Desierto sonoro - Valeria Luiselli
La mujer se queda callada y pensativa. Está recordando otro viaje. Un viaje muy distinto a este que está viviendo ahora. Ella tendría más o menos la edad del niño que va en la parte trasera del auto. También ella viajaba entonces con su madre. Una madre desaparecida que en su reaparición se la llevó a ella y a su hermana de viaje a Grecia.
«Mientras buscábamos nuestros asientos, quejándonos del calor y de la falta de espacio para las piernas, mi mamá nos explicó que, en griego, la palabra para decir «viaje en autobús» era μεταφορά, o metáfora, así que debíamos estar agradecidas de que una metáfora nos llevara al siguiente destino. Mi hermana se quedó más tranquila que yo con la explicación de mi madre. Viajamos durante muchas horas hacia el oráculo. Mientras tanto, por el camino, mi mamá nos iba contando de la fuerza y el poder de las pitonisas, las sacerdotisas del templo, que, en la antigüedad, actuaban como vehículos del oráculo al permitir que las embargara el ενθουσιασμός, o entusiasmo. Recuerdo la definición que dio mi madre del término, dividiéndolo en dos partes. Hizo una especie de gesto como de cortar algo con sus manos, una mano como tabla y la otra como cuchillo, y dijo: «En, theos, seísmos», que quiere decir algo así como «en, dios, terremoto». Creo que lo recuerdo todavía porque, hasta ese momento, no sabía que las palabras se podían dividir en partes para entenderlas mejor. Luego explicó que el entusiasmo era una especie de terremoto interno que se produce cuando uno se permite ser poseído por algo más grande y más poderoso, como un dios o una diosa».
También yo me quedo callada y pensativa al leer este párrafo. Pienso en los viajes como metáfora. Indago en el viaje que hago con la mujer. ¿Metáfora de qué? No encuentro respuesta. Solo capa y capa de polvo. Capa sobre capa de polvo del camino (polvo somos y en polvo nos convertiremos). Capa sobre capa que nos hemos de limpiar y quién sabe si con la última capa se va una capa de nosotros mismos.
Pienso en el entusiasmo que se apoderó de mí cuando supe de la existencia de este libro. En el terremoto que me sacudió. No sé qué dios espera encontrar en algunos libros la descreída que soy pero mi entusiasmo me acompaña por esta lectura y mi terremoto estalla cuando la mujer me cuenta de los destellos microscópicos, de los fogonazos de luz que la invaden cuando se encuentra determinadas combinaciones de palabras hermosas en algunos libros, de ese milagro que es descubrir innombrables ideas nuestras nombradas por otros. La mujer me ilumina aunque supongo que en ese momento es la lectora que es Valeria Luiselli la que habla por su boca.
Hay mucha literatura en este viaje. También canciones. Capas. No me detengo en ellas como tampoco me detengo a trascribiros ese terremoto que acabo de relatar por mucho que me cueste resistirme a hacerlo. Olvidaros también de Grecia y de la madre de la mujer. Más capas. No es ese el viaje que nos ocupa.
El viaje que nos ocupa lo hacemos en coche. Comenzamos en Nueva York y nuestro destino es la esquina suroeste de Arizona. Un cruce diagonal de los Estado Unidos, si se mira bien. En la parte delantera el marido conduce y la mujer ocupa el asiento del copiloto mientras estudia mapas o sintoniza la radio; en la trasera, el niño y la niña. No es buena idea ubicarme entre el matrimonio, en donde «hay una compatibilidad de nuestras soledades, y una absoluta incompatibilidad de nuestras situaciones». Mejor opción sería acomodarme con los niños (esos que compatibilizan las situaciones de sus padres y que consuelan sus soledades) pero no quiero inmiscuirme en ese mundo propio que son sus juegos infantiles barnizados de realidad, en ese binomio indisoluble que forman los dos hermanos. Ah, ya sé, el maletero es un lugar óptimo para mí. Sí, sí, el maletero, habéis leído bien. O, mejor dicho, la cajuela, tal es el nombre que le dan los mexicanos al lugar del vehículo en que se guardan las maletas y así es como lo llama la mujer. Pero ¿cómo? ¿que os habíais imaginado a una familia americana, quiero decir estadounidense, quiero decir blanquita impoluta? ¿Acaso los mexicanos no son americanos, no pueden ser estadounidenses, no pueden tener la piel de cualquier color dentro de la infinita gama que nos procura el genoma humano? Sí, ya sé, no os he dado nombres propios que pudieran dar pistas, pero es que os prometo que no los sé y, además, el nombre real de cada uno hay que ganárselo. No os sintáis mal. Confieso que yo tampoco he podido evitar imaginar la típica familia americana. Supongo que podría llamarlo identificación. Blanquita europea que soy.
Decido, pues, instalarme en la cajuela. Definitivamente me quedo con la ubicación y con el término, pues qué mejor que una cajuela para albergar, además del resto de equipaje, siete cajas: cajas I, II, III y IV para el hombre, caja V para la mujer, caja VI para la niña y caja VII para el niño. El hombre y la mujer guardan en sus cajas libros sobre sus profesiones, sobre los temas que los entusiasman, obras literarias, algún disco, recortes, notas, mapas. Las cajas del niño y la niña van vacías. Siguiendo la estela de sus papás, aspiran a llenarlas durante el viaje. Las cajas, pues, contienen o contendrán: capas, estratos, registros fósiles que cuentan historias.
Aún no os he contado por qué decido emprender este viaje. Tal y cómo declaraba hace escasas semanas en mi entrada sobre la magnífica La hija del este, este está siendo un año de viajes literarios. Quién nos iba a decir entonces que dentro de poco la literatura iba a convertirse en una de las pocas opciones para viajar; quién me iba a decir que, leyendo este otro libro en el que las fronteras tienen tanta importancia, me iba a encontrar pensando que una humanidad que ha sido tan imaginativa levantando muros frente a seres de su propia especie iba a ser incapaz de protegerse frente a una amenaza ahora sí real. Pero volviendo a mi año de viajes literarios, ello está siendo así, entre otras cosas, por mi participación en el club de lectura Viajar leyendo autoras.
El interés que me ha movido a participar en ese club ha sido acercarme a literaturas de otras latitudes, adentrarme en culturas cuanto más diferentes a la mía mejor y, si es posible, y ya que se trata de leer a autoras, hacerlo desde una perspectiva femenina. Mi voto para elegir entre las candidatas propuestas de cada continente siempre intento que vaya, en la medida de lo posible, para aquella que crea que me va a acercar más a cumplir mis objetivos. Pues bien, Valeria Luiselli fue una de las autoras propuestas para viajar a América durante los meses de marzo y abril. Tocaba, por ende, investigar sobre ella. Me sonaba su nombre y estaba acertada: Luiselli fue traductora para la defensa de niños migrantes en la corte migratoria de Nueva York y, fruto de esa experiencia laboral, escribió un ensayo editado también por Sexto Piso que lleva por título Los niños perdidos y en el que yo ya me había fijado. Lo que no recordaba es que fuera la autora del prólogo a la maravillosa y perturbadora novela Del color de la leche de Nell Leyshon, y lo que me quedaba por descubrir era esta, su última novela publicada. Su título me llamó la atención (¿cómo suena un desierto? ¿a qué suena un desierto sonoro que me suena al desierto de Sonora?) pero fue leer su sinopsis y sentir los leves temblores de aviso del terremoto. Voté por la mexicana, como no. Piedad Bonnett fue en cambio la elegida y yo me alegré al saber que finalmente iba a leer a una autora tanto tiempo deseada y me asomé por ello feliz al abismo de su viaje interior. Pero la sacudida volvía de tanto en tanto y, además, yo quería mi gran viaje americano.
Consigo de esta manera viajar por gran parte de Norteamérica rozando Centroamérica (imposible por demasiado ambicioso abarcar todo el continente), acercarme a parte de su cultura actual y echar la vista a su pasado, y no es que haya perspectiva de género en esta novela pero sí que es la voz de una mujer la que me lleva por ella. Al hombre lo veo a través de la mujer y los niños... bueno, los niños tendrán su propia voz porque el sonido del desierto, entre otras cosas, es el sonido de la voz de otros niños.
Así, pues, es la voz de la mujer la que me conduce. La que me mece en su vaivén porque su narración es como un traqueteo: adelante y atrás, adelante y atrás. Es como si yo viajara hacia adelante en un tren y, por la ventanilla, todo el paisaje del futuro hacia el que voy se me echara encima avanzando en dirección contraria hacia el pasado. Sí, sé que viajo en automóvil, pero en tren viajaron muchos huérfanos desde la costa este de Estados Unidos entre mediados del siglo XIX y principios del XX en dirección a una eufemística vida mejor y sobre las góndolas de vagones de tren viajan los niños migrantes de Centroamérica buscando refugio en Estado Unidos, así que dejadme soñar por un instante que tal vez he llegado a rozar la metáfora de este viaje.
La mujer me lleva en la primera parte de mi viaje con ese vaivén constante que produce duermevela y que aunque oscila adelante y atrás no me hace acusar interrupciones. Todo es hilo, rama, trenza de ese viaje. Capa sobra capa sobra capa. Me lleva por las conversaciones y los silencios dentro del coche. Por las paradas en los moteles. Por el origen fundacional de esa familia que viaja en automóvil, su construcción y su posterior deriva.
La mujer y el hombre se conocieron hace cuatro años. Por entonces los dos trabajaban en un proyecto sobre el paisaje sonoro de la ciudad de Nueva York. El proyecto consistía en registrar todos los sonidos de la gran urbe, desde los más insignificantes a los más evidentes. La mujer y el hombre son asignados a una misma división dentro de ese gran proyecto. Su trabajo consiste en registrar toda la diversidad lingüística de Nueva York, en trazar un mapa sonoro de todos los idiomas de la ciudad. En Nueva York se hablan más de ochocientos idiomas. Llegados a este punto quiero hacer notar que la mexicana Valeria Luiselli elige el inglés para escribir esta novela.
Así que la mujer y el hombre se conocen y el compartir el mutuo entusiasmo que sienten por sus trabajos desata el fenómeno sísmico que es el entusiasmo del uno por el otro, el terremoto interno en el que cada uno se convierte en el dios del otro. O sea que se enamoran y se van a vivir juntos. Y uno aporta un hijo. Y la otra aporta una hija. Y ya no importa de quién es el niño o de quién es la niña porque el hombre que solo tenía un hijo se convierte en padre de un hijo y una hija, la mujer que solo tenía una hija en madre de una hija y un hijo, el niño que no tenía madre pasa a tener padre y madre, la niña que no tenía padre a tener madre y padre, y niño y niña que eran hijos únicos pasan a tener respectivamente una hermana y un hermano.
Pero el proyecto del paisaje sonoro concluye y con el fin del proyecto laboral común parece terminarse ese otro proyecto común que es esa familia. El hombre vuelve a su origen de documentar sonidos, ecos de un pasado. La mujer descubre que ella siempre ha sido periodista y que tiene que contar historias. «Nuestros fantasmas habían regresado para acosarnos a ambos -al menos seguíamos teniendo eso en común-. Y ahora que cada uno de nosotros se aventuraba otra vez por su cuenta, y que, de algún modo, además, regresábamos a los lugares de los que cada uno había surgido, nuestros caminos se estaban separando. Era una fractura más honda de lo que esperábamos».
El hombre siempre se ha sentido fascinado por los Apaches, las últimas personas libres del continente americano. Curiosamente «Apache significa «enemigo», y es como le decían, a los apaches, sus enemigos. Los apaches se llamaban a sí mismo Nde, que simplemente quiere decir «la gente»». Y hacia esa gente quiere ir el hombre, hacia la apachería. Su destino son las montañas Chiricahua y su objetivo realizar un inventario de ecos. Ecos presentes de un pasado para hacerlo perenne. Al fin y al cabo «documentar significa simplemente coleccionar el presente para la posteridad».
La mujer, en cambio, ha empezado a interesarse por los menores indocumentados de México y Centroamérica que son detenidos en la frontera sur de Estados Unidos y quiere realizar un documental sobre los mismos. Un proyecto el suyo incompatible con el de su marido. No obstante, decide emprender viaje con él. Tal vez porque el viaje la acercará a esa frontera sur del país. Quizás porque aún no es capaz de verbalizar la irreparable brecha que se ha abierto en su matrimonio. Probablemente porque quiere dilatar un poco más la asunción de lo inevitable. Pero el plan ya está hecho. Al final del viaje, que coincidirá con el final del verano, el hombre y el niño se quedarán en el punto de destino y la mujer y la niña regresarán a Nueva York.
Pero, por el momento, ahí van los cuatro, cruzando los Estados Unidos, ese país que «es un país enorme y está vacío [...] y hay lugar para todos y de sobra», que «es un enorme cementerio, pero sólo a algunas personas les tocan tumbas como dios manda, porque la mayoría de las vidas no importan. La mayoría de las vidas son borradas, se pierden en el torbellino de basura que llamamos historia». Ahí van, en el interior del coche, y las cajas y yo, en la cajuela. Desde allí observo y escucho. El niño y la niña también observan y escuchan porque los niños siempre observan y escuchan más de lo que pensamos. La mujer y el hombre fingen no ser los niños perdidos que todos los adultos somos. Y así, a medida que aumenta las cifras en el cuentakilómetros del coche, la mujer comienza a sospechar que, a pesar de que las historias que interesan a su marido «no guardan relación directa con la pieza sonora en la que estoy trabajando, [...] cuanto más escucho lo que cuenta sobre el pasado de este país, más me parece que podría estar hablando sobre su presente» y descubre también que «la historia que tengo que contar no es la de los niños perdidos que sí llegan, aquellos que finalmente alcanzan sus destinos y pueden contar su propia historia. La historia que necesito documentar no es la de los niños en las cortes migratorias, como alguna vez creí. [...] La historia que tengo que contar es la de los niños que no llegan, aquellos cuyas voces han dejado de oírse porque están, tal vez irremediablemente, perdidas». Y en esa estamos la mujer y yo cuando, de repente, desde el asiento trasero o, para ser más precisa, desde la cama de un cuarto en un motel, surge la voz del niño y con ella el viaje que es esta novela da un giro inesperado.
La práctica totalidad de lo que resta de la misma está contada por el niño. Su voz es circular, es torbellino, tornado en el desierto. Si la voz de su madre me lleva y me mece, la suya me arrastra. Leo como hipnotizada. Bebo sus palabras, quisiera decir, pero mi tránsito por su desierto es un avanzar muerta de sed pero sin tener tiempo a detenerme a buscar agua. Los granos de arena que trae el viento me azotan la piel, taponan mis oídos a los que solo llegan ecos y «me pregunté si no estaríamos oyendo el sonido de todos los muertos del desierto» pues «el desierto es una tumba y nada más, el desierto es una tumba para aquellos que necesitan cruzarlo, y moriremos bajo este sol, este calor».
Hay un libro especial entre toda la literatura que aparece en este libro y es especial porque es un libro ficticio y porque la mujer y el niño lo van leyendo a lo largo de esta novela. Hay pues en este viaje una tercera voz narrada en tercera persona y es la voz de los niños perdidos. Así los llaman el niño y la niña pues «cuando [...] hablan sobre los niños refugiados, los llaman siempre «los niños perdidos». Supongo que la palabra «refugiado» es más difícil de recordar. E incluso si el término «perdidos» no es muy preciso, en nuestro léxico familiar los refugiados se han convertido en «los niños perdidos». Y en cierto sentido, supongo, sí son niños perdidos. Son niños que han perdido su derecho a la niñez». Es la voz de los niños «dormidos sobre el techo de la góndola, arracimados uno junto al otro, sus historias dibujan una sola línea que atraviesa estas tierras yermas. Si alguien trazara en un mapa su recorrido, el recorrido [...] de las decenas de niños [...] y los cientos y miles que han viajado y seguirán viajando a bordo de idénticos trenes, ese mapa tendría una sola línea: una delgada grieta, una larga fisura partiendo en dos un hemisferio entero. «Chingada frontera sirve nomás pa partir esas vidas chingadas aquí y allá», dice una mujer a su marido cuando entra el silbido del tren distante por la ventana abierta de su casa».
No estoy muy segura de que me haya gustado el giro de esta novela. A ver si consigo explicarme. Lo he disfrutado mucho. Llega además cuando la voz de la mujer da visos de comenzar a agotarse. En realidad sí me ha gustado pero no sé si es lo más acertado. Ese remolino de voz circular amenaza en varios puntos con lanzarme disparada hacia abismos que se abren en mi mente (e insisto en que se abren únicamente en mi mente) y que finalmente quedan por explorar para luego volver a recogerme. La narración se torna onírica por momentos, pues es este un viaje no solo espacial sino también temporal, pero yo echo de menos la voz más realista de la mujer y anhelo su presencia aunque solo hubiese sido para concluir el viaje. Disculpadme, me es difícil explicarme mejor sin desvelar más de lo aconsejable.
No quisiera que lo anterior siembre dudas sobre lo maravillosa que es esta novela y todas las posibilidades que ofrece. Valeria Luiselli demuestra con ella que es una escritora solvente en contenido y creativa en estructura y forma, una brillante amalgamadora que aúna lo personal con lo social y retrata a la par una crisis familiar particular y otra migratoria mundial pues «la mayoría de la gente piensa en los refugiados y en los migrantes como un problema de política exterior. Pocos conciben la migración sencillamente como un realidad global que nos atañe a todos». Pero ella sí lo ve así y yo ahora mismo, haciendo mías las palabras de su mujer, «lo único que veo [...] es el caos de la historia repetida, una y otra vez, la historia recreada, reinterpretada. El mundo, su corazón jodido palpitando bajo nuestros pies; su fracaso, su ruina inevitable y progresiva mientras seguimos dando vueltas alrededor del sol. Y en medio de todo eso, tribus, familias, gente, cosas hermosas que se desmoronan, escombros, polvo, borraduras».
Pienso en el entusiasmo que se apoderó de mí cuando supe de la existencia de este libro. En el terremoto que me sacudió. No sé qué dios espera encontrar en algunos libros la descreída que soy pero mi entusiasmo me acompaña por esta lectura y mi terremoto estalla cuando la mujer me cuenta de los destellos microscópicos, de los fogonazos de luz que la invaden cuando se encuentra determinadas combinaciones de palabras hermosas en algunos libros, de ese milagro que es descubrir innombrables ideas nuestras nombradas por otros. La mujer me ilumina aunque supongo que en ese momento es la lectora que es Valeria Luiselli la que habla por su boca.
Hay mucha literatura en este viaje. También canciones. Capas. No me detengo en ellas como tampoco me detengo a trascribiros ese terremoto que acabo de relatar por mucho que me cueste resistirme a hacerlo. Olvidaros también de Grecia y de la madre de la mujer. Más capas. No es ese el viaje que nos ocupa.
El viaje que nos ocupa lo hacemos en coche. Comenzamos en Nueva York y nuestro destino es la esquina suroeste de Arizona. Un cruce diagonal de los Estado Unidos, si se mira bien. En la parte delantera el marido conduce y la mujer ocupa el asiento del copiloto mientras estudia mapas o sintoniza la radio; en la trasera, el niño y la niña. No es buena idea ubicarme entre el matrimonio, en donde «hay una compatibilidad de nuestras soledades, y una absoluta incompatibilidad de nuestras situaciones». Mejor opción sería acomodarme con los niños (esos que compatibilizan las situaciones de sus padres y que consuelan sus soledades) pero no quiero inmiscuirme en ese mundo propio que son sus juegos infantiles barnizados de realidad, en ese binomio indisoluble que forman los dos hermanos. Ah, ya sé, el maletero es un lugar óptimo para mí. Sí, sí, el maletero, habéis leído bien. O, mejor dicho, la cajuela, tal es el nombre que le dan los mexicanos al lugar del vehículo en que se guardan las maletas y así es como lo llama la mujer. Pero ¿cómo? ¿que os habíais imaginado a una familia americana, quiero decir estadounidense, quiero decir blanquita impoluta? ¿Acaso los mexicanos no son americanos, no pueden ser estadounidenses, no pueden tener la piel de cualquier color dentro de la infinita gama que nos procura el genoma humano? Sí, ya sé, no os he dado nombres propios que pudieran dar pistas, pero es que os prometo que no los sé y, además, el nombre real de cada uno hay que ganárselo. No os sintáis mal. Confieso que yo tampoco he podido evitar imaginar la típica familia americana. Supongo que podría llamarlo identificación. Blanquita europea que soy.
Decido, pues, instalarme en la cajuela. Definitivamente me quedo con la ubicación y con el término, pues qué mejor que una cajuela para albergar, además del resto de equipaje, siete cajas: cajas I, II, III y IV para el hombre, caja V para la mujer, caja VI para la niña y caja VII para el niño. El hombre y la mujer guardan en sus cajas libros sobre sus profesiones, sobre los temas que los entusiasman, obras literarias, algún disco, recortes, notas, mapas. Las cajas del niño y la niña van vacías. Siguiendo la estela de sus papás, aspiran a llenarlas durante el viaje. Las cajas, pues, contienen o contendrán: capas, estratos, registros fósiles que cuentan historias.
Aún no os he contado por qué decido emprender este viaje. Tal y cómo declaraba hace escasas semanas en mi entrada sobre la magnífica La hija del este, este está siendo un año de viajes literarios. Quién nos iba a decir entonces que dentro de poco la literatura iba a convertirse en una de las pocas opciones para viajar; quién me iba a decir que, leyendo este otro libro en el que las fronteras tienen tanta importancia, me iba a encontrar pensando que una humanidad que ha sido tan imaginativa levantando muros frente a seres de su propia especie iba a ser incapaz de protegerse frente a una amenaza ahora sí real. Pero volviendo a mi año de viajes literarios, ello está siendo así, entre otras cosas, por mi participación en el club de lectura Viajar leyendo autoras.
El interés que me ha movido a participar en ese club ha sido acercarme a literaturas de otras latitudes, adentrarme en culturas cuanto más diferentes a la mía mejor y, si es posible, y ya que se trata de leer a autoras, hacerlo desde una perspectiva femenina. Mi voto para elegir entre las candidatas propuestas de cada continente siempre intento que vaya, en la medida de lo posible, para aquella que crea que me va a acercar más a cumplir mis objetivos. Pues bien, Valeria Luiselli fue una de las autoras propuestas para viajar a América durante los meses de marzo y abril. Tocaba, por ende, investigar sobre ella. Me sonaba su nombre y estaba acertada: Luiselli fue traductora para la defensa de niños migrantes en la corte migratoria de Nueva York y, fruto de esa experiencia laboral, escribió un ensayo editado también por Sexto Piso que lleva por título Los niños perdidos y en el que yo ya me había fijado. Lo que no recordaba es que fuera la autora del prólogo a la maravillosa y perturbadora novela Del color de la leche de Nell Leyshon, y lo que me quedaba por descubrir era esta, su última novela publicada. Su título me llamó la atención (¿cómo suena un desierto? ¿a qué suena un desierto sonoro que me suena al desierto de Sonora?) pero fue leer su sinopsis y sentir los leves temblores de aviso del terremoto. Voté por la mexicana, como no. Piedad Bonnett fue en cambio la elegida y yo me alegré al saber que finalmente iba a leer a una autora tanto tiempo deseada y me asomé por ello feliz al abismo de su viaje interior. Pero la sacudida volvía de tanto en tanto y, además, yo quería mi gran viaje americano.
Consigo de esta manera viajar por gran parte de Norteamérica rozando Centroamérica (imposible por demasiado ambicioso abarcar todo el continente), acercarme a parte de su cultura actual y echar la vista a su pasado, y no es que haya perspectiva de género en esta novela pero sí que es la voz de una mujer la que me lleva por ella. Al hombre lo veo a través de la mujer y los niños... bueno, los niños tendrán su propia voz porque el sonido del desierto, entre otras cosas, es el sonido de la voz de otros niños.
Así, pues, es la voz de la mujer la que me conduce. La que me mece en su vaivén porque su narración es como un traqueteo: adelante y atrás, adelante y atrás. Es como si yo viajara hacia adelante en un tren y, por la ventanilla, todo el paisaje del futuro hacia el que voy se me echara encima avanzando en dirección contraria hacia el pasado. Sí, sé que viajo en automóvil, pero en tren viajaron muchos huérfanos desde la costa este de Estados Unidos entre mediados del siglo XIX y principios del XX en dirección a una eufemística vida mejor y sobre las góndolas de vagones de tren viajan los niños migrantes de Centroamérica buscando refugio en Estado Unidos, así que dejadme soñar por un instante que tal vez he llegado a rozar la metáfora de este viaje.
«Los eufemismos esconden, borran, recubren.
Los eufemismos conducen a tolerar lo inaceptable. Y, tarde o temprano, a olvidar.
Contra un eufemismo, la memoria. Para no repetir.
Recordar términos y significados. Su desarticulación absurda.
Término: Nuestra Peculiar Institución. Es decir: la esclavitud. (Epítome de todos los eufemismos).
Término: Remover/Desplazar. Es decir: expulsar y despojar a la gente de sus tierras.
Término: Programa de Colocación. Es decir: expulsión de los niños abandonados de la Costa Este.
Término: Reubicación. Es decir: confinar a las personas en reservas.
Término: Reserva. Es decir: una condena a la pobreza perpetua.
Término: Remover/Desplazar. Es decir: expulsión de gente que solicita asilo o ayuda.
Término: Indocumentados. Es decir: personas que serán expulsadas».
«¿Qué significa «refugiado», mamá?, pregunta la niña desde el asiento trasero.
Pienso en las posibles respuestas que podría darle. Supongo que alguien que está huyendo no es, todavía, un refugiado. Un refugiado es alguien que ya llegó a algún lugar, a un país extranjero, pero debe esperar por un tiempo indefinido antes de llegar del todo. Los refugiados esperan en centros de detención, refugiados o campos; bajo custodia federal y muchas veces vigilados de cerca por guardias armados. Hacen largas filas a la espera de comida, de una cama donde dormir; esperan con la mano levantada para preguntar si pueden usar el baño. Esperan para que los dejen salir, esperan para hacer una llamada telefónica, esperan a que alguien los reclame o venga a buscarlos. Y luego hay refugiados que tienen la suerte de reunirse por fin con sus familias, de vivir de nuevo en una casa, en una ciudad. Pero incluso ellos esperan. Esperan la orden de presentarse en el tribunal, esperan la decisión de la corte -deportación o asilo-. Esperan a que una escuela los admita, a que les salga un trabajo, a que un doctor los reciba. Esperan visas, documentos, permisos. Esperan alguna señal, instrucciones, y luego siguen esperando. Esperan que se les devuelva la dignidad.
¿Qué significa ser un refugiado? Supongo que podría decirle a mi hija:
Un refugiado es alguien que espera».
Inmigrantes saltando a 'La Bestia', que los llevará a la frontera entre México y EEUU. Fotografía de Peter Haden. |
La mujer me lleva en la primera parte de mi viaje con ese vaivén constante que produce duermevela y que aunque oscila adelante y atrás no me hace acusar interrupciones. Todo es hilo, rama, trenza de ese viaje. Capa sobra capa sobra capa. Me lleva por las conversaciones y los silencios dentro del coche. Por las paradas en los moteles. Por el origen fundacional de esa familia que viaja en automóvil, su construcción y su posterior deriva.
La mujer y el hombre se conocieron hace cuatro años. Por entonces los dos trabajaban en un proyecto sobre el paisaje sonoro de la ciudad de Nueva York. El proyecto consistía en registrar todos los sonidos de la gran urbe, desde los más insignificantes a los más evidentes. La mujer y el hombre son asignados a una misma división dentro de ese gran proyecto. Su trabajo consiste en registrar toda la diversidad lingüística de Nueva York, en trazar un mapa sonoro de todos los idiomas de la ciudad. En Nueva York se hablan más de ochocientos idiomas. Llegados a este punto quiero hacer notar que la mexicana Valeria Luiselli elige el inglés para escribir esta novela.
Así que la mujer y el hombre se conocen y el compartir el mutuo entusiasmo que sienten por sus trabajos desata el fenómeno sísmico que es el entusiasmo del uno por el otro, el terremoto interno en el que cada uno se convierte en el dios del otro. O sea que se enamoran y se van a vivir juntos. Y uno aporta un hijo. Y la otra aporta una hija. Y ya no importa de quién es el niño o de quién es la niña porque el hombre que solo tenía un hijo se convierte en padre de un hijo y una hija, la mujer que solo tenía una hija en madre de una hija y un hijo, el niño que no tenía madre pasa a tener padre y madre, la niña que no tenía padre a tener madre y padre, y niño y niña que eran hijos únicos pasan a tener respectivamente una hermana y un hermano.
Pero el proyecto del paisaje sonoro concluye y con el fin del proyecto laboral común parece terminarse ese otro proyecto común que es esa familia. El hombre vuelve a su origen de documentar sonidos, ecos de un pasado. La mujer descubre que ella siempre ha sido periodista y que tiene que contar historias. «Nuestros fantasmas habían regresado para acosarnos a ambos -al menos seguíamos teniendo eso en común-. Y ahora que cada uno de nosotros se aventuraba otra vez por su cuenta, y que, de algún modo, además, regresábamos a los lugares de los que cada uno había surgido, nuestros caminos se estaban separando. Era una fractura más honda de lo que esperábamos».
El hombre siempre se ha sentido fascinado por los Apaches, las últimas personas libres del continente americano. Curiosamente «Apache significa «enemigo», y es como le decían, a los apaches, sus enemigos. Los apaches se llamaban a sí mismo Nde, que simplemente quiere decir «la gente»». Y hacia esa gente quiere ir el hombre, hacia la apachería. Su destino son las montañas Chiricahua y su objetivo realizar un inventario de ecos. Ecos presentes de un pasado para hacerlo perenne. Al fin y al cabo «documentar significa simplemente coleccionar el presente para la posteridad».
La mujer, en cambio, ha empezado a interesarse por los menores indocumentados de México y Centroamérica que son detenidos en la frontera sur de Estados Unidos y quiere realizar un documental sobre los mismos. Un proyecto el suyo incompatible con el de su marido. No obstante, decide emprender viaje con él. Tal vez porque el viaje la acercará a esa frontera sur del país. Quizás porque aún no es capaz de verbalizar la irreparable brecha que se ha abierto en su matrimonio. Probablemente porque quiere dilatar un poco más la asunción de lo inevitable. Pero el plan ya está hecho. Al final del viaje, que coincidirá con el final del verano, el hombre y el niño se quedarán en el punto de destino y la mujer y la niña regresarán a Nueva York.
Prisioneros Apaches, incluido Gerónimo, 1886 |
Pero, por el momento, ahí van los cuatro, cruzando los Estados Unidos, ese país que «es un país enorme y está vacío [...] y hay lugar para todos y de sobra», que «es un enorme cementerio, pero sólo a algunas personas les tocan tumbas como dios manda, porque la mayoría de las vidas no importan. La mayoría de las vidas son borradas, se pierden en el torbellino de basura que llamamos historia». Ahí van, en el interior del coche, y las cajas y yo, en la cajuela. Desde allí observo y escucho. El niño y la niña también observan y escuchan porque los niños siempre observan y escuchan más de lo que pensamos. La mujer y el hombre fingen no ser los niños perdidos que todos los adultos somos. Y así, a medida que aumenta las cifras en el cuentakilómetros del coche, la mujer comienza a sospechar que, a pesar de que las historias que interesan a su marido «no guardan relación directa con la pieza sonora en la que estoy trabajando, [...] cuanto más escucho lo que cuenta sobre el pasado de este país, más me parece que podría estar hablando sobre su presente» y descubre también que «la historia que tengo que contar no es la de los niños perdidos que sí llegan, aquellos que finalmente alcanzan sus destinos y pueden contar su propia historia. La historia que necesito documentar no es la de los niños en las cortes migratorias, como alguna vez creí. [...] La historia que tengo que contar es la de los niños que no llegan, aquellos cuyas voces han dejado de oírse porque están, tal vez irremediablemente, perdidas». Y en esa estamos la mujer y yo cuando, de repente, desde el asiento trasero o, para ser más precisa, desde la cama de un cuarto en un motel, surge la voz del niño y con ella el viaje que es esta novela da un giro inesperado.
La práctica totalidad de lo que resta de la misma está contada por el niño. Su voz es circular, es torbellino, tornado en el desierto. Si la voz de su madre me lleva y me mece, la suya me arrastra. Leo como hipnotizada. Bebo sus palabras, quisiera decir, pero mi tránsito por su desierto es un avanzar muerta de sed pero sin tener tiempo a detenerme a buscar agua. Los granos de arena que trae el viento me azotan la piel, taponan mis oídos a los que solo llegan ecos y «me pregunté si no estaríamos oyendo el sonido de todos los muertos del desierto» pues «el desierto es una tumba y nada más, el desierto es una tumba para aquellos que necesitan cruzarlo, y moriremos bajo este sol, este calor».
«El viento arrastra las últimas notas de todos los ruidos del desierto, diseminados a lo largo y ancho de las tierras yermas que hay afuera, sonidos de leves ramas que se quiebran, pájaros que cantan, piedras que ruedan, pisadas, lamentos, voces que ruegan por agua antes de apagarse con un quejido postrero, luego sonidos más oscuros, como el de los cadáveres que se convierten en esqueletos, los esqueletos en huesos sueltos, los huesos que se erosionan y desaparecen en la tierra, y nada de esto lo oye [...], por supuesto, pero de alguna manera lo presiente, como si hubiera partículas de sonido adosadas a las partículas de arena que el viento desértico arrastra hasta el tapete de pasto artificial afuera de su oficina, de modo que cada día, [...] tiene que agarrar su tapete y azotarlo contra el muro exterior de adobe, quitarle el polvo con tres o cuatro golpes fuertes contra el adobe, hasta que todas esas partículas de arena salen volando de regreso hacia el desierto, de vuelta a las corrientes sonoras del viento desértico, que recorren eternamente los valles vacíos, cargando sonidos que nadie registra, que nadie escucha, sonidos perdidos en última instancia, a menos que den con la concavidad de alguna oreja humana, por ejemplo las orejas de los niños, que ahora los escuchan y tratan de darles un nombre pero no encuentran palabras ni significados a los que aferrarse».
Chiricahua, fotografía de Denny Armstrong |
Hay un libro especial entre toda la literatura que aparece en este libro y es especial porque es un libro ficticio y porque la mujer y el niño lo van leyendo a lo largo de esta novela. Hay pues en este viaje una tercera voz narrada en tercera persona y es la voz de los niños perdidos. Así los llaman el niño y la niña pues «cuando [...] hablan sobre los niños refugiados, los llaman siempre «los niños perdidos». Supongo que la palabra «refugiado» es más difícil de recordar. E incluso si el término «perdidos» no es muy preciso, en nuestro léxico familiar los refugiados se han convertido en «los niños perdidos». Y en cierto sentido, supongo, sí son niños perdidos. Son niños que han perdido su derecho a la niñez». Es la voz de los niños «dormidos sobre el techo de la góndola, arracimados uno junto al otro, sus historias dibujan una sola línea que atraviesa estas tierras yermas. Si alguien trazara en un mapa su recorrido, el recorrido [...] de las decenas de niños [...] y los cientos y miles que han viajado y seguirán viajando a bordo de idénticos trenes, ese mapa tendría una sola línea: una delgada grieta, una larga fisura partiendo en dos un hemisferio entero. «Chingada frontera sirve nomás pa partir esas vidas chingadas aquí y allá», dice una mujer a su marido cuando entra el silbido del tren distante por la ventana abierta de su casa».
No estoy muy segura de que me haya gustado el giro de esta novela. A ver si consigo explicarme. Lo he disfrutado mucho. Llega además cuando la voz de la mujer da visos de comenzar a agotarse. En realidad sí me ha gustado pero no sé si es lo más acertado. Ese remolino de voz circular amenaza en varios puntos con lanzarme disparada hacia abismos que se abren en mi mente (e insisto en que se abren únicamente en mi mente) y que finalmente quedan por explorar para luego volver a recogerme. La narración se torna onírica por momentos, pues es este un viaje no solo espacial sino también temporal, pero yo echo de menos la voz más realista de la mujer y anhelo su presencia aunque solo hubiese sido para concluir el viaje. Disculpadme, me es difícil explicarme mejor sin desvelar más de lo aconsejable.
No quisiera que lo anterior siembre dudas sobre lo maravillosa que es esta novela y todas las posibilidades que ofrece. Valeria Luiselli demuestra con ella que es una escritora solvente en contenido y creativa en estructura y forma, una brillante amalgamadora que aúna lo personal con lo social y retrata a la par una crisis familiar particular y otra migratoria mundial pues «la mayoría de la gente piensa en los refugiados y en los migrantes como un problema de política exterior. Pocos conciben la migración sencillamente como un realidad global que nos atañe a todos». Pero ella sí lo ve así y yo ahora mismo, haciendo mías las palabras de su mujer, «lo único que veo [...] es el caos de la historia repetida, una y otra vez, la historia recreada, reinterpretada. El mundo, su corazón jodido palpitando bajo nuestros pies; su fracaso, su ruina inevitable y progresiva mientras seguimos dando vueltas alrededor del sol. Y en medio de todo eso, tribus, familias, gente, cosas hermosas que se desmoronan, escombros, polvo, borraduras».
Con esa visión termino mi crónica de este viaje. Lo he disfrutado sin prisas, demorándome en las paradas, tomando aliento para continuar camino pues un viaje es más que llegar a un destino. Oh, ya vuelve a salir la europea blanquita que soy que se piensa intocable. El que no llega es eco de desierto y aun llegando el desierto no es un tránsito a disfrutar. Y después de llegar ¿qué? Como dicen los versos de la oración del migrante que sirven a modo de epígrafe de la primera parte de esta novela: «Partir es morir un poco. / Llegar nunca es llegar definitivo».
«Pienso en otras familias, parecidas, pero también muy distintas a la nuestra, que viajan hacia un futuro imposible de imaginar, en las amenazas y peligros que les aguardan. ¿Qué haríamos si uno de nosotros desapareciera de pronto?»
Frontera entre México y Estados Unidos en Tijuana, Baja California, México. Fotografía de Tomás Castelazo. |
Ficha del libro:
Título: Desierto sonoro
Autora: Valeria Luiselli
Traductores: Daniel Saldaña París y Valeria Luiselli
Editorial: Sexto Piso
Año de publicación: 2019
Nº de páginas: 464
ISBN: 978-84-17517-51-9
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Pues resulta fascinante lo que se intuye de este libro por tu reseña.
ResponderEliminarLa objeción que le pones al final (al final de tu reseña y al giro final de la novela, no disuade para nada. Es cierto que, a veces hay cosas que gustan y fascinan y sin embargo se duda de que hayan sido acertadas, de si no hubiera más acertado otro camino, otra solución. Y recuerdo "Las sillitas rojas" doblemente. Por un lado, por lo que de expulsados de su tierra tienen ambas, de refugio en lugares extraños; por otro, por la sensación contraria a la tuya. El giro que se le da en la segunda parte, pienso que es bueno, aunque yo hubiera preferido que no se diera y haber seguido persiguiendo a Vladimir Dragan en su huida de criminal de guerra.
Desde que vi que anunciabas esta lectura en tarro-Libros, sospeché que iba a tener que apuntar otra.
Un beso.
Es un libro efectivamente muy apetecible. Me alegra saber que mi objeción no te ha disuadido de leerlo. A veces pareciera que en cuanto nos encontramos con el mínimo pero o duda descartamos una lectura sin más. Creo que esta merece mucho la pena y espero que la disfrutes tanto como yo.
EliminarBesos
Apunto el título que reseñas porque me atrae muchísimo y observo en mi listado que cada tres o cuatro títulos anotados aparece uno recomendado por ti. No me extraña, es normal, siempre eliges lecturas magníficas.
ResponderEliminarRelacionas haber llegado hasta este título con "La hija del este" que también elogiabas en tu reseña. Buff, madre mía Lorena, mira que das trabajo (ja, ja...)
Creo que ya te lo he dicho otras veces pero no me resisto a repetírtelo. Disfruto una enormidad leyendo tus reseñas. Son literatura 'high quality'. Estoy seguro que en calidad de escritura superarás a más de un autor de alguna de las novelas reseñadas.
Los libros que hablan de libros, que indagan sobre las palabras, sus significados, su formación y composición, me encantan. En este además de esto hay una historia que trata del país que están cruzando y también del otro viaje que la pareja está realizando quizás -intuyo- por vez última dado que al llegar el marido y el niño se quedarán y la mujer y su hija volverán solos.
Los fragmentos que escoges me gustan; la figura del narrador parece interesante... En fin, todo en este título, incluida esa pequeña objeción que le pones no me hace abandonar el deseo de hacerme con este relato.
Un beso
Lo malo de intentar elegir lecturas muy buenas es que es misión imposible para mí, ya no superar, sino acercarme a la calidad narrativa de sus autores. Intento simplemente escribir mis entradas con el máximo respeto a los libros y autores leídos y a los que pasáis a leerme, y, además, en la medida de lo posible, hacerlo de forma atractiva, ya que en más ocasiones de lo aconsejable me salen más extensas de lo deseable.
EliminarHay muchos libros citados en esta novela, si bien lo que respecta a la etimología de palabras tan solo se puede encontrar en el fragmento que dejo en la reseña.
En mi reseña de La hija del este comento que este año va a ser para mí un año de viajes literarios y explico por qué la literatura puede verse como un viaje. Sin embargo, lo que me lleva a esta lectura es el club Viajar leyendo autoras, pues Valeria Luiselli fue una de las candidatas para viajar a América aunque finalmente no fue la elegida. No sabes lo que me alegro de haberme animado a leerla por mi parte. Espero que tú también te alegres si finalmente te animas.
Besos
Me alegra que tu viaje por otras latitudes literarias te haya dejado tan buen sabor de boca y nos permita, de paso, ampliar horizontes a los que te leemos. Al principio imaginaba una especie de novela de carretera, luego me vino a la cabeza Jesmyn Ward (que también conocí por tu blog, si no recuerdo mal) y al final de todas esas voces y temas, de los giros que no llegas a desvelar, lo que más claro me queda es que tengo que sumar "Desierto sonoro" a mi lista de futuras lecturas.
ResponderEliminarCuídate y sigue viajando.
Un abrazo.
Pues no sé qué decirte, Gerardo, La canción de los vivos y los muertos es una novela que, más que boca a boca, ha ido viajando blog a blog pero, en este caso, creo que tú la leíste antes que yo. Yo también pensé en esta novela de Jesmyn Ward ante de iniciar la de Valeria Luiselli. Supongo que por ser una familia que también emprende un viaje en automóvil y porque también esa novela tiene sus propios ecos del pasado. Sin embargo, ya no me acordé más de ella ni durante la lectura de Desierto sonoro ni después.
EliminarHaces bien en sumar este libro de Valeria Luiselli a tu lista de lecturas. Ya me contarás.
Un abrazo
Tengo ganas de leerlo. He leído muy buenas reseñas sobre él, aunque también hay peros. Pero me gusta el arquetipo del viaje. Suele producir historias muy potentes.
ResponderEliminarUn abrazo.
Anímate. Creo que te merecerá la pena a pesar de esos 'peros'.
EliminarUn abrazo
Pues sí, la vida tiene estas casualidades: ¿que decides leer literatura sobre viajes, sobre otras latitudes? Justo aparece una pandemia que nos confina en casa.
ResponderEliminarDesconocía completamente a esta autora. Y aunque pinta interesante, no veo manera de hacerle hueco por ahora (me he propuesto rebajar la lista de libros de casa… antes de adquirir nuevos).
Sobre “refugiados” y eufemismos, es curioso: creo que fue el año 2015 cuando la palabra “refugiado” se hizo tan común. O yo antes no me fijaba mucho, no sé. Pero juraría que el 2015 o así, con la fotografía famosa del niño en la playa ahogado, se empezó a oír mucho la palabra “refugiado”, más que nunca. Pero lo cierto es que siempre ha habido refugiados, en todas las épocas. Hay una canción de Ñu que se titula así, “Refugiados”, y del año 2002:
https://www.youtube.com/watch?v=B_bPz7pVbXI
Un abrazo.
Haces bien en querer rebajar la pila sin leer que tienes en casa. A mí tampoco me gusta acumular libros.
EliminarSí, refugiado fue la palabra no recuerdo si exactamente de 2015 pero sí de uno de estos últimos años. En parte supongo por la fotografía que mencionas que tanta repercusión tuvo y que tan pronto hemos olvidado. Refugiados ha habido en todas las épocas, llevas razón. Y tristemente seguirá habiendo porque no aprendemos o no nos interesa aprender.
No conozco la canción que mencionas así que, ya que dejas el enlace, voy a escucharla.
Un abrazo
Pues la novela nos sitúa en algo ya conocido por todos, que el mundo pocas veces se mueve por lazos de solidaridad, los refugiados valen en un país en cuanto a su valor de trabajo, no en cuanto a su valor humano, el refugiado es bueno en el país de acogida si encaja como una pieza laboral, entonces procura un beneficio, si ese refugiado estuviera impedido para trabajar... hay que deshacerse de él, no vale
ResponderEliminarSé que la novela cuenta más, pero me he querido retener esa idea.
Un abrazo, Lorena.
La novela cuenta mucho más pero el tema central es el de los migrantes y los refugiados y, desgraciadamente, tu descripción al respecto es muy acertada.
EliminarUn abrazo
Es una pena que la pandemia nos haya privado la oportunidad de debatirlo. Alguien lo había propuesto como lectura para estos meses, en un taller al que asisto y, por obvias razones, no se pudo concretar.
ResponderEliminarPor otra parte, es interesante el viaje que plantea la autora Yo escuché los mismos 'peros' que Rocío, aunque lo apunté igual.
Respecto del 'desierto', diría que hay diferentes tipos; algunos de ellos son útiles, sirven para madurar cosas que el ruido cotidiano impide. Cada uno de ellos lleva su propio sonido a cuestas.
Por supuesto que el desierto que atraviesan los migrantes tiene una carga negativa y, como señala la autora, es una cuestión de política exterior.
De todas maneras, apenas pueda, me haré de un ejemplar.
Gracias por tu reseña, Lorena.
Un abrazo.
Es algo más que una cuestión de política exterior, yo diría, y creo que Valeria Luiselli estaría de acuerdo conmigo.
EliminarEspero que retoméis esta propuesta de lectura para cuando podías volver a reuniros para debatir. Los peros pesan poco en el balance global y es una lectura que os va a dar que hablar. Ya me contarás.
Un abrazo