Miguel Hernández: pasiones, cárcel y muerte de un poeta - José Luis Ferris

Siempre he pensado que los poetas miran el mundo con ojos de niño. Mi primer conocimiento de Miguel Hernández, sin embargo, no fue como poeta ni como niño; ni siquiera como hombre. Conocí al de Orihuela como padre. No recuerdo cómo o cuándo —pues hace ya mucho tiempo de ello— llegó por primera vez a mí su Nanas de la cebolla. Ese poema dedicado a su hijo nunca ha dejado de conmoverme por más veces que lo haya leído. Y es que a ver quién —más conociendo cual era la condición de Hernández en el momento en que lo escribió— puede leer lo siguiente y no inmutarse: «Tu risa me hace libre, / me pone alas. / Soledades me quita, / cárcel me arranca. / Boca que vuela, / corazón que en tus labios / relampaguea».

Sí recuerdo en qué momento llegó a mis manos este libro que os traigo hoy. Fue en la pasada Feria del Libro de Gijón. Ahí me crucé con ese alambre de espino cruzando ese rostro y esa mirada. Nunca me había propuesto indagar en la biografía de Miguel Hernández más allá de lo poco que sabía, pero cómo ignorar, cómo resistirse a ese hombre al que la risa de un bebé al que apenas pudo conocer le hacía volar y escapar de la condición de preso en la que terminó sus días.

La mirada de Miguel Hernández debió de ser algo muy característico en él. Son muchos de entre quienes lo conocieron los que la recuerdan. Una mirada profunda, procedente de unos ojos más abiertos de lo normal a causa del hipertiroidismo que padeció desde niño. La mayoría de los que la han destacado han hecho referencia a una mirada directa y franca. Carmen Samper Reig, la por entonces primera muchacha en la que un jovencísimo Miguel posase sus ojos hipertiroideos, terminó, en cambio, confesando en una entrevista concedida en 1996, que el motivo por el que rechazó las atenciones del poeta era que «tenía ojos de loco, como si quisieran salirse de sus órbitas». También pienso a menudo niños y poetas comparten mirada con locos.

Miguel Hernández: pasiones, cárcel y muerte de un poeta se publicó por primera vez en el año 2002. Esta edición de 2022 que reseño, cuya nueva publicación coincide con la conmemoración de los ochenta años de la muerte del poeta, ha sido enriquecida con nuevos testimonios y documentos relativos en su mayoría a los últimos años de la vida de Hernández.

La historia de Miguel Hernández comienza en Orihuela, esa ciudad alicantina que linda con Murcia, en 1910, año de nacimiento del poeta. Es precisamente la Orihuela de ese año la que protagoniza el primer capítulo de este libro. Es un capítulo hermoso en el que José Luis Ferris —biógrafo de Hernández, amén de poeta, novelista y autor de varios ensayos— no solo da cuenta del contexto en el que el poeta vino al mundo sino que da buena muestra de la elegancia de su prosa —la cual me seguirá acompañando a lo largo de toda esta biografía—, así como nos hace llegar de una manera muy sensitiva la fusión de olores de la localidad alicantina de la época mezcla de los cultivos de sus campos y del rancio catolicismo que impregnaba sus calles y estamentos.

Es en ese mundo y en el seno de una familia humilde, que no pobre, en el que nace Miguel Hernández Gilabert. Su madre fue una mujer cariñosa y sacrificada. Su padre, un hombre duro, tosco, como eran tantos en aquellos tiempos. Miguel fue alumno destacado durante los pocos años en que recibió instrucción, aunque, teniendo en cuenta la época y el estrato social al que pertenecía, tuvo más formación escolar que la mayoría de infantes en su misma condición.

Muy joven tuvo que dejar los estudios y dedicarse a tareas de pastoreo. Lo que nunca dejó Miguel fue de leer y de escribir. Pronto comenzaría a relacionarse con otros jóvenes locales con sus mismos intereses culturales. Destaca en esos años de adolescencia y primeros de juventud su amistad con José Marín, que cambiaría luego su nombre a Ramón Sijé y que fue «la personalidad que con mayor determinación influyó en Miguel Hernández en momentos tan decisivos de su formación literaria, Sijé aportó, sin duda , un caudal de lecturas y consejos a un cabrero-poeta que carecía de guía literario y espiritual; puso a su disposición un tejido de relaciones que le facilitó su acceso a los cerrados círculos culturales de la época; le aportó método y disciplina, [...]. El problema de Sijé era su atormentado y obsesivo catolicismo», que sería el que terminaría por distanciar a los dos amigos al cabo de los años.

Los primeros poemas de Hernández —y no me refiero a esos más infantiles que, aunque ya subyacía en ellos un insólito talento, aún estaban imbuidos más por lo ajeno que por lo propio, sino a los primeros que consigue publicar— están, efectivamente, fuertemente influidos por ese férreo catolicismo de Sijé. Su producción literaria, sin embargo, virará con el tiempo hacia una oposición diametralmente opuesta. Esto, que puede parecer algo contradictorio, es en mi opinión la lógica evolución y madurez que todos vivimos como individuos.

Miguel necesita volar. Necesita dejar atrás ese ambiente cerrado y provinciano de su ciudad natal. Su primer viaje a Madrid es duro. Lo pasa mal. Pica y pica puertas que no se abren o que le ofrecen falsas esperanzas. El cabrero-poeta es tratado con condescendencia, cuando no con desdén. Cierto es también que en un reportaje publicado en la revista Estampa el 20 de febrero de 1932 Francisco Martínez Corbalán escribe de él que «Tiene lo que no se compra; le falta lo que se puede adquirir», pero de halagos no vive el joven Hernández y se ve obligado a escribir en repetidas ocasiones a Orihuela solicitando ayuda para poder sustentarse en la capital.

Pero Miguel es por entonces un joven ambicioso. Quiere triunfar. El ímpetu y la vanidad de la juventud le hacen darse cuenta de eso que tiene y no se compra, si bien también le ciegan ante aquello otro que aún está por adquirir. No obstante, es precisamente esa falta de modestia de aquellos tiempos lo que le hace insistir e insistir. Así, los próximos viajes de Miguel a la capital serán más fructíferos. José María de Cossío le ofrece colaborar en las biografías que sobre toreros está llevando a cabo y es así como el poeta consigue que su situación económica sea menos precaria. Comienza también a ser reconocido y considerado en los círculos literarios y culturales de Madrid. Profunda será su amistad con Pablo Neruda y entrañable la que mantendrá con Vicente Aleixandre. De quien nunca conseguirá afecto, ni siquiera cierta simpatía, es del por aquel entonces —y no solo por aquel entonces— máximo exponente de la poesía española: Federico García Lorca. Cierto es que el de Orihuela fue torpe en su primer encuentro y en sus primeros intentos de contacto y solicitud de ayuda con el poeta ya consagrado debido a esa vanidad juvenil ya mencionada, pero no es menos cierto que el mantenimiento en sus trece y en la distancia del granadino se me antoja un tanto inexplicable. La misma actitud hacia Hernández parece ser que mostraba Luis Cernuda. José Luis Ferris aduce a cierto clasismo para explicar el comportamiento de los dos poetas más veteranos. Parece ser que Hernández gustaba de pasearse por Madrid en alpargatas, como si siguiese pastoreando por los campos oriolanos, y este y otros detalles no les gustaban. Fuera por estos motivos o por otros, lo que sí está claro es que Lorca evitaba coincidir con Miguel Hernández, llegando incluso en una ocasión a pedirle a Vicente Aleixandre que echara al joven poeta, que se encontraba en ese momento visitando a Aleixandre, para que así pudiera ir él sin tener que encontrárselo.

Patio trasero de la Casa-Museo de Miguel Hernández en Orihuela. En dicho inmueble pasó el poeta su infancia y adolescencia
Fotografía de Jose Cárceles bajo licencia CC BY-NC-ND 2.0

Miguel ha dejado novia en Orihuela. Josefina Manresa es una joven costurera, como también lo era Carmen Samper Reig, ese primer amor platónico del poeta, solo que Josefina no rehúye esos ojos de loco de Miguel. Agacha la mirada ante la del poeta, cómo no, pues no deja de ser hija de la educación de la época, pero termina por consentir el noviazgo.

«Josefina encarna los principios que en aquellos momentos Miguel asume y defiende en su propia obra literaria, es decir, la concepción cristiana y pura de una mujer virtuosa, sencilla y religiosa que cumple con los elementales preceptos y que, además, ni se pinta ni hace ostentación de esa belleza adolescente que también ha cautivado a primera vista al poeta». Pero Josefina no entiende ese mundo de intelectualidad al que pertenece Miguel y Miguel pronto se dará cuenta de que el mundo al que pertenece Josefina —que hasta hace poco él también compartía— está a años-luz del suyo. Le será más fácil percatarse de ello en Madrid porque la capital no es solo un lugar más propicio para que se reciba su obra literaria, sino que es también el lugar en donde conoce a mujeres muy diferentes a Josefina. Así, inicia una relación con Maruja Mallo. La pintora, mayor y más experimentada que Miguel, regala al poeta momentos de pasión pero también de sufrimiento. Será ella la que inspire gran parte de los poemas de El rayo que no cesa, tan alejados de esos otros influenciados por Sijé que había reunido y publicado en Perito en lunas. Pero la relación con Mallo le procura tormento y, escaldado por ello, el de Orihuela busca un amor más tranquilo en una compañera que comparte con él sus mismas inquietudes intelectuales: María Cegarra. A María, sin embargo, le falta valentía o acaso valora más la tranquilidad del ambiente conocido y familiar y desoirá los ruegos del poeta por que se traslade a Madrid. Es con otra María, de apellido Zambrano, con la que el de Orihuela mantiene una muy buena amistad que parece ser que en algún momento va un paso más allá. Relación, la de la filósofa y el poeta, que no prospera, decidiendo Miguel finalmente volver con Josefina.

La de Miguel y Josefina fue una relación eminentemente epistolar. Poco fue el tiempo que poeta y costurera llegaron a convivir. Miguel, tal vez de forma egoísta —esto es una mera opinión propia por mi parte— busca en Josefina ese proyecto de futuro que no ha conseguido con otras mujeres. Josefina será, ciertamente, la mujer que se convertirá en su esposa y la que le dará a Miguel lo que este tanto ansía: un hijo. Dos hijos tendrá el matrimonio, ninguno de los cuales el poeta podrá ver crecer. El primero, por muerte temprana del infante. El segundo, por muerte temprana de Miguel (cómo no considerar temprana la muerte de un hombre que no llegó a cumplir los treinta y dos años). El profesor Eutimio Martín ha llegado a definir la relación entre Miguel y Josefina como de «miseria afectiva». Esta expresión tal vez sea exagerada y a mí, particularmente, no me gusta, pero sí creo firmemente que la relación entre los dos era muy desigual, y no digo esto en sentido de situar a uno por encima de la otra o viceversa, sino que simplemente tengo la impresión de que ni Josefina era mujer capaz de hacer feliz a Miguel y darle lo que él necesitaba ni Miguel era hombre capaz de hacer feliz a Josefina y darle lo que ella necesitaba.

Pero los cambios en Miguel no están operando solo a nivel emocional. Muestra de ello son estas frases de una de las cartas que le escribe a María Segarra: «Yo no tendré dinero nunca, María. No me sirve para nada. Me basta con tener el pan justo del día, y no preocuparme de si mañana será otro día». Lejos está el Miguel que así se expresa de aquel otro que llegara a la capital con hambre de reconocimiento y dinero. Lejos está también el conservadurismo manifiesto de los primeros tiempos. La ideología del poeta ya ha comenzado a virar hacia aquella otra que más le correspondía por su origen. 

La vida de Miguel Hernández, como cualquier otra, no es ajena al lugar y al tiempo a los que se circunscribió. Una de las cosas que más me gusta de leer biografías —amén de conocer con mayor profundidad los recovecos de la persona biografiada— es esa radiografía que también son en muchos casos de un determinado contexto político o social. La época que le tocó vivir a Miguel, además, es una de las más convulsas de la historia de España.

Miguel Hernández. Retrato fotográfico realizado por Lagos
en torno 1935-1940 bajo licencia CC BY-NC-ND-2.0.
La convivencia en la Segunda República de las diferentes facciones políticas comienza a tornarse imposible e incluso violenta. Los abusos y atentados suceden por doquier. El 6 de enero de 1936 Miguel Hernández es detenido por la Guardia Civil por andar por la calle sin documentación. La respuesta a este atropello de los poetas e intelectuales madrileños no se hace esperar y son varios los periódicos de la capital que se hacen eco de un texto colectivo al que pertenece el siguiente fragmento, el cual da muestra de la fragmentación social que se está viviendo: «Protestamos de la vejación que representa abofetear a un hombre indefenso. Protestamos de esta clasificación entre señoritos y hombres del pueblo que la Guardia Civil hace constantemente. [...] Protestamos, en fin, de esta falta de garantías que desde hace tiempo venimos sufriendo los ciudadanos españoles».

Se cree que fue el trato injusto vivido durante este incidente lo que llevó al poeta de Orihuela a llamar a la puerta de esa pareja de intelectuales que era por entonces uno de los máximos exponentes del izquierdismo español y que estaba formada por Rafael Alberti y María Teresa León. Miguel se afilia al Partido Comunista. Las motivaciones del poeta, sin embargo, no son políticas. A Miguel le mueve una profunda conciencia social. Es un salto cualitativo el que en él se está operando, una evolución que va del tú al nosotros y que no solo marcará su posterior producción literaria sino su comportamiento en las duras situaciones que está por vivir. Miguel es un idealista. Un ingenuo, si se quiere. María Zambrano lo definió como «un creyente. Creyó siempre en lo mismo, en el rayo que no cesa y en el amor que no acaba». María Teresa León, a pesar de un desencuentro al término de la Guerra Civil que terminó en sonada bofetada de la escritora al poeta —no porque la bofetada fuera sonora, que lo desconozco, sino por lo sonado de la anécdota—, lo recordaría, en palabras de José Luis Ferris, «como una criatura admirable, inocente y perdida en un mundo que no jugaba con su misma limpieza».

En esa Guerra Civil que irremediablemente estalla Miguel Hernández no se esconde. Por decisión propia forma parte activa del Ejército de la República. Es tentador caer en la afirmación de que el cabrero-poeta se convierte en poeta-guerrillero, pero en lo que de verdad se convertirá Miguel es en el poeta del pueblo. De esos tiempos más tempranos de la guerra son, precisamente, sus poemas de Viento del pueblo. Los poemas reunidos en su obra póstuma El hombre acecha, escritos también durante la Guerra Civil pero más tardíos que los anteriores, se alejan, en cambio, de la epopeya bélica. Tal vez Miguel comenzara a sentirse por entonces algo decepcionado.

En 1937 Miguel Hernández viaja a Rusia como parte de la delegación española invitada al V Festival de Teatro Soviético, aunque lo que parece un teatro en sí es el decorado que en Moscú tienen preparado para los visitantes. Los traen de aquí para allá y en ningún momento se les permite un movimiento ajeno al guion que les tienen preparado. Sí tiene ocasión Miguel de comprobar que el sentir del pueblo ruso está con esos españoles que vienen de defender sus mismas ideas, de encontrarlo hermano en su lucha. Sin embargo, el Miguel que vuelve a España no es el mismo que se fue. «Nada nos hace sospechar», escribe José Luis Ferris, «que la tristeza que le envolvía a su regreso de la URRSS se debía a cierta decepción por el sistema soviético, ni siquiera se entrevé la más leve crítica a un régimen que, por esas fechas y por detrás de su aparato propagandístico, acusaba ya las grandes purgas de Stalin, los fusilamientos, las deportaciones a los campos del Archipiélago Gulag y la despiadada censura que pronto afectó a escritores e intelectuales. Lo suyo, como bien decía María Zambrano, era una simple cuestión de fe, una debilidad de creyente que se empeña en ver amor donde hay mandíbulas y garras, egoísmo feroz, hombres que acechan a hombres».

Lo que sí parece que causó una gran tristeza al poeta fue la indiferencia con la que se encontró en los países por los que pasó a su regreso a España, «el amargo convencimiento de que la guerra de España, a la que regresaba con absoluta pesadumbre, traía sin cuidado a los países europeos y al resto del mundo». A este respecto, se encontraría posteriormente un manuscrito suyo con membrete del Hotel Metropole de Moscú en el que se puede leer la siguiente devastadora reflexión: «[...] a veces son ministros diplomáticos, relaciones exteriores, y a veces la vida, la muerte de millones de hombres depende de una buena digestión de una cena en Ginebra —todo lo emprenden, todo lo solventan con un aire aburrido de elegancia marchita...» Poco sospechaba Miguel al escribir estas palabras que no faltaría mucho para que en algún despacho se fraguara el pacto Germano-Soviético y esa potencia hermana les diera también la espalda. Debió de ser un golpe duro de encajar para el ingenuo y sensible Miguel. De hecho, Ramón Pérez Álvarez, anarquista y fundador de la revista oriolana Silbo —en la que había colaborado Hernández— y compañero de presidio del poeta en el Reformatorio de Adultos de Alicante, que sería la última parada en el vía crucis carcelario del de Orihuela, recordará una discusión que mantuvieron al respecto en el patio de la prisión en la que Miguel parecía ignorar, o bien se negaba a admitir, dicho pacto entre las dos naciones antagonistas. 

Cártel propagandístico del bando republicano durante la batalla de
Madrid
. Fotografía de Nietzscheano bajo licencia CC BY-SA 4.0.
Miguel ejerció tareas propagandísticas y culturales dentro del Ejército de la República, pero, como ya he comentado, tampoco eludió la contienda. Es durante una de las forzosas retiradas a Madrid que llega a oídos del poeta el insistente lamento de un soldado. «¡Me dejáis solo, compañeros!», gritaba el herido mientras sus compañeros, inmersos en el fragor de la huida, lo dejaban abandonado. Pero a Miguel, que, en sus propias palabras, «me faltaba y me sobraba corazón para todo», le traspasó esa súplica. ««¡No hay quien te deje solo!», le grité. Me arrastré con él donde quisieron las pocas fuerzas que me quedaban. Cuando ya no pude más le recosté en la tierra, me arrodillé a su lado y le repetí muchas veces «¡No hay quien te deje solo, compañero!». Y ahora, como entonces, me siento en disposición de no dejar solo en sus desgracias a ningún hombre». Así relata el suceso el poeta en su texto No dejar solo a ningún hombre publicado en 1937. Poco nuevamente sospecha que tan solo un par de años después sería a él al que dejarían solo. «Cuando en 1939 todo se derrumba», escribe Antonio Muñoz Molina en Nacido para el luto (El País, 7 de marzo de 2010), «él se queda vagando en la intemperie de Madrid mientras casi todos los demás encuentran el camino del exilio. No hubo plaza en ningún avión ni pasaporte de última hora para quien había puesto su vida entera, su nombre y su literatura al servicio de la República; para quien no podría esperar clemencia de los vencedores ni tampoco esconderse en el anonimato».

Ciertamente, poco pudo esconderse Miguel Hernández una vez concluida la guerra y poca —más bien ninguna— clemencia pudo esperar de los vencedores. Carlos Morla Lynch, encargado de negocios en la Embajada de Chile en Madrid, es de los pocos que se interesa por Hernández en esos primeros momentos al ofrecerle asilo en la embajada; una solución con escasa garantías que el poeta rechaza porque no quiere sentirse encerrado entre cuatro paredes. Opta en cambio por ir a ver a su familia y emprender luego una frustrada huida a Portugal que termina con el inicio de un periplo carcelario que durará tres años. El poeta del pueblo es un trofeo para los vencedores. Su mayor valedor será entonces —si bien terminarán distanciados— José María de Cossío. Pocos son, sin embargo, los que en esos tiempos de confusión y miedo dan la cara por el poeta. Si la pena de muerte le es finalmente conmutada por la privación de libertad durante treinta años y un día es porque el Régimen no quiere un nuevo García Lorca. La mala prensa causada por esa trágica muerte evitó un destino gemelo a aquel por quien tanta antipatía había sentido el poeta granadino. 

Miguel Hernández se mantuvo firme en sus convicciones hasta el fin de sus días. Mejor le hubiera ido si hubiera optado por la claudicación como estrategia de supervivencia. No faltará quien le aconseje en ese sentido. Algunos por procurarle bien; otros, en cambio, por regenerar a quien consideraban un degenerado. A este segundo grupo pertenece el canónigo Luis Almarcha Hernández, paisano y viejo conocido de Miguel desde la infancia, al que, además, no le faltaba poder en ese momento para echarle una mano. Opta en cambio por el más ruin chantaje. Poca caridad cristiana mostró quien más tarde sería obispo de León y quien olvidó que la omisión también es considerada pecado.

La salud de Miguel era precaria. A su hipertiroidismo congénito, tan difícil de diagnosticar en la época, hay que sumar una afección pulmonar que sufrió en su primer viaje a Madrid y por la que no recibió atención médica alguna. Sufrió recurrentes dolores de cabeza y molestias intestinales durante años. Las condiciones de los diferentes presidios en los que sus huesos van a parar son insalubres y no contribuyen, por tanto, al bienestar del poeta. El hambre, el frío y el hacinamiento son el pan de cada día en unos días en los que el pan era en ocasiones lo único que uno podía llevarse a la boca. Demasiadas fueron las veces que el hambre y la enfermedad sustituyeron a los fusiles entre los detenidos. «Hace frío aquí. Al que le da por reírse, le queda cuajada la risa en la boca, y al que le da por llorar, le queda el llanto hecho hielo en los ojos», escribe Miguel a Josefina desde la cárcel provincial de Palencia. Como se puede comprobar, Miguel aún es capaz de sacar belleza del desamparo. De hecho, seguirá escribiendo mientras no le fallen las fuerzas. Es bajo el título Cancionero y romance de ausencia que los poemas que escribe privado de libertad verán póstumamente la luz.

«Si no me sacáis de aquí, me muero», le dice el poeta a su esposa en una de las últimas visitas que recibe de esta. La tuberculosis y el tifus son ya sus fieles compañeros cuando el también dramaturgo pronostica a su mujer su inmediato futuro. El 28 de marzo de 1942 Miguel Hernández abre sus enormes ojos por última vez. No volverá a cerrarlos. Es más, nadie consigue cerrárselos una vez que el poeta exhala su último aliento. La explicación, una vez más, se debe al hipertiroidismo que Hernández sufría. No sé si es hermosa o tétrica la idea de esa mirada de poeta perennemente abierta. No quiero poner poesía a lo que no deja de ser una realidad cruenta. La mirada de Miguel es ya una mirada inerte y esos ojos que una joven Carmen Samper Reig calificara de loco, por muy abiertos que se mantuvieran, ya nada podían mirar, aunque, eso sí, por fin descasaban de tanta locura.

En la dedicatoria de Viento del pueblo a Vicente Aleixandre Miguel Hernández había escrito: «Los poetas somos viento del pueblo: nacemos para pasar soplados a través de sus poros y conducir sus ojos y sus sentimientos hacia las cumbres más hermosas [...]. El pueblo espera a los poetas con la oreja y el alma tendidas al pie de cada siglo». Sin minusvalorar para nada la obra de Miguel Hernández, son su vida y su muerte las que mejor narran, como historia traída por el viento, la de tantos otros cuyas vidas no se han contado ni han contado; es su experiencia vital la que da cuenta de un comienzo de siglo XX demoledor que aún estamos por superar. Cierto es que el de Orihuela tuvo el privilegio a tantos negados de tener en un nicho una tumba para él solo, así como una inscripción con su nombre (actualmente los restos del poeta descansan en el cementerio de Alicante junto a los de su mujer y su hijo). Aunque más que de privilegio habría que hablar de un consuelo para sus familiares y seres queridos que muchos otros a día de hoy aún no han conseguido. Lo que es Miguel Hernández ni siquiera tuvo el privilegio de la vida y la libertad. No puedo dejar de pensar en lo triste que es escribir privilegio donde debería poder leerse derecho.

Tumba de Miguel Hernández en el cementerio de Alicante. Fotografía de Foundling bajo licencia CC BY-SA 3.0.

Un placer, Miguel Hernández. Mil gracias, José Luis Ferris.





Ficha del libro:
Título: Miguel Hernández: pasiones, cárcel y muerte de un poeta
Autor: José Luis Ferris
Editorial: Fundación José Manuel Lara
Año de publicación: 2022
Nº de páginas: 640
ISBN: 978-84-1745-386-2






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Comentarios

  1. Curioso ese simbolismo de sus ojos tan abiertos a la realidad ( a causa de su patalogía), que permanecieron igualmente expectantes al despedirse de este mundo.
    He leído algo su poesía en “Viento del pueblo”, pero en ciertos poemas ya me dio la impresión de que tanteaba con la posibilidad de una muerte, no muy lejana, o quizás solo sea una idea mía preconcebida, no sé… los poetas siempre son enigmáticos. Lo que sí me quedó claro es su conciencia social.

    Me gusta su estilo sencillo, tal vez de menos intensidad o profundidad que en Lorca (que también me entusiasma), ni mejor ni `peor, son dos miradas singulares, únicas. Es llamativo esa distancia que marcaba Lorca con él, no juzgo.

    Creo que los poetas, más que mirar al mundo con ojos de niño (que también, por supuesto) tienen una mirada sin edad, atemporal, ora son niños, con todo el entusiasmo y vitalidad, ora adultos, llenos de angustias y ansias de trascender su propia realidad. En todo caso, en la mirada de un poeta siempre descubro algo de mí, de un modo muy revelador, me gusta tener poesía por mis estanterías.

    Una estupenda reseña, que me ha descubierto aspectos muy sugerentes de Miguel Hernández, puede ser una gran lectura, gracias Lorena.
    Abrazo.

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    1. Es, de hecho, una gran lectura, Paco. Está exquisitamente narrada y con el rigor que debe haber en este tipo de libros. Además, Ferris retrata a Hernández con sus luces y sus sombras y alejándose lo más posible del mito. Y es que por muy buen poeta que fuera y por muy injusta que fuera su muerte Miguel Hernández, por mucha admiración que pueda despertar, no dejó de ser un hombre; no dejó de ser, pues, como somos todos, contradictorio e imperfecto. Lo mismo puede decirse de Lorca. Haces bien, por tanto, amigo Paco, en no juzgar.
      Cierto es que hay también mucha angustia, incertidumbre e incluso desesperanza en la mirada de los poetas. Pero es ese ver las cosas como si se vieran por primera vez, ese descubrimiento de la maravilla, lo que la hermana para mí con la de los niños.
      He leído muy pocos poemas de Hernández. No me extraña, sin embargo, que en el poemario que mencionas, teniendo en cuenta que los poemas que contiene fueron escritos durante la guerra, se destile una sensación de cercanía a la muerte por parte del poeta.
      Un abrazo

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  2. He leído cosas sueltas de él, y siempre he tenido ganas de adentrarme más en su vida. El disco de Serrat de Miguel Hernández es uno de mis favoritos.

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    1. De la fusión de Serrat con Hernández, no podía sino resultar algo hermoso y muy digno de tener en cuenta.
      Si te interesa conocer a Miguel Hernández con profundidad, este libro es para ti, Esther.
      Un abrazo

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  3. Aunque sea con la mano izquierda no quiero salir de aquí sin decir nada. Maravillosa reseña de un libro que también lo parece. Cuando conocí a Miguel Hernández tenía 16 años y me dejó fascinada. No me puedo extender mucho más. Gracias por este escrito y por darme a conocer el libro
    Un beso.

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    1. Así, efectivamente, me ha parecido este libro: una maravilla. He disfrutado muchísimo de su lectura y he sentido mucha impotencia asistiendo al tramo final de la vida de Hernández.
      Te agradezco especialmente el comentario, Rosa. Me imagino que debe de ser algo frustrante no poder escribir con la fluidez habitual ni en la cantidad deseada.
      Besos

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  4. Ayyy Lorena, cada vez me dejas mas sorprendida con tus reseñas. No suelo leer biografías aunque la vida de alguien me interese mucho (alguna he leído pero pocas, recuerdo una de Juana la Loca que me encantó), pero he disfrutado mucho sabiendo todo lo que no sabía de este poeta-pastor-cabrero (eso lo desconocía, como casi todo). Después de leerte me queda claro sobre todo que Miguel Hernández fue un tipo maravilloso, una buena persona con unos principios morales soberbios. Que curioso lo de los ojos y el hipertiroidismo... y lo de que nunca conoció a sus dos hijos (ese verso dedicado a un hijo desconocido es genial) y ese rechazo de Cernuda y Lorca injustificado (me pregunto, ¿envidia pura?)
    Me ha encanado esta frase "Tiene lo que no se compra; le falta lo que se puede adquirir".
    En fin, Lorena, que me ha encantado adentrarme en esta biografía a través de ti y aunque no leo poesía (únicamente porque no me entretiene lo suficiente), sé admirarla y valorarla
    Besos

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    1. Apenas leo poesía, Marian, y no es que con Miguel Hernández haya hecho una excepción, pero heme aquí interesándome por su vida, y eso que tampoco me prodigo mucho por las biografías, aunque, eso sí, les estoy cogiendo el gusto y mucho.
      Miguel Hernández sí conoció a sus dos hijos. Lo que pasó es que fue muy escaso el tiempo que pasó con ellos. El primero murió a los pocos meses de nacer. Del segundo lo separaron las circunstancias históricas y vitales de esos pocos años en los que el poeta y su hijo cohabitaron en el mundo.
      Respecto a Lorca y Cernuda, José Luis Ferris da a entender que miraban al poeta más joven por encima del hombro. Por lo de Cernuda pasa más por encima. Del poeta granadino da cuenta de alguna anécdota interesante. De hecho, yo al principio comprendo el comportamiento de Federico García Lorca hacia Miguel Hernández. Cuando los presentaron Miguel tuvo muy poco tino con el poeta ya consagrado. En los siguientes contactos tampoco consiguió mejorar la impresión que de él dejara en Lorca. Por aquella época, como apunto en la reseña, el de Orihuela estaba ávido por triunfar y seguía la máxima del que la sigue la consigue. Era muy insistente. Solicitaba ayuda a unos y a otros. Les escribía urgiéndoles a darle una respuesta. En el libro se incluye un fragmento de una de esas respuestas de Lorca a Hernández. Me gusta esa respuesta. Creo que le da un buen consejo y que se dirige a él con respeto y sinceridad. Pero me da la impresión de que por aquella época Lorca le puso ya la cruz a Hernández y no puso de su parte por, con el tiempo, reconciliar la relación entre ambos y disculpar los otrora errores juveniles de Hernández. Y lo que contó el propio Vicente Aleixandre de aquella ocasión en la que le pidió que echara a Miguel de su casa para así ir él, si en realidad sucedió así, me parece muy feo. No obstante, opino como Paco en su comentario. No hay que juzgar. Al fin y al cabo no se trata más que de simples anécdotas que, de no ser por la relevancia de las personas que las protagonizaron, tal vez ni siquiera nos fijaríamos en ellas; de cotilleos de poetas, si se quiere. No creo que para nada esto deba empañar la figura de Federico García Lorca, que, como le respondo a Paco, por muy gran poeta que fuera y por mucho que lo mitifiquemos (igual que a Hernández y a tantos otros) no dejó de ser un hombre con sus luces y sus sombras, como todos. Tal vez tuviera motivos que desconocemos para sentir esa antipatía por Miguel Hernández. Y además ni es posible caer bien a todo el mundo ni tampoco lo es que todos nos llevemos bien.
      Lo de los ojos es muy curioso, sí. Yo ni siquiera sabía que el hipertiroidismo pudiera afectar de esa manera a los párpados.
      Me alegro de que te haya gustado la reseña, Marian.
      Besos

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  5. Tengo este libro en casa, haciéndome ojitos cada vez que lo miro. Un día me dedicaré a leer únicamente teatro y biografías. Hay vidas tan extraordinarias y, a la vez, tan terriblemente tristes. Me ha gustado mucho lo que nos cuentas. No quiso claudicar. Esa hubiera sido para él la mayor de las traiciones. Me alegro que te haya gustado tanto. La verdad es que transmites tanto entusiasmo que me dan ganas de cogerlo de la estantería y ponerme a ello ya. Besos

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    1. El teatro es una de mis asignaturas pendientes, Marisa. Biografías no he leído demasiadas, pero les estoy cogiendo el gusto y creo que de tanto en tanto seguiré leyendo alguna.
      Fíjate que yo hubiera comprendido la claudicación de Miguel Hernández (o de cualquier otro en su situación). No me refiero a pasarse al otro bando y acercarse al sol que más calienta o a quien en ese momento tiene el poder y por tanto sacar así provecho a la situación, sino a mantenerse en un perfil bajo, pasar desapercibido, actuar de cara a la galería, si se quiere, y mantenerse firme por dentro hasta que lleguen tiempos más propicios (aunque muchos años hubo que esperar) y poder manifestarse de nuevo. Esta no deja de ser otra forma de resistencia, pero, evidentemente, Miguel Hernández no estaba hecho de esa pasta.
      Si te hace ojitos (ojazos en este caso, más bien), no sigas haciéndolo esperar.
      Besos

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  6. Poeta que conocí en mi época de colegio y me gustó su sencillez, lo fácil que se entendía su poesía. Luego vas cumpliendo años y te das cuenta de toda la denuncia que transmiten sus versos. No suelo leer biografías, pero después de leer tu extraordinaria reseña y notar cuánto lo has disfrutado, voy a tener que hacerle hueco. Me has dejado con ganas de conocer más de este poeta.
    Besotes!!!

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    1. A Miguel Hernández lo he leído poco, pero lo que he leído de él me ha gustado. La biografía es muy interesante, tanto por el personaje biografiado como por el retrato de la época. Y es una lectura que se disfruta mucho.
      Besos

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