La caja de los deseos - Sylvia Plath

«[...] desde mi sitio, tengo la sensación de que el mundo lo controla una sola cosa. El pánico con cara de perro, cara de demonio, cara de bruja, cara de puta, pánico con mayúsculas y sin cara; es el mismo Johnny Pánico, en sueños o en la vigilia».

Sylvia Plath (Boston, 27 de octubre de 1932-Londres, 11 de febrero de 1963) escribió Johnny Pánico y la Biblia de los Sueños en 1958. El germen de este relato está en su experiencia laboral en el archivo de pacientes mentales del Hospital General de Boston. No es el único relato de la americana que nace al albor de su trabajo en ese hospital. Las hijas de Blossom Street, fechado en 1959, también está ambientado allí. Ambos son relatos muy diferentes aunque con un personaje en común: Billy, el chico del archivo que tiene un triste final. En Johnny Pánico y la Biblia de los Sueños su aparición es anecdótica, mientras que en Las hijas de Blossom Street cobra mucha mayor relevancia. De hecho, de no haber leído este último con anterioridad a Johnny Pánico (y es que los textos que componen el libro que hoy os traigo se presentan en casi su totalidad en orden cronológicamente inverso), la coincidencia probablemente me hubiera pasado desapercibida. 

Billy es un minúsculo grano de arena en el fondo del ingente mar que es la obra literaria de Sylvia Plath. Si lo he sacado a colación es porque dicha coincidencia en ambos relatos me dio que pensar que ese personaje, aunque quizás no con todas las connotaciones que la autora le da en Las hijas de Blossom Street, existió en la realidad. La mezcla indescifrable entre realidad y ficción de los textos contenidos en este libro (de toda la obra de su autora, en realidad, por lo que vengo leyendo y por lo que presumo de lo que no he leído) me ha adentrado en un laberinto absolutamente fascinante. Volveré más tarde sobre ello. O más bien creo que va a estar presente a lo largo de toda esta entrada, que presumo ya especialmente extensa por la magnitud de la cantidad de cosas que me rondan por la cabeza y que necesito liberar. Poneos cómodos, pues, los que os sintáis con ánimo de continuar.

Volviendo a Johnny Pánico y la Biblia de los Sueños, uno de los mejores relatos, por cierto, si no el mejor, de los que componen esta caja de los deseos (lo cual es decir mucho pues el nivel de los textos que lo componen es formidablemente alto), en él se nos narra la historia de una mujer cuya ocupación consiste en copiar los sueños de los pacientes de la unidad del hospital en el que trabaja. El relato adquiere cierto tono onírico que le va muy bien y que me gusta mucho. Johnny Pánico es el gran Hacedor de Sueños y el lema de la gran Biblia de los Sueños es que «El miedo perfecto expulsa todo lo demás». Y parece que esto es realmente así, pues tal pareciera que la recopiladora de sueños abrazara esa Biblia y se volviera adoradora de Johnny Pánico.

Es un relato no exento de cierta crítica hacia el control médico (algo que me encuentro por ejemplo también en Rose y Percy B., aunque en este caso no referente a la enfermedad mental) y que casi consigue captar al lector para la causa hasta que finalmente revela la verdadera cara de Johnny Pánico. Y es que no hay que olvidar que el germen de este relato no está solo en la experiencia de su autora en el Hospital General de Boston, sino en su propia batalla contra la enfermedad mental.

«En el momento en que pienso que estoy más perdida, la cara de Johnny Pánico aparece en el techo, nimbada de luces de arco. Tiemblo como una hoja entre los dientes de la gloria. Su barba es el relámpago. El relámpago está en su ojo. Su Palabra carga e ilumina el universo.
El aire restalla con sus ángeles de lengua azul y aureola de relámpago.
Su amor es el salto de veinte pisos, la cuerda en la garganta, el cuchillo en el corazón.
No olvida a los suyos».

Johnny Pánico y la Biblia de los Sueños, o más bien su título original en inglés, es el título con el que se presenta en 1977 por primera vez esta treintena de textos en prosa de Sylvia Plath. Dicha selección está compuesta en gran parte por relatos, aunque también por apuntes de los cuadernos que acostumbraba a escribir la autora estadounidense y por algún que otro ensayo. El título que la editorial Nórdica elige para el lector español, en cambio, es La caja de los deseos, el cual me lleva inicialmente a pensar en este libro como en una caja que abrir para degustar de sus textos-deseos, y, posteriormente, al pensar en la disparidad de ambos títulos, en las dos caras de la misma moneda que son los deseos y los miedos.

Pero La caja de los deseos es también el título de otro de los relatos contenidos en este libro y escrito en 1956. El título hace referencia a un sueño que tenía de niña la protagonista de la historia que en él se relata. Ahora ya no sueña, o al menos no con la imaginación de entonces. Se ha casado recientemente con un hombre pródigo en sueños que incluso parece vivir durante la vigilia en el mundo paralelo de sus ensoñaciones. La mujer, en cambio, sufre por su pérdida de imaginación.  

Quien no parece haber perdido la imaginación con el paso de los años es la mujer de Domingo en casa de los Minton. Escrito en 1952 es uno de los relatos más tempranos de Plath y por tanto de los últimos que leo. En él una mujer vuelve a vivir con su hermano tras su jubilación. Ella es una soñadora pero él es un hombre pragmático. Se muestra protector hacia ella pero también la trata con cierta conmiseración, llegando incluso a minusvalorarla en algunos momentos. Ella, incapaz de imponerse en la vida real, encontrará en cambio una dulce venganza en su imaginación.

La imaginación, o más bien la falta de ella, es algo que parecía preocupar seriamente a la poeta estadounidense. En sus Notas de Cambridge (de sus cuadernos, escritas en febrero de 1956) se puede leer lo siguiente:

«Lo que más temo, me parece, es la muerte de la imaginación. Cuando fuera el cielo es sólo rosa, y los tejados, sólo negros: esa mente fotográfica que paradójicamente dice la verdad, pero la verdad sin valor, del mundo. Lo que deseo es ese espíritu sintetizador, esa fuerza «que da forma», la que brota prolíficamente e inventa sus propios mundos con más inventiva que Dios. Si me quedo quieta y no hago nada, el mundo sigue golpeando como un tambor flojo, sin significado. Tenemos que estar en movimiento, trabajar, soñar cosas a las que dirigirnos a toda prisa; la pobreza de la vida sin sueños es demasiado horrible de imaginar: ese tipo de locura es el peor: el que tiene caprichos y alucinaciones sería un alivio propio del Bosco. Siempre escucho queriendo oír pasos que suben las escaleras, y los odio cuando no suben a por mí. Por qué, por qué no puedo ser asceta una temporada, en vez de vacilar siempre entre querer una soledad completa para trabajar y leer, y ansiar tanto, tanto los gestos de las manos y las palabras de otros seres humanos. Bueno, después de este trabajo sobre Racine, este purgatorio de Ronsard, este Sófocles, escribiré: cartas y prosa y poesía, a finales de la semana; hasta entonces tengo que ser estoica».

El final de este fragmento es demoledor y deja entrever el sufrimiento y conflicto interno que asolaba a Sylvia Plath, así como su alto nivel de autoexigencia, pero, por el momento, vamos a centrarnos en su comienzo.

Ted Hughes, también poeta, amén de controvertido marido y albacea del legado literario de Sylvia Plath, explica en el epílogo de este libro la obsesión de la que fuera su mujer por conseguir escribir buenos relatos. «Sigo vomitando al despertarme, y lo seguiré haciendo hasta que el relato sea más interesante que mis meditaciones sobre mí misma», llega a escribir Plath. Sus referencias a la parálisis e incluso a la desesperación son constantes. No acepta que la subjetividad invada sus relatos. Lucha por conseguir una objetividad que no consigue alcanzar. Sin embargo, «sólo cuando abandonó ese esfuerzo por «salir» de sí misma», escribe Hughes, «y aceptó por fin el hecho de que su verdadero tema era su dolorosa subjetividad, y de que su único verdadero camino era sumergirse en sí misma, y de que las estrategias poéticas eran sus únicos medios de verdad, se sorprendió a sí misma en completa posesión de su genialidad; con todas las habilidades especiales que había desarrollado como por necesidad biológica, para abordar esa condiciones interiores únicas». «Si un relato es inevitablemente fantasía», continúa el poeta un poco más adelante, «y si toda fantasía lleva a la postre al corazón del laberinto, su problema era que no podía entretenerse en los giros y vueltas y complicaciones exteriores, donde el mundo es aún sólido y relativamente seguro, por emocionante que sea. Tenía un atajo instantáneo y especial para llegar al centro, y no le quedaba más remedio que usarlo. Era tan incapaz de inventar una narración objetiva e ingeniosa como de enlazar todas las letras en su caligrafía, casi todos los símbolos parecen estar encaramados sobre un abismo. Ese atajo a través de los muros del laberinto era su verdadera genialidad. La confrontación instantánea con las cosas más centrales, inaceptables. Así que su esfuerzo obstinado, un año sí y otro también, por escribir ficción convencional, con la esperanza aprender para ganarse la vida con ello, era una especie de rechazo persistente de su genialidad». A tenor de las siguientes palabras que la propia escritora escribe en sus Notas de Cambridge, parece que por aquel entonces iba en camino de conseguir su aceptación: «El diálogo entre mi Escritura y mi Vida siempre corre el riesgo de convertirse en un traspaso serpenteante de responsabilidad, de racionalización evasiva; en otras palabras: justificaba el follón de mi vida diciendo que iba a darle orden, forma, belleza, escribiendo sobre ella; justificaba mi escritura diciendo que publicaría, me daría vida (y prestigio a la vida). Ahora bien, por algún sitio hay que empezar, y, ya puestos, que sea por la vida; creer en mí, con mis limitaciones, y una determinación fuerte y contundente de pelear para superarlas una a una [...]. Construir todo sólidamente».

Ted Hughes y Sylvia Plath, fotografía de summonedbyfells bajo licencia CC BY 2.0

Me ha alegrado encontrarme con esta constatación final de las impresiones que he ido acrecentado a lo largo de esta lectura. Me ha gustado saber que no es obsesión mía percibir vivencias y sentimientos de la autora en cada uno de sus relatos, así como no dar por hecho que todo lo que ha escrito lo ha vivido. De hecho, hay en este libro relatos a los que califico de huérfanos, precisamente por no identificarlos con ninguna vivencia de la norteamericana (lo cual no significa necesariamente que no lo estén). Hablo, por ejemplo, de Día de éxito (1960) (relato en el que una mujer teme no encajar en el nuevo mundo de su marido, a quien una importante productora de televisión acaba de comprarle un guion), El águila de quince dólares (1959) (de este, sin embargo, Hughes cuenta que Plath narra con tanta fidelidad un encuentro tan corriente que quizás ni siquiera se trate de un relato), El oso número cincuenta y nueve (1959) (sobre el que la propia escritora confesó en sus diarios que le daba asco y que lo consideraba artificial), Sobre el Oxbow (1958) y Todos los muertos queridos (1957-1958).

Madres es el relato que abre La caja de los deseos. Es por tanto el primer relato de Sylvia Plath que leo. Hasta entonces solo había leído su novela semiautobiográfica La campana de cristal y su maravilloso poema Tres mujeres. Con Madres, pues, le tomo el pulso a la narrativa breve de la estadounidense. Me adentro en él poco a poco y salgo con muy buen sabor de boca. Fue escrito en 1962 y está ambientado en una pequeña localidad de Devon, condado en el que la escritora vivió algún tiempo con su marido poco después de regresar al Reino Unido, en donde se habían conocido durante la estancia de la poeta en Cambridge. No es un relato del que piense al leerlo que contiene un gran componente autobiográfico, pero sí que detecto en él una constante en la obra de su autora como es el sentirse fuera de lugar. En este caso, el sentirse fuera de lugar por ser americana, por no ser madre, por estar divorciada, incluso por fumar (y en aquellos años las autoridades sanitarias aún no advertían de que el tabaco perjudica seriamente la salud, por lo tanto no eran sanitarios los motivos de la exclusión).

El pueblo de Devon en el que Plath vivió fue North Tawton. Allí tuvo de vecinos a Los Smith: George, Marjorie (50), Claire (16). Sobre ellos escribe en sus cuadernos en 1962. Es un texto cargado de sutilezas, en el que la joven esposa que es Sylvia pareciera estar asistiendo a un aprendizaje brutal sobre los códigos no escritos sobre los que se despliega la hipocresía. «Fingir cariño y encanto mientras nos negamos. Un arte maravilloso que debo perfeccionar», escribe en él.

Hughes nos cuenta que la que fuera su esposa escribía con prolijidad sobre sus vecinos, que llegaba a casa procedente de otra a la que había sido invitada y describía en sus diarios con minuciosidad el mobiliario y los vestuarios que había visto, que planeaba llevar un registro de toda la gente a la que iba conociendo con la idea de recabar detalles para utilizar en futuros relatos. En el anteriormente citado Rose y Percy B. (de sus cuadernos, 1961-1962) relata la historia de un vecino que se encuentra gravemente enfermo. «Pensé que mejor me quedaba esperando, y, a continuación, algo dijo dentro de mí: «No, tienes que verlo, nunca has visto un derrame o un muerto». Así que fui», escribe. Recuerdo este detalle en concreto ahora que sé de ese afán recopilatorio y de esa querencia suya de registrar todo lo que sucedía a su alrededor y no puedo evitar quedarme un poco ojiplática. Sé que seguramente no era así, pero no puedo evitar imaginarme a Plath un poco como a Myra, la protagonista de su relato Cariñito y los hombres de los canalones, la cual «había hecho un pacto secreto consigo misma para «sacar a la gente». Empezaba imaginando que ella misma era un jarrón transparente, más que el cristal; casi invisible, en realidad. (Había leído en alguna parte que cierta escuela de interpretación fingía que los actores eran vasos vacíos cuando estudiaban un papel nuevo). Así, purgándose de todo sesgo, de todo tinte individual, Myra se convertía en el receptáculo perfecto para las confidencias».

Una recién casada de luna de miel en Benidorm
nos sonríe desde la portada del libro que reúne
sus cartas. En España han sido publicadas
por la editorial Tres Hermanas.

Respecto a esos atajos de los que hablaba antes (o más bien hablaba Ted Hughes), ese abrirse camino a la ficción a partir de un hecho real, el exponente más claro es sin duda su relato Aquella viuda Mangada. Lo escribe en el otoño de 1956. En el verano de ese mismo año había escrito en sus cuadernos el texto La viuda Mangada. En el presente volumen ambos escritos se presentan seguidos (lo cual acentúa aún más sus similitudes) aunque en este caso el orden cronológico no es el inverso. 

Fuel el verano de 1956 aquel que los recién casados Plath y Hughes pasaron en Benidorm. Es una delicia cómo la estadounidense realiza en sus cuadernos la ambientación de ese Benidorm que comienza a abrirse con furia al turismo. Casi se puede oler al leerla lo que es un pueblo mediterráneo. En el relato posterior a ese texto de sus cuadernos, Sylvia y Ted se reconvierten en Sally y Mark y Benidorm pasa a llamarse Villavientos. Hay, sin embargo, escenas y diálogos prácticamente calcados. Me encuentro otros con ligeras variaciones. La ficción finalmente se abre paso y la tan anhelada por parte de Sylvia Plath imaginación triunfa sobre la realidad.

Me gusta llamar a este tipo de textos que se dan la mano relatos hermanos. No son los referentes a la viuda Mangada los únicos con esta relación familiar que me encuentro en este libro, aunque ninguno de los otros lo son con tal literalidad. 

La sombra, escrito en 1959 y uno de mis favoritos, y Superman y el buzo nuevo de Paula Brown, que data de 1955, son dos relatos de ficción que gozan de esa fraternidad. En ambos está presente un superhéroe de cómic, en ambos un malentendido entre niños es juzgado por la comunidad, en ambos llega la guerra y crispa el ambiente, y en ambos la visión de una película por parte de la niña protagonista la hace afrontar por primera vez el mundo a través de la pátina de la realidad. La película, de la que no se menciona el título, parece ser la misma en ambos relatos (lo cual me lleva a pensar si acaso una Sylvia niña también la viese y le afectara tan profundamente como a las niñas de sus relatos). La guerra, aunque tampoco se nombra, es sin duda la Segunda Guerra Mundial. En cuanto al personaje de comic y al malentendido entre los niños es diferente en ambos relatos, al igual que lo son todos los personajes y resto de situaciones. Me pregunto si la poeta tal vez no quedara conforme con el relato de 1955 y decidiera comenzarlo de nuevo cuatro años después, o si quizás los temas que en el trató y la experiencia vital de la que bebió la interpelaran tanto que sintiera la necesidad de escribir un segundo relato acerca de los mismos.

Me han gustado mucho los personajes infantiles de Sylvia Plath. Me han recordado un poco a los de su compatriota y coetánea (y también fabulosa cuentista) Carson McCullers. De hecho, me he encontrado pensando en más de una ocasión en la escritora sureña mientras leía a la del norte. Supongo que el hecho de que la ficción de McCullers esté también muy influenciada por su vida personal ha tenido que ver lo suyo en ello. Pero tal vez haya otros motivos en mi subconsciente que mi parte consciente aún no ha sido capaz de desentrañar.

Otro relato en el que también hay niños presentes es el ya mencionado, y también otro de mis favoritos, Cariñito y los hombres de los canalones, escrito en 1959. En él, una mujer, la ya mencionada Myra, es invitada a visitar a una antigua compañera de estudios a la que hace tiempo que no ve. Aunque le mostró cierta simpatía en el pasado, realmente nunca le tuvo tal. El relato versa sobre la maternidad y la no maternidad y sobre las esposas y madres perfectas. La excompañera de estudios tiene dos hijas pequeñas. La hermana mayor (la cariñito del título) muestra un comportamiento dominante y un tanto avasallador sobre la pequeña. 'Cariñito' le presta especial atención a Myra, como si buscase su aprobación y a la vez se reconociera en ella, algo que inquieta a la vez que fascina a Myra. Hay además en este relato un recuerdo de Myra que me trae reminiscencias de una escena de La campana de cristal.

En Entre los abejorros, relato escrito a principios de los años cincuenta y que cierra este volumen, se da una relación similar a la de las hermanas del relato que acabo de comentar entre la niña protagonista y su hermano, también menor que ella. El hermano de esta niña se llama Warren, al igual que se llamaba el hermano de Sylvia Plath. Es esta una narración con un fuerte componente autobiográfico en torno a la relación de la autora con su padre.

Otto Plath, el padre de Sylvia, fue profesor de Biología y Alemán en la universidad de Boston y fue también un estudioso de las abejas melíferas (interesante, por tanto, el título elegido por su hija para su relato Entre abejorros). Curiosamente, durante la estancia de Plath y Hughes en Devon, el matrimonio quiso tener una colmena. En Charlie Pollard y los apicultores (de sus cuadernos, 1962) la escritora relata su encuentro con unos apicultores. Sobre esta experiencia también escribió varios poemas que están contenidos en Ariel.
Fotografía de Mladen Djoric bajo licencia CC BY 2.0

Esa figura paterna, aunque con distorsiones biográficas, ya me la había encontrado en La sombra. En Entre abejorros me vuelvo a topar con esa distorsión aunque en este caso de manera afectiva. Se da a entender que la pequeña Sylvia mantenía con su progenitor una relación cómplice y entrañable, cuando, en la realidad, ella se mostraba temerosa de él, que era un hombre autoritario. En su duro poema Papi, contenido en su poemario Ariel (del que también he estado disfrutando con la edición de 2020 de Nórdica con traducción de Jordi Doce e ilustraciones de Sara Morante), la poeta llega incluso a utilizar referencias nazis para referirse a su progenitor (Otto Plath, padre de Sylvia Plath, era alemán, lo cual no debe traducirse como afín al nazismo), algo que vuelve a hacer en su poema Pequeña fuga.

Mucho se ha dicho sobre lo que a la poeta le afectó la muerte de su padre cuando ella contaba con tan solo nueve años. En Papi escribe: «Tenía diez años cuando te enterraron./A los veinte intenté morirme/y así volver, volver, volver a ti», refiriéndose a su primer intento de suicidio, el cual medio ficciona en La campana de cristal. El poema Señora Lázaro versa precisamente sobre que intenta suicidarse cada diez años.

En sus ya mencionadas Notas de Cambridge, sobre las cuales aún he de volver, me encuentro con esta reveladora afirmación: «Y cómo lloro por que me abrace un hombre; cualquier hombre, que sea padre», y también con esta otra confesión: «He ido al psiquiatra esta mañana, y me gusta: atractivo, tranquilo y atento, con esa agradable sensación de reserva, edad y experiencia; sentí: Papá, ¿por qué no? Quería romper a llorar y decir; Papá, Papá, consuélame. Le he hablado de mi ruptura, y me he descubierto quejándome fundamentalmente de que aquí no conozco a gente madura: ¡y es eso! ¡Aquí no hay una sola persona a la que admire que sea mayor que yo! En un sitio como Cambridge, es un escándalo. Quiere decir que hay mucha gente estupenda que no he conocido; probablemente muchos catedráticos y hombres jóvenes son maduros. No sé (y siempre pregunto: ¿querrían conocerme?)»

Sobre su infancia la autora nos regala un bello ensayo escrito en 1962. Se titula Ocean 1212-W en homenaje al número de teléfono de casa de su abuela. En él relata su relación con el mar, junto al cual pasó los primeros años de su infancia. El mar está presente en muchos de sus relatos. El sonido de las olas, por ejemplo, mecen los sueños de la niña de Superman y el buzo nuevo de Paula Brown hasta que la citada película los tornan por pesadillas, y en El día que murió el señor Prescott, relato fechado en 1956 en el que una joven y su madre regresan a la población que dejaron hace años para dar el pésame por la muerte de un familiar que nadie parece sentir demasiado, escribe: «Lo único que eché de menos de verdad cuando nos mudamos fue el mar. Aun hoy en este autobús me descubrí esperando la primera raya azul».

Sylvia Plath, al igual que la protagonista de ese relato, sufría también de nostalgia por el mar, pero no por un mar cualquiera, sino por el mar de su infancia. Así, nos cuenta que, «de vez en cuando, cuando me entra nostalgia de mi niñez marina —los chillidos de las gaviotas y el olor de la sal—, alguien me mete en un coche, solícito, y me lleva al horizonte salobre más cercano. Al fin y al cabo, en Inglaterra ningún sitio está a más de, ¿qué?, setenta millas del mar. «Aquí —me dice—, aquí está». Como si el mar fuese una gran ostra encima de un plato que se puede servir, y que en cualquier restaurante del mundo sabe exactamente igual. Salgo del coche, estiro las piernas, olisqueo. El mar. Pero no es eso, no es eso, para nada».

Portada de la edición ilustrada y bilingüe de
Nórdica de Ariel, el poemario de Sylvia Plath
editado póstumamente en 1965
También relata la primera vez que se adentró sola en el mar y «dejé de hacer pie. Estaba en ese país prohibido: «Donde no hacía pie»». Y, alejándose un poco de la temática marina, narra también cómo descubrió la poesía al quedarse embelesada al escuchar leer a su madre un poema de Matthew Arnold.

«Vi que tenía la carne de gallina. No sabía por qué. No tenía frío. ¿Había pasado un fantasma? No, era la poesía. Una chispa saltó de Arnold y me estremeció, como un escalofrío. Tenía ganas de llorar; me sentía muy rara. Había descubierto una forma nueva de ser feliz».

La despedida del mar, motivada por la mudanza tras la muerte del padre, se tradujo en que «aquellos nueve primeros años de mi vida se aislaron como un barco en una botella: hermosos, inaccesibles, anticuados, un hermoso, blanco mito volador».

Otro ensayo en el que conocemos algo más de su infancia y también de los primeros años de su adolescencia es ¡América! ¡América!, escrito en 1963. En él la poeta diserta sobre su experiencia escolar. En los colegios de los Estados Unidos de la época se enseñaba a los niños que podían llegar a donde quisieran viniesen de donde viniesen, mientras que más tarde, ya llegados al instituto y situados en la posguerra, «razonando y adulando, nos sacaban las excentricidades, los peligros de ser demasiado especiales, como padres que enseñan a los niños a dejar de chuparse el dedo». A la misma Sylvia Plath «el asesor académico de las chicas diagnosticó mi problema de inmediato. Sencillamente, era excesiva y peligrosamente lista. Mi retahíla alta, pura de sobresalientes, sin la atemperación extracurricular apropiada, podía arrojarme al vacío».

Es también en el instituto donde la poeta estadounidense comienza a observar a las chicas de su alrededor y a percatarse de su mimetismo. «No había uniforme, pero había uniforme», cuenta sobre las debutantes, esas chicas que aspiran a ingresar en una especie de élite de popularidad. Respecto a ella, constata que «por lo que fuera, aquello —la iniciación a la nada de ser una más— no cuajó. A lo mejor ya era demasiado rara. ¿Qué hacían esos brotes selectos de la feminidad estadounidense en las reuniones de sus sororidades? Comían tarta; comían tarta y chismorreaban sobre las citas del sábado por la noche. El privilegio de poder ser cualquiera estaba enseñando la otra cara: la presión de ser todas; es decir, nadie».

Sobre eso mismo trata su relato de 1952 titulado Iniciación. En él una muchacha es seleccionada por fin como aspirante a ingresar en uno de esos selectos llamémosles clubs. Para ello ha de pasar una serie de pruebas durante una semana. Es precisamente un encuentro fortuito durante una de esas pruebas el que le marcará el camino a seguir y la manera de sentirse admitida sin tener que renunciar a sí misma ni descartar a nadie.

«Mucha gente estaba encerrada en sí misma, como cajas, pero se abría, desplegándose estupendamente, si mostrabas interés en ella. Y en realidad no hacía falta pertenecer a un club para sentirte conectada a otros seres humanos».

Los primeros relatos que leo de Sylvia Plath (que, os recuerdo, son los últimos que escribió) parecen mostrarme a una mujer distinta a la joven que descubrí en su novela La campana de cristal o, más bien, a una mujer que ha dejado atrás las angustias que la asolaron en su adolescencia. Aunque ello no signifique que termine de encajar en el mundo, sí que parece más centrada o conectada con la realidad circundante. Asimismo, a medida que me adentro en los textos de este libro voy encontrando en ellos detalles que me recuerdan a otros de su famosa novela semiautobiográfica, como ya he comentado que me ocurrió con Cariñito y los hombres de los canalones. Así, su relato de 1954 En las montañas, en el que una joven acude a visitar a su novio que está ingresado en un sanatorio, recuerda mucho a la Esther Greenwood de la famosa novela y a su novio Buddy, estudiante de medicina como el chico del relato y que también pasó una temporada en un sanatorio para curarse de la tuberculosis que padecía. Lenguas de piedra (1955) recuerda en cambio a la Esther más enferma e ingresada en un hospital psiquiátrico. Su protagonista, al igual que la de La campana de cristal, no duerme, no puede leer y ha de enfrentarse a los tratamientos de la clínica. Son varias las referencias en este relato a una cicatriz en la mejilla de su protagonista y no ese este el único texto de este libro en donde se hace referencia a esa cicatriz. Por lo que he podido averiguar, Sylvia Plath tenía una como consecuencia de su primer intento de suicidio. Sinceramente, no recuerdo si en La campana de cristal, en la que como ya es sabido y ya he comentado se relata ese intento, se menciona algo al respecto.

Newnham College, college para mujeres de la Universidad de Cambridge en el que estudió Sylvia Plath
Fotografía tomada en 2004 y puesta en dominio público por su autor o autora, Azeira

Otro relato en el que la autora hace mención a esa cicatriz es Niño de piedra con delfín. Escrito entre 1957 y 1958 me ha resultado una lectura un tanto confusa. Por lo que cuenta Ted Hughes en el epílogo es parte de una novela que Sylvia Plath comenzó a escribir y es el único fragmento que se conserva de las varias novelas que la escritora comenzó aparte de la conclusa La campana de cristal. Trata sobre la virginidad y la elección correcta de chico. Su protagonista, Dody, es una estudiante del Queen's College. «Sé cuidar de mí misma», dice, «porque, cuando doy, en realidad nunca doy nada. Siempre una astuta y mísera Dody se echa hacia atrás en su asiento, abrazando la última, la más valiosa joya de la corona. Siempre segura, cuidando su estatua como una monja. Su alada estatua de piedra con la cara de nadie». También me deja la siguiente cita que me recuerda a una maravillosa metáfora con la imagen de una higuera de La campana de cristal: «La vida es un árbol con muchas ramas. Escogiendo esta rama, salgo arrastrándome a por mis manzanas. Junto a mis Winesaps, mis Coxes, mis Bramleys, mis Jonathans. Los que yo elijo. ¿Los elijo yo?»

Las ya citadas y recurrentes Notas de Cambridge tienen muchos elementos comunes con este relato. Es palpable, pues, que la ficción protagonizada por Dody bebe de lo que Sylvia Plath había escrito en sus cuadernos tan solo un año antes. Dody deja su bicicleta aparcada al comienzo del relato mientras que Sylvia comenta al inicio de sus notas que tiene la bicicleta en el taller. En ambos textos se menciona a un tal Hamish (aunque en este caso no estoy tan segura de que se trate del mismo como en el caso de Billy, el chico del archivo). En las notas se hace también referencia al niño con delfín, pero en este caso de bronce. Respecto a lo que comentaba de la temática principal de Niño de piedra con delfín, Plath escribe en sus cuadernos: «Quiero escribirte, sobre mi amor, esa absurda fe que me mantiene casta, tan casta que todo lo que he tocado o dicho a otros se convierte tan sólo en el ensayo para ti, y preservado sólo para eso». Anhela el hombre adecuado y también un hijo. Declara que le «encantaría cocinar, y llevar la casa, e introducir fuerza en los sueños de un hombre, y escribir, si él pudiese caminar y trabajar y querer hacer su carrera apasionadamente. No soporto pensar que este potencial para el amor y la generosidad se me ponga marrón y marchito. Pero la elección es tan importante que me da un poco de miedo. Mucho». La poeta eligió, como ya sabemos, a Ted Hughes. Mucho se ha comentado tras su muerte sobre la conveniencia (e incluso fatalidad) para ella de esa elección.

Vuelve en esas notas sobre la uniformidad de las otras chicas que la rodean al apuntar en ellas que «todo el mundo tiene exactamente la misma cara sonriente, asustada, con esa mirada que dice: «Soy importante. Con sólo llegar a conocerme, verás lo importante que soy. Mírame a los ojos. Bésame, y verás lo importante que soy». Yo también quiero ser importante. Siendo diferente. Y todas estas chicas son iguales». 

Sufre sin embargo por esa diferencia. Escribe: «Hablo conmigo misma, y miro los árboles oscuros, benditamente neutros. Mucho más fácil que afrontar a la gente, que tener que parecer feliz, invulnerable, lista. Sin máscaras, ando, hablando a la luna, a la fuerza neutra impersonal que no oye, que tan sólo acepta mi ser. Y no me fulmina». También confiesa que «siempre tengo la sensación de que me convierto en gárgola cuando paso demasiado tiempo a solas, y de que la gente me va a señalar». Por eso es para ella una especie de remanso constatar que no es la única que a veces se siente así.

«Casi parece un alivio increíble saber que aparte de una misma hay alguien que no está feliz todo el rato. Debemos de estar en bajamar cuando hemos entrado tanto en el negro: que todos los demás, tan sólo porque son «otros», son invulnerables. Es mentira».

23 de Fitzroy Road, Londres. A un piso de este inmueble, en
el que había vivido con anterioridad el también poeta W. B.
Yeats, se muda Sylvia Plath con sus dos hijos tras separarse
de Ted Hughes. Allí pasan el invierno entre 1962 y 1963,
el cual fue especialmente crudo. Sobre esa adversa
climatología, sus consecuencias y la cooperación de los
vecinos escribe la autora en su ensayo Blitz de nieve (1963).
Fotografía de domesticnoise bajo licencia CC BY-NC-SA 2.0

Las Notas de Cambridge son como un revelador jarro de agua fría que diluye el espejismo que era mi percepción de que la Sylvia de La campana de cristal y sus inseguridades habían quedado atrás, algo por otra parte no tan sorprendente conociendo de antemano el final de la autora. Si en la novela la adolescente sufre con la idea recurrente de visualizar sus diecinueve años como diecinueve postes y no ser capaz de ver más allá, la joven mujer de Cambridge vuelve a sentirse paralizada y agobiada por el paso del tiempo, tal y como puede constatarse en el siguiente fragmento: «Ése es el miedo latente, un síntoma: de repente es todo o nada: o rompes la cáscara de la superficie, y entras al vacío que silba, o no. Quiero volver a mi camino intermedio más normal en el que mi ser permea la sustancia del mundo: comer comida, leer, escribir, hablar, ir de compras: para que todo esté bien en sí mismo, y no sea sólo una actividad frenética que esconda el miedo que debe enfrentarse a sí mismo, y batirse en duelo a muerte consigo mismo, diciendo: ¡Pasa Una Vida!» o en este otro: «Quiero llorarle a Richard, a todos mis amigos de casa, para que vengan y me rescaten. De mi inseguridad, de la que debo salir yo sola. Acabar el año que viene aquí, disfrutar la presión de leer y pensar, mientras a mi espalda siempre está la garrapata burlona: Pasa Una Vida. Mi Vida».

La vida de Sylvia Plath es indisociable de su obra (o, más bien, su obra de su vida). No quisiera que por ello, ni mucho menos por todo lo aquí comentado al respecto, los que no la hayáis leído os quedarais con la impresión de que más allá de su vida su obra no tiene interés. La calidad de la misma es incuestionable y además considero injusto que se aluda mayoritariamente a su novela y a su poesía quedando sus relatos más olvidados, más sabiendo lo que la perfeccionista Plath sufría con su concepción (mientras que la poesía parecía fluir de ella con mayor facilidad, precisamente porque no rehuía de sí misma al escribirla como se obstinaba en hacer con su prosa) y lo mucho que anhelaba el éxito de los mismos.

Precisamente sobre prosa y verso diserta brevemente la autora en Comparación, ensayo que escribe 1962 sobre las diferencias entre escribir poesía y escribir novela. En Contexto, ensayo del mismo año que se presenta en este libro a continuación del anterior, nos cuenta que para ella «los auténticos asuntos de nuestra época son los asuntos de todas las épocas: el dolor y la maravilla de amar; hacer, en todas sus formas —niños, panes, cuadros, edificios—; y la conservación de la vida de todos los pueblos en todos los lugares, cuya puesta en peligro no puede disculpar un doble lenguaje abstracto con «paz» y «enemigos implacables»». La poesía, sin embargo, eran para ella desviaciones de esos asuntos y su utilidad, en sus propias palabras, está en el placer que produce.

«No me preocupa que los poemas lleguen a relativamente poca gente. En realidad, lo sorprendente es lo lejos que van; entre desconocidos, incluso alrededor del mundo. Más lejos que las palabras de un maestro de escuela o que las recetas de un médico; si tienen suerte, más allá de una vida».

Leer La caja de los deseos ha sido como disfrutar del placer de la poesía que también hay en la prosa de Sylvia Plath pero sin renunciar al contexto en el que a la poeta le tocó vivir. Aunque en este caso sus relatos hayan llegado probablemente a menos gente que sus poemas, he tenido la suerte de que estos hayan traspasado el lugar y el tiempo para llegar a mí. No obstante, como también he estado leyendo (tal y como os he comentado) su poemario Ariel, como mínima muestra de ello quisiera despedirme (ya por fin (mil gracias a los que hayáis llegado hasta aquí)) con unos versos de su poema Olmo que atestiguan el desgarro interno con el que tuvo que convivir Sylvia Plath hasta el final de sus días.

Me habita un grito.
Cada noche levanta el vuelo y aletea
buscando, con sus garfios, algo que amar.

Winthrop Beach, Massachusetts, el mar de la infancia de Sylvia Plath. Fotografía de lightgraps bajo licencia CC BY 2.0





Ficha del libro:
Título: La caja de los deseos
Autora: Sylvia Plath
Traductor: Guillermo López Gallego
Epílogo de : Ted Hughes
Editorial: Nórdica
Año de publicación: 2017
Nº de páginas: 432
ISBN: 978-84-16830-35-0
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Comentarios

  1. Tengo para leer en breve La campana de cristal. Mi preferencia por la novela hace que me haya decidido por esa obra para conocer a Silvia Plath. Aunque este libro de relatos de me hace muy atractivo.
    Me parece una gran tragedia tratar de anular la subjetividad y hacer sus escritos totalmente objetivos. Y es que algo tan imposible constituye algo trágico en sí mismo.
    Veo que hay muchos relatos de asuntos familiares cosa que me gusta. También esos que comparten personajes o vivencias me resultan muy atractivos. Los de los vecinos...
    Te ha salido extensa la entrada, pero no tiene desperdicio.
    Un beso.

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    1. Gracias, Rosa. Me ha salido aún más extensa de lo que esperaba. La verdad que ha sido una lectura que se ha ido retroalimentado a sí misma. Ninguna de las cosas que tenía en la cabeza respecto a ella me parecía menos importante que las otras y no sabía por dónde recortar.
      Es terrible que pensara que renunciando a lo que ella era, había vivido y cómo lo había sentido o percibido conseguiría que sus relatos fueran mejores. No solo estaba mermando la calidad de sus relatos sino que creo que ese rechazo de sí misma y esa confrontación entre su faceta personal y la literaria no podía sino ser fuente de infelicidad. La campana de cristal no es solo la historia medio ficcionada de su primer intento de suicidio, sino que refleja muy bien lo que era ser mujer en aquellos años, así como el trato y tratamiento que se daba a los enfermos mentales y las inseguridades propias de una chica de su edad. Todo ello es una muy buena muestra de que desde su subjetividad podía alcanzar mejor que de ninguna otra forma su tan ansiada objetividad. Es una lectura en la que tardé un poco en ubicarme y que en algún momento me pareció un tanto confusa, pero es una maravilla. Espero que te guste tanto como a mí.
      Los textos que incluye este libro son cuantiosos, por lo que obviamente los hay mejores que otros y cada lector podrá tener sus favoritos, pero todos tienen algo y realmente son ellos los que no tienen desperdicio.
      Besos

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  2. Leí hace años sus Diarios y quedé impresionada. Tengo ganas de leer más de esta autora. Me impresiona su escritura tan lúcida y me da pena el final que tuvo.
    Un beso, Lorena.

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    1. Sé, es terrible. Aunque a mí, más que su final, me da pena esa lucha interna a lo largo de su vida debida a la enfermedad mental.
      Hace tiempo que tengo ganas de leer sus diarios, pero lo voy voy postergando como una dulce espera y mientras voy picoteando por el resto de su obra.
      Besos

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  3. Holii, me gusto mucho la reseña y puede que lo lea más adelante, saludos desde kiwybooks!

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  4. ¡Hola!
    Pues a ver, hace tiempo que miro la obra de Plath con muchas ganas de ponerme con ella, pero a la vez me da miedo. Me parece una escritora fascinante con una vida terrible y me asusta un poco que sus palabras lleguen a perturbarme y removerme demasiado. Yo me dedico profesionalmente al ámbito de la salud mental y he tenido cerca muchos casos de problemas mentales y por eso cuando veo este tipo de sufrimiento sabiendo que es tan real y como terminó la vida de Plath me siento especialmente afectada. Sin embargo tu reseña me ha encantado, me ha encantado las palabras de la autora que nos has ido compartiendo que me han servido para acercarme aunque sea un poquito a ella y lo que nos has contado de sus relatos y la relación establecida con su vida porque hay muchas cosas que desconocía. Espero atreverme y adentrarme en La campana de cristal, pese a que estoy segura de que su poesía es maravillosa es un género que personalmente me cuesta horrores. Prefiero la prosa y sin duda estos relatos también son una buenísima opción. Enhorabuena de corazón por la pedazo reseña que has hecho, aún siendo larga me ha resultado tan interesante que la he leído en un suspiro.
    ¡Un beso enorme!

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    1. Es una autora de la que conocía lo justo sobre su vida. Ha sido al ir leyéndola, cuando me he interesado por conocer más para así entender mejor su obra
      Entiendo lo que comentas sobre la poesía porque también me cuesta acercarme a ella. Respecto a este libro en cuestión que reseño, lo bueno es que una gran parte de los textos que lo componen son ajenos a sus problemas mentales (casi todos, realmente, se podría decir, si no se conociera el trágico final de su autora), si es que temes que eso pueda afectarte. La campana de cristal, aunque entra de lleno en su primer intento de suicidio, en los acontecimientos previos y en cómo se sobrepuso después, también nos permite acceder a las preocupaciones de una joven Sylvia Plath que no distan de las de cualquier chica de su edad, así como conocer como era la asistencia mental por aquellos años, algo que, por tu sector profesional, tal vez te pueda interesar.
      Gracias por leer la entrada y por compartir tus inquietudes sobre la autora.
      Besos

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  5. me perdi po el medio podrias por favor sintetizar?

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    1. Agradecida y sorprendida de que, a pesar de que acostumbres a perderte cuando pasas por aquí, encuentres de tanto en tanto el camino de regreso.

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  6. Me impone esta autora. Es de mis eternas pendientes pero no termino de animarme . Pero no sabía de estos relatos, así que gracias por descubrírmelos. Creo que podría ser un muy buen comienzo. Fantástica reseña, como siempre!
    Besotes!!!

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    1. Y siempre puedes picotear por ellos si te da pereza ponerte con el libro entero. A mí hay escritores que me dan pereza (no es el caso de Sylvia Plath) aunque sé que luego los disfruto mucho. Y también los hay que me imponen, como comentas. Aunque con esos poco a poco voy animándome y quitándome el miedo.
      Besos

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