Tango satánico - László Krasznahorkai
Son doce. Son doce capítulos. Podría decir que son doce campanadas: una, dos, tres, cuatro, cinco, seis y, a continuación, seis, cinco, cuatro, tres, dos, una. Los capítulos están numerados con números romanos, lo cual me parece bien; ello les da un toque más solemne, ello remite a tiempos arcaicos, antiguos, como si fuera el vestigio de algo fuertemente enraizado en la tierra del origen de los tiempos, de algo escrito e inamovible, de algo de lo que no podemos escapar.
No sé cuántas campanas escucha Futaki. Sí sé que me gustaría decir que son doce. Sería algo profético. Sería cerrar un círculo. Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis y, a continuación, seis, cinco, cuatro, tres, dos, una. Como los capítulos de esta novela: del I al VI, la primera parte; del VI al I, la segunda. Como la vida: avanzamos por su línea temporal y, traspasado su meridiano, tomamos conciencia de que el camino ante nosotros no es sino una cuenta atrás. Ese es el pensamiento que se abre paso en la mente de Futaki tras despertarse por ese sonido de campanas que siente como una premonición y que, más que llamar a muertos, parece anunciar la muerte.
«Futaki teme algo. Al amanecer miraba alarmado por la ventana. F. teme la muerte». Eso es lo que observa el médico desde esa atalaya que es esa ventana desde la que no pierde ripio de cuanto sucede en la aldea ni de los movimientos de los escasos habitantes que quedan en ella. Eso es lo que piensa el alcoholizado doctor que ya ni a sí mismo es capaz de cuidar y que, cual si de un Walter Kempowski se tratara, toma nota de todo cuanto ve.
Lo que yo veo es un escenario solitario. Es un terreno fangoso. Un lugar depauperado, abandonado, dejado de la mano de dios por unos habitantes que confían a dios o a saber a quién o qué aquello de lo que ellos mismos deberían ocuparse. Es otoño; eso lo sé desde esas primeras páginas en las que las campanas despiertan a Futaki. Llueve mucho; eso leo en varios momentos a lo largo de esta novela. Llueve sin clemencia, me parece a veces. Y es que no hay clemencia para quienes son víctimas de una fatalidad, parece decir esa lluvia cuyo golpear de gotas es como un repiqueteo de campanas. Pero «esto, damas y caballeros, de que se trate de algo fatal…», dirá más tarde alguien en esta novela, «es un acierto extraordinario…», añadirá. «A ver, ¿cómo puede ser lo fatídico fruto de la casualidad?… Y ya que lo fatídico resulta inevitable, ¿cómo podemos hablar de un accidente?…», concluye ese personaje. ¿Cómo podemos evitar algo que consideramos inevitable y para lo que por tanto no hacemos nada por evitar?, me pregunto yo.
Estoy en un western. Así visualizo gran parte de esta novela. Me parece sentir a cada uno de sus personajes pertrechados tras los maltrechos muros de sus viviendas esperando la ejecución final que ha de llegar antes del ocaso; esperando la llegada de algún John Wayne mesiánico que arribe a salvarlos de sí mismos, a fundarles una esperanza que creían perdida. Pero no, lo que László Krasznahorkai me muestra en esta novela no es el savaje oeste; lo que el escritor húngaro radiografía en Tango satánico es el triste y estéril este con toda su miseria, toda su desidia, inactividad, inmovilidad, todo su fracaso.
««¿Qué te hace creer que siguen allí? —pregunta nervioso—. A mi juicio, ya se han largado hace tiempo. Tan tontos no son». «¿No son tontos? —sonríe Irimiás—. Han nacido para ejercer de criados y es lo que serán hasta el final de sus vidas. Sentados en sus cocinas, cagan en los rincones y de vez en cuando miran por la ventana por ver qué hace el otro. Los conozco como la palma de mi mano». «No entiendo por qué estás tan seguro, amigo —dice Petrina—. A mí me da la sensación de que no queda nadie allí. Casas vacías, tejas robadas, en el mejor de los casos uno o dos ratones raquíticos en el molino…». «Nada —responde Irimiás, seguro de sus intenciones—. Esos siguen instalados allí como siempre, sentados en los mismos sucios taburetes, comiendo patatas con páprika todas las noches, sin comprender lo que ha pasado. Se miran unos a otros con suspicacia, regalan grandes eructos al silencio y… esperan. Esperan pacientes y correosos, y están convencidos de haber sido simplemente estafados. Aguardan agazapados como los gatos en la matanza del cerdo, para ver si les cae algún trozo de carne. Son como antiguamente los criados de un castillo, cuando su señor un buen día se pegaba un tiro en la cabeza se quedaban perplejos y desamparados en torno al cadáver…»»
Siguen allí aquellos a los que tan desconsiderada y despectivamente se refieren el antiquijotesco Irimiás y su fiel Sancho Panza Petrina. Siguen allí, en algún perdido enclave rural de Hungría al que antaño diera vida una promisoria explotación y que hoy —es decir, lo que es el postapocalíptico, postcomunista o post lo que sea presente de esta novela— se sostiene apenas por los estertores de lo que pudo ser y no fue. Siguen allí unos pocos desheredados de esa tierra prometida porque a menudo se requiere más valor para marcharse que para quedarse.
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Cowboy - Puszta, fotografía de lisa-skorpion bajo licencia CC BY.ND 2.0 |
Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis. Seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno. Podría pensarse que el clímax de esta novela está entre esa cuenta ascendente de capítulos y su correlativa descendente, que su punto de inflexión se encuentra, pues, entre su primera y su segunda y última parte. Ciertamente entre ambas se produce un cambio, un movimiento, y, justo antes, en una fonda que en mi imaginación se mimetiza en un saloon de una peli del oeste cualquiera pero que en esta novela es el sanctasanctórum de unas invisibles arañas que tejen sobre los parroquianos un sutil manto de inactividad, la señora Schmidt pasa de mano en mano al son de un tango satánico que da título a la ópera prima de László Krasznahorkai. Música, baile, alcohol y la promesa y postrer consuelo de la carne para combatir la lluvia y la amenaza del exterior; para adormecer los sentidos y aligerar la espera.
Hay un par de capítulos que nos sacan temporalmente del territorio inhóspito e inmisericorde en el que se desarrolla la trama de esta novela. El capítulo II de la primera parte nos abre las puertas a una extraña burocracia de tintes surrealistamente kafkianos. En el penúltimo de la novela, nombrado como capítulo II en su segunda parte, por tanto (caigo ahora en la más que probable buscada simetría ordinal de ambos capítulos), dos anónimos redactores sudan de lo lindo en su ingrata tarea de hacer comprensibles ciertos informes provocando con sus interpretaciones la hilaridad del lector. Y luego está el capitulazo por excelencia, por antonomasia, la obra maestra dentro de la obra maestra, de lo mejor y de lo más brutal que he leído en mi vida, una bestia literaria, un capítulo que creo tiene identidad propia más allá de la novela que lo integra. Tomad buena nota: capítulo V de la primera parte, capítulo dedicado a Stike.
«La alegría y el orgullo cada vez más intensos enardecían su imaginación; tenía la sensación de que ya no necesitaba moverse siquiera, de que el peso insoportable de su poder se cernía sobre el [...]; la conciencia de su grandeza y de su invulnerabilidad («Puedo hacer contigo lo que quiera») incluso la turbó ligeramente al comienzo: ante ella se abría, un universo desconocido cuyo centro era ella misma, desconcertada ante la infinitud de opciones; sin embargo, esa feliz plenitud acabó pronto, [...]. [...] se sintió víctima de una conciencia extraña que se había apoderado de ella. El intenso deseo de triunfar tumbó, por así decirlo, a quien había sido, y supo que adondequiera que fuera acabaría tropezando de manera inevitable y que este hecho heriría en el último momento la superioridad y determinación que irradiaba. [...] vio en esa luz el espanto, la impotencia, la desesperación que se volvía en su contra, la última esperanza de que, si se entregaba como trofeo, a lo mejor podría salvarse. [...] y Estike vio entonces impotente que aquello que con tanta lentitud, con tanta dificultad se había levantado en ella se derrumbaba ahora de golpe. [...] tomó conciencia de lo que había hecho [...]. Se le hizo un nudo en la garganta por la vergüenza y la compasión; sabía que ya nada podría reparar su victoria. [...] Y esto sería así para siempre: [...]. Hasta entonces creía que sólo el fracaso resultaba intolerable, pero ahora comprendió que también la victoria era insoportable, porque en esta terrible pelea lo vergonzoso no era que ella se impusiera, sino que no existiera para ella la posibilidad de una derrota».
Stike es el personaje más inocente de esta novela. En el capítulo V de la primera parte asistimos a la pérdida de esa inocencia. Mejor dicho: en ese capítulo asistimos a su toma de conciencia de la pérdida de su inocencia. Y es que la inocencia se puede (y en ese poder poca o nada elección tenemos) perder poco a poco o se puede perder de golpe. Es decir: se puede ir por la vida como se va leyendo esta novela —capítulo uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis y seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno o, lo que es lo mismo y como dice una canción de Revólver, «cuando al fin ya sé cómo funciona el juego / se me acaban las monedas, ironías de vivir»— o se puede, en cualquiera de los capítulos de la primera parte, caer de repente al abismo y de golpe saber, como si nos hubieran no sé si bendecido o maldecido con una especie de lumínica a la par que satánica revelación.
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Ruinas de un palacio húngaro, en Visegád. Fotografía de Pi IstvánTóth bajo licencia CC BY-NC-SA 2.0. |
El personaje que encarna a ese mesías le confía a su improvisada congregación que quiere crear «una pequeña isla con unos cuantos hombres que no tengan nada que perder, una isla en que desaparezca la servidumbre, en que no luchemos unos contra otros, en que cada cual pueda, al caer la noche, apoyar la cabeza tranquilamente sobre la almohada, de forma digna y segura, y así conciliar el sueño…» Y yo leo sus palabras y pienso inmediatamente en el versículo Mateo 8:20 que me descubrió Pilar Adón en su novela De bestias y aves y que últimamente tanto me persigue («Los zorros tienen guaridas, y las aves de los cielos tienen nidos; pero el Hijo del hombre no tiene dónde recostar la cabeza»). Y se me ocurre de repente que si los animales sí tienen donde recostar la cabeza es porque no son conscientes de su finitud, porque aunque algunos tengan conciencia de la muerte, tal vez no la tengan de la propia. Pero qué sabré yo de los animales no humanos. No más que Futaki, seguro; no más que ese pobre y temeroso viejo, otrora mecánico de la explotación, por mucho que mientras alivia la incontinencia provocada por la borrachera piense en cerdos.
«Rodeó la esquina del edificio y se detuvo a orinar junto a una acacia pelada: al alzar la vista al cielo se sintió terriblemente pequeño y desamparado y, mientras la orina chorreaba de su cuerpo con una fuerza imparable y viril, volvió a adueñarse de él la tristeza. Recorrió poco a poco el cielo con la mirada y pensó que en algún sitio, por muy lejos que fuera, terminaba esa bóveda levantada sobre ellos, así como «todo aquí abajo tiene el final que le corresponde». Nacemos en un mundo cercado como una pocilga, continuó pensando con el cerebro zumbándole, e igual que los cerdos que se revuelcan en su propio fango no sabemos con qué fin nos apelotonamos en torno a las ubres nutricias, para qué luchamos encarnizadamente en el barro, por llegar al comedero o, al atardecer, al lugar donde dormir. Se abotonó el pantalón y dio unos pasos para que la lluvia le diera de lleno. «¡Lávame estos viejos huesos! —murmuró con tono de amargura—. ¡Lávalos porque este viejo meón ya no durará mucho tiempo!». Ahí se quedó inmóvil, con los ojos cerrados, la cabeza echada hacia atrás, deseoso de librarse del ansia obstinada y repetitiva de saber por fin, ya en sus últimos años, «para qué era necesario en el mundo ese tal Futaki». Porque lo más conveniente habría sido conformarse con caer en la fosa ahí mismo y con el mismo celo con que en su día había arribado como berreante bebé; volvió a pensar en la pocilga y en los cerdos, pues tenía la sensación —aunque con la boca reseca difícilmente habría podido formularla con palabras en ese momento— de que, así como ellos no intuyen que la providencia tranquilizadora, por repetitiva, que flotaba sobre su día a día se resumiría de repente («¡en una ineludible hora matutina!») en un mero fulgor en el cuchillo del matarife, nosotros tampoco sospechamos ni podemos saber nunca a qué se debe esa angustiante, por incomprensible, despedida. Y no hay socorro, no hay salida, dijo para sus adentros mientras sacudía tristemente la cabeza despeinada, pues quién era capaz de entender que «yo, dispuesto a vivir hasta el fin de los tiempos, de repente, por alguna causa, tenga que largarme de aquí, meterme con los gusanos en la ciénaga hedionda y oscura». Futaki, «enamorado de las máquinas», lo seguía estando allí, empapado como un pajarito, cubierto de barro y de vómito, y sabía por tanto que un orden y un sentido actuaban incluso en la bomba de agua más sencilla. De ahí que pensara: si en algún lugar («¡en aquellas máquinas desde luego!») actuaba tan evidente disciplina, entonces («¡tan seguro como que la noche sigue al día!») este mundo caótico también había de atenerse a un sentido coherente. Permaneció desamparado bajo la lluvia torrencial y luego, sin solución de continuidad, empezó a cubrirse a sí mismo de insultos. «¡Qué estúpido eres, qué tonto de remate, Futaki! Primero te revuelcas en el barro como un cerdo asqueroso y luego te quedas aquí fuera como un cordero extraviado… ¿Has perdido lo poco que te quedaba de razón? Y bebes como un cosaco como si no supieras que no deberías. ¡Para colmo, en ayunas!». Meneó la cabeza furioso, se miró de arriba abajo y, avergonzado, comenzó a limpiarse la ropa, aunque sin mucho éxito: su pantalón y su camisa eran todo barro, de manera que buscó rápidamente su bastón en la oscuridad y entró en la fonda procurando pasar desapercibido para pedir ayuda al fondista».
Qué sé yo de animales ni de otra cosa. Qué hay que saber más allá de que «no existe ninguna diferencia entre yo y un insecto, entre un insecto y un río, entre un río y el grito que lo cruza. Todo funciona de manera vacua e irracional, por la fuerza de una interdependencia y de una oscilación salvaje y atemporal, y sólo nuestra imaginación, y no nuestros sentidos condenados eternamente al fracaso, nos incita a creer en todo momento que podemos liberarnos de las zanjas de la miseria».
«Sólo ocurre aquello que se formula», leo en esta novela. Somos tan insignificantes que han de escribirnos para que existamos, que han de registrarnos para que permanezcamos. Los personajes de Tango satánico son tan insignificantes que László Krasznahorkai hubo de ponerlos negro sobre blanco para que cobraran vida. Solo la imaginación de un escritor de la talla de este húngaro de nombre impronunciable y que se presta a un, más que tentador, aconsejable copia y pega es capaz de poner orden en el caos, remover magistralmente el caldo estanco que es la vida de sus criaturas cual si de un puchero añejo, rancio y críptico de regusto mordaz y amargo se tratara, y trazar el círculo abisal e inapelable que son nuestras vidas con una novela que no por cíclica deja de tener cabos sueltos. Solo una novela tan magnética y hechizante como es Tango satánico y tan llena de capas puede liberarnos temporalmente de las zanjas de la miseria mientras nos arrastra sin piedad, aunque con toques de gracia, por el lodo de las mismas.
Llego al último capítulo (capítulo I de la segunda parte). Vuelvo a escuchar el tañido de las campanas fantasmas. No soy la única que lo escucha, pero esta vez no se trata de Futaki. Llego al final de Tango satánico. Cierro el libro, que no la novela. Esta sigue cumpliendo su cometido, que no es otro que dar vueltas dentro de mí.
Son doce. Son doce capítulos los que me tienen así. Podría decir que son doce campanadas: una, dos, tres, cuatro, cinco, seis y, a continuación, seis, cinco, cuatro, tres, dos, una. Los capítulos están numerados con números romanos, lo cual me parece bien; ello les da un toque más solemne, ello remite a tiempos arcaicos, antiguos, como si fuera el vestigio de algo fuertemente enraizado en la tierra del origen de los tiempos, de algo escrito e inamovible, de algo de lo que no podemos escapar...
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Puszta (gran llanura húngara), fotografía de Dave Kneisz bajo licencia CC BY-NC-ND 2.0 |
Hola, Lorena:
ResponderEliminarEstá claro que te había entendido mal. Pensé que te ausentabas del blog durante una temporada por algo (estudios, viajes, algo sanitario...), pero veo que no ¡y me alegro!
Leeré tu reseña con más tranquilidad, ahora me tengo que marchar.
Un beso
Me entendiste perfectamente, Juan Carlos. Efectivamente, comenté en Tarro-libros que Tango satánico sería mi última lectura por una temporada. Lo que ocurre es que aún tenía varias reseñas por publicar en el blog y, como te comenté, una vez las publicara me ausentaría tanto del blog como de las redes sociales (de hecho, excepto por la publicación de esas entradas y la lectura y respuesta a vuestros comentarios, ya estoy ausente). Esta, pues, es mi última reseña por un tiempo indefinido, aunque próximamente publicaré una breve entrada comunicando la inactividad del blog.
EliminarVuelve a leer la reseña cuando quieras. Estás en tu casa.
Besos
¡Hola Lorena!
ResponderEliminarPor un momento, al leer el nombre del médico (pensaba que iba a ser el protagonista pero ya veo que no) pues pensé que igual el autor era oriental, pero claro, con ese nombre no podía ser, jeje, es húngaro (he leído que se le conoce por escribir distopias)
Ayyy, me ha pasado varias veces no saber lo que estoy leyendo, pero disfrutar mucho igualmente con la lectura como te ha ocurrido en este caso. La verdad que las novelas (bueno el libro en este caso) con muchos personajes no me suelen enganchar, me gustan más las de pocos y que profundizan en ellos, y por ello no tengo claro que me fuese esta a enganchar
Por cierto que otra lectura en la que algunos dato del argumento te lleva a recordar a Adón y a De bestias y aves, como dices parece que te persigue, pero considero una buenísima persecución
Me alegro que la hayas disfrutado, la verdad que no conocía ni al autor ni la novela
Besos!!
Ay, me he explicado mal, Marian. Futaki no es el médico. El médico es otro de los personajes y desde la ventana observa a Futaki esa mañana en que lo despiertan las campanas al principio de la novela. Lo que sí es cierto es que el nombre de Futaki pues sí que suena oriental. Y también es cierto que el escenario de esta novela podría considerarse un tanto distópico, y es que la distopía buena hunde sus raíces en la realidad.
EliminarLa novela es un tanto compleja. Requiere cierta paciencia por parte del lector, especialmente en sus primeros capítulos. Pero sin duda la recompensa merece el esfuerzo.
Besos
La curiosa estructura de este libro que mencionas me ha recordado a otro que leí en 2023, Apeirógono. Consta ese libro de 1001 capítulos y si capicúa es el número total, capicúa es también la estructura. Va del 1 al 500, en medio está en 1001 y de ahí sigue otra vez el 500 hasta el 1 y final. Claro que son capítulos muy cortos, alguno tiene tan solo una palabra o una imagen. Un libro maravilloso que habría que leer en cada casa ahora que hay una tremenda guerra entre Israel y Palestina.
ResponderEliminarComo ves, parece que he venido aquí a hablar de mi libro. Y es que el que nos traes me resulta desconcertante, creo que no he captado la esencia de lo que trata, creo que no entiendo los personajes que lo componen, aun insignificantes y necesitados de que un libro los narre. Me asusta ese «territorio inhóspito e inmisericorde», esa especie de western, género del que no soy muy fan desde que dejé atrás la adolescencia. Veo que vuelves a mencionar a Pilar Adón y su novela, no leída por mí, aunque en mi lista desde que se publicó, De bestias y aves. Y creo que esta reseña tal vez me anime más con Pilar Adón que con László Krasznahorkai, a pesar de que el título del libro me fascina y de que hay cosas en lo que cuentas que me tientan. Lo anoto y lo dejo en veremos.
Un beso.
Bueno, en última instancia, todos hablamos una y otra vez de nuestro libro, jaja. Difícil es sustraernos en nuestras manifestaciones de experiencias y emociones previas.
EliminarRecuerdo tu reseña de Apeirógono. Bueno, en realidad, no recuerdo lo que decías en la reseña ni si mencionabas en ella su peculiar estructura, lo que sí recuerdo es que ese libro me llamó la atención y que lo tengo apuntado por tu reseña.
No sé si puede calificarse Tango satánico como una especie de western. No me preguntes por qué en prácticamente todo momento me he imaginado esta lectura así. Lo que es curioso (una de esas maravillosas coincidencias que me ocurren de cuando en cuando y que tanto me encantan) es que, buscando fotografías para ilustrar esta reseña, di en primer lugar con la que ofrece la wikipedia para Sátántangó, la adaptación cinematográfica de Béla Tarr creo que de unas siete horas de duración y que me he quedado con ganas de ver. Esa foto me llevó a saber del vocablo húngaro Pustza, que se refiere a algo así como una gran llanura esteparia. El caso es que buscando fotografías sobre la pustza húngara me encontré con que en muchas de ellas aparecían personas o escenas que, aun a veces con sus indumentarias características de la zona, recordaban a esas imágenes vaqueras que todos tenemos en la cabeza. Si se piensa, no es tan extraño que en regiones con accidentes geográfricos, clima, etc. comunes, aun distantes geográficamente, se derive hacia un estilo de vida similar. Lo que ocurre es que el cine estadounidense ha sido durante años un gran colonizador cultural.
Leas o no leas a László Krasznahorkai, si esta reseña te lleva a Pilar Adón, tendrás una buena lectura entre manos. Tampoco es una autora fácil, como ya sabes (creo recordar que ya has leído algo de ella), pero igualmente resulta gratificante leerla.
Besos