Sinsonte - Walter Tevis

«Cuando en la pantalla aparecen palabras impresas, detengo el proyector y las leo en voz alta ante la grabadora. A veces esto no requiere más que un instante, por ejemplo, en casos como «¡No!» o «Fin», donde solo vacilo un poco antes de pronunciarlas. Pero otras veces aparecen frases más complejas, con combinaciones difíciles de letras, y entonces las debo estudiar largo rato para estar seguro de cómo se pronuncian. Una de las más difíciles estaba en uno de los fondos negros que aparecen en la pantalla, después de una escena muy emotiva donde una joven había manifestado preocupación. Leí, sin pausas: «Si el doctor Carrothers no llega pronto, madre se volverá loca». ¡No cuesta mucho imaginar los problemas que me dio! Y otra: «Solo el sinsonte canta en la linde del bosque», esta se la dice un anciano a una niña.
[...] Por supuesto, no sé lo que es un «sinsonte». Ni lo que significa «doctor». Pero hay algo que me desconcierta y me altera más incluso que la extrañeza y la impresión de antigüedad que desprende el tipo de vida que muestran. Se trata de las manifestaciones de unas emociones que para mí son completamente desconocidas; emociones que todos y cada uno de los integrantes del antiguo público de las películas sentían y que ahora se hallan perdidas para siempre. Tristeza es lo que siento con más frecuencia. Tristeza. «Solo el sinsonte canta en la linde del bosque». Tristeza».

Tampoco yo sabía lo que era un sinsonte hasta que me encontré con el libro que os traigo hoy. Ahora ya lo sé. Lo que sigo desconociendo es el significado de esa frase. Aun así, estoy firmemente convencida de la irrefutable verdad que encierra. Es extraño. Es perturbador y maravilloso a la vez. «Te hace sentir algo y no sabes lo que es». «Te causa una fuerte emoción». «Tristeza. Pero es una tristeza beneficiosa para ti».

¿Cómo puede ser la tristeza beneficiosa para alguien, os preguntaréis? Supongo que porque puede ser una fiel compañera enemiga del olvido. Porque la tristeza es prima hermana de la melancolía y esta es un grado superior a la tristeza. Porque de la melancolía aún podemos escalar a la añoranza. Porque añoramos lo perdido pero también a veces lo que nunca hemos tenido.

Recuerdo la magistral clase de etimología que el recientemente fallecido Milan Kundera me diera hace cinco años en La ignorancia, el único libro que he leído hasta la fecha del escritor checo. Reproduzco de mi reseña de esa novela parte de esa lección: «En español, «añoranza» proviene del verbo «añorar», que proviene a su vez del catalán enyorar, derivado del verbo latino ignorare (ignorar, no saber de algo). A la luz de esta etimología, la nostalgia se nos revela como el dolor de la ignorancia», escribía Kundera en esa novela. «Sin embargo», y continúo ahora como mis propias palabras rescatadas de esa reseña, «es el francés el idioma original en el que está escrito [el citado libro de Kundera] y, en dicha lengua, añoranza se dice nostalgie, que proviene del griego nostos (regreso) y algos (sufrimiento)». Así, pues, la nostalgia se revela no solo como el dolor que causa la ignorancia sino también como el sufrimiento implícito que hay en lo que regresa, es decir, en lo que se deja de ignorar. Eso canta para mí el sinsonte en la linde del bosque. Y es que, como rezan unos versos —según he podido averiguar de Robert Frost— que uno de los personajes de este libro (del que vengo a hablaros, no del de Kundera) no consigue recordar, «¿De quién son estos bosques que creo conocer?»

«Yo no podía despegar la vista de él, y por mucho que me esforzaba, su belleza física no me permitía ver ninguna fealdad. Era bello, y su tristeza era una droga para mí. Él estaba allí, con el torso desnudo y salpicado de pintura, y algo muy dentro de mí suplicaba por él. Era el objeto más hermoso que yo había visto nunca, y mi asombro y mi cólera hacían que su belleza resplandeciera alrededor del cuerpo fuerte y relajado, de su asexuado cuerpo, de su cuerpo increíblemente viejo e increíblemente joven».

Ese verso de Frost y esa frase del sinsonte que otro de los protagonistas de esta novela se repite como un mantra a lo largo de la misma son para mí de una belleza de la que no consigo desprenderme. También la belleza de la portada de Sinsonte me atrapó sin remedio, y eso que Impedimenta se pone a sí misma el listón muy alto en cuanto a portadas hermosas (y no solo a eso) se refiere. Encontrarme en la misma con el nombre de Jon Bilbao, viejo conocido de este blog, como autor de la nueva traducción al español de esta novela de Walter Tevis fue un último empujón que me llevó hacia su lectura. Y por si a alguno, como me ocurría a mí, el nombre de Walter Tevis no le suena de nada, diré que películas que a todos nos suenan como El buscavidas o El color del dinero, así como la más reciente serie de Netflix Gambito de Dama, están basadas en novelas de su autoría. Pero antes de ese nombre desconocido para mí de Walter Tevis y de ese otro en cambio conocido de Jon Bilbao lo primero que leo en esa portada es su título. Como he dicho, desconocía por entonces lo que es un sinsonte. Sin embargo, por mucho que la extrañeza y lo desconocido sean tantas veces fuente de rechazo, no debemos despreciar su en ocasiones irresistible poder de atracción.

Nos anuncia ya la propia editorial Impedimenta que Sinsonte es una novela con ecos de Fahrenheit 451Un mundo feliz o Blade Runner. Si bien he barajado hacerlo en alguna ocasión (aunque ahora haya venido Sinsonte a colarse por la cara), no he leído ninguno de los dos primeros títulos mencionados, así como tampoco he visto el tercero de ellos ni leído ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, novela en la que se basa la película que responde a ese tercer título. No obstante, y basándome en la idea que tengo de esos tres referentes de la ciencia ficción, aventuro que en este caso no estamos ante un cebo promocional y que, aunque con identidad y peso propio, no está exenta la novela de Walter Tevis de cierta reminiscencia a tres libros que presumo que su autor habría leído. De ser así, ello fue posible porque el escritor estadounidense tenía la capacidad de leer y de, a través de una cultura y un conocimiento común, entablar relaciones con el pasado. Es por lo mismo que yo he podido recordar leyendo Sinsonte una novela leída hace años, así como traer de vuelta la relación entre la ignorancia y la añoranza que en ella descubrí. 

«La cama era cómoda pero no dormí bien. Me desperté varias veces a lo largo de la noche y me quedé tumbado, escuchando el ruido de las ruedas sobre el asfalto y deseando conciliar el sueño. Después de despertarme por tercera o cuarta vez, noté una tirantez incómoda en el estómago y que mi cabeza, lejos de hallarse relajada, era presa de una desazón para la que, pese a serme familiar, no tenía nombre. En la oscuridad, oyendo el suave ruido del autobús, poco a poco lo fui viendo claro: estaba solo. Estaba dolorosamente solo, y hasta entonces ni siquiera me había dado cuenta.
Me senté en la cama. ¡Dios mío! Era así de simple. Me estaba empezando a enfadar. ¿De qué servían la Intimidad, la Autosuficiencia y la Libertad si me sentía de esta manera? Me hallaba en un estado de anhelo permanente, y llevaba años así. No era feliz, casi nunca había sido feliz.
«¡Es horrible!», pensé. ¡Cuántas mentiras! Me sentí físicamente enfermo al comprenderlo, al recordarme como un niño plantado delante de la televisión, al recordar las clases en las que los profesores robot nos enseñaban que el «desarrollo interior» era el principal propósito en la vida, que «el sexo rápido es el mejor», que la única realidad residía en mi consciencia y que podía alterarse químicamente. Lo que yo había querido, lo que había anhelado incluso entonces, era ser amado y amar. Y ni siquiera me habían enseñado esa palabra».

Quien así se expresa es Paul Bentley. Es él quien, en una película muda, lee la frase Solo el sinsonte canta en la linde del bosque; él quien vuelve a ella una y otra vez. Acaba de descubrir el corrosivo poder de lo incomprensible, de esa droga que está a punto de sustituir para él esa otra con la que la sociedad a la que pertenece vive en un permanente estado de sopor. Suma nuevas palabras cada día a su vocabulario. Las lee en ese bosque de palabras que para él es el diccionario. «A veces eso me ayuda a conciliar el sueño. Pero otras veces encuentro palabras que me emocionan muchísimo. Con frecuencia son palabras cuya definición se me escapa, como «enfermedad» o «álgebra». Les doy vueltas en la cabeza y releo la definición. Pero esta casi siempre contiene otras palabras incomprensibles, que me emocionan más aún». Paul tiene alrededor de treinta años y acaba de aprender a leer. De la frase que acabo de escribir lo más extraño no es que un hombre de treinta años no sepa leer, sino el hecho de que alguien lea en un mundo en el que nadie sabe hacerlo y en el que cada vez van quedando menos que alguna vez supieron siquiera el significado de ese verbo. Y es que «cuando el alfabetismo murió, también lo hizo la historia».

«—Enseñar a leer es un crimen. Podría ir a prisión por eso.
[...]
—Leer es algo muy íntimo —dijo—. Te acerca demasiado a las emociones y a las ideas de los demás. Te altera y te confunde.
[...]
—¿Por qué ha de ser un crimen sentirse alterado y confuso? ¿Y conocer lo que otros piensan y sienten?
Spofforth me miró fijamente.
—¿No quiere ser feliz? —dijo.
[...]
—Las personas que no leen se están suicidando, se queman vivas. ¿Son ellas felices?»

King Kong, fotografía de Breve Storia del Cinema bajo licencia CC BY-NC 2.0

Nadie es feliz en el mundo en el que vive Paul Bentley. Tan solo Paul ha comenzado a experimentar destellos de felicidad, lo cual es algo que le admira a la vez que le abomina, pues en ello «hay regocijo, pero la sensación de riesgo es casi terrorífica».

Tampoco es feliz Robert Spofforth. No tengo palabras para expresar lo que he llegado a querer a este personaje, a esa figura solitaria en lo alto del Empire State cargando sobre sus hombros el peso del dolor de una especie humana anestesiada. «Qué extraño es que este robot se convirtiera en el depósito de tanto amor y melancolía; sentimientos tan poderosos que la humanidad se ha deshecho de ellos». Sí, quiero a un robot y no me avergüenza reconocer que parte de ese sentimiento está provocado por esa belleza descrita en la cita que he dejado más arriba. De decir he también que Spofforth no es un robot cualquiera sino el último de los Máquinas Nueve, todos ellos fabricados a partir de copias modificadas del cerebro vivo de un mismo hombre elegido por su sobresaliente inteligencia pero en las que «fue inevitable que [...] pervivieran fragmentos de viejos sueños, de anhelos y de angustias», pues «no existía modo de erradicarlos [...] sin dañar otras funciones». Sin embargo, Sporfforth no es un Máquina Nueve cualquiera, sino que «había sido diseñado para vivir eternamente, y había sido diseñado para no olvidar nada. Los responsables de tal diseño no se detuvieron a considerar cómo sería una vida semejante». Spofforth, sin embargo, no olvida cómo es esa vida. No puede. «Al igual que al monstruo de Frankenstein, se le dotó de vida y de movimiento mediante una descarga eléctrica; emergió del tanque completamente desarrollado y con la capacidad de hablar», y, al igual que hiciera el doctor Frankenstein con su 'monstruo', sus creadores se desatendieron tras su creación de la responsabilidad hacia su criatura. Spofforth es otro moderno Prometeo al que, al igual que en el mito griego original, se le tortura sin otorgarle el consuelo de la muerte.

Es precisamente esa desolación que desprende ese personaje ligada a su belleza física la que obra en mí ese «sentimiento de expansión, de felicidad dolorosa, en el pecho» con el que leo el primer capítulo de esta novela, ese sentimiento de ensanchamiento que nos provoca la lectura de esos libros en los que somos felices. Seguiré empatizando con Spofforth y deseándole calma para su alma y consuelo, pero nunca lo querré como lo he querido en ese primer capítulo. Seguiré sintiendo momentos de expansión y de felicidad dolorosa en el pecho durante esta lectura, pero no los viviré de la mano de Spofforth sino de la de Paul, al que sin embargo nunca voy a querer tanto como he querido a Spofforth y al que, si bien es cierto que esta historia se sustenta sobre tres personajes, considero el verdadero protagonista de esta novela. 

La tercera de esos tres personajes es Mary Lou Borne, una mujer que, por cuestionarla, vive al margen de la sociedad. En un mundo en el que la curiosidad es fuertemente desterrada desde la temprana educación con un reiterativo «No preguntes, relájate», Mary Lou sorprende por su alta inteligencia. Es un acicate en el camino de aprendizaje y descubrimiento que Paul acaba de emprender, una Eva bíblica que le arroja el fruto prohibido del árbol de conocimiento.

La metáfora anterior no ha sido una elección casual por mi parte. No es solo que Mary Lou le lance literalmente una manzana a Paul en una escena de esta novela, sino que la Santa Biblia será uno de los libros con los que Paul consiga hacerse y sus ocurrencias acerca de Cristo y la religión no tienen desperdicio.

«Es extraño. Pienso que ellos confiaban en que sucediera algo milagroso cuando me oyeron recitar en voz alta las palabras de la Biblia, cuando el misterio les fuera desvelado: el mensaje de un libro inescrutable que habían llegado a reverenciar. Pero no aconteció milagro alguno, y pronto perdieron el interés. Creo que comprender lo que decían esas palabras requería una atención y una devoción que ninguno poseía realmente [...]. Estaban deseosos de aceptar la piedad severa y el silencio y el autodominio sexual albergados en ellas, aceptarlo de manera irreflexiva, junto con un puñado de lugares comunes sobre Jesús, Moisés y Noé; no obstante, se sentían superados por el esfuerzo que requería comprender la literatura que, en el fondo, era la fuente verdadera de su religión».

Walter Tevis fue profesor de Literatura Inglesa y Escritura Creativa en la Universidad de Ohio entre 1965 y 1978. Durante esa experiencia profesional pudo advertir en sus estudiantes una alarmante bajada del nivel literario. Esa observación fue el germen de su novela Sinsonte, que se publicaría en 1980. Ambientada en los Estados Unidos de América, mayoritariamente en la ciudad de Nueva York, de un futuro 2467, el escritor recrea en ella un mundo en el que imperan los Principios de Individualismo e Intimidad y en el que la Cortesía Preceptiva actúa como aislante en las relaciones humanas. El hecho de que sea el visionado de películas mudas lo que haya llevado a Paul a aprender a leer se debe a un trabajo que está realizando, pues, para los coetáneos de este personaje el cine clásico está formado por películas porno, nada que haya de resultarnos extraño si tenemos en cuenta que estamos hablando de una generación a la que se le ha enseñado que «el sexo rápido es el mejor» porque «el sexo rápido nos protege» del contacto, afecto y relaciones con otras personas y por tanto de la decepción y dolor que estas pueden provocar. Se niega así a esas últimas generaciones de una humanidad en serio peligro de extinción la comprensión que procura la compañía y el aprendizaje emocional de entender que sentimientos habitualmente considerados negativos como la ira o la tristeza son necesarios tanto para el desarrollo individual como para la supervivencia de la especie.

20100718_bronx.zoo_115, fotografía de Joe Schulz bajo licencia CC BY-NC 2.0

Tevis no solo debía de estar preocupado por la bajada del nivel literario de la juventud sino también por la creciente mecanización de todo tipo de trabajos, así como por el avance de la tecnología. En la distopía que plantea en su novela son los robots los encargados de casi todo. Han sido creados por el hombre para su comodidad y perfeccionados hasta alcanzar su máximo exponente en la figura atlética, imperturbable y conmovedora de Sporfforth, pero ha sido esa misma comodidad la que ha conducido a la especie humana a un mundo de dejadez en el que nadie se ocupa del mantenimiento y supervisión de esos robots que, a imagen y semejanza de sus hacedores, se desenvuelven con la misma desgana y falta de eficacia. No puedo evitar preguntarme cómo hubiera visto el escritor estadounidense el despegue de Internet y su uso masivo y cotidiano, así como el impacto de las redes sociales en la forma de comunicarse de una sociedad que nunca ha tenido a su alcance más vías de comunicación y de información y que, sin embargo, nunca ha estado más incomunicada y desinformada. Sin embargo, sin haber vivido esto, el autor inventa situaciones para el siglo XXV que ya estamos viviendo en el siglo XXI. Su descripción de Nueva York como una ciudad muerta y de «los estúpidos seres vivos que se desplazaban aturdidos por las calles agonizantes: pétreas expresiones de introspección, seres vivos con mentes que apenas funcionaban, seres vivos que eran como yo lo había sido en el pasado, indignos de seguir respirando. Una sociedad acechada por la muerte y no lo bastante viva como para percatarse de nada» me hace pensar en los zombis víctimas de la epidemia del fentanilo que pululan en la actualidad por las calles del país de Walter Tevis. Los constantes suicidios que se producen en esa sociedad de ficción en la que el vacío al que conduce la indolencia provoca más dolor que el que el nombre de esa cualidad da a entender me recuerda a esa otra epidemia silenciosa que es el suicidio y al preocupante aumento de este en nuestros jóvenes y adolescentes.

No soy agorera. Pienso que las preocupaciones de Tevis plasmadas en esta novela son comunes a todas las épocas, que cuando el avance inexorable de la sociedad nos deja estancados un paso más atrás tendemos a mitificar nuestro tiempo y a considerarlo mejor que el que está por venir y vemos asomar amenazante por el horizonte e incluso que el que ya está aquí. La tecnología no es mala. Lo malo o bueno es el uso que se haga de ella. No obstante, no puedo evitar detectar en el devenir actual de la sociedad un cierto retroceso. No se lee en profundidad. Se lee en diagonal y de forma fragmentaria. El nivel de comprensión de textos con cierta complejidad deja mucho que desear. Y, lo que es peor, no se quiere desentrañar esa complejidad; no interesa. Como los oyentes de la biblia en esta novela, se opta por abrazar la aceptación irreflexiva de lugares comunes y por rechazar el esfuerzo que requiere comprender la literatura, la cual «aumenta mi consciencia del pasado [...], la expansión de mis gustos y afinidades más allá del raquítico egocentrismo inculcado [...], así como su crecimiento hacia atrás en el tiempo, abarcando generaciones y generaciones de personas que habitaron esta tierra igual que lo hago yo». Y no solo la literatura, sino también la música, el cine y la escritura. «Poner estas palabras sobre el papel, a diferencia de limitarme a decirlas ante una grabadora, es un acto mental», leo en esta novela, así como «esta poderosa percepción de mi nuevo ser debe proceder tanto de la lectura como de la escritura», y no puedo evitar pensar en el gradual cambio operado en mí a lo largo de estos ya nueve años que llevo escribiendo en este blog.

Paul lee todo lo que es capaz de encontrar y de llevar a sus manos y a su mente: libros que comprende mejor o peor, novelas, libros de historia, guías, manuales, … Todos los libros, nos aporten más o menos, contribuyen a preservar todo el conocimiento de nuestro mundo y de nuestra historia. Como se confiesa a sí mismo Paul, «todos esos libros —incluidos los aburridos y los casi incomprensibles— me han hecho comprender más claramente lo que significa ser humano. Y valoro asimismo el temor reverencial que experimento al sentir que entro en contacto con la mente de otra persona, fallecida hace mucho tiempo, y que me hace saber que no estoy solo en este mundo. Ha habido otros que sintieron lo mismo que yo, y que, en ocasiones, acertaron a expresar lo inexpresable».

Coincidiréis conmigo en que no hay nada como la lectura para obrar ese milagro de comunicación inexpresable. Es por ello por lo que una novela como Sinsonte, que plantea un panorama devastador, resulta sin embargo ser una lectura esperanzadora, luminosa y acogedora. Leer Sinsonte es como no sentirse nunca solo, es como participar en una conversación continua con alguien que sabe exactamente cómo te sientes y que además es capaz de ponerlo en palabras. Y sé que «si no fuera lector[a] no podría sentirme así. Al margen de lo que vaya a ser de mí, doy gracias [...] por poder leer, por haber entrado en contacto con la mente de otras personas». Con la mente de Walter Tevis, que lleva casi cuarenta años muerto. Con la mente de Paul, Sporfforth y Mary Lou, que han sido tan reales y han estado tan vivos para mí en ese vasto e inescrutable océano en el que la literatura y la vida se dan la mano y en el que a los más privilegiados nos llega, desde la linde de ese bosque que creo conocer, el indescifrable, hermoso y triste canto del sinsonte.

«El océano debe de ser muy vasto; connota libertad y posibilidades. Provoca que algo misterioso se abra dentro de mi cabeza, al igual que lo consiguen algunas cosas que leo en los libros, haciéndome sentir más vivo de lo que nunca pensé que podría sentirme, y más humano.
Uno de mis libros dice que hubo un tiempo en el que las personas adoraron el océano como a un dios. No me cuesta entenderlo. Claro que sí.
Pero los Baleen nunca habrían comprendido algo semejante; habrían calificado la idea de «blasfema». El dios al que adoran es una entidad abstracta y de una moralidad implacable, como un ordenador. Y a Jesús, aquel rabino convincente y místico, lo han transformado en una especie de Detector moral. A mí no me interesa nada de eso, y tampoco Jehová y el Libro de Job.
Puede que yo sea un adorador del océano. Cuando leía el Nuevo Testamento a los Baleen, desarrollé una gran admiración por Jesús, como profeta triste y enormemente sabio, un hombre que había comprendido un aspecto muy importante de la vida y que había tratado de compartirlo con los demás, y que, en gran medida, había fracasado. Siento una suerte de amor, inspirado por él mismo y por el hecho de haberlo intentado, como cuando dice: «El Reino de los Cielos se halla en vuestro interior»; creo que ahora, mientras miro por la ventanilla del autobús mental la plácida y gris superficie del océano Atlántico con el sol a punto de asomar por el horizonte, atisbo lo que quería decir.
Pero no alcanzo a concretar en palabras su significado. Aun así, lo que él decía me inspira mucha más confianza que todas las memeces que me enseñaron de niño.
El cielo sobre el océano gris se ha aclarado mucho más. El sol se prepara para salir. Voy a interrumpir la grabación, a detener el autobús, a apearme y ver cómo el sol sale sobre el océano.
Dios mío, qué bello puede ser el mundo».

Paisaje con la caída de Ícaro, óleo sobre lienzo de Pieter Brueghel el Viejo perteneciente
a la colección del Royal Museums of Fine Arts of Belgium. Trabajo en dominio público.





Ficha del libro:
Título: Sinsonte
Traductor: Jon Bilbao
Editorial: Impedimenta
Año de publicación: 2022 (1980)
Nº de páginas: 352
ISBN: 978-84-18668-37-1
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Comentarios

  1. Ufff, cuántas cosas me surgen al leer esta reseña. La primera, que yo sí he leído las tres novelas y visto la película que mencionas. Blade Runner y, sobre todo, ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? me hicieron enamorarme de un robot y sentir su dolor ante la «falta de ignorancia» de su propia mortalidad. Creo que no es la ignorancia lo que produce dolor sino el conocimiento. Por cierto, es el último libro de Kundera que leí y lo hice en 2000. Va necesitando una relectura ese autor. Lo que duele es la nostalgia, que yo creo que no es el dolor de la ignorancia. Me gusta más la etimología francesa. La tristeza de lo que regresa, la pérdida conocida de lo que se tuvo y ya no vuelve. La nostalgia es un sentimiento del que suelo huir. Duele mucho.
    Respecto al deterioro de los hábitos y la comprensión lectora, tengo una anécdota curiosa, pero que duele. Como profesora de Biología, empezaba mis cursos con la broma de «¿Qué es la vida?» Al principio, años ochenta, siempre había varios alumnos que respondían, «un frenesí, una sombra una ficción». Eso se terminó a mediados de los noventa. A partir de entonces nadie era capaz de responder a la pregunta siguiéndome la broma.
    Y no me enrollo más que cuando cojo carrerilla...
    No es el género de la distopía el que más me atrae, pero las tres novelas que mencionas y lo que cuentas de ésta, me ha convencido totalmente.
    Un beso.

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    1. Como se suele decir (y yo misma digo muchas veces), se vive más feliz en la ignorancia. En esta novela la nostalgia está causada por lo que la humanidad ha perdido culturalmente como especie y como sociedad. Paul va haciendo y doliendo el descubrimiento de esa pérdida a la vez que vive la felicidad e incertidumbre de su recuperación y Sporfforth carga desde su origen con el sufrimiento de una memoria que ni siquiera es suya, a la que hay que sumar la propia de su larga e ilimitada existencia.
      Tu anécdota es preciosa, Rosa. Bueno, es bonito que hubiera alumnos que te respondieran así, pero triste, a la vez que simbólico y revelador, que dejaran de hacerlo. Supongo que la cultura va cambiando, que nosotros mismos habremos dejado de responder de manera similar a preguntas que generaciones pasadas sí respondían. Lo digo porque este mismo sentimiento de que se está perdiendo algo importante me lo encuentro a menudo en libros escritos por ejemplo en el siglo XIX. Pero, no sé, será que me estoy haciendo mayor, pero cada vez me siento más ajena a la cultura imperante. Y no sigo porque yo también cojo carrerilla.
      No puedo comparar (y, además, como se suele decir las comparaciones son odiosas) Sinsonte con esas otras tres novelas con las que la editorial la compara. No sé si es mejor, peor o si te puede gustar más o menos, pero sí me atrevo a augurar que te gustará y mucho.
      Besos

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  2. Como siempre una reseña excelente que nos lleva a pensar.

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  3. Jo, cómo me has picado. Es que rara es la vez que lea alguna reseña tuya y no me meta el libro en el saco de deseos lectores. En fin, este uno más. Y lo había visto anteriormente, eh. No me es nuevo, pero no había leído nada tan detallado como tu experiencia con él.
    No he leído tampoco ni Fahrenheit, ni Un mundo feliz ni tampoco he leído la obra original en la que se basa Blade Runner, que tampoco he visto. jaja. Confieso que no son temáticas que me atraigan de primeras, pero ciertos contactos que he tenido con el género sí que lo he disfrutado. Va siendo hora quizás de ir dándole más hueco...
    La cuestión, este que nos traes hoy se va al saco de pendientes, anotado queda. De tu reseña, destaco especialmente esto que nos compartes: «no hay nada como la lectura para obrar ese milagro de comunicación inexpresable. Es por ello por lo que una novela como Sinsonte, que plantea un panorama devastador, resulta sin embargo ser una lectura esperanzadora, luminosa y acogedora. Leer Sinsonte es como no sentirse nunca solo, es como participar en una conversación continua con alguien que sabe exactamente cómo te sientes y que además es capaz de ponerlo en palabras». Eso, me ha convencido del todo. Quiero experimentar esta experiencia lectora, a ver cuándo cae (las otras tres las tengo esperando en la estantería, por cierto; ¡no tengo remedio! tantos pendientes y pensando en comprar otros, pero que nunca falten nuestros planes lectores).
    Un besazo, Lorena.

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    1. Yo también me decanto poco por la ciencia ficción, distopías, etc., pero es cierto que las pocas veces que lo hago suelo llevarme gratas sorpresas, y es que al fin y al cabo es un género literario que es un recurso estupendo para hablar de la realidad y la problemática de nuestra sociedad. En todos los géneros hay libros más y menos buenos y supongo que todo es cuestión de, además de los gustos y afinidades de cada uno, seleccionar. Sinsonte, además, aporta un puntito extra que apela al corazoncito de todos aquellos que no concebimos la vida sin la lectura y los libros. De ahí que no he podido evitar mi entusiasmo en esta reseña.
      Aunque es un libro que se aleja un tanto de tus lecturas habituales, creo que te gustará, Magdalena. Ya me contarás. Cuando le llegue el turno, que qué te voy a contar yo de mis pendientes, jaja.
      Besos

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  4. No me sonaba de nada esta novela. No es un argumento que suela tentarme. De las novelas que citas al principio solo he leído Un mundo feliz y hace la tira de años. La recuerdo poco. Y Blade runner ni la he visto. Pero leyéndote cuesta resistirse. Pinta muy bien, con muchas cositas que invitan a reflexionar. Me la apunto y a ver si cae. Que entre tanto pendiente...
    Besotes!!!

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    1. Pues ojalá que caiga, Margari, y sobre todo que la disfrutes tanto como yo.
      Besos

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