Esa cabeza existe y seguirá existiendo mucho después de ella, de él: de ambos».

Tumba de Amadeo Modigliani en el cementerio parisino de Père Lachaise (desde 1930 los restos de
Jeanne Hebuterne reposan junto a los del pintor). Fotografía de Kirill Barkunov bajo licencia CC BY-SA 4.0.

Comienza así la muerte del amor. «La muerte no es nada, es verdad; pero aquello que fue ya no es ni será jamás, tampoco a través del sueño. El sueño siempre es cosa de un soñador que está solo: el sueño siempre es un monólogo. Así pues, le hablará, como tantas veces, en voz baja, para sí, siempre fiel a esa categoría superior del recuerdo: la distancia».

¿Y el amor? ¿También el amor no es nada? Vuelvo al par de citas con las que he comenzado esta entrada y con las que comienza este libro. La primera, de la propia Ajmátova, hace referencia a la intensidad y brevedad de un amor de juventud. La segunda hace lo propio respecto a la permanencia en el tiempo de esa intensa brevedad. ¿Fue amor lo que hubo entre Ajmatova y Modigliani o solo un enamoramiento (para mí no son lo mismo) por sublime que este fuera? ¿Es el amor por fugaz (o incluso por irresoluble) más amor?

Me gusta la expresión inglesa fall in love. No sonará tan extraña ni exótica como su equivalente rusa (que no tengo ni idea de cómo suena), ni tan elegante como la francesa ni tampoco tan romántica como la italiana. Pero es muy significativa la idea que representa: caer en amor. Uno cae en el amor como el que cae enfermo por fiebre y se instala en el delirio. Luego está por ver si se queda a vivir en el abismo al que ha caído, si se levanta y continúa camino solo o si lo hace al lado de quien le ha hecho caer. Sea como fuere, parece ser que Anna Ajmátova y Amadeo Modigliani cayeron in love el uno con el otro: dos jóvenes artistas amantes de la belleza y embriagados por el deseo de hacerse un lugar en sus respectivas disciplinas que se conocieron, se reconocieron y congeniaron quizás más por el mero hecho de lo que se transmitían estando juntos que por lo que se comunicaban en el «francés esmerado y torpe» que ambos compartían. Parece ser, también, que no hay demasiada información al respecto.

Las cartas que Ajmátova recibió de Modigliani entre las dos estancias de la rusa en París se han perdido. Se cree que la poeta las quemó durante la oleada de arrestos generalizados que se desencadenaron tras el asesinato de Serguéi Kirov a finales de 1934. (¿Y las respuestas que me imagino Ajmátova enviaría al italiano? ¿Qué fue de esas misivas?). Sí existe un pequeño volumen publicado por Harpo & en el que la poeta escribió sobre sus recuerdos de Modigliani. Se trata de dieciséis páginas de las cuales solo ocho contienen texto, «ocho pequeñas balizas de señalización», «ocho frágiles flotillas en el océano de una vida destinada a la prisión interior que establece toda dictadura y que, en cada corazón, en cada conciencia, confunde poco a poco la prudencia con el terror».

Anna Ajmátova era, efectivamente, prudente. Lo fue respecto a sus manifestaciones sobre su relación con Modigliani. No fue hasta 1958, en plena época de terror, que comenzó a escribir los mencionados recuerdos. Lo que la empuja a hacerlo es el saber de un largometraje que acaba de estrenarse en Francia sobre el último año de vida de su amor de juventud. Siente entonces la necesidad de hacerle justicia.

«Escribir sobre Modigliani era doloroso y delicado, y, aun así, necesario. Modigliani, asesinado dos veces: por la miseria y por la leyenda. Destruir el sarcófago de las ideas heredadas. Él, que no podía soportar todo aquello que limitara, redujera, enclaustrara. Él, que no había formado parte de ninguna escuela, que no había obedecido ninguna orden ni había firmado ningún manifiesto. Él, que parecía asfixiarse en todas partes, incluso en el Jardin du Luxembourg.
Ese gesto que solía hacer tan a menudo: agarrarse el cuello de la camisa como si quisiera desgarrarla para por fin poder respirar a sus anchas.
¡Salgamos de aquí!»

Al alba de sus vidas y de su despegar como artistas Anna Ajmátova y Modigliani se encontraron y reconocieron. En Un amor al alba, más que su historia de amor, Élisabeth Barillé plasma el París cultural de la época y esboza la biografía de estas dos personas centrándose en su encuentro pero también retrotrayéndose a de dónde venían y con la vista puesta hacia dónde iban. Sus páginas son el resultado de sus pesquisas y de su rastreo. Su tono es hermoso y poético, por lo que yo fall and fall in love página tras página con lo que leo. 

«Renacer significa a menudo marcharse», leo en este libro y habéis podido leer vosotros más arriba en uno de los fragmentos que del mismo he compartido. Las despedidas, los finales, son siempre comienzos. Todo comienzo comienza antes de su momento inaugural. Quién sabe si algún día descubra que mi llegada al punto final de este libro no ha sido sino un latente comienzo de a saber qué. Lo mío siguiendo las huellas que me salen al paso no ha hecho más que comenzar.

Anna Ajmátova en 1921. Fotografía de M. Nappelbaum bajo licencia CC BY-SA 4.0.
Fuente: https://mon-sofia.livejournal.com/550875.html





Ficha del libro:
Traductor: David M. Copé
Editorial: Periférica
Año de publicación: 2021
Nº de páginas: 192
ISBN: 978-84-18264-94-8





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Comentarios

  1. Dibujos perdidos, poemas perdidos, cartas perdidas amores perdidos. Parece mentira todo lo que se vive y lo que se pierde. Mientras se está viviendo parecería que todo estaba dotado de permanencia y hasta de trascendencia, pero nada tiene trascendencia en sí mismo. Lo que queda estuvo tan en riesgo de desaparecer como lo que se perdió. Tú vas rescatando, al menos para los que te leemos, fragmentos de estas historias rusas en las que aparecen tantos personajes conocidos, pero de los que desconocía tanto. Conozco a Ajmátova y hasta he leído algunos de sus poemas. Conozco a Modigliani, precisamente hace dos días sustituí una lámina de una de sus mujeres desnudas en mi casa de Santander y la he traído a la casa de León. Pero no tenía ni idea de la relación entre ambos artistas.
    Una reseña magnífica y escrita con cariño y hasta pasión.
    Un beso.

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    1. Somos un cúmulo de pérdidas, las cuales muchas veces nos definen más que las pocas cosas que permanecen.
      Salvo mis encuentros con Marina Tsvietáieva posteriores al primero, el resto de mis peregrinajes rusos en cierto modo me han ido saliendo al paso. Las historias y los retratos de los personajes rusos de la época que aparecen por aquí muy de tanto en tanto son muy sesgados y supongo que también muy subjetivos. Son el resultado de lo que, aunque deleitoso, no deja de ser un picoteo. Termino siempre por saber un poco de todo y un mucho de nada y no solo en cuanto a ese contexto ruso. Supongo que por ello desconocía por completo quién era Modigliani. Abro con él otra vía que quién sabe si algún día exploraré.
      El libro parece escrito con mucha delicadeza y dedicación. Se nota que a Élisabeth Barillé le tira su conexión con Rusia y sus propios cruces anteriores con Anna Ajmátova.
      Un abrazo

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  2. ¡Hola!
    he visto este libro por la biblio y la verdad es que su cubierta (que no portada, perdón por mi vena bibliotecaria que está ahí) no me dice nada, no conocía ni siquiera a la autora (de Modigliani sí sabía algo aunque no sabría que es él de la foto) Son curiosas esas relaciones y casualidades que a veces nos maravillan a los lectores, como siguiendo las pisadas de algún autor o autora, llegamos a otros que también admiramos y que quizás no hubiéramos llegado a conocer.
    Se nota con lo que cuentas y cómo lo cuentas que has disfrutado este libro y con el descubrimiento de ese ¿amor? al alba de estos dos artistas
    Besos

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    1. Tienes toda la razón, Marian. Lo que habitualmente denominamos portada en realidad es la cubierta de los libros. Se te perdona, cómo no, tu vena bibliotecaria.
      Efectivamente, he disfrutado mucho siguiendo los pasos de Ajmátova, descubriendo los de Modigliani y, especialmente, conociendo a ambos artistas a través de la especial mirada de Élisabeth Barillé. En cuanto al amor, si entelequia o realidad, cada uno tiene su propia idea del mismo, y respecto a lo que haya habido entre estos dos, me temo que ambos se lo llevaron a la tumba.
      Besos

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    2. Caray, chicas, confieso mi ignorancia. Nunca me lo había planteado, pero para mí no había diferencia entre portada y cubierta. Ahora ya las distingo perfectamente. Muchas gracias. Marian puedes ejercer de bibliotecaria cuanto quieras. A mí me ha venido de maravilla.

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    3. Yo lo sé porque tengo algo de formación bibliotecaria, pero antes de ello no tenía ni idea. Igualmente, fuera del contexto bibliotecario continúo refiriéndome a la cubierta como portada porque lo contrario a la mayoría le sonaría extraño.
      Aquí siempre se agradecen cuantas rectificaciones, puntualizaciones o adiciones sean necesarias. Así aprendemos todos.

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  3. ¡Hola!
    Lo cierto es que no tenía conocimiento de este libro y que no se nada de ninguno de sus protagonistas pero tras leerte me han entrado muchas ganas por conocerlos, por saber de sus vidas, trayectorias e historia compartida. Además parece que la prosa de la autora no tiene desperdicio y que hay un importante trabajo de investigación detrás.
    ¡Apuntada! Un besito.

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    1. Me alegra de que te haya picado la curiosidad, Melania. Y, sí, tienes razón, la manera de contar de Élisabeth Barillé es muy especial y se disfruta mucho.
      Besos

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  4. Hola!Acabo de encontrar tu blog y esta muy lindo,ya te sigo,este libro no sabia de su existencia pero pinta la trama muy interesantes,ese aire de nostalgia lo hace que te llame mucho la atencion. Cuando gustes te espero en mi blog.Saluditos.
    atte Aruka C.M.
    blogLiterario:Filosofia en mi tocador

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