El encaje roto - Emilia Pardo Bazán

«Los tiempos eran fatídicos, y la relajación de las costumbres horripilaba. En los hogares reinaba la anarquía, porque perdido el principio de autoridad, la mujer ya no sabe ser esposa, ni el hombre ejercer sus prerrogativas de marido y padre. Las ideas modernas disolvían, y la aristocracia, por su parte, contribuía al escándalo. Hasta que se zurciesen muchos calcetines no cabía salvación. La blandenguería de los varones explicaba el descoco y garrulería de las hembras, las cuales tenían puesto en olvido que ellas nacieron para cumplir deberes, amamantar a sus hijos y espumar el puchero».

Esos tiempos fatídicos sobre los que Emilia Pardo Bazán escribe en su relato Feminista son el principio del siglo XX. Esos tiempos fatídicos parece ser que continúan en pleno siglo XXI, pues las mujeres seguimos despendoladas y los hombres continúan sin meternos en cintura, aunque hay unos cuantos que perseveran en el intento. Esos tiempos fatídicos se daban también a finales del siglo XIX, pues hay relatos escritos por la escritora gallega en esos años y que también se incluyen en el libro que os traigo hoy. 

La era anterior a los tiempos fatídicos hay quien la echa de menos. «Pero hoy, el fauno y el semicapro han de poseer su cabaña, cubrirse con ropas nuevas o haraposas, encender su fuego, no cortejar a la hembra sino cuando ella lo permite… Se acabó la vida natural, la violencia del más fuerte, la libre vagancia por la superficie de la tierra madre…», se lamenta el médico de Rabeno. Y es que claro, son demasiados años y siglos haciendo de la palabra ley, pero haciendo de la palabra del cincuenta por ciento de la humanidad ley que ha de ser cumplida por el otro cincuenta por ciento. Como si fuera un mandato divino, los hombres dictan y las mujeres acatan. No hay cuestionamiento ni por parte de ellas ni de ellos. Así, en La emparedada leo el siguiente y revelador diálogo:

«—¡Ay de mí! —responde la emparedada—. No hice nada malo. Cristo lo sabe. Estoy aquí porque el zar me odia. Sálvame, cristiano ortodoxo.
—Si te odia nuestro padre el zar, será con razón y justicia.
—Sin razón; por capricho me aborrece.
—Habla con más cordura, niña. No podemos comprender al zar ni a Cristo, zar del cielo, y ambos tienen siempre razón. Sufre y calla…» 

Para muchas y algún mucho los verdaderos tiempos fatídicos fueron aquellos en los que aún no había aparecido la luz al final del túnel que es el cuestionamiento. Aun así, y tristemente, esos auténticos tiempos fatídicos no han quedado atrás.

El encaje roto, además del último de los relatos incluidos en este libro, es una selección de cuentos escritos por Emilia Pardo Bazán que tienen como hilo conductor la violencia ejercida por los hombres sobre las mujeres. La escritora, aunque más conocida por su faceta como novelista, fue una prolífica cuentista, género en el que se desenvolvió con la misma calidad que en la narrativa larga; muestra de ello son los treinta y cinco cuentos que integran este volumen.

En ellos hay espacio para diferentes tipos de violencia ejercida sobre mujeres de diferente condición social. Así, encontramos en estas páginas violencia física, maltrato psicológico, violencia económica, feminicidios, violencia ejercida por novios o maridos, por padres, por el cómputo de la sociedad, violencia explícita, violencia más sutil y por ende más difícil de identificar (y, por tanto, de erradicar) porque, como confiesa la protagonista de El encaje roto, «la gente siempre atribuye los sucesos a causas profundas y trascendentales, sin reparar en que a veces nuestro destino lo fijan las niñerías, las pequeñeces más pequeñas… Pero son pequeñeces que significan algo, y para ciertas personas significan demasiado».

Es harto frecuente considerar a una víctima como poseedora de una conducta intachable. Cuando algo empaña su comportamiento y lo aleja del canon que se considera ideal su cualidad de víctima empieza a decaer y es como si por ello se mereciera un castigo o corrección. La propia víctima interioriza esto y se esmera por no merecer el maltrato. «Y cubrió la mesa con manos temblorosas; sacó pan, una botella de vino, retiró del hogar una cazuela de bacalao, y se esmeraba, sirviendo diligentemente, para aplacar al enemigo con su celo», leo sobre Antonia en El indulto, y actitud similar es la de Martina en Los huevos arrefalfados: «Procuraba no incurrir en el menor descuido; era activa, solícita, afectuosa, incansable, la mujer más cabal de toda la aldea. No obstante, Pedro había de encontrar siempre arbitrio para el vapuleo». Precisamente sobre Martina quiero compartiros el siguiente fragmento que deja patente el esmero por la estética en la prosa de la escritora gallega, así como la ironía de la que a veces hacía gala: 

«¡Qué compasión de señora Martina la del tío Pedro el carretero! Si alguien se permitiese el desmán de alzar la ropa que cubría sus honestas carnes, vería en ellas un cónclave, un sacro colegio, con cardenales de todos los matices, desde el rojo iracundo de la cresta del pavo, hasta el morado obscuro de la madura berenjena. A ser el pellejo de las mujeres como la badana y la cabritilla, que cuanto mejor tundidas y zurradas más suaves y flexibles, no habría duquesa que pudiese apostárselas con la señora Martina en finura de cutis. Por desgracia, no está bien demostrado que la receta de la zurra aproveche a la piel ni siquiera al carácter femenil, y la esposa del carretero, en vez de ablandarse a fuerza de palizas, iba volviéndose más áspera, hasta darse al diablo renegando de la injusticia de la suerte. ¿Ella qué delito había cometido para recibir lección de solfeo diaria? ¿Qué motivo de queja podía alegar aquel bruto para administrar cada veinticuatro horas ración de leña a su mitad?»

Martina, pues, comienza a cuestionar el comportamiento del tío Pedro del que es víctima, y no es la única entre todas las mujeres que conozco a lo largo de estas páginas. Hay relatos con finales terribles en estas páginas, pero también los hay en los que se da cierta justicia poética, como el escarmiento al que asistimos en Los huevos arrefalfados, la arremetida final de Casi artista o la simbólica, casi cómica y sencilla a la par que humillante pequeña venganza y victoria de Feminista. También es significativo como en los dos primeros de estos tres cuentos que acabo de citar la mujer víctima de la violencia quiere en cierto modo salvaguardar a su maltratador dado que del trabajo de este depende su sustento —otra forma, la falta de independencia económica, de maltrato hacia las mujeres—. «Al fin él es quien gana el pan de los rapaces», leo en el primero de ellos, mientras que en el segundo me encuentro con lo siguiente: «Bebedor y holgazán, mujeriego, timbista y perdido como era su Frutos, alias Verderón, siempre acompañaba y traía a casa una corteza de pan… Corteza escasa, reseca, insegura, pero corteza al fin. Por esto —y no por amorosos melindres que la miseria suprime pronto— lloraba Dolores la desaparición, y mientras corría su llanto, discurría qué hacer para llenar las dos boquitas ansiosas de los niños». Por último, hay mujeres que optarán por tomar su propio camino, por ver más allá del tupido velo que las envuelve y las ciega, de lo que se vislumbra a través del roto del encaje. Así actúa María Azucena en La redada y, especialmente, las protagonistas de Apólogo y El encaje roto.

Las mujeres de Pardo Bazán no son todas ejemplos de virtud porque representan la variedad no solo de las mujeres sino de la humanidad. Ello juega a favor de la riqueza de esta selección de relatos. No obstante, el intento de evitar la represalia o el miedo de ser víctima de esta es algo común en casi todas estas mujeres. «Evitaba toda ocasión de agravarlo. Se dejaba aislar, rehuyendo cualquier obsequio y trato que pudiese ser motivo de disgusto para mí. Apenas notaba que un hombre me hacía sombra, ni aun le dirigía la palabra», nos cuenta el novio celoso de la citada María Azucena en La redada. «Una carcajada sardónica crispó sus labios, mientras en su garganta creía sentir un nudo corredizo, que se apretaba poco a poco y la estrangulaba. La convulsión fue horrible, larga, tenaz», siente Amelia, La novia fiel, al comprender el motivo real de la resignación y paciencia de su amado mientras que ella se siente avergonzada por su deseo sexual no colmado. Hasta que tuvo la oportunidad de cristalizar su venganza poética, Clotilde «vivió sumisa y callada» en Feminista. «Miedo, miedo —un miedo invencible—», siente la adúltera Claudia en La puñalada. «Víctima de un terror cada día más hondo, permanecía inmóvil, no atreviéndome a dar un paso», narra la protagonista de El revolver —inteligentísimo relato cuyo final me estropea en el prólogo Cristiña Patiño Eirín, la cual corre también a cargo de esta selección—, cuya pareja, la de la protagonista de este relato, «se celaba, sobre todo, al percibir que mi genio de pájaro, mi buen humor de chiquilla, habían desaparecido, y que muchas tardes, al encender luz, se veía brillar sobre mi tez el rastro húmedo y ardiente del llanto. Privada de mis inocentes distracciones; separada ya de mis amigas, de mi parentela, de mi propia familia, porque Reinaldo interpretaba como ardides de traición el deseo de comunicarme y mirar otras caras que la suya, yo lloraba a menudo, y no correspondía a los transportes de pasión de Reinaldo con el dulce abandono de los primeros tiempos». «La libertad está allí…», piensa la zarina en La emparedada al observar el cementerio desde una de las ventanas de su encierro.

Paloma apuñalada de Mindanato (Gallicolumba crinigera), también conocida como corazón sangrante de Barlett,
fotografía de cuatrok77 bajo licencia CC BY-SA 2.0

Todas estas mujeres han normalizado e interiorizado cosas que no deberían. Porque son ya demasiados los años realmente fatídicos. Porque la sombra del patriarcado es alargada. Porque a las mujeres no se les ha permitido escribir los mitos, historias y leyendas sobre los que se sustenta el rol de género imperante. Emilia Pardo Bazán, que además de estupenda escritora fue feminista de pro, reescribe el Génesis en su relato Cuento primitivo de la siguiente manera:

«[...] y este pasaje de la Escritura es de los más tergiversados. En suma, a pesar de la defensa, Adán venció como más fuerte, y se engulló la manzana. Apenas cayeron en su estómago los mal mascados pedazos del fruto de perdición, cuando (¡oh cambio asombroso!, ¡oh inconcebible versatilidad!), en vez de tener a Eva por serafín, la tuvo por demonio o fiera bruta; en vez de creerla limpia y sin mácula, la juzgó sentina de todas las impurezas y maldades; en vez de atribuirla su dicha y su arrobamiento, la echó la culpa de su desazón, de sus dolores, hasta del destierro que Dios les impuso, y de su eterna peregrinación por sendas de abrojos y espinas.
El caso es que, a fuerza de oírlo, también Eva llegó a creerlo; se reconoció culpada, y perdió la memoria de su origen, no atreviéndose ya a afirmar que era de la misma substancia que el hombre, ni mejor ni peor, sino un poco más fina. Y el mito genesíaco se reproduce en la vida de cada Eva».

Otra mujer que a fuerza de oír lo que le decían llegó a creerlo es la protagonista de Aire, la cual, de tanto escuchar a su novio reprocharle —ante la negativa de ella a concederle los favores que él le solicitaba— que era fría como el aire, terminó por creer que lo era y acabó con sus huesos en un manicomio. «Si yo creo que esta muchacha, suprimido el amor, estaría completamente cuerda», dictamina el director del sanatorio, para continuar: «Verdad que lo mismo les pasa a muchos mortales. La pasión es quizá una forma transitoria de la alienación mental, desde que nos hemos civilizado…»

Debe de ser por ese considerar la pasión como una alienación mental transitoria por lo que el abogado defensor de Sin pasión se siente tan abatido y desesperanzado al enterarse de que no podía alegar dicho motivo en la causa de su defendido. «Y he aquí que toda la combinación se venía a tierra, y a la poesía del crimen pasional, ardiente, típico, substituía la prosa de un vulgar asesinato», se lamenta el letrado, pues «¿Quién no hubiese hecho lo mismo? ¿Quién, ante el martirio de una mujer que se ama, no se arrojaría a matar ciego, anulada la voluntad, suprimido el albedrío, impulsado irresistiblemente por la violencia de la pasión que todo lo arrolla? ¿Quién responde de sí mismo en tales ocasiones, ante tales conflictos del alma?» Conflicto del alma no parece ser para este abogado ni para quien juzga el crimen tener que ser testigo, como lo fue el acusado, del maltrato a una mujer. Supongo que si la mujer hubiera sido la suya las tornas hubieran cambiado. El posesivo posee y domina a quien teme dejar de poseer y dominar.

La posesión parece estar íntimamente ligada a la pasión y esto es algo que pierde a muchos hombres. Lo que pierde a muchas mujeres, en cambio, es la idea que tienen o que se les inculca del amor —hago aquí un inciso para señalar que justo es añadir que a los hombres también se les inculcan ideas, y para muestra las palabras que de tanto escucharlas suenan como un mantra en la cabeza del condenado en Delincuente honrado: «No tienes vergüenza… Yo que tú, la mato»—. Así, la protagonista de Feminista «guardó ese silencio absoluto, impenetrable, en que se envuelven tantas derrotas del ideal, del humilde ideal femenino, honrado, juvenil, que pide amor y no servidumbre». Y el de Águeda, protagonista de La dentadura, es un «un corazón de veinte años, nutrido de ilusiones, en un pueblo de provincia: medio ambiente excitante, si los hay, para la imaginación y las pasiones». Águeda estriba en su belleza el que su amado no la abandone. Es lugar común el que las mujeres que ostentan belleza y juventud son más deseables para los hombres. Lo que desea el anciano de Vampiro, en cambio, no es a la apenas chiquilla a la que casan con él sino la juventud de ella que a él le falta. «¿No había pagado? Pues Inés era suya», reza la demoledora sentencia que leo en ese relato. En otro de estos cuentos, que lleva por título Las medias rojas, un padre atenta contra la belleza de su joven hija, la cual espera beneficiarse de ella en la nueva vida que pretende emprender. Cualquier cosa «antes que verla marchar, dejándole a él solo, viudo, casi imposibilitado de cultivar la tierra que llevaba en arriendo, que fecundó con sudores tantos años, a la cual profesaba un cariño maquinal, absurdo». Y en Leliña, relato que trata también el tema de la esterilidad, el abuso se produce por la situación de poder sobre la disminuida edad mental de la mujer que comparte nombre con el título de este cuento.

Ofelia, óleo de John Everett Millais. Trabajo en dominio público. Fuente: Google Arts & Culture / Tate Britain.

Los celos, que se consideran hijos de la pasión y del amor, son un tema recurrente en estos cuentos. Sin embargo, las más de las veces con lo que de verdad están relacionados los celos es con la inseguridad, como le ocurre al novio de María Azucena en La redada, y si con algún amor tiene que ver no es con el profesado hacia la amada o amado sino con el amor propio, lo cual me lleva a mencionar otro tema predominante en estos relatos, el de la honra.

«Juez —Ha robado usted una cosa más preciosa mil veces, que es el pudor y la honra.
Acusado —Si la honra y el pudor no dependen de la voluntad de la persona misma, y se pueden coger así…, como yo los he cogido, entonces confieso que bien he deshonrado al vecindario de Arfe».

Dice bien el acusado de No lo invento —relato que, al igual que Aire, podría estar basado en un hecho real—, por más que considere reprochables sus delitos. Su manera de vengar el resentimiento que siente hacia las mujeres en particular y el pueblo ficticio de Arfe en general (los topónimos ficticios son enseña de la casa de la gallega; el más famoso de ellos, que no falta en estos relatos, es Marineda) es robar la honra de esas mujeres y, por tanto, de todos los vecinos. Algo parecido sucede en Las desnudadas, relato en el que el castigo recae en las mujeres de la familia del adversario para infligir daño a este. Se trata de «la venganza inicua de ensañarse en la familia de su enemigo, y devolvérsela vilipendiada y manchada, como se devuelve un trapo que ha limpiado el suelo de la cámara donde se celebra orgía impura». Y es que a las mujeres nos han situado y encerrado durante años en un pedestal de santidad. No importa que los hombres pequen siempre que sus mujeres (léase esposas, madres, hijas, hermanas,...) no se bajen de esa peana ni tambaleen esa efigie de pureza y pundonor que sobre ella se levanta. Supongo que de ahí todos los esfuerzos (todas las violencias) para evitar el derrumbe que salpica a los hombres y esa caída con la que ellos también caen. Supongo que de ahí el miedo a los años fatídicos que amenazan con colocarnos a todos a la misma altura y con medirnos a todos por el mismo rasero, con echar abajo «el viejo rito de la olvidada organización tribal, atávica, de la cual no tenían el más leve conocimiento reflexivo» y que «remanecía, salía de las obscuridades de la subconciencia como impulso voluntario».

Es curioso el hecho de que los entrecomillados que os he dejado en la frase inmediatamente anterior a esta los haya leído en En el pueblo, relato que versa sobre la xenofobia. El que viene a cuestionar y a voltear lo preestablecido es tomado como un extranjero. Lo propio, por conocido, se considera mejor. Lo nuevo y diferente se siente como algo fatídico.

Los relatos reunidos en El encaje roto son fieles al estilo naturalista del que la autora es uno de sus máximos exponentes. Aunque ambientados en su gran mayoría en los años en los que fueron escritos —que, como ya he comentado, fueron a finales del siglo diecinueve y principios del veinte— las causas, comportamientos y excusas son las mismas que las de las violencias que se siguen perpetrando contra las mujeres en la actualidad. No faltan en ellos la sororidad entre mujeres, como en El indulto; la falta de esta, como la hermana de la protagonista de Tío Terrones; o los hijos como víctimas colaterales. Se leen muy bien y en unas pocas frases la autora consigue meternos en cada una de sus historias. Pueden leerse seguidos o alternando y picoteando entre otras lecturas. Pueden leerse para disfrutar de la incuestionable calidad literaria de Emilia Pardo Bazán o para seguir el hilo conductor de la selección de Cristina Patiño Eirín y profundizar en él (o, como en mi caso, por ambos motivos; para qué renunciar a algo si se puede tener todo).

Me despido con otro ejemplo de la excelsa, deliciosa y elegante prosa de Emilia Pardo Bazán. Se trata del comienza de No lo invento, una descripción certera de lo que ha sido el ideal de mujer por muchos años, una mujer artificiosa que casi parece una muñeca de porcelana, una mujer venerada a la que han situado en un altar y cubierto por un tupido velo para preservar ese ideal. Sí, son tiempos fatídicos para muchos. Son tiempos en los que muchas mujeres rasgamos el velo, vislumbramos lo que hay más allá y escapamos por el roto del encaje a perseguir nuestra independencia y libertad.

«La muchacha más hermosa del pueblecillo de Arfe tenía el nombre tan lindo como el rostro; llamábase Pura, y sus convecinos habían reforzado el simbolismo de su nombre, diciendo siempre Puri la Casta. Esta denominación, que huele a azucena, convenía maravillosamente con el tipo de la chica, blanca, fresca, rubia, cándida de fisonomía hasta rayar en algo sosa, defecto frecuente de las bellezas de lugar, en quienes la coquetería se califica de liviandad al punto, y el ingenio y la malicia pasarían, si existiesen, por depravación profunda. En la región de España donde se encuentra situado Arfe, se le exige a la mujer que sea rezadora, leal, casera, fuerte, sencilla, y, para seguridad mayor, un tanto glacial. Así era la Casta, cerrado huerto, sellada fuente, llena tan solo de agua clarísima. Por lo cual, y por su gallarda escultura, mozos y señoritos se bebían tras ella los vientos, y los ancianos la miraban con cariñosa admiración, mayor y más justificada que la de los viejos de Troya para Elena de Menelao».

Isis, estatua de Auguste Puttemans. Se encuentra en el Heerbert Hoover National Historic Site, West Branch, Iowa
Fotografía en dominio público de Ammodramus





Ficha del libro:
Prologuista: Cristina Patiño Eirín
Editorial: Contraseña
Nº de páginas: 288
Año de publicación: 2018
ISBN: 978-84-945478-3-6





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Comentarios

  1. Interesantes estos cuentos que hoy traes a tu blog, Lorena. La Pardo Bazán es una autora del XIX que me gusta mucho. Su naturalismo es de naturaleza suave; el mismo fundador del movimiento, el francés Zola, al saber de la calificación de autora procaz y naturalista que a ella se le daba en España, exclamó eso de que cómo una señora católica y tradicional podía ser considerada así. En fin, eso no impide el que guste su manera de escribir y los asuntos de sus cuentos que ponían a las mujeres en el centro de los mismos.
    Un beso

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    1. Leí hace varios años La Tribuna y llevo desde entonces queriendo leer algo más de la autora. Supongo que también puede llamar la atención que una señora católica y tradicional fuese feminista. A mí me encantan esas aparentes contradicciones. Las ideas no tienen por qué ir en pack y creo que doña Emilia tenía muy claras las suyas.
      Besos

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  2. Siempre me ha gustado mucho Pardo Bazán, pero solo he leído novelas. Apunto estos relatos porque, desde el título a todo lo que cuentas, me parecen muy buenos y muy interesantes habida cuenta de la época en que están escritos. Doña Emilia fue una adelantada a su época y se nota mucho. Todo lo que veo en tu reseña se podría haber escrito actualmente. Con otro estilo y otro lenguaje, pero el mismo significado.
    Un beso.

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    1. Esa es un poco la impresión con la que me he quedado al leer estos relatos. Las historias y los personajes pertenecen claramente a otro siglo, pero aquello que hacía aflorar los diferentes tipos de violencias contra las mujeres aún sigue coleando y ocasionando violencia e injusticia.
      Solo había leído anteriormente una novela de la autora y fue una novela. Aunque es más conocida por estas son cuantiosos los cuentos que escribió. Merece bien la pena detenerse en algunos de ellos.
      Besos

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  3. Menudos relatos tienen que ser, de merecida lectura sin duda. Qué bien nos hablas de este compendio. Tengo que seguir leyendo a Pardo Bazán, no me he estrenado con sus relatos, pero sé que, como señalas, su calidad no se ve disminuida en ellos, incluso al contrario. Interesante, conflictivo y nada desfasado el tema central que trata; interesante cómo lo desmenuza y cómo puede ayudar a ver lo que se normaliza, y por supuesto, interesante como lo has expuesto tú.
    Ya tenía este libro en Anotados, me lo devuelves a la mente, tengo que darle la oportunidad en algún momento. Aunque no sea una lectura de estas "agradables", diría que son de esas necesarias...
    Un abrazo, Lorena.

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    1. Es una lectura muy interesante. Lo que más me ha gustado de ella es disfrutar de la elegante prosa de Pardo Bazán y reconocer en sus relatos la misma raíz de la que sigue nutriéndose la violencia contra las mujeres en la actualidad. Seguro que te gustan, Magdalena.
      Un abrazo

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  4. De ella solo he leído La cuestión palpitante. Quiero leer estos relatos.

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  5. Muy pocos relatos he leído de esta autora así que tomo buena nota de este libro, que me has dejado con ganas de disfrutar de todas y cada una de sus historias.
    Besotes!!!

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