Lord Jim - Joseph Conrad

Cuenta Joseph Conrad en la nota previa a esta novela de su autoría que os traigo hoy que, «cuando esta [...] apareció por primera vez en forma de libro, se esparció por ahí la idea de que me había dejado devorar por la historia. Algunos críticos mantenían que la obra, planteada originalmente como narración breve, se le había ido de las manos al autor. Uno o dos de ellos descubrieron pruebas de ese hecho en el texto mismo, lo que pareció divertirles. Señalaron entonces las limitaciones a que está sujeto el formato de la narración. Argumentaban que nadie podía pretender que un hombre parara de hablar, mientras otros no cesaban de escucharle». Personalmente, poco me importan los motivos por los que el escritor nacionalizado británico no se limitó en este caso a una narración breve y continuó, en cambio, hablando (escribiendo, más bien). Eso sí, me reconozco incapaz de cesar de escucharle. Leo extasiada y maravillada las primeras páginas de esta novela. Llego hasta aproximadamente la página cuarenta (algunas más me imagino en ediciones diferentes a la que yo he leído, que tiene letra pequeña y carece de salto de página entre capítulos) y no puedo evitar preguntarme lo que ya me pregunté hace un par de años cuando leí El corazón de las tinieblas: ¿cómo se puede escribir así?

El paso de esa página cuarenta de mi edición a la cuarenta y una coincide con la aparición de Marlow, un viejo conocido (pues es narrador en otras obras de Conrad, entre ellas la ya citada El corazón de las tinieblas) que pasa entonces a erigirse como narrador y, por momentos, a convertirse en personaje. Os va a sonar extraño, pero casi agradezco la desaparición de ese otro narrador omnisciente que me había mantenido embelesada hasta el momento. Bien sé que de seguir así el resto de la novela corría el riesgo de perecer embaucada por tanta belleza. Os explico. Hasta entonces estaba en cubierta, sobre un lecho infinito de mar en calma y bajo un beatífico cielo azul. Sin embargo, toda exposición directa al sol deslumbra y todo deslumbre es primo hermano del espejismo, pues es bien sabido que después de la tempestad viene la calma, pero pocas veces se tiene en cuenta las numerosas ocasiones en que la calma es perturbada por la tempestad. No, Joseph Conrad no ha escrito solo por el prurito de ser escuchado. Joseph Conrad ha escrito porque fue (y sigue siendo) maestro en azotarnos con la tempestad que anida en el alma humana. Y si para ello hace falta escribir más páginas, pues se escriben. Si para ello Joseph Conrad ha tenido que dejarse devorar por esta historia, que se haya dejado. Si luego esa historia nos devora a nosotros, es que todas esas páginas, sean cuantas fueran, han sido las que tenían que ser.

Es curioso. Tenía la sensación de no haber parado de subrayar esta novela durante esas primeras cuarenta páginas. También he seguido subrayando mucho después, pero en mi cabeza tenía la sensación de que, proporcionalmente, había subrayado muchísimo más antes de la aparición de Marlow que después. Sin embargo, cuando he vuelto sobre lo subrayado una vez terminada la lectura, he descubierto no solo que no ha sido así sino también que tengo subrayados muchísimo más interesantes a partir de esa página. Y aquí no puedo evitar echar mano del bueno de Amalfitano, ese personaje creado por Roberto Bolaño para su inmensa novela 2666 y al que ya he recurrido en otras ocasiones, el cual, al discurrir sobre los gustos literarios de cierto farmacéutico ilustrado, se sorprendía al descubrir «que prefería claramente, sin discusión, la obra menor a la obra mayor. Escogía La metamorfosis en lugar de El proceso, escogía Bartleby en lugar de Moby Dick, escogía Un corazón simple en lugar de Bouvard y Pécuchet, y Un cuento de Navidad en lugar de Historia de dos ciudades o de El Club Pickwick. Qué triste paradoja, pensó Amalfitano. Ya ni los farmacéuticos ilustrados se atreven con las grandes obras, imperfectas, torrenciales, las que abren camino en lo desconocido. Escogen los ejercicios perfectos de los grandes maestros. O lo que es lo mismo: quieren ver a los grandes maestros en sesiones de esgrima de entrenamiento, pero no quieren saber nada de los combates de verdad, en donde los grandes maestros luchan contra aquello, ese aquello que nos atemoriza a todos, ese aquello que acoquina y encacha, y hay sangre y heridas mortales y fetidez». Ay, Amalfitano, cómo me hubiese gustado leerte escogía El corazón de las tinieblas en lugar de Lord Jim, y no porque yo escogería Lord Jim en lugar de El corazón de las tinieblas, ni porque en El corazón de las tinieblas no haya sangre y heridas mortales y fetidez, ni porque dude de que Joseph Conrad no haya luchado al escribirla contra ese aquello que nos atemoriza a todos, eso aquello que acoquina y encacha, sino porque creo que lo que el bueno de Amalfitano realmente quería expresar —y paso ahora a citar a Mircea Cărtărescu, como ya hiciera cuando hablé de Roberto Bolaño— es: «Me pregunto sinceramente si quedan lectores que sigan con tenacidad a un autor, a través de todo su sistema de galerías, como a un zorro astuto. Que quieran entrar de verdad en los extraños mundos de unas mentes prodigiosas. Alguien dijo que «un escritor de genio nos hace a nosotros geniales»». Sí que quedan, Amalfitano.

Supe cuando leí El corazón de las tinieblas que tenía que seguir leyendo a Joseph Conrad. Esa novela corta o relato largo es tan, tan... por más que busco no encuentro palabra que escribir a continuación de ese tan y que le haga justicia. La palabra que mejor le iría sería el horror, el horror, que se incluye en la misma obra. Pensaréis, pues —si no la habéis leído—, que El corazón de las tinieblas es una obra horrorosa. Pensadlo, si queréis, pero imprimir a ese horrorosa toda la magnificencia de la que seáis capaces. No puedo decir que Lord Jim sea tan, tan... pues hay momentos en los que es así, pero también hay otros en los que no queda otra que recorrer tenazmente el sistema de galerías de Joseph Conrad. No hay de ella algo tan contundente para exclamar (o callar) como el horror, el horror... pero, haciendo una analogía, tampoco miento si os digo que al pensar en ella no puedo evitar pensar: el miedo, el miedo...

«—[...] Y, al fin y al cabo, no es algo de lo que nadie muera.
—¿Morirse de qué? —pregunté rápidamente.
—Del miedo —[...].
[...]
—Siempre se tiene miedo. Por mucho que uno diga...
[...]
—El miedo, el miedo, no lo olvide, está siempre ahí...
[...]
—[...] Uno habla y habla sin parar; todo eso está muy bien; pero al final del razonamiento no eres más listo que el hombre de al lado ni más valiente tampoco. ¡Valiente! Eso es algo que hay que comprobar a cada momento [...].
[...]
—[...] existe un instante, incluso para el mejor de nosotros, un instante y un lugar en los que uno se abandona [...]. Y se tiene que vivir con la verdad. [...] Dada una cierta combinación de circunstancias, la aparición del miedo es segura. [...] E incluso para aquellos que no creen en esta verdad, el miedo está ahí de todas formas; el miedo de sí mismos.
—No, no; uno no se muere de eso —[...].
[...]
—[...] El hombre nace cobarde [...]. Eso supone una dificultad... [...] De lo contrario todo sería demasiado fácil. Pero el hábito... el hábito... la necesidad, ¿me entiende?, la mirada de los demás... [...].
[...]
—[...] uno puede vivir sabiendo perfectamente que el propio valor no se nutre de sí mismo [...], la idea no es tan insoportable. Una verdad más no debería hacer la vida imposible... Pero el honor... [...]
[...]
—Muy bien —dije, con una sonrisa desconcertada—, pero ¿no es posible que se reduzca a no verse descubierto?»

Cabría preguntarse, por supuesto, a qué tenemos miedo. A muchas cosas, cómo no. Pero no tengo más remedio que mostrar mi conformidad con uno de los interlocutores del anterior diálogo y reconocer que uno de nuestros mayores miedos es a nosotros mismos.

Jim es (o era) uno de los nuestros. Tengo ocasión de leer esto en varias ocasiones a lo largo de esta novela. Por uno de los nuestros se entiende a un marino, a un hombre de mar. Como sabéis, Conrad fue marino, como lo es Marlow y como lo es Jim. No es de extrañar, pues, la abundancia en su obra del ambiente marítimo, y tampoco —he de reconocer— ha sido casual mi comparativa de las primeras páginas de esta novela con una travesía a través de un mar calmo y bajo un sol cegador. El mar, sin embargo, cuando esa calma vira inesperadamente a revés y violencia, es un todo o nada, es un aquí y ahora, es el momento en el que nos la jugamos, o, mejor dicho, el momento en el que se acaba el entrenamiento, dejamos de jugar y comienza el combate con la verdad. La vida para algunos es un eterno remanso de calma chicha, pero para otros, en ocasiones, es tormenta con la que medirse, o, nuevamente mejor dicho, en la que medirse. Todos somos marinos en el mar de la vida. Así, pues, Jim es, efectivamente, uno de los nuestros. Jim era uno de los nuestros (ya veis lo fácil y cómodo que es cambiar un tiempo verbal). La historia de Jim es... bueno, «un asunto así socava la confianza de cualquiera». Nos recuerda que «las personas actúan mal a veces sin ser mucho peor que otras» porque «nadie, absolutamente nadie es lo suficientemente bueno». Por eso, al escuchar la historia de Jim, tal vez la única reacción que quepa es la que el propio Marlow confiesa al revelar que «la única respuesta que me correspondía era no hacer señal alguna, no fuera que, mediante un ademán o una palabra, se me obligase a admitir algo terrible sobre mí mismo, [...]. Conviene que no olviden que lo tenía delante de mí, y realmente se parecía demasiado a uno de los nuestros como para no suponer un serio peligro».

«Hay algo de especial en un bote pequeño abandonado en medio de un ancho mar. Sobre las vidas arrancadas a la sombra de la muerte parece cernirse la sombra de la locura. Cuando te falla tu barco, parece como si te fallara todo tu mundo: el mundo que te hizo, que te frenó, que te cuidó. Es como si las almas, en vuelo sobre un abismo y en contacto con la inmensidad, se hubieran liberado de cualquier exceso derivado del heroísmo, del absurdo o de la abominación. [...] hay tantos náufragos como hombres, cada uno con sus diferencias, y en este caso existía algo vil que hacía el aislamiento aún más completo —había una bajeza en las circunstancias que apartaba de un modo más absoluto a aquellos hombres del resto de la humanidad, cuyo ideal de conducta no había tenido que sufrir nunca verse puesto a prueba con una broma tan diabólica y espantosa—. [...] Nada como un bote en alta mar para hacer aflorar lo que de irracional se oculta en el fondo de cada pensamiento, sentimiento, sensación o emoción».

El Joseph Conrad, originalmente Georg Stage (rebautizado en honor del escritor), aunque ya no se hace a la mar sigue cumpliendo labores
de buque escuela en el museo marítimo Mystic Seaport, en Connecticut. Fotografía de Charlie Kellog bajo licencia CC BY-NC-SA 2.0.

Jim era simplemente Jim hasta que los malayos en la jungla comenzaron a llamarlo Tuan Jim, lo cual puede traducirse a algo así como Lord Jim. La jungla es ese otro elemento que, al igual que el mar, Joseph Conrad domina con maestría (porque en la jungla también todos terminamos por medirnos y batallar con nuestra verdad). Solo que en esta ocasión la jungla no alberga el corazón de las tinieblas. En esta ocasión, «a trescientas millas más allá del final de las líneas telegráficas y las rutas regulares de los buques correo, las macilentas y utilitarias mentiras de nuestra civilización se marchitan y mueren para ser sustituidas por el puro ejercicio de la imaginación, algo que contiene lo fútil, a menudo el encanto, y, a veces, la profunda y oculta verdad de una obra de arte».

Pero me estoy adelantado. Por el momento, Jim es solo Jim (como cualquier hombre es solo un hombre). Y Jim es un joven lleno de imaginación y sueños al que «se le llenaba el pensamiento de valerosas hazañas: amaba aquellos sueños y el éxito de sus logros imaginarios. Constituían la mejor parte de su vida, su verdad secreta, su realidad oculta. Contenían una virilidad magnífica y el encanto de lo ambiguo; pasaban frente a él marcando un paso heroico, le sustraían el alma y la embriagaban con el filtro divino de una confianza ilimitada en sí mismo. No había nada a lo que no se pudiera enfrentar». No contaba Jim con que la realidad también hay que enfrentarla. No contaba Jim con ello porque Jim es un romántico. Jim es «el ser humano más joven que exista en estos momentos». Y os puedo asegurar que sea cual sea el momento en el que leáis la frase anterior esa frase seguirá en vigor.

El caso es que cuando Jim tiene ante sí la oportunidad de vivir una de esas hazañas que ha reproducido una y mil veces en su imaginación y convertirse así en el héroe que tanto ansía, en lugar de saltar raudo hacia esa oportunidad, Jim salta en dirección contraria. Y cuando Jim cae como resultado de ese salto a una distancia insalvable de esa oportunidad perdida, en lugar de sentir culpa por el auxilio que niega, siente vergüenza por haberse situado en la antítesis de lo que en su pueril imaginación él se sabe ser. O tal vez sí haya sentido culpa. Qué sé yo. Qué sabe nadie. Y es que qué sabe nadie de nadie. Qué sabe nadie de sí mismo. Si «nadie conoce sus propias y astutas maniobras para escapar de la torva sombra que se esconde detrás del hecho de conocerse a sí mismo». Qué sabe incluso Marlow, que es quien nos cuenta esta historia. Porque os recuerdo que la voz del narrador omnisciente hace tiempo que se ha apagado. Es Marlow quien cuenta esta historia y está bien que sea así. Porque no pensaréis que Jim importa algo en toda esta historia, que su historia se cuenta por él. Algo buscamos en la historia de Jim. Pero esa búsqueda es un tanto infructuosa o condenada al fracaso. Marlow confiesa en más de una ocasión no terminar de ver completamente a Jim, no terminar de comprenderle. Para él es un ser entrevisto en la niebla.

«Cuando tratamos de resolver una necesidad íntima de otra persona, nos damos cuenta de lo incomprensibles, vacilantes y brumosos que son los seres que comparten con nosotros la contemplación de las estrellas y el calor del sol. Es como si la soledad fuese una dura pero absoluta condición de la existencia; el envoltorio de carne y hueso en que tenemos centrada la mirada se derrite ante una mano tendida, y lo único que queda es un espíritu caprichoso, inconsolable y evasivo al que ninguna mirada puede seguir ni ninguna mano estrechar».

Tal vez la jungla de ese país ficticio creado por Conrad en el que Jim se convierte en Tuan Jim y que responde
al nombre de Patusan se pareciera a la de esta fotografía de Jussi Mononen bajo licencia CC BY-NC-SA 2.0.

Una mano es precisamente lo que Marlow le tiende a Jim. Y ¿por qué no? Al fin y al cabo, Jim es un chico estupendo. Es uno de los nuestros. Y despierta nuestra simpatía. Cómo no iba a hacerlo. Esa ingenuidad suya... Recordemos: Jim es el ser humano más joven del planeta. Nos sentimos experimentados a su lado. Pero qué sabremos, como ya hemos dicho, de nosotros mismos ni de Jim. En todo caso —y me vuelvo a repetir—, Jim es uno de los nuestros. Dejarle caer es, pues, como admitir nuestra propia caída en falta. Además, todos hemos fantaseado en alguna ocasión. Todos hemos soñado. Todos hemos imaginado. Jim es uno de los nuestros, pero en el mundo de los sueños todos somos uno como Jim. No sé si me explico.

«Podría ser elocuente si no tuviera miedo de que ustedes hubieran matado de inanición a su imaginación para alimentar a su cuerpo. No tengo intención de ofender a nadie; no tener ilusiones es perfectamente respetable, y seguro, y rentable... y aburrido. Sin embargo, también ustedes, en sus tiempos, deben haber conocido la vida en toda su intensidad, esa luz que lanza el atractivo a que da lugar el choque entre naderías, algo tan asombroso como el brillo de las chispas que se producen golpeando una fría piedra... pero ¡ay!, igual de breve también».

Jim no sabe de brevedad. Así, tras enfrentarse con la realidad y darle la espalda con un salto, Jim seguía contando con «su gran sensibilidad, sus inmejorables sentimientos, sus magníficas añoranzas —una suerte de egoísmo sublimado e idealizado—». Y es que así suele ser, las mayores hazañas en beneficio del prójimo, el acto que se considera más altruista suele estar teñido de egoísmo. Marlow le ayudará a procurarse un medio para ganarse la vida, pero —como también suele suceder— Jim es el mayor enemigo de sí mismo. Además, el sustento del cuerpo no sacia la imaginación.

Será en esa jungla en la que, huyendo de sí mismo, termina por recalar, en ese lugar ajeno a la vergüenza de Jim y fértil en imaginación y prodigio, en la que el ya por entonces Tuan Jim, tenga una segunda oportunidad, en la que Jim dará su gran salto. Dejo en incógnito hacia qué dirección.

«La línea divisoria entre una cosa y otra no tiene ni el grosor de un cabello». En este caso la línea divisoria entre una cosa y otra tendrá el grosor del lecho cenagoso de un arroyo. A uno y otro lado del mismo están «los extremos opuestos de la concepción de la vida que incluye a toda la humanidad». A un lado del cuadrilátero —perdón, de ese arroyo fangoso— tenemos a Jim. Al otro lado, un hombre que no querríamos reconocer como uno de los nuestros, pero que no por ello deja de serlo. «He vivido lo mío», admite con astucia ese hombre ante Jim, «y usted también», continúa, «aunque hable igual que uno de esos tipos que deberían tener alas para poder ir por ahí sin tocar la tierra sucia. Bueno... pues es sucia. Y yo no tengo alas. Estoy aquí porque una vez en mi vida tuve miedo», confiesa, así como no le duelen prendas en mencionar que hay que comprender que cuando «se trataba de salvarse uno mismo en medio de la oscuridad, no importaba quién cayera por el camino». Como bien os imaginaréis, no entra en los sueños de Jim —tan de los nuestros— admitir el miedo que a él le llevó a esa jungla ni el salto que dio para salvarse en medio de la oscuridad. Pero, como recordaréis, el otro hombre —su adversario, su contrincante, su antagonista—, por poco que nos guste, también es uno de los nuestros, y es por ello por lo que en su discurso no deja de latir «una referencia sutil a su sangre común, una asunción de experiencias comunes; una insinuación nauseabunda de culpas comunes, de un secreto que actuaba de forma parecida a un vínculo entre su dos mentes y corazones».

«En mi opinión», concluye Marlow —y no sin razón— en relación a Jim y ese otro hombre en las antípodas de la concepción de la vida, «la conversación de ambos con el arroyo de por medio aparece [...] como el duelo más mortal que haya contemplado el Destino con su gélida mirada conocedora del desenlace». En la mía, tanto en narrativa breve como larga Joseph Conrad es un cirujano consumado que desnuda, disecciona y desmenuza el alma humana, y su obra literaria disuelve nuestra mar calma con una tempestad que no procede ni del horizonte ni de ese cielo de inmaculado azul que prestos tachamos de traidor sino que es «la demostración de un oscuro y espantoso atributo de nuestra naturaleza que, mucho me temo, no se encuentra a tanta distancia de nuestra superficie como nos gustaría pensar».

Ship at sea, Sunset, de Edward Moran. Fotografía de Jim Surkamp bajo licencia CC BY-NC 2.0.





Ficha del libro:
Título: Lord Jim
Autor: Joseph Conrad
Prologuista: Manuel Hidalgo
Traductor: Javier Franco
Editorial: El Mundo, Unidad Editorial
Año de publicación: 1999 (1900)
Nº de páginas: 352




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Comentarios

  1. No voy a decir que El corazón de las tinieblas sea el libro que más me han gustado, pero lo que es indudable es que es uno de los libros que más me han impresionado. Leyéndolo tuve sentimientos encontrados de repulsa y fascinación y es que el libro transmite el horror. Ese horror que todos llevamos dentro. Esa selva sin domesticar que habita en las cabezas de todo ser humano por civilizado que sea. Veo que en Lord Jim encontramos culpa, miedo, egoísmos altruistas y generosidades interesadas. Me cuesta volver a sentirme golpeada por las historias de este autor incomparable, pero intentaré darle otra oportunidad de aterrorizarme con Lord Jim.
    Una reseña fantástica.
    Un beso.

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    1. La sensación que me dejó El corazón de las tinieblas no me la había causado ningún otro libro leído con anterioridad (tampoco ninguna lectura posterior). Es una sensación muy difícil de describir, pero me imagino, por lo que comentas, que es similar a la que te provocó a ti. Lord Jim no me ha dejado esa sensación. Es una gran novela (todo lo bueno que había leído sobre ella es bien merecido), Joseph Conrad vuelve a desplegar en ella su maravillosa prosa y nuevamente nos hace viajar por los vericuetos del alma humana, pero, en este caso, el viaje no es tan horroroso porque no navegamos hasta las más tenebrosas tinieblas del ser humano, sino simplemente hacia sus imperfecciones y contradicciones, lo cual no quita para que estas también puedan tener sus consecuencias. Con Jim podemos llegar a empatizar. Kurtz, en cambio, es la oscuridad más absoluta. Creo que te aterrorizará menos y creo también que te gustará.
      Besos

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  2. Me encanta tu entrada!
    Sólo un vago rumor hace que un runrún muy distante me recuerde partes de su lectura alguna vez.
    Lo he disfrutado a través de tus ojos Lore! !!

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    1. Si la has leído hace tiempo entiendo que haya muchas cosas que se te hayan olvidado. En todo caso, las buenas lecturas siempre nos dejan ese runrún que señalas.
      Me alegra saber que has disfrutado de la entrada.
      Un abrazo

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  3. Creo que el polaco nacionalizado británico con el nombre de Josep Conrad es un depurado analista de almas. Sabe penetrar en ellas como nadie. A ello, a saber ver al ser humano sintetizado en lo que es, simplemente una corporeidad viva en un mundo peligroso, dedica sus grandes novelas. Es Conrad un perfecto existencialista, un autor que reduce al hombre a sus elementos básicos, que no alude a seres superiores consoladores de las penosidades por las que la persona pasa en esta vida.
    La vida de marino y lo visto por este observador de almas es lo que con toda su crudeza muestra en sus novelas. Vivió en una época en la que el terror y el miedo eran en algunos lugares habituales métodos para el sometimiento de las voluntades de las personas.
    Con Lord Jim me sucede como a Búho Evanescente, que la distancia temporal que hay desde que la leí me borra muchas de sus partes en mi memoria. No así me sucede con El corazón de las tinieblas leída varias veces por mí, para mí, para mis alumnos y para comentarla en tertulia. Obra durísima que coloca al ser humano ante sí mismo y ante la brutalidad terrorífica de otros. Y lo mismo que me pasa con Lord Jim me sucede con El agente secreto curiosamente la primera novela de Conrad que leí, quizás pensando que estaba ante una novela negra estilo las que hoy tanto leemos. Me sorprendió por la época, el asunto y la profundidad presente en sus personajes. Y te la recomiendo vivamente, Lorena.
    Para acabar te diré que me ha encantado tu reseña; y que esa manera de irla tejiendo con citas de libros de otros autores ha traído a mi cabeza el estilo de las novelas de Enrique Vila-Matas, autor cuyo Montevideo estoy actualmente leyendo. Fantástico Vila-Matas en su novela, y estupenda tú, en tu reseña con tu aguda sensibilidad lectora.
    Muchos besos

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    1. Pues fíjate qué coincidencia, Juan Carlos (y las coincidencias, como he podido leer precisamente en Montevideo, no necesariamente tienen por qué ser casualidad), y es que he terminado justo hace un par de días de leer la novela de Vila-Matas que tienes estos días entre tus manos. Comparto con el barcelonés, ciertamente, mi gusto por las citas (aunque él me supera en ello con creces); carezco, evidentemente, de su genialidad. Precisamente, la única novela suya que había leído hasta esta Montevideo, que es Una bruma insensata, está protagonizada por un artista citador, lo cual, como te podrás imaginar, hizo mis delicias.
      Respecto al polaco nacionalizado británico, precisamente la noche pasada comentaba con Sara Mañero por facebook lo impresionante que es el dominio del lenguaje de Conrad, más teniendo en cuenta que no escribía en su lengua materna. Y es que hay qué ver cómo escribía ese hombre. Y, por supuesto, hay que señalar esa seña de identidad suya que es la indagación por el alma humana. Fue un gran conocedor de la misma en lo que supongo, y como bien destacas, su experiencia de marino y lo que observó debido a ella de la época ha debido de tener gran influencia.
      Veo que eres gran conocedor de la obra de Joseph Conrad, Juan Carlos, aunque muchas de esas lecturas te queden ya lejanas en el tiempo. En mi caso, el encuentro con este autor ha sido relativamente reciente y también casual. Aunque en los últimos años vengo intercalando (y descubriendo) clásicos entre lecturas más contemporáneas, Conrad no entraba seriamente en mis planes lectores. El corazón de las tinieblas fue una compra impulsiva en la Feria del Libro de Gijón de hará hace unos tres años. Pesó en la adquisición, por supuesto, título y autor tan bien considerados, pero reconozco que fue la hermosa edición ilustrada de Libros del Zorro Rojo la que me entró este libro por los ojos. Recuerdo que me llevé del stand de la misma librería la edición de Navona de El Maestro y Margarita. Creo poder asegurar que esa ha sido la mejor compra literaria que he hecho en mi vida, pues son dos obras inmensas y, además, en dos ediciones magníficas; sin duda dos tesoros en mi pequeña biblioteca. Como comento con Rosa, la sensación que me dejó la lectura de El corazón de las tinieblas (que tantas veces has releído) no me la ha dejado ninguna otra lectura. Sabía que Conrad era un escritor al que en algún momento tenía que volver. Si me decidí por Lord Jim es porque a menudo he leído que es una de sus mejores obras. Sobre la que no he leído nada (y, sinceramente, ni siquiera me sonaba) es sobre El agente secreto que tan encarecidamente me recomiendas. Claro está que no he podido evitar la tentación de googlear su título. La verdad que tiene una pinta estupenda, Juan Carlos, así que tomo buena nota de tu recomendación. Espero en algunos años (espero no muchos) reencontrarme con el ilustrísimo señor Joseph Conrad.
      Besos

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  4. La leeré en algún momento, sí o sí. Quiero seguir con Joseph Conrad que también me cautivó con El corazón de las tinieblas y también con otras obras que he leído suyas (Azar, me encantó; así como una novelita corta, La línea de sombra, que también me pareció estupenda y muy simbólica). En fin, que Lord Jim va a caer seguro, y espero que no me deje indiferente.
    Me la has traído a la mente, no solo a la novela sino también a su autor. Como señalas, me parece excelente desgranando y exponiendo lo esencialmente humano...
    Un abrazo.

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    1. Yo también quiero seguir leyendo a Joseph Conrad. Además, recuerdo perfectamente tus reseñas de las obras que del autor has leído y no descarto que con el tiempo caiga aluna de ellas.
      Efectivamente este escritor es único desnudando el alma humana, y, además, su prosa es una maravilla.
      Un abrazo

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  5. Con Conrad tropecé en mis años de facultad. Tuve que leer El corazón de las tinieblas en inglés y no logré disfrutar con él, quizás porque me enteraba de poco. Y aunque recurrí a leerlo en castellano, ya se me atravesó. Tengo que volver a darle una oportunidad y tu extraordinaria reseña de este libro me lo confirma.
    Besotes!!!

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    1. Creo que de haber leído a Joseph Conrad en mis años universitarios o antes no me habría gustado (ya no digo si hubiera tenido que leerlo en inglés, jaja).
      Dale otra oportunidad si te apetece.
      Besos

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