Lo raro es vivir - Carmen Martín Gaite

«Te crea confusiones
tu falso imaginar, y no estás viendo
lo que verías libre de ilusiones».

Dante Alighieri, La Divina Comedia


Tengo que confesaros algo. A mí, las historias de Carmen Martín Gaite me parecen en cierto modo irreales. Hay en las situaciones que provoca, en las reacciones de sus personajes algo inverosímil. Sin embargo, consigue siempre envolverme con ellas. Crea con los monólogos interiores y con los diálogos una atmósfera de la que no es solo que me cueste sino que no quiero abstraerme. Me debato así, sabiéndome rendida de antemano, entre el coloquialismo de sus narraciones y la magia que, de estas, fluye de continuo y a borbotones. Y es que, como le dice a la protagonista del libro que os traigo hoy una compañera de ese trabajo que comparten en ese archivo que acumula una «marea de […] papeles ajenos adonde acudo a diario a beber olvido», la escritora salmantina dice «cosas tan raras que no te sigo, pero son de las que te dejan temblando, como la poesía, que de suyo se entiende sólo a medias». Así, a entremedias, es como voy yo entendiendo esta historia porque, como le ocurre a la profesora de las gafitas, esa de la que Águeda Soler —tal es el nombre de la protagonista de esta novela— cuenta que «a mí la pasión por el estudio no había logrado inyectármela nadie hasta que la conocí a ella», como le ocurre, pues, a esa profesora que tanto la marcaría, «a mí me abruman las totalidades […] y no concibo el conocimiento más que de forma fragmentaria».

Bueno, en realidad, no es que me abrumen las totalidades. Es tan solo que muchas veces no son necesarias, aparte de que nunca se puede abarcar todo en su totalidad. Y tampoco es verdad que no siga esas cosas tan raras que me cuenta Carmen Martín Gaite o Águeda o qué sé yo quién. Al contrario, las sigo demasiado bien. Será que a mí también me gusta perder el hilo, hacer lo propio por los cerros de Úbeda, pegarme con las esquinas. Será que no sé ir al grano porque «para mí todo es grano». «Me refiero un poco en general a todo, a cómo se me enreda dentro de la cabeza lo que me va pasando a cada momento con lo que me pasó antes, y con historias ajenas de vivos, de muertos, de aparecidos, con escenas de cine, todo revuelto y arrugado». Será que soy un poco como ese profesor de la Sorbona que le regaló a Águeda una flor de papel y para el que «su mayor problema […] era la incapacidad para interesarse solamente por una de las diferentes historias que le salían al paso […], limitarse a buscar lo suyo, […] ¿por qué era suyo?, ¿quién había decidido que lo fuera?; y lo sabía […], que se iba a entretener, a desviarse de la cuestión que le había traído allí por culpa de otras a las que no se resistía a echar un vistazo. […] resulta tan empobrecedor —decía— atenerse de forma rígida a lo que se ha elegido, descartando cualquier otra posibilidad igualmente interesante, y sin embargo hay que contar con ello, nos pasamos la vida decidiendo, por mucho que nos agobie decidir, ésa es nuestra condena, la sed de infinitud chocando contra los barrotes de la jaula; […] «c’est la vie»». O (en idioma patrio para que nos entendamos todos) así es la vida, esa vida que nos fuerza «a tomar opciones excluyentes, entras por una puerta y ya no hay más que un pasillo que se va ensombreciendo con puertas al fondo por las que también hay que pasar, cada vez más estrechas y perentorias». Será también que «simplemente […] lo que me ha pasado es que he sentido sin saber por qué la tentación de bajar al bosque a divagar, a romper lazos con lo previsible».

Pero no, no soy yo la que baja al bosque. O más bien no soy yo la que siente esa necesidad de romper lazos con lo previsible. Si yo bajo al bosque es porque acompaño a Águeda, porque he cogido su mano y no la quiero soltar, porque me arrastra y yo me dejo llevar, porque me reta como a ella la retó ese médico que le despertó el gusto por gustar y que la hizo cómplice al tentarla con un «depende de su capacidad para apuntarse a los juegos peligrosos». Águeda baja al bosque como baja al metro. Bueno, en realidad es al metro a donde baja, pero ella a viajar en metro lo llama bajar al bosque porque en el metro le «da por pensar mucho, pero además con chasquidos de alto voltaje, relámpagos que generan preguntas sin respuesta y desembocan en la propia pérdida, en los tramos umbríos de ese viaje interior donde se acentúa la desconexión entre la lógica y los terrores». Lo hacía mucho de niña —lo de divagar mientras viajaba en metro— cuando «el desamparo de sentirme viva entre desconocidos quedaba paliado por la referencia incondicional a quien, además de servirme de eslabón con el mundo, sabía mucho de viajes subterráneos: mi madre», es decir, la suya, la de Águeda; es decir, la otra Águeda, esa a la que nuestra Águeda tanto se parece tanto en físico como en voz. En los últimos años, sin embargo, Águeda ha estado evitando viajar en metro o más bien «bajar al bosque en general, a todos los bosques que proliferaron insensible y progresivamente a partir de aquella primera metáfora infantil».

A Águeda le gustan las metáforas. Las cultiva desde niña. «Cuando te sale el artista de todo el amasijo de calamidades que eres es cuando te pones a mirar el arte y la literatura desde tus ansias por escapar del infierno, de ahí es de donde sacas el poder de metáfora, transformas lo que dices en camino de luz para los otros». Pero no, esa artista no es ella. Eso se lo dirá Águeda a Rosario Tena, que es como se llama la profesora de las gafitas. La novela de la que intento hablaros como se llama (como se titula, más bien) es Lo raro es vivir. Y no quiero ponerme a filosofar sobre si vivir es raro o no, más que nada por no perderme y por intentar ir yo al grano ya que a Águeda le cuesta tanto. Claro que, ahora que lo pienso, lo que sí sería raro es que yo consiguiera poner orden en una reseña. Si es que veo los libros que leo como Águeda ve su «radiografía interior, como un habitáculo plagado de cajones desordenados y rebosantes que escupían su contenido al suelo en fatal revoltijo». Deformación profesional, pensaréis: una archivera —como recordemos que es Águeda— que piensa en cajones y en la necesidad de ordenar. Lo que no sabréis (o probablemente sí, ni que fuera yo la única que ha leído este libro) es que Águeda fue letrista de canciones de entrerrock antes de opositar. Una de sus canciones se titulaba precisamente Lo raro es vivir. Se quedó con esa frase de una de las lecciones con las que la profesora de las gafitas le inyectó la pasión por el estudio. «Desde que el mundo es mundo, vivir y morir vienen siendo la cara y la cruz de una misma moneda echada al aire, pero si sale cara es todavía más absurdo. Para mí, si quieren que les diga la verdad, lo raro es vivir», le dijo Rosario Tena a una clase de universitarios absorta en sus palabras. «Lo más llamativo sería escuchar el testimonio de alguien que ya se hubiera muerto, a ver qué decía, pero es difícil porque no vuelven, sólo alguna vez en sueños y no siempre da tiempo a apuntar sus palabras, […]. Ellos son los únicos que saben lo raro que era vivir, lo han entendido cuando ya no pueden contarlo en ningún libro», le dirá Águeda al dueño de un bar una noche en la que siente la necesidad de salir a la calle, pues esta «abre otra perspectiva, […] da pie para bajar a bosques inexplorados, es calle, pasa gente que también va perdida en su propia espesura». Un poco perdido, efectivamente, andaba el hostelero, que «acababa de cumplir cuarenta y dos años y se sentía muy viejo, echaba de menos la luz, aunque fuera fugitiva, de un momento extraordinario». «[…] lo que echamos de menos todos», vamos.

A quien Águeda echa de menos es a la otra Águeda. Tal vez ella no lo ve así porque hacía ya tiempo que la relación tan especial que mantenía con su madre cuando era niña —es decir, cuando esta, experta en viajes subterráneos, le servía de eslabón con el mundo— se había deteriorado. Pero aunque «no hay ningún caso igual que otro, […] que se te muera la madre es siempre algo tremendo […]. Se van y te dejan mutilada, a partir de ahí es cuando empiezas a envejecer». A pensar en eso de lo que la otra Águeda, por su cualidad de fallecida, podría dar testimonio, es decir, a pensar en lo raro que es —que era, para su madre— vivir. «Lo que más me extrañaba», confiesa Águeda hija, «era haberme acostumbrado tan pronto a pensar en mi madre como en alguien que nunca más pasaría calor en verano ni se asomaría de noche a mirar las azoteas de Madrid, tan perteneciente al pasado como Vidal y Villalba. Ya no oye —me decía—, ya no puede explicar nada aunque se lo pregunte, ya no puede mentir ni defenderse, se ha ido de puntillas con sus cosas, con su mirada indescifrable, ya no pasa calor, la parte de mi infancia enredada en su ovillo se la llevó con ella. No pensaba «se la llevará», como otras veces al imaginar con sobresalto su ausencia, sino «se la llevó», lo pensaba como algo inexorable. Y el cordón umbilical de las historias pendientes se cubría de herrumbre». El de esas historias pendientes sobre las que no merece la pena indagar en la responsabilidad de los errores de cada quien, así como tampoco en las culpas porque, además, «culpas no hay […] sólo causas», causas —las del deterioro de la relación entre madre e hija— que tal vez no difieren demasiado de esas otras que afectaron a la relación entre los padres de Águeda, en la cual llegó un momento en que «se acabaron los sueños de vida bohemia y se debió iniciar ese ruido de carcoma que cimenta todas las discusiones a puerta cerrada cuyo gas venenoso se fugaba por la ranura de abajo, argumentos ilógicos, fraguados de mala manera y arrojados al vertedero de mi memoria, un archivo donde nadie ha entrado a poner orden».

Lo del desorden en el archivo mental de Águeda, como veis, viene de lejos. Para más inri, como si no tuviera bastante con los recuerdos y con lo que el presente va sumando, a Águeda le gusta inventar, a veces hasta mentir. Esto último, además, últimamente le sale solo. «¿Verdad que cuando nos conocimos te gusté porque divagaba y cosía la verdad con hilos de mentira?», le pregunta a su pareja, la misma que para definir a Águeda le dice a esta que parece «que provocas preguntas, que estás deseando que te las hagan, las mendigas casi. Y luego te enfadas si entra uno en tu juego». Sí, ese es un buen resumen del tarannà de Águeda. Taranná, taranná. Qué bonita palabra. Dan ganas de tararearla. Es catalana y significa carácter. Aunque a mí (y a Águeda también) me suena más a tarambana. Taranná, taranná. Qué carácter tan tarambana tiene Águeda, pensaréis. Qué maravillosa locuela es, os confirmo yo. Porque «todo consiste en cómo [se] pronuncia la palabra loca, […]; según el lugar del alma de donde […] salga, la siento como una caricia o como una amenaza sombría, aquella noche sabía a cóctel de champán».

Pensaréis también que la que me he bebido el cóctel de champán soy yo. Pues sí, me bebo todo lo que me cuenta Águeda y todo lo que escribe Carmen Martín Gaite. Aunque lo del desorden en mis reseñas reconozco que es algo crónico y no efecto de la borrachera literaria. La resaca literaria, además, a veces es engañosa y dañina. Y es que «qué cara estamos pagando la exclusiva sublimación de lo sombrío y tortuoso, la excursión literaria por la boca del lobo». «¡Cuánta literatura sobre las tinieblas!, y en general qué mala, pura pacotilla», cuando en cambio «la luz la damos por normal, la dejamos resbalar sin prestarle los cuidados que merece, que ruede, que se la trague el sumidero de los desperdicios». 

Clavileño, ilustración de la obra: El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha / por Miguel de Cervantes Saavedra ; edición adornada con más de 350 acuarelas de Salvador Tusell, sacadas de las célebres composiciones de Gustave Doré.- Barcelona : Luis Tasso, [1894?]
Fuente: Fondo Antiguo de la Biblioteca de la Universidad de Sevilla. Trabajo en Dominio público

Venga, va, voy a intentar poner un poco de orden en esta reseña. Voy a intentar iluminar este embrollo de ideas para que esta entrada no la trague el sumidero de los desperdicios. Si pudiera recurrirse al taranná para hablar de las novelas, yo diría que Lo raro es vivir tiene un carácter como de cuento de hadas. Sí, sí, me estáis leyendo bien. Qué es sino el deambular de Águeda Soler por sus páginas. Y es que, como a ella misma no le queda más remedio que reconocer, «algo me estaba pasando, algo profundo y oscuro como un corrimiento de tierras cuya amenaza aún imprecisa obliga a soñar con un puerto donde dormir al resguardo de todo vaivén; anclarse, ¿pero dónde?» Para llegar a ese dónde Águeda se interna en sus bosques una y otra vez. O tal vez lo hace en diferentes vericuetos de un mismo bosque. Todos llevamos un bosque dentro con su ramaje, arboleda y fauna particular. En el de Águeda le salen al paso diferentes personajes con pistas o llaves para desbrozar un nuevo trecho del bosque. Que si el hostelero existencialista con sed de novelas, que si la compañera-amiga del archivo, que si un amor del pasado, que si la madre, si el padre, si el hermano, que si unos personajes históricos con cierto taranná quijotesco, … Sí, sí, me estáis leyendo bien, unos personajes del siglo XVIII, allá por los primeros brotes de independencia de las colonias americanas. Oye, a mí no mi pidáis explicaciones. Que esto sale de un cajón del archivo mental de Águeda. Que este no es mi bosque. Lo que si os puedo aclarar es que «hurgar en el pasado remoto puede ser un lenitivo. El cercano hace más daño». Así que dejad a Águeda con sus cosas, pobrecilla. Os recuerdo que algo le está pasando.

Vale, me gusta más una metáfora que a un personaje de una novela de Carmen Martín Gaite. Lo admito. A ver si os gusta más este perfil de Águeda Soler. Mujer supongo que en la treintena, probablemente más cerca de los cuarenta que de los treinta. El tiempo actual es el del Madrid de los años noventa. En su juventud (presumiblemente en los ochenta), Águeda se atuvo «a las recetas de rigor para sacar partido de ser joven, y supe que casi todas las personas de mi edad […] teníamos problemas parecidos pero nos gustaba contar otros, disfrazarnos de algo que no éramos aún o no seríamos nunca, y en aquel baile de disfraces sólo podía resistirse bebiendo, exhibiendo descaro y desconfianza en el amor para siempre de las películas». Y es que «qué difícil es buscar la propia ración de aire, aguantar el aire libre cuando te has aficionado a los paños calientes, abandonar la cueva sin rencor y sin daño, resignarse a olvidar lo que no se ha entendido». Se miente, se miente y se sigue mintiendo (y sobre todo mintiéndose a uno mismo) y disfrazándose de lo que no se es. «Se miente por incapacidad de pedir a gritos que los demás te acepten como eres. Cuando te resistes a confesar el desamparo de tu vida, ya te estás disfrazando de otra cosa, le coges el tranquillo al invento y de ahí en adelante es el puro extravío, no paras de dar tumbos con la careta puesta, alejándote del camino que podría llevarte a saber quién eres. […] sed de aprecio, o como lo quieras llamar». Para retomar el camino y averiguar quién eres no queda otra que bajar al bosque, hacer el ejercicio de intentar aplacar la sed con el agua que se desprende de la humedad engañosa de este y descifrar el reflejo que devuelven las gotas de rocío que amenazantemente penden de las hojas de sus árboles. Hay que tomar el metro tanto tiempo sin tomar. Hay que salir intempestivamente a la calle y cerrar un bar. Hay que emprender camino hacia la nueva casa del padre. Hay que sincerarse con esa compañera de trabajo a la que no siempre hemos valorado como merecía. Hay que afrontar la postergada visita a la profesora de las gafitas. Para encontrarse hay que perderse. Hay que bajar al bosque y desde su oscuridad emerger a la superficie con nuevos ojos que vean la luz y permitan detectar ese dónde (quizás incluso ya conocido) en el que anclarse. Hay que bajar al infierno, como le enseñó a Águeda años atrás la profesora de las gafitas con esa clase magistral sobre La divina comedia, «y desde la selva oscura donde se encuentra extraviado el poeta, sin saber cómo ha llegado allí, Virgilio a Dante y a mí Rosario Tena [y a esta que aquí escribe Carmen Martín Gaite] nos iban guiando primero por un inmenso y terrible embudo empotrado en el centro de la tierra y luego camino arriba de una montaña formada por las rocas que desplazó Lucifer en su caída, hasta llegar por fin, franqueando siete cornisas, a la ansiada cumbre de los jardines del Edén donde el poeta va a encontrar a Beatriz mirando al sol con ojos de águila y que le dice: «Te crea confusiones / tu falso imaginar, y no estás viendo / lo que verías libre de ilusiones», un mundo transparente pero al mismo tiempo difícil de entender porque nos pilla desprevenidos, porque estamos acostumbrados al mal, un espacio algo frío tal vez, como lo es el ejercicio agudo de la inteligencia, pero tan dantesco como el que se acostumbra a calificar así por sus espantos». «No eran sólo cuevas, ríos subterráneos, seres retorcidos por el tormento y lagunas tenebrosas lo que Virgilio y Rosario nos mostraban, sino también la brisa fría percibida al salir del encierro a la luz, una luz lejana e inabarcable de astros que laten en otro hemisferio y nos mandan sus rayos de esperanza. Pero son pausas, y hay que saberlo, cuya esencia reside en su misma fugacidad, el dolor está ahí, detrás de cualquier risco con las fauces abiertas, y eso no hay que olvidarlo, Dante no permite que lo olvidemos. En el Paraíso nunca se deja de hacer referencias a nuestra condición mortal, de la misma manera que se encuentran rastros de placer en el Infierno y en el Purgatorio; en eso consistía el mensaje cifrado, en hacernos notar cómo a lo largo del viaje emprendido se iban revelando aspectos complementarios del friso de la vida y de la muerte, del horror y la bienaventuranza, de lo cercano y lo distante; La divina comedia era sobre todo eso, un libro de viaje con ilustraciones. Y ella, Rosario Tena, nuestro Virgilio, veía en aquellas ilustraciones la aventura del hombre capaz de afilar su inteligencia y vencer su cobardía para buscar salvación en el seno del caos, pero sin prescindir de él, porque es tarea vana y pretensión soberbia la lucha contra el caos». Así, pues, no seré yo quien luche contra él. Permitidme, por tanto, cierta dosis de caos en mis reseñas y hacedme (haceos) un favor: abrazad ya no solo lo raro que es vivir sino esos momentos de luz que nos regala la vida que, aunque fugaces, no son tan raros como solemos pensar.

Dante y Beatriz contemplando El Empíreo (el más alto de los cielos según la teología católica medieval),
 ilustración de Gustave Doré para
 Alighieri, Dante; Cary, Henry Francis (ed) (1892) "Canto XXXI" in
The Divine Comedy by Dante, Illustrated, Hell, CompleteLondon, Paris & Melbourne: Cassell &
Company Retrieved on 13 July 2009. Fuente:
RosiTour Art Gallery. Trabajo en dominio público.

Pues eso. Que venía a confesaros algo. Que Carmen Martín Gaite siempre me enreda y a mí bien que me gusta dejarme enredar.





Ficha del libro:
Editorial: Anagrama
Año de publicación: 2006 (1996)
Nº de páginas: 240
ISBN: 978-84-339-7823-3





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Comentarios

  1. Siempre me ha gustado la Martín Gaite, mi paisana. Me gusta desde que hace muchos años leí su novela "Entre visillos" y luego "El cuarto de atrás"; me gustaba mucho, ya estando yo en Madrid, escuchar la hablar en conferencias o encuentros literarios a los que por los años 90 siempre que podía yo asistía; me gustaron mucho sus novela "Nubosidad variable" e "Irse de casa" que ahora, repasando su biografía, veo que ésta última siguió a la que tú, de manera siempre tan original y particular, comentas. "Lo raro es vivir" no la he leído; sin embargo sí he leído varios de sus cuentos y en especial recuerdo la lectura de sus ensayos "Usos amorosos del dieciocho en España" y "Usos amorosos de la Postguerra española". Y seguro que me dejo en el pozo de mi memoria algunos títulos más de ella.
    La recuerdo hablando de literatura en el filo del siglo XXI en compañía de Alonso Zamora Vicente y algunos más. En esas conferencias la acompañaba entre el público una joven Belén Gopegui cuya imagen y porte estético imitaba la de Carmen Martín Gaite.
    Tu reseña es un auténtico relato, Lorena. Me ha encantado leerlo y me ha servido, como ves, para recordar un montón de cosas.
    Un beso grande

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    1. Pues me alegra haberte traído lo que parecen buenos recuerdos, Juan Carlos. Qué lujo haber tenido la ocasión de escuchar hablar en directo a la Gaite sobre literatura. En mi caso es el cuarto libro suyo que leo, todos novelas, aunque no me importaría leer alguno de sus ensayos, en concreto el de Usos amorosos de la Posguerra española siempre me ha llamado la atención. De echo, ahora que lo pienso, El cuarto de atrás, aun novela, tiene también algo de ensayo. En fin, que siempre es una más que grata experiencia leer a tu paisana.
      Me traes, por cierto, a la mente a Belén Gopegui, a la que llevo tiempo queriendo leer. A ver si para el 2024 le toca.
      Besos

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  2. «Desde que el mundo es mundo, vivir y morir vienen siendo la cara y la cruz de una misma moneda echada al aire, pero si sale cara es todavía más absurdo. Para mí, si quieren que les diga la verdad, lo raro es vivir»
    Hace muchos años, creo que era 1996, en un examen de biología de Primero de Bachillerato, puse esa frase para que la explicaran. Era sobre el tema del origen de la vida y venía muy bien la frase aplicada a ese tema. No contaba para la nota del examen, pero si alguien la explicaba bien, le subía algo. Hubo un alumno que me sacó un 10 y después me explicó la frase de forma que yo no lo habría hecho mejor.
    Acababa de leer el libro y me había dejado fascinada.
    Como fascinada me ha dejado tu reseña, a pesar del desorden (¿cuál es el orden en una reseña?, a pesar de la borrachera literaria o precisamente por ella. Estaba pensando que debería releerlo, pero me he encontrado con la muerte de la madre de Águeda que había olvidado. Se ve que hace tantos años, no me impresionó. Hoy, cuando tan reciente tengo su pérdida, sería incapaz de leerlo, aunque espero poder en breve.
    He releído mucho a Carmen Martín Gaite, pero estos últimos libros, aún no.
    Un beso.

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    Respuestas
    1. Me imagino que no te impresionaría tanto, Rosa. A mí al menos no me ha impresionado. Entiendo que, no siendo el único, es un hecho importante en el sentir de Águeda a lo largo de esta novela, pero como los libros de Carmen Martín Gaite se leen con una sonrisa en los labios y terminan por ser de alguna manera esperanzadores, no he sentido que fuera una lectura dura. Obviamente, entiendo perfectamente que con la pérdida tan reciente de tu madre no te sientas aún preparada para esta relectura.
      La frase es maravillosa y es cierto que muy biológica. De hecho, pensé en tirar también de ese hilo en la reseña, pero no quería enredarme más de la cuenta. La vida es azar. Que haya vida es puro azar. Estamos aquí por azar y ciertamente lo raro y extraordinario es la vida.
      Bueno, me pongo muy filosófica.
      Un beso fuerte y mucho ánimo.

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    2. Por mucho que nos guste la literatura, la vena biológica es innegable. A mí me vino de maravilla.
      No es porque me hayan gustado más o menos. En su momento empecé a releer por los más antiguos y antes de llegar a los últimos, vinieron otras cosas y fue quedando relegada, pero no pierdo la esperanza.
      Un beso

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