Un verdor terrible - Benjamín Labatut

Durante un permiso de dos días en el cual su marido había regresado a casa, a punto de finalizar la fiesta a la que este había invitado a sus amigos para homenajearse, Clara Immerwahr, primera mujer en recibir un doctorado en química de una universidad alemana, cogió el revolver de su marido, salió al jardín y se disparó mortalmente en el pecho. Lo que celebraba su esposo, el también químico Fritz Haber, era su reciente éxito en Ypres, Bélgica. Allí, el 22 de abril de 1915, se había producido el primer ataque de gas de la historia.

Fritz Haber fue el creador de esa arma de destrucción masiva. Su esposa, que había trabajado con él antes de la guerra en su laboratorio y había sido testigo en el mismo de la accidental y a la vez cruel muerte de uno de los ayudantes, le echó en cara que hubiera pervertido la ciencia al crear un método de exterminio masivo de seres humanos (y no solo humanos, pues tras el avance del gas ningún ser vivo quedaba con vida). Haber le quitó importancia a esta recriminación; para él, todo un patriota al servicio de su país, en la guerra (no sabemos si en el amor pero lo que sí me parece cuestionable es el amor que sentía por su esposa) todo era válido y un muerto era un muerto independientemente de la causa de su muerte.

Haber murió asolado por una gran culpa. No fue el suicidio de su mujer lo que le causó esa angustia. Tampoco fue su responsabilidad en tantas muertes durante la Primera Guerra Mundial lo que castigó su espíritu. Pocos años después de la masacre gaseosa de Ypres, al químico le concedieron el Premio Nobel por un descubrimiento anterior. Fritz Haber fue el padre de los fertilizantes nitrogenados modernos. Con su proceso de capturar nitrógeno de la atmósfera salvó a cientos de millones de personas de la hambruna y sentó la base de la actual explosión demográfica. Y con esto era con lo que estaba relacionado su temor, que no era otro que haber «alterado de tal forma el equilibrio natural del planeta que él temía que el futuro de este mundo no pertenecería al ser humano sino a las plantas, ya que bastaría que la población mundial disminuyera a un nivel premoderno durante tan solo un par de décadas para que ellas fueran libres de crecer sin freno, aprovechando el exceso de nutrientes que la humanidad les había legado para esparcirse sobre la faz de la tierra hasta cubrirla por completo, ahogando todas las formas de vida bajo un verdor terrible». Lo que el Nobel parecía ignorar es que tanta exuberancia no es muy acorde con el funcionamiento del mundo vegetal, que «esos espectáculos de monstruosa fertilidad no parecen propios de una planta y son más parecidos a los excesos de nuestra propia especie, con su crecimiento desbordado y fuera de todo control».

Mirad la magnífica fotografía de la portada, obra de Adrián Gouet. Fijaos en la magnificencia de ese verdor terrible que avanza. ¿Sería así como imaginaba Haber la futura invasión vegetal? ¿Sería así como los soldados de Ypres vieron llegar la niebla mortal ese fatídico 22 de abril de 1915?

Fritz Haber no es el protagonista de este libro titulado Un verdor terrible (y ya siento haberle dedicado tantas líneas a este científico, pues, de los que aparecen en esta obra de Benjamín Labatut, es el que menos simpatía me causa). Ni siquiera me atrevo a aventurar que sea el protagonista del primero de los relatos que lo componen. Este lleva por título otro color igual de intenso, hermoso y mortal que ese verdor terrible: Azul de Prusia.

El azul de Prusia fue el primer pigmento sintético moderno. Fue descubierto de forma casual (como tantos otros descubrimientos científicos) por Carl Wilhelm Scheele. En la época en la que se descubrió, la ciencia era aún algo muy cercano a la alquimia. Benjamín Labatut, sin embargo, no se queda en esos años algo más oscuros para la ciencia y la razón. Benjamín Labatut nos lleva adelante y atrás, adelante y atrás, sin que acusemos el cambio ni el mareo. 

De ese pigmento azul intenso deriva el Blausäure, traducido literalmente del alemán como ácido azul, si bien es cierto que la mayoría conocemos al ácido prúsico como cianuro de hidrógeno. El cianuro, que también lleva el color prusiano en su etimología, es una de los venenos más potentes y mortales conocidos. El mismo Fritz Haber tuvo relación con la síntesis del gas cianuro, que originalmente se usó como fertilizante. El patriótico alemán era de origen judío. Por obra de una de esas crueles bromas que tiene el destino, millones de judíos (y de otras razas consideradas inferiores o individuos no deseados socialmente), entre ellos incluso algún miembro de la familia Haber, fueron exterminados con un gas derivado de ese fertilizante que salió del laboratorio de Fritz Haber.

Son muchas más cosas las que me cuenta Benjamín Labatut en ese relato; muchas más cosas que no alcanzo a recordar ni a abarcar. Su narración es puro delirio. Su lectura es completamente absorbente y fascinante. Todo lo que cuenta en ella es real. Tan solo un párrafo, según él mismo aclara al término del libro, es ficción; ficción que va aumentando progresivamente en los relatos que suceden a ese primer Azul de Prusia, algo que él mismo apunta también al final y que, por otra parte, yo misma había ido notando o, más bien, preguntándome al respecto con creciente sospecha. Estamos, pues, ante una inclasificable obra de ficción que es fiel a las ideas científicas expuestas y que se sustenta sobre documentadas referencias históricas y biográficas. Es realmente admirable la amalgama resultante de la mezcla de ciencia, biografía, historia y literatura. Ciertamente pareciera que hubiéramos regresado a los tiempos de la alquimia.

Para los que pertenecemos a las generaciones de Yo fui a EGB y, por ende, muchos de nosotros también a las de yo hice el BUP y el COU, en tercero de BUP llegaba la decisión fatal (ahora también les tocará elegir a nuestros jóvenes pero, con tanto cambio, ando un poco perdida con el sistema educativo actual) entre Ciencias y Letras: esa bifurcación de caminos incompatibles e irreconciliables, algo así como pertenecer a la hinchada del Barça o del Real Madrid, incluso algo parecido a cortar toda comunicación entre los hemisferios derecho e izquierdo del cerebro. «Por mucho que escrutáramos los fundamentos, siempre habría algo que permanecería borroso, indeterminado e incierto, como si la realidad nos dejara ver el mundo de forma cristalina con un ojo a la vez pero nunca con los dos».
Y, sí, siempre habrá algo que permanecerá borroso por mucho que se intente indagar en ello, pero no puedo evitar pensar que esa escisión de las letras en la ciencia o de la ciencia en las letras es como tener dos ojos y que solo nos permitan ver con uno, es como abortarnos una de las formas de mirar el mundo, privando así a las letras de ser consideradas ciencias y a las ciencias de ser cultura, olvidando la intrínseca relación de la ciencia con la filosofía, negando la practicidad de las humanidades y cuanto de belleza y poeticidad puede haber en la ciencia.

Hace varios años, en mi reseña de la inolvidable para mí Reparar a los vivos de Maylis de Kerangal, os contaba ese pequeño milagro que se obró para mí la primera vez que me explicaron la duplicación del ADN. Entiendo, pues, que alguien pueda detectar belleza en una compleja ecuación matemática. En el libro de Benjamín Labatut no hay biología, como no sea a modo de minucia anecdótica. Hay química, como ya habéis podido observar, hay física y hay matemáticas. No temáis, los legos en ciencias, adentraros en este verdor terrible; la de Labatut es una obra literaria, no un tratado científico, ni siquiera divulgativo. Y, además, ¿quién podría afirmar que realmente entiende alguna de las teorías mencionadas en este libro? «Mira la mecánica cuática, por ejemplo, la joya de la corona de nuestra especie, la teoría física más precisa, hermosa y con mayor alcance que hemos inventado. Está detrás de internet, de la supremacía de nuestros teléfonos celulares, y ofrece la promesa de un poder computacional solo comparable a la inteligencia divina. Ha transformado nuestro mundo hasta volverlo irreconocible. Sabemos cómo usarla, funciona por una suerte de milagro, y sin embargo no hay un alma en este planeta, nadie vivo o muerto, que realmente la entienda. La mente no puede lidiar con sus paradojas y contradicciones. Es como si la teoría hubiese caído a la Tierra al igual que un monolito preveniente del espacio, y nosotros sencillamente gateamos a su alrededor como simios, jugando con ella, lanzándole piedras y palos, sin ninguna compresión verdadera».

Esa comprensión verdadera fue la que quiso alcanzar el matemático Alexander Grothendieck. Los científicos que Labatut me permite conocer en los tres relatos que suceden a ese primero Azul de Prusia me recuerdan más a Clara Immerwahr que a su esposo. Su conocimiento les hace sufrir. Las consecuencias, aun potenciales, de sus descubrimientos les causan zozobra. Grothendieck terminará por aislarse del mundo convirtiéndose en una especie de paria. Su retiro tuvo como fin proteger a los hombres para que nadie sufriera por lo que él había encontrado. «La cima de sus investigaciones fue el concepto de motivo: un haz de luz capaz de alumbrar todas las encarnaciones posibles de un objeto matemático. «El corazón del corazón», llamó a esa entidad ubicada en el epicentro del universo matemático, de la cual no conocemos salvo sus más lejanos destellos. Incluso sus colaboradores más cercanos consideraron que había ido demasiado lejos. Grothendieck quería atrapar el sol en una mano, desenterrar la raíz secreta capaz de unir innumerables teorías sin ninguna relación aparente. Le dijeron que era un proyecto imposible, más parecido a los delirios de un megalómano que a un programa de investigación científica. Alexander no escuchó. De tanto ahondar en los fundamentos, su mente había tropezado con el abismo».

No puedo evitar, al leer sobre «El corazón del corazón» y sobre la referencia al abismo, pensar en mi reciente lectura de El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad. Me pregunto si la ciencia, o más bien el afán por entender, comprender y por ende controlar (y más tarde asustarse por el descontrol que es capaz de producir ese control), es una forma de llegar al fondo de ese corazón. «No eran los políticos los que acabarían con el planeta», nos dice el matemático, «sino los científicos como ellos que «caminaban como sonámbulos hacia el Apocalipsis». También advierte «sobre el poder destructivo de las ciencias: «los átomos que despedazaron Hiroshima y Nagasaki no fueron separados por los dedos grasientos de un general, sino por un grupo de físicos armados con un puñado de ecuaciones». Grothendieck no podía dejar de cuestionar su efecto sobre el mundo. ¿Qué nuevos horrores nacerían de una comprensión total como la que él buscaba? ¿Qué haría el hombre si fuera capaza de tocar el corazón del corazón?» 

Fotografía de Karl Schwazschild de autor desconocido bajo dominio público cortesía de AIP Emilio Segré Visual Archives
Fuente: http://zelmanov.ptep-online.com/papers/zj-2008-b3.pdf

Por si no tenía bastante con lo anterior (ya sabéis que me flipa cuando acontece que lecturas que aparentemente no tienen nada en común de repente se dan la mano), cuando la matemática norteamericana Leila Schneps logra localizar y encontrarse con Grothendieck, este concluye la conversación que mantienen con un enigmático l'ombre d'une nouvelle horreur, no pudiendo evitar yo que esa sombra de un nuevo horror que menciona el matemático no me traiga reminiscencias de las últimas palabras que Marlow escucha de boca de Kurtz en la mencionada novela de Joseph Conrad. 

Como un abismo terminó concibiendo también Karl Schwazschild, al que conozco en el relato anterior al que protagoniza Max Grothendieck, su principal aportación a la ciencia conocida como la singularidad de Schwazschild. Las bases de lo que hoy conocemos como agujeros negros comenzaron a sentarse mientras el astrofísico servía en la Primera Guerra Mundial. La ciencia y la guerra corren siempre parejas, aunque, en este caso, el descubrimiento de Schwazschild obedecía a distraer su estado de convalecencia y no a contribuir en los mejores resultados de un ejército sobre el enemigo. De hecho, en cartas que escribió desde el frente se llegó a mostrar crítico con la guerra y con su devenir. El pesimismo lo invadía. Recelaba de su singularidad. Si la materia de cualquier objeto era comprimida en un espacio lo suficientemente reducido, esta podría generar una singularidad, ese abismo cuyo pensamiento era un propio abismo para él. Llegó incluso a extrapolar esto a la situación que se estaba viviendo y a vaticinar el futuro próximo de su país y de Europa, pues, «si ese tipo de monstruos eran un estado posible para la materia, [...] ¿tendrían un correlato en la mente humana? Una concentración suficiente de voluntades, millones de seres humanos sometidos a un solo propósito, sus mentes comprimidas en el mismo espacio psíquico, ¿desencadenarían algo parecido a su singularidad? Schwarzchild no solo estaba convencido de que era posible, sino que ocurriría en la Vaterland. [...] estaba inconsolable. [...] Porque su singularidad no daba advertencias. El punto de no-retorno -el límite más allá del cual no se podía ir sin quedar preso- no estaba demarcado de ninguna manera. Para quien lo atravesara, no había esperanza, su destino estaría irrevocablemente trazado; todas sus trayectorias posibles apuntarían directamente a la singularidad. Y si ese límite era así, [...] ¿cómo saber si lo hemos traspasado?»

La inseguridad, el temor de no poder considerar nada inmóvil o en descanso era algo que ya llevaba tiempo acechándole, lo cual enlaza perfectamente con el nombre de ese principio de incertidumbre de Heinsenberg cuya historia nos cuenta Benjamín Labatut en el último de los relatos de este libro. Si Grothendieck quiso abarcar todo el conocimiento, Heinsenberg, en cambio, llegó a la conclusión de que «había un límite absoluto sobre lo que podíamos saber de este mundo».

Werner Heinsenberg en Gotinga en 1924
Fotografía bajo licencia CC BY 3.0
tomada por el físico Freidrich Hund

Todos estos científicos revolucionaron el mundo porque rompieron con lo establecido. Abrieron la puerta a otra manera de contemplar el mundo. Crearon un idioma nuevo para explicar ese mundo, ese idioma ininteligible incluso para ellos, supongo que de ahí sus caídas a los infiernos. Lo que hace Benjamín Labatut en este libro es contarnos los mundos de cada uno de ellos en el idioma que todos conocemos y entendemos. Así, el final del relato titulado El corazón del corazón es formidablemente literario. Cuando dejamos de entender el mundo, la última y también más extensa de las narraciones, que está incluso dividida en varios capítulos, bien podría servir de base para el guión de un biopic por partida doble, el de los físicos Erwin Schrödinger y Werner Karl Heisenberg.

Me he preguntado, especialmente antes de comenzar a leer este libro, si Benjamín Labatut tendría algún conocimiento científico previo, si acaso habría estudiado alguna carrera científica y luego habría derivado hacia la literatura. Son escuetas las referencias biográficas que encuentro de él más allá de que nació en los Países Bajos (supongo que debido a que es hijo de diplomático) y que desde bien jovencito vive en Chile. Un verdor terrible es su tercer libro y el primero que se publica en España. Su anterior libro, Después de la luz, según información proporcionada por Anagrama, el sello que ha editado el libro del que aquí doy cuenta, «consta de una serie de notas científicas, filosóficas e históricas sobre el vacío, escritas tras una profunda crisis personal». Es esa redundancia de la ciencia en su obra la que da origen a mi curiosidad acerca de su formación y su pasado preliterario. Sin embargo, a medida que avanzo en la lectura de Un verdor terrible estoy más por inclinarme a pensar que el chileno ha realizado el camino inverso al que yo imaginaba, que ha derivado de la literatura al interés científico pero sin apearse de lo literario. Es entonces cuando, como confirmación, doy con que los estudios que ha cursado Labatut son los de periodismo.

Me pregunto también si el germen de estos relatos lo sembró ese jardinero nocturno que el autor me presenta en el epílogo de este libro. El hecho de que la historia que en este se cuenta esté narrada en primera persona y ambientada en un lugar de Chile hace que se preste a que, en mi imaginación, se haga real y vivida por el propio Benjamín Labatut. Supongo, sin embargo, que nuevamente es ficción basada en la realidad.

Benjamín Labatut escribe muy bien. Me ha llevado página tras página sin que me haya dado cuenta. Me pregunto (me estoy volviendo un poco recalcitrante de tan preguntona), no obstante, si ese guau que ha hecho aflorar en mis labios se debe solamente a su buen hacer literario o si pesa mucho en él esa conexión fluida que ha logrado y esa reconciliación entre ambos hemisferios del conocimiento humano. Es por ello, entre otras cosas, por lo que su primer libro, un volumen de cuentos que versan sobre la soledad y el dolor, según se cuenta en la entrevista recogida en la misma publicación en la que descubro que Labatut estudió periodismo y que podéis leer aquí, y titulado La Antártida empieza aquí, me causa mucha curiosidad (aunque no menos que el segundo de sus libros, a decir verdad).

El chileno comienza su Un verdor terrible con la siguiente cita de Guy Davenport: «(...) we rise, we fall. We may rise by falling. Defeat shapes us. Our only widsom is tragic, known too late, and only to the lost». Yo, en cambio, quisiera ir cerrando esta entrada con la siguiente cita de Fernando Pessoa: «¿Qué sería del mundo si fuéramos humanos? Si el hombre sintiera de verdad, no habría civilización».

Esta cita, extraída de Libro del desasosiego, del que os he hablado en la entrada inmediatamente anterior a esta, hace referencia a aquello que os comentaba en ella de que la sensibilidad y el pensamiento analítico, es decir, lo que Bernardo Soares llamaba pensar con sensibilidad, estorba a la acción. Los sentimientos, pues, eso que llevamos tan grabado a fuego que es lo que nos hace humanos, la duda de si nuestras acciones podrían acaso ser perjudiciales, si quizás harían más mal que bien, producen inmovilidad. Si no hubiera habido hombres como los citados en esta entrada (unos sin importarles las consecuencias de sus descubrimientos; otros, atormentándose por ellas) que no se inhibieron y que contribuyeron al desarrollo de la ciencia, si no hubieran existido esos otros hombres de acción que pusieron en práctica los descubrimientos de los anteriores, no hubiéramos avanzado (o a veces retrocedido, según se mire). No se hubieran levantado nuevas civilizaciones cuando otras cayeron. La quietud, por mucho que la añoremos, pocas veces es aliada de la supervivencia, aunque esa supervivencia a veces sea en sí misma tan destructiva como el verdor terrible al que hace referencia el título de este libro.

limonero, fotografía de rafaparadela bajo licencia CC BY 2.0





Ficha del libro:
Autor: Benjamín Labatut
Editorial: Anagrama
Año de publicación: 2020
Nº de páginas: 224
ISBN: 978-84-339-9897-2
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Comentarios

  1. Una reseña impresionante, Lorena, como todas las tuyas. Magnífica. No conocía a este Benjamin Labatut. Lo que dices sobre que son los científicos los que causan los grandes destrozos bélicos es una verdad. La paradoja es que de sus mentes sale también el bien. El personaje de estos relatos creó el gas que mató millones de personas en la I Guerra Mundial pero también fue él quien creó los fertilizantes nitrogenados que tanto bien han hecho para mitigar el hambre en el mundo. esta dualidad, esta ambigüedad siempre es confusa. El ser humano es así: difícil de encuadrar, es confuso, es inestable...
    Muchas gracias por el agradable rato de lectura que tu reseña me ha proporcionado, Lorena.
    Un beso

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    1. La ciencia y la guerra acostumbran a correr parejas y la primera de ellas suele experimentar un desarrollo fulminante durante las segundas.
      Soy de los que piensan que no hay nada de por sí bueno ni malo, sino que lo bueno y lo malo está en el uso que se le de. E, incluso dando a algo el más bienintencionado de los usos, es harto difícil prever sus consecuencias. La alternativa sería optar por la vía Pessoa, pero así solo evadiríamos responsabilidades; evitaríamos perjuicios pero renunciaríamos a la parte beneficiosa. Es como la pescadilla que se muerde la cola.
      A mí la lectura de este libro me ha proporcionado unos ratos más que agradables. Me alegro de haberlo transmitido en parte en la reseña.
      Besos

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  2. ¡Hola!
    Yo también fui de las de BUP y COU, de las de o ciencias o letras. Curioso, que yo me decliné por ciencias (hice mi carrera de veterinaria) y mira donde he acabado, jeje, en una biblioteca, porque las letras me fascinan. Cuando reflexiono sobre tu reseña, y este libro, lo que más curioso me parece es que este hombre, este científico, Fritz Haber, parece que solo ideo cosas destructoras, perjudicadles a la larga para la humanidad (vale que a corto plazo el descubrimiento de los fertilizantes ayuda al tema de la hambruna, pero a la larga ya ves que se están cargando el planeta por su toxicidad (junto con otros muchos más factores)
    Me dejas pensando en tu reseña
    Besos

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    1. A mí en general me gustaban más las letras pero terminé estudiando ciencias porque me tiraba la biología, que finalmente fue la carrera que estudié. Nunca he ejercido de bióloga y he estado profesionalmente más ligada al mundo comercial, pero he llegado incluso a trabajar durante un año en una biblioteca.
      Es un libro que, efectivamente, incita a la reflexión, tanto por esa dualidad de la práctica científica como por los conflictos mentales que viven algunos de los científicos que ocupan estas páginas. Y también es un libro cuya lectura se disfruta mucho.
      Besos

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  3. Aquí otra de COU. Y por cierto, ahora incluso toca decidirse antes, con 14 años. No lo teníamos a veces claro con 16, no me imagino con 14. Mi hija con 14 decía que iba a estudiar para abogado y está terminando 2º de bachillerato en ciencias puras. Al final le gusta más la Química... En fin, a ver dónde acaba. Sobre el libro, me has tentado muchísimo con estos relatos. Me parece que son historias que nos van a llevar a muy buenas reflexiones. Tu reseña, impresionante, como siempre.
    Besotes!!!

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    1. Yo fui un poco como tu hija. Llegué a proclamar que no estudiaría ciencias puras ni loca y luego donde dije digo digo diego. Es una decisión importante y es muy complicado tener a esas edades suficiente claridad sobre lo que se quiere hacer, pero, bueno, entiendo que haya que ir encaminándose hacia alguna parte. Seguro que tu hija encuentra su camino a través de la química.
      A los que nos gusta estudiar sin una visión necesariamente práctica, solo por saber, conocer y comprender, nos mutilan un poco con esa escisión. Por eso me gusta tanto cuando se hacen converger ciencias y letras de manera fluida y natural, como parte del mismo mundo y realidad que son.
      Besos

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  4. Formidable reseña, Lorena! Tus líneas coinciden con un comentario a favor del libro, aparecido ayer en la revista dominical de un periódico local. Y despiertan la curiosidad no sólo por su contenido sino por tu arte en narrarlo.
    Por un lado, me recuerda a James Burke, al frente de la serie 'Connections' de fines de los '70. Por otro, no puedo sentirme ajeno a la propuesta: imposible de soslayar para un analista químico, con incursiones en química estelar y mecánica cuántica, entre otras. Este es el problema de visitar tu espacio: termino agregando otro título, cuando no me ha de alcanzar la vida ya, para encarar todo aquello que se halla pendiente.
    Gracias por descubrírnoslo.
    Un abrazo.

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    1. Entiendo que te atraiga la propuesta por tus conocimientos, Marcelo. Encontrarás en ella curiosidades sobre los científicos que nombro y seguro que también la disfrutarás literariamente.
      Qué coincidencia que justo hayas leído sobre este libro y te hayas encontrado después con mi reseña. En mi caso fue verlo en un post de instagram y, sin casi averiguar más sobre él, lanzarme a leerlo. Me produjo mucho curiosidad y ha sido todo un descubrimiento.
      Un abrazo

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  5. Yo soy anterior a la EGB soy de aquel bachillerato de seis años en el que la separación entre ciencias y letras se hacía en quinto. La única diferencia era el Latín y el Griego en letras y las Matemáticas y la Física y Química en ciencias. Eso fue lo que me hizo decantarme por la Ciencias., aunque lo que más me gustaba era el Arte, la Filosofía, la Literatura, etc.
    Este libro que hoy mencionas me parece que trata la ciencia de una forma muy literaria. hay especialidades científicas que lo son. No se puede negar lo filosófico que hay en la teoría de la Relatividad o en la Física Cuántica. Fue le ir descubriéndolo lo que me hizo empezar a leer ensayos sobre esas materias. Creo entender que se trata de un libro de relatos.
    Ay, madre, apunto mucho más de lo que leo.
    Un beso.

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    1. Es una obra muy literaria, efectivamente. No se explican en ella procedimientos químicos ni teorías matemáticas o físicas. El primer relato es un cajón de sastre maravilloso con el componente del azul de Prusia como hilo conductor. El resto se centra más en las biografías de los científicos, pero de manera ficcionada. Y todos tienen ese puntito filosófico sobre la dualidad de la ciencia y sobre los conflictos que viven por ello algunos científicos. Y, sí, son relatos. Ya sé que no te atraen mucho pero creo que te podrían gustar.
      Besos

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  6. Me encanta como una lectura te lleva a otra y tus reseñas llenas de referencias, transmites muy bien tu pasión por los libros, ¿nunca te han ofrecido profesionalizarte?. Te leí hace un par de días pero no me dio tiempo a dejar un comentario, me quedé pensando, eso sí, porque este título es muy sugerente, insólito en sus temas. El propio título es incitante y toda esa mezcolanza de literatura y ciencia. No deberían estar tan alejadas la una de la otra, una de las imágenes más poéticas que recuerdo es la reflexión de Carl Sagan a raíz de una fotografía tomada por la sonda Voyager (un punto azul pálido, se llamó la foto en cuestión). Pongo a Labatut en preferente, como no.
    Un abrazo.

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    1. No, la verdad que nunca me lo han ofrecido. De todas formas supongo que ello conllevaría ciertas imposiciones que me harían perder libertad y a mis reseñas cierta esencia. Supongo también que se buscan profesionales con cierto nombre y capaces de atraer lectores, lo cual no es el caso. Tampoco es algo que me plantee.
      El libro me llamó la atención en cuanto supe de él y la verdad que ha sido todo un descubrimiento. Y no, no deberían estar alejadas las letras de las ciencias; lástima que a menudo se las vea así.
      Un abrazo

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  7. Lorena, con las primeras líneas de la reseña me has dejado KO. Qué historia más curiosísima. Yo soy fan de los relatos, por lo que me apunto a todos de cabeza. Me he llevado muy gratísimas sorpresas. Este libro que nos traes resulta muy tentador. Por cierto, que yo también soy de las de COU. No es momento para hablar de los planes de estudio pero que ahí tendríamos debate largo. En fin, que me llevo el libro. BEsos

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    1. Haces bien en llevártelo, Marisa. Es una lectura diferente. Si te gustan los relatos, además, seguro que disfrutas de estos.
      Besos

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  8. Leí el libro y me impactó tanto como esta precisa reseña. Felicidades a la autora por su capacidad de síntesis y descripción. Lo bueno del libro de Labatout es que uno vuelve a leer pasajes olvidadas y aparece nuevamente la sospecha y esa especie de corriente eléctrica recorriendo la columna :)

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    1. Me sigue pareciendo una maravilla lo que ha conseguido Labatut en este libro con esa mezcla de realidad y ficción que hermana ciencia, biografía y literatura.
      Muchas gracias por pasarte ha comentar tus impresiones sobre esta lectura

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