Reloj sin manecillas - Carson McCullers
«Cuando se mira hacia abajo desde una altura de dos mil pies, la tierra se ordena. Una ciudad, incluso Milan, resulta simétrica, exactamente como una pequeña colmena gris, acabada. Los terrenos circundantes parecen trazados de acuerdo con una ley más justa y matemática que las leyes de la propiedad y la ley del capricho. Un oscuro paralelogramo de bosques de pinos, campos cuadrados, rectángulos de césped. En un día sin nubes como aquél, el cielo que rodea por todas partes y por encima del avión es como un telón de un monótono azul impenetrable a la vista y a la imaginación. Pero allá abajo la tierra es redonda. La tierra es finita. Desde esa altura uno no ve a los hombres ni los detalles de su humillación. La tierra, a gran distancia, es perfecta e íntegra.Pero ése es un orden de cosas extraño al corazón humano, y para amar a la tierra hay que acercársele más. Planeando hacia abajo, muy bajo, sobre la ciudad y la campiña, esa integridad se rompe en múltiples impresiones. [...] Cuando uno se acerca describiendo un círculo, la ciudad misma se convierte en algo loco y complejo. Se ven todos los rincones secretos de los tristes patios traseros. Vallas grises, fábricas, y la llanura de la calle principal. Desde el aire los hombres resultan encogidos, tienen aspecto de autómatas, como los muñecos de cuerda. Parecen moverse mecánicamente en medio de las miserias que les tocan en suerte. No se les ven los ojos. Y por último, esa sensación se hace intolerable. La tierra entera, a gran distancia, significa menos que una larga mirada a unos ojos humanos. Aunque sean los ojos de un enemigo».
Me pregunto si esa distancia desde una avioneta que toma altitud hacia la tierra es comparable a la distancia que adopta un hombre que asiste atónito al trayecto final de su existencia respecto al recién descubierto «monótono laberinto de su vida». Me pregunto si es por ello por lo que J. T. Malone, uno de los personajes del libro que os traigo hoy, amén de ser el hombre cuyo cronómetro vital ha iniciado la cuenta atrás, en una escena de esta novela en la que ciertos individuos se reunen en su farmacia, individuos «tan vulgares que no tenía costumbre de concederles su atención ni para bien ni para mal», esa noche en concreto «veía las debilidades de todos ellos, sus pequeños defectos». Me pregunto si es por ello por lo que Carson McCullers (1917-1967), de maltrecha salud, desmenuzó tan hábilmente las debilidades y defectos de sus personajes en esta su última novela. Pero, sin embargo, la escritora sureña ya había dado a la literatura universal personajes brillantes, algunos de ellos creados cuando la autora apenas rozaba la veintena. Pero, sin embargo, es un joven y sano Jester Clane —otro de los personajes de esta novela— quien maneja los mandos de esa avioneta en esa escena que pone en la voz del narrador omnisciente de este Reloj sin manecillas que os traigo hoy la cita con la que he inaugurado esta entrada. Claro que la salud de Carson McCullers ya estaba comprometida desde temprana edad. Claro que el joven Jester ya había vivido algún acontecimiento en su aún corta vida de esos que amplían la mirada y la perspectiva. Claro que una avioneta con mandos no es lo mismo que un reloj sin manecillas que no admite en ocasiones la salud y juventud como salvoconductos. Y, así, ocurre que la muerte «Se te acerca por la espalda. Mata al incauto con tanta frecuencia como mata al que la aguarda».
«—Perdóname —aventuró con voz temblorosa—. ¿Quién eres y qué era lo que cantabas?El otro joven, que tenía la misma edad que Jester, dijo con una voz que intentaba ser lúgubre:—Si quieres la verdad desnuda, no sé quién soy ni conozco mis antecedentes.—¿Quieres decir que eres huérfano? —preguntó Jester—. ¡Pero si yo también lo soy! —añadió entusiasmado—. ¿No crees que eso sea significativo?—No. Tú sabes quién eres. ¿Te ha mandado tu abuelo?Jester negó con la cabeza».
Y es que la verdad —quizás otra verdad desnuda— es que Jester no sabe muy bien quién es. Está en esa edad en la que se está a la permanente búsqueda de la identidad. Asiste al despertar sexual con la vergüenza provocada por la sensación de diferencia respecto a otros jóvenes de su edad y el sentimiento de que algo en él no marcha como debería. Se ha criado en una casa —la del juez— en la que permanece vivo el recuerdo de su padre, pero, sin embargo, la vida y especialmente la muerte de su progenitor siguen siendo una incógnita para él. Cierto es que ha crecido bajo el paraguas protector que ofrece el cariño e impulsado por la seguridad que da ese afecto incuestionable y sin contraprestaciones de la familia, en este caso su abuelo. En eso se diferencia de ese otro adolescente que es Sherman, el cual crece anhelando amor y atención a la vez que esforzándose en demostrar que no los necesita, el mismo que no se corta en afirmar que «Durante buena parte de mi vida he tenido que inventar mentiras porque la vida real, verdadera, era demasiado aburrida o excesivamente dura para soportarla», y que además se empeña en cargar sobre sus espaldas toda las injusticias y ultrajes perpetrados contra su raza, resultando así que tan ingente peso le oprime hasta hacerle rezumar resentimiento. Son ambos —Jester y Sherman— hombres en construcción dándose una importancia que aún no merecen, extasiándose en palabras recién descubiertas que a sus vírgenes oídos suenan grandilocuentes e imbuidos en una confusión de sentimientos respecto a sí mismos, al otro y al mundo que les rodea.
A pesar del ambiente en el que ha crecido Jester, el hilo de cariño que lo une a su abuelo está cada vez más tenso. De un tiempo a esta parte ha comenzado a pensar por sí mismo y a tener ideas propias que contradicen aquellas que siempre había dado por supuestas y que no son otras que las de su abuelo. Así, cuestiona la segregación racial. Critica la diferente manera de juzgar un delito según lo haya cometido un blanco o un negro, es decir, la justicia de la que su propio abuelo, otrora prominente juez, admite que «es una quimera, una ilusión. La justicia no es una cinta métrica, aplicable con igual medida en todos los casos».
Al viejo juez le duele esta brecha recién abierta entre él y su adorado nieto. «[...], la ruptura de la comprensión, de la simpatía, es ciertamente una forma de la muerte». Y es que hay muchas formas de morir. Como reza la maravillosa primera frase de esta novela, que irremediablemente recuerda al célebre comienzo de Anna Karenina de León Tólstoi, «La muerte es siempre la misma, pero cada hombre muere a su manera». Así, J. T. Malone se siente horrorizado «al saber que no solamente iba a morir, sino que alguna parte de él había muerto ya sin que él se hubiera dado cuenta». «Cercana la muerte, se había agudizado en él la vida» y al farmacéutico le invade la sensación de haber desperdiciado esta y haber dejado que fuera la inercia quien marcara las horas de ese reloj sin manecillas que es nuestro tiempo en la tierra. No puede evitar pensar «en toda la vida que había malgastado. Se preguntaba cómo podía morir si aún no había vivido». Cuando se sincera respecto a su diagnóstico con su amigo el juez, este le resta importancia a la opinión de los médicos. Se pone a sí mismo como ejemplo, pues, hace años, sus desmanes con la comida y la bebida le habían dado un buen susto en forma de ataque de apoplejía y ahí seguía, vivito y coleando. Sin embargo, el anciano es consciente de que las manecillas de su propio reloj han dado ya demasiadas vueltas y no puede evitar temer «El vacío, la nada [...], el infinito vacío y la oscuridad en que me encontraría completamente solo. Sin amar, sin comer, ni nada. Sencillamente, permanecer en ese infinito vacío y oscuridad».
«—Fox —preguntó Malone—, ¿cree en la vida eterna?—Creo en la idea de eternidad que puedo abarcar. Sé que mi hijo vivirá siempre dentro de mí, y mi nieto dentro de él y de mí. ¿Pero qué es la eternidad?—En la iglesia —dijo Malone— el doctor Watson ha hablado hoy de la salvación como arma de fuego que apunta hacia la muerte.—Una frase bonita... me gustaría que fuera mía. Pero no tiene sentido. —Y añadió finalmente—: No, no creo en la eternidad en el sentido religioso. Creo en las cosas que conozco y en los descendientes que dejo atrás. Creo también en mis antepasados. ¿Llamas a eso eternidad?»
Ciudad de Milan, en Georgia, EEUU, fotografía de Mklbell bajo licencia CC BY-SA 3.0 |
El viejo juez se jacta de su sagacidad, de haber conocido a su hijo, de conocer a su nieto, de entender a los negros. Sin embargo, es miope respecto a los sentimientos que inconscientemente alimenta en aquellos que lo rodean, así como poco diestro en sus relaciones con estos. Tal incauta ceguera resulta peligrosa. Es un personaje que provoca rechazo pero que también logra por momentos conmover. Esta ambivalencia de sentimientos en el lector es también, en menor o mayor grado, provocada por los otros tres personajes protagonistas de esta novela, pero, por sus ideas tan en las antípodas de las de la mayoría de lectores, es el juez Clain el que provoca un claro rechazo. Y, sin embargo, a pesar de su profundo racismo, a pesar de su torpeza hacia los sentimientos y reacciones de los demás, en ocasiones hace gala de un análisis social y de un conocimiento de la condición humana extraordinariamente lúcidos y certeros. En una novela en la que abundan los diálogos incisivos, agudos y reveladores entre los principales personajes, el viejo Fox Clain nos sorprende interviniendo en algunos de estos con manifestaciones como las que siguen:
«—Habla usted como si fuera partidario de la esclavitud.—Naturalmente que soy partidario de la esclavitud. La civilización se basa en la esclavitud.[...]—Si no exactamente en la esclavitud, por lo menos en un estado feliz de peonaje.—Feliz ¿para quién?—Para todos. ¿Crees por un solo momento que los esclavos querían ser liberados? No, Sherman, muchos esclavos permanecieron fieles a sus viejos amos: no deseaban estar libres hasta el día en que murieran».
«—La parálisis progresiva no huele mal.—No, pero el socialismo sí huele mal. Y cuando el socialismo anula la iniciativa privada... —la voz del Juez se apagaba, hasta que dio con una imagen—... coloca a las personas en moldes de galletas; eso es la estandarización —dijo el Juez apasionadamente—. Puede que te interese saber, hijo, que en una ocasión tuve un interés científico por el socialismo e incluso por el comunismo. Puramente científico, no lo pierdas de vista, y por breve tiempo. Pero entonces, un día, vi una fotografía de docenas de mujeres bolcheviques vestidas con idénticos trajes de gimnasia, todas haciendo el mismo ejercicio, todas en cuclillas. Docenas y docenas de mujeres haciendo la misma gimnasia; los pechos idénticos, los muslos iguales, cada postura, cada costilla, cada trasero, igual, igual. Y aunque no siento ninguna aversión por las carnes sanas de las mujeres, sean bolcheviques o estadounidenses, en cuclillas o de pie, cuanto más estudiaba la fotografía, tanto más me repugnaba. Ahora bien, podía muy bien estar enamorado de una en particular, de una de aquellas mujeres de carnes exuberantes..., pero verlas una tras otra, idénticas, me repugnó. Y todo mi interés, por muy científico que fuera, desapareció. No me hables de estandarización».
«—Además —continuó el Juez—, tú y yo poseemos nuestras propiedades y nuestra posición, y se nos respeta. Pero, ¿qué posee Sammy Lank, aparte de montones de hijos? Sammy Lank y otros blancos pobres como él, no tienen más que el color de su piel. La clave de todo el asunto es que no tienen medios, propiedades, ni a nadie por debajo de ellos. Es triste admitirlo, pero la naturaleza humana, todos los hombres, tienen que tener a alguien por debajo de ellos, alguien a quien poder desdeñar. Y Sammy y los que son como él, solamente pueden sentirse superiores a los negros. ¿Comprendes, J. T.? Es una cuestión de orgullo. Tú y yo poseemos nuestro orgullo, el orgullo de nuestra sangre, el orgullo de nuestro linaje blanco. Pero, ¿qué posee Sammy Lank, excepto montones de trillizos de rostros blancos, gemelos, y una mujer, gastada por tantos embarazos, que se sienta en el porche a oler rapé?»
La cantante Marian Anderson, fotografía en dominio público de S. Hurock-classical concert promoter |
Esa búsqueda, esa lucha, esa responsabilidad de un hombre para consigo mismo, esa —en palabras de Jesús Carrasco— «responsabilidad, por ejemplo, para afrontar la soledad, para tomar decisiones morales y para, finalmente, modelar una identidad verdaderamente propia», que, según opina el autor de novelas como Intemperie o La tierra que pisamos, «es la idea que alumbra y la que subyace en cada uno de los personajes protagonistas de Reloj sin manecillas. Todos ellos solos e impelidos a tomar el timón de sus existencias. Todos ellos obligados a asumir de manera radical la responsabilidad de estar vivos» se me escapó en un principio. No fue hasta volver sobre lo leído que entendí lo que realmente implica esa responsabilidad de vivir y, más que de nuestras ideas o de nuestros pensamientos, de nuestros actos y no solo para uno mismo sino para con los demás. Lo que sí fui detectando a lo largo de esta lectura fue otro tema que o bien no está tan presente en el resto de la obra de la autora o bien se me había pasado desapercibido. Me pregunto si, aun siendo Reloj sin manecillas una obra que rondó la mente de la autora durante años, de algún modo u otro McCullers presintiera que esta sería su última novela y de ahí su ambición totalizadora, de ahí la permanente temática en ella del tiempo, de ese reloj sin manecillas cuya caprichosa maquinaria no es sino manejada por la no menos caprichosa muerte, esa que —recordemos— «Se te acerca por la espalda. Mata al incauto con tanta frecuencia como mata al que la aguarda». Porque «uno no puede escoger. Ni el nacimiento ni la muerte, uno no puede escogerlos. Sólo los suicidas pueden elegir, despreciando la ardiente plenitud de la vida por la nada absoluta de la tumba». No puede elegir J. T. Malone. No puede elegir Fox Clane. No puede elegir Jester Clane. No puede elegir Sherman Pew. No pudo elegir Carson McCullers, segando así la señora de la guadaña la vida de una escritora de una mirada, talento y personalidad difícil de igualar.
«Miraba fijamente el almirez y sus ojos brillaban con la fiebre y el terror y, en su abstracción, no se dio cuenta de que llegaba desde el sótano el ruido de unos golpes. Hasta aquella primavera siempre había sostenido que existía un ritmo elemental en la vida y en la muerte, el ritmo bíblico de los setenta años. Pero ahora meditaba sobre las muertes inexplicables. Pensaba en los niños, perfectos y delicados como joyas en sus ataúdes de seda blanca. Y pensaba en aquella hermosa profesora de canto que se tragó una espina de pescado en un banquete y se murió en una hora. En Johnny Clane y en los chicos de Milan que habían muerto en las dos guerras mundiales. ¿Y cuántos otros? ¿Cómo? ¿Por qué? Siguió escuchando los golpes en el sótano. Era una rata; la semana anterior una rata había derramado una botella de asafétida y durante días el hedor fue tan fuerte que el mozo se negó a trabajar en el sótano. No había ritmo en la muerte, solamente existía el ritmo de la rata, el hedor de la corrupción. Y la hermosa profesora de canto, la carne dorada y joven de Johnny Clane, los niños que semejaban joyas, todos terminaban en un cadáver descompuesto dentro del ataúd apestoso. Se fijó en el almirez con asombrosa sorpresa: sólo la piedra duraba».
Como si estuvieran cinceladas sobre piedra son las obras literarias de Carson McCullers: eternas.
Discurso de Gettysburg de Abraham Lincoln. Facsímil pertenenciente a Alexander Bliss. Fuente:James Grant Wilson, ed., The Presidents of The United States, 1789-1914, v. 2, 1914, between pp. 280 and 281. Trabajo en dominio público. |
Tengo un libro de Carson McCullers, "El aliento del cielo", esperándome encima de mi mesa desde hace ya meses. Esta reseña tuya y el aliciente de que sea Jesús Carrasco el autor del prólogo me llevan de nuevo a esta autora que me encanta. A ver si durante los días de verano me pongo con él.
ResponderEliminarUn beso
El aliento del cielo es el primer libro que leí de Carson McCullers. Con él te leerás buena parte de su obra, Juan Carlos, pues, como ya sabrás, contiene todos los relatos de la autora además de sus tres novelas breves. Creo que la canícula veraniega se aliará muy bien con el ambiente sureño de las historias de McCullers.
EliminarDeduzco por tu comentario que sería tu primer acercamiento a la autora. A mí es una escritora que me gusta mucho y que me parece buenísima. Ya me contarás.
Besos
Leí este libro hace más de treinta años (1993) así que tan solo recuerdo que me gustó mucho. A medida que te iba leyendo, me iban entrando ganas de volver a leerlo (es un decir, casi sería la primera vez). Me ha recordado mucho a William Faulkner, otro al que tengo que revisitar. Los autores del Sur y su forma de escribir son algo único.
ResponderEliminarUn beso.
Los autores del Sur y su forma de escribir son algo único y eso hace que de algún modo se parezcan entre ellos a la vez que cada uno tiene su propia identidad.
EliminarCon esta novela de McCullers he concluido la lectura de 'toda' su obra. Entrecomillo porque hay un libro titulado El mudo y otros textos que incluye un primer esbozo de su novela El corazón es un cazador solitario junto con textos de la autora sobre literatura y escritura que aún no he leído. Pero lo que son sus cuentos y novelas los he leído todos. Y la verdad es que me apetecería releer todo de ella, por disfrutar nuevamente de lo que disfruté la primera vez y por rescatar lo que tengo olvidado y fijarme en matices que sé se me pasaron desapercibidos. Sé que es improbable que lo haga, pero ahí está el deseo, así que quién sabe.
Yo te animo con McCullers, Rosa. Bien con la relectura de esta novela, de cualquier otra o si tienes algo de ella por leer con una primera lectura. Te animo no solo porque esta escritora me gusta mucho sino porque sé que has de disfrutar con lo que leas de ella.
Besos
¡Hola! Yo leí a la autora hace bastante tiempo "Reflejos e un ojo dorado", me gustó, claro, merece la pena leer cualquier cosas suya y no lo descartaría si no fuera por lo de siempre, que hay otras cosas que me apetecen mas, ya sabes...
ResponderEliminarRespecto a esta novela que reseñas, pues sé que me gustaría ya que me encantan los personajes que me provocan rechazo y al mismo tiempo me conmueven y el tema del racismo de fondo pues me encanta que se ponga sobre la mesa
Genial tu reseña, Lorena
Besos
Pues sí, ya sé y te entiendo perfectamente, Marian. A mí también hay libros y autores que aun gustándome me apetecen menos que otros. Cuestión de preferencias y de que el tiempo da para lo que da.
EliminarBesos