Lulu - Mircea Cărtărescu

«Dios mío, ¿es que, por suerte o por desgracia, existe Lulu? ¿Qué haría sin él? Sin esos labios pintarrajeados, sin el asco por esas tetas de algodón, sin este flemón que me infecta la sangre… Sin él yo lo habría olvidado todo, y el campamento de Budila, con todo aquel mundo demente del centro de mi cabeza, se habría perdido entre las miles de fichas de mi memoria. Hoy sería un hombre con un horizonte sin fisuras en la conciencia, como un bloque de hielo a través del cual apenas se adivinaría, al fondo, la silueta agazapada, patética, del antiguo soñador. Sí, solo a través de Lulu he permanecido en ese mundo. ¿Pero cómo? ¿De qué manera se enlaza todo? Porque siento que los lazos son oblicuos, que allí, en la oscuridad impenetrable donde se rozan suavemente las sinapsis, donde los receptores químicos se extienden en la carne transparente como el hilillo negro de los cuernos del caracol, Lulu no es en sí mismo un mensaje sino que te deriva a un mensaje, Lulu es el nombre de un túnel, de un pasillo que se encuentra en lo más profundo de mi cráneo, un sitio de paso obligado hacia el verdadero Enigma».

¿Qué haría ese hombre, ese narrador y protagonista del libro que os traigo hoy sin Lulu? Tal vez sería un hombre más cercano a ser feliz. Sin duda, sería un hombre menos atormentado. Pero, probablemente, también sería un hombre ajeno a la existencia de algún tipo de verdad inasible, ignorante de un más allá insondable; por ello, efectivamente y valga la redundancia, más feliz y menos atormentado.

Nuestro hombre —el hombre de Cărtărescu— tiene treinta y cuatro años. Alterna desde hace años en su existencia períodos con Lulu y sin Lulu. Su vida sin Lulu es más o menos tranquila, más o menos exitosa: pareja estable, publicación de alguna que otra obra literaria exitosa, cuasi obligación de seguir escribiendo (publicando) libros; una vida, en suma, que no parece distar demasiado de la que probablemente lleva su creador, Mircea Cărtărescu, con el cual, por cierto, comparte algún que otro detalle biográfico-literario (guiños, por otra parte, que no es la primera vez que le leo al escritor rumano). Su vida con Lulu, en cambio, es febril, puro delirio, llegando incluso al internamiento. Curiosamente, es en estos últimos períodos en los que el hombre escribe sus mejores páginas. Aun así, aún no lo ha conseguido. Aún no ha escrito el Libro. Ese que es todos los libros, que contiene todas las verdades y que merece todos los sacrificios.

Cuando comienza esta breve novela, el hombre está en una buhardilla, escribiendo. Es curiosa la frase que acabo de escribir. Es curioso lo revelador que es el inconsciente. En realidad, el hombre se pasa toda Lulu bien en esa buhardilla en Cumpătu a la que se ha autoexiliado, bien paseando por sus alrededores. Yo, en cambio, lo cuento como si fuera necesario precisar dónde está ese hombre en esta novela. Como si con anterioridad hubiera estado en otro sitio. Como si ya lo conociera de antes. Y es que, de hecho, lo conozco. Lo conozco de otro libro. Sin embargo, la que ha estado en otro sitio (en otro libro) he sido yo. El hombre —no importa si en esa buhardilla, si en otro escondrijo o en otro lugar— siempre está ahí: cabizbajo, la espalda corva, los dedos fundidos con las teclas de la máquina de escribir, llenando folios y folios y folios, a la caza infructuosa del Libro.

El hombre, como ya he dicho, tiene treinta y cuatro años. Se mira en el espejo. Allí, mirándolo con estupor desde el reflejo, está Victor, su único amigo, aquel para el que escribe. Victor tiene diecisiete años. Victor es el hombre hace diecisiete años. Victor es quien descubrió a Lulu. Será Lulu quien descubra diecisiete años después al hombre. Será el hombre quien, adentrándose en los pasadizos, túneles, entrañas y cloacas de la mente, recorriendo en sentido inverso una especie de nauseabundo cordón umbilical que conecta los tiempos, acceda al mensaje y descifre el Enigma.

Victor es un adolescente en la Rumanía de los años setenta. Victor es un adolescente como cualquier otro por mucho que él se sienta tan diferente. Vive autoexiliado, sintiéndose llamado por un mandato especial que solo él puede llevar a cabo. Yerra por las calles de Bucarest recitando poemas de Rilke y de Trakl. Se siente conocedor de una verdad suprema en aras de su custodia y revelación ha de consagrarse. Sus compañeros de estudios no son sino seres mediocres e ignorantes que no merecen su atención. Y, sin embargo, secretamente, añora ser uno de ellos, ser parte de ellos. Y sufre vívidamente por desear intensamente aquella que tanto desprecia. Victor está por entonces «desesperado como no volvería a estar en toda mi vida, como solo puedes estarlo en la atroz adolescencia».

«Mis colegas, de los que hoy guardo un recuerdo divertido y un poco nostálgico, como recuerdo también la curiosa época del rock y de los hipsters, del magnetófono y de los rebeldes sin causa, me horrorizaban por aquel entonces. Los veía como una hidra hostil o una sociedad secreta en la que yo nunca podría participar. Su estupidez y vulgaridad me enervaban, no era consciente de que se trataba tan solo del espíritu de la época y que, más allá de sus pijoterías de niños mimados, no eran más que unos eternos críos, amorfos y trastornados por un diluvio hormonal, del que acabarían saliendo, en una cinta transportadora, los ingenieros, economistas y chóferes de camiones cisterna, todos serios y responsables, de más adelante. Mientras que de mí no iba a salir nada, aunque yo imaginara ser el producto final y absoluto de la humanidad. Yo era un hombre del espíritu, ellos lo eran de la carne; yo era el que leía y el que iba a escribir el texto llamado a sustituir el mundo, ellos los que, felices y cretinos, vivían como unas simples plantas. Lo que más me atormentaba era que, aunque la oposición que yo había establecido con ellos era total, violenta e impermeable, no era sin embargo capaz de despreciarlos, y la sonrisa de superioridad con que me enfrentaba a ellos me salía torcida —puesto que la necesidad de amor y de calor animal no se deja intimidar fácilmente—, martirizaba mi cuerpo y agitaba los sótanos de mi mente».

Budila, fotografía de Nenea hartia bajo licencia CC BY-SA 4.0 

En agosto de 1973 Victor acude con sus compañeros del Liceo Cantemir a un campamento en Budila. Buda, como nos ilustra en nota al texto Marian Ochoa de Eribe, traductora habitual de Cărtărescu al español, «significa en el habla coloquial‭ «‬retrete muy rudimentario‭»‬,‭ ‬prácticamente una letrina,‭ ‬instalado generalmente en una caseta de madera en el exterior de la casa», y, según nos indica el hombre en el que se convertirá Victor diecisiete años después, en el diminutivo de «esa palabra, Budila —el váter, el retrete, la cloaca desquiciada y asquerosa, pero también el gigante Buda sonriente, con los ojos entornados, rodeado por un nimbo de perlas y llamas—, está concentrado todo». En Budila Lulu, uno de los compañeros de Liceo de Victor, se disfraza de mujer durante la fiesta de despedida del campamento. Esa Lulu que surge ante los ojos y el cuerpo de nuestro adolescente apela a algo escondido profundamente en él, que lo perseguirá intermitentemente durante diecisiete años y que solo el hombre que escribe como un obseso en la buhardilla de Cumpătu será capaz, al final de este libro, de re(cordar)conocer.

Si entre toda la maraña de estudiantes que acompañan a Victor en el campamento nos fijamos desde el principio en Lulu es porque, de entre todo el selecto grupo en el que la memoria del hombre posa su atención, es su nombre el que da título a este libro. Sin embargo, su título original es Travesti. Lulu bien podría haber sido, pues, hasta bien entrada esta novela un adolescente más en ella. Y con esto no quiero minusvalorarlo ni a él ni a ninguno de sus compañeros ni compañeras, que además no están de atrezo en esta obra literaria sino que tienen su papel. Los personajes de esta novela son sumamente creíbles. Hayáis sido adolescentes en la Rumanía de los años setenta, en la España de los noventa (como es mi caso) o en cualquier otro lugar o tiempo, haya cual haya sido vuestra banda sonora generacional, hayáis pertenecido a los que se quedaban al margen del grupo sin terminar de encajar ni saber nunca qué decir o cómo actuar o de aquellos otros que marcaban la dirección a seguir, siempre prestos a fanfarronear, con una pueril obscenidad permanentemente en los labios, pero, sin embargo, inevitablemente igual de perdidos, tanto la ambientación como las situaciones y los personajes de Budila os serán plenamente reconocibles.

Lo que acontece en el campamento se va entremezclando con los sueños de Victor y con el tormento del hombre en el que se convertirá y que diecisiete años después escribe desde la buhardilla, los cuales para mí representan ya un reconocible universo Cărtărescu (o la entelequia que yo me monto con ese universo). Esa descripción biológica, entomológica, esa enumeración que pretende alcanzar la totalidad, ese afán por penetrar hasta el punto más inaccesible de la víscera más profunda y de llegar a la vez al punto más externo del espacio. En este caso una querencia especial por lo pútrido, por lo nauseabundo, como si la memoria y el inconsciente fuesen una letrina en ruinas que hubiera que desatascar o una cañería infecta por la que bucear. La araña, nuevamente la araña. La araña de Jon Bilbao, a la que y a quien volveré próximamente. La araña de Vila-Matas, de Lispector y de Cortázar, que es la misma araña (lo había olvidado, pero lo recordé al releer la correspondiente reseña) de Nostalgia. Los múltiples yos, el desdoblamiento, el juego de espejos. La dualidad y la confrontación hombre-mujer. La figura del escritor maldito.

Pareciera que Mircea Cărtărescu fuera un escritor que escribiera siempre el mismo libro, pero, sin embargo, sus libros son distintos. Son hermanos, son espejos, son ramificaciones que beben de una misma raíz. El libro en el que estuve y en el que conocí a ese hombre que en este otro libro escribe desde una buhardilla es Nostalgia, y sin embargo, no es el mismo hombre, era otro, pero tan íntimamente parecido que sí es el mismo. Sobre Nostalgia escribí en su día que era uno de los libros más flipantes que había leído en mi vida (probablemente el más), impresión que mantengo más de un año después. Cabría pensar que Lulu, por su menor entidad, es el germen de Nostalgia, pero, sin embargo, está escrito con posterioridad, por lo que sería más indicado argüir que es, en cambio, una escisión. Se circunscribe el autor en esta novela a la adolescencia (si bien el uso por mi parte para hablar de un escritor del Todo como es el rumano de un verbo que hace referencia a la acotación, como es circunscribir, es muy reduccionista), a ese, como la define Carlos Pardo en la introducción a esta novela «viaje hacia la normalidad con el que comienza la madurez». Es Lulu, pues (siendo nuevamente reduccionista), una novela de iniciación: de iniciación a la vida adulta; de iniciación al sexo, también, como si esta fuera la verdadera puerta de entrada a la adultez. Así, hay quien se inicia en el sexo como un velocista en pos de una afirmación no se sabe si ante sí mismo o de cara a la galería. Hay —los menos pero los más afortunados— quienes consiguen armonizar su primera vez con una mística romántica. Y hay también quienes enarbolan la renuncia como un sacrificio necesario, como si el sexo fuese una bajeza y entregarse a él fuera la expulsión de un fin más elevado.

Cumpătu, fotografía de fusion-of-horizons
bajo licencia CC BY 2.0
«[...] me pregunté de repente dónde había abandonado Savin, ahora ingeniero químico en Quadrat, toda su locura. ¿Qué había hecho con su enorme coeficiente intelectual? ¿En qué estrato esponjoso de su mente —disuelta ahora probablemente por la alegría de la vida como si fuera un veneno pérfido— se había reabsorbido su gran sueño de huir? Sus ojos, que eran ahora serenos como los de Clara, como los de un amnésico, me hicieron recordar eso que yo había rumiado durante tantos años: que no existe mayor suplicio ni infierno más profundo que la felicidad. Que, al penetrar a la mujer que amas, pierdes de hecho la Gran Penetración. Que la vulva no es la verdadera entrada y que la vagina no es el verdadero túnel. Savin y Clara, perdidos el uno en el otro como en la sala de espejos de una feria de segunda, educaban a sus hijos, perpetuaban la ilusión, perdían la liberación en cada instante de su vida sacrificando al sexo lo que solo correspondía a la mente. Pocos sabían que existe la verdadera Salida y que es ella la que elige a su amante, reconociéndolo, tal vez, a través de una señal segura: la monstruosidad».

Victor se sabe consagrado a esa monstruosidad. Sufre por ella a la vez que la anhela (también sufre por la renuncia de la felicidad a la vez que la anhela). Su mente y su cuerpo son puro torbellino y contradicción; la parte más baja de su anatomía y sus órganos más elevados en permanente conflicto. «Qué mierda, el esperma es cerebro, es memoria», se lamenta el adolescente. Y continúa: «Es como si un canalillo uniera directamente la carne blanca de la mente con el aparato grotesco de entre los muslos. En el aura del orgasmo percibes claramente cómo la sustancia cerebral es exprimida y bombeada a la parte inferior del cuerpo, cómo disminuye su nivel en el cráneo y cómo ese líquido marfileño empieza a girar como en un lavabo o una bañera a los que se les hubiera quitado el tapón».  El hombre que escribe desde la buhardilla diecisiete años después de sus diecisiete años se recuerda, en cambio, con las siguientes exclamaciones: «¡Qué raro, qué raro era yo por aquel entonces! ¡Qué blanda, qué informe, qué disponible era la carne de mi psique! Mis testículos tenían circunvoluciones, lóbulos y ventrículos, mientras que mi cerebro secretaba el esperma de los sueños».

La palabra iniciación bien puede sustituirse por la de adentrarse, remitiendo ese adentrarse a seguir un camino y, por tanto, renunciar a otro, cerrar una especie de puerta tras uno. Pues bien, la puerta entre Victor y el hombre en el que se ha convertido ha quedado entreabierta. Es por ello por lo que el hombre se mira en el espejo y Victor le devuelve la mirada con la extrañeza de quien no se reconoce. Es por ello por lo que el hombre siente que con su vida acomodaticia ha traicionado al adolescente que fue. Me gustaría añadir que es por ello por lo que Lulu entra y sale de la vida del hombre, pero ni creo que ese sea el auténtico mensaje al que deriva Lulu ni que esa sea la puerta que haya que traspasar para acceder al verdadero Enigma. Los períodos de la vida del hombre con Lulu responden más al «reencuentro con la hermana o el hermano perdido, con la mujer reprimida en todo hombre y con el hombre escondido en toda mujer…»

Somos escisión. Tal vez la infancia sea lo más parecido que hayamos tenido y tendremos jamás a albergar la totalidad. Allí somos un ente repleto de posibilidades, negativo y positivo, anverso y reverso a la vez; estamos aún por definir. Pero avanzar implica dejar atrás y, por más que esas mutilaciones que nos convierten en adultos sean necesarias no por ello la ausencia de lo cercenado, de lo perdido, cual si de un miembro fantasma se tratara, deja, de tanto en tanto, como esas molestias incómodas, inquisitorias e indefinidas que pronostican un cambio de tiempo, de doler. «La herida» (le copio las frases a Carlos Pardo de su citada introducción a esta novela) «no se curará, pero nos hará compañía de por vida. Es la literatura. La inventamos porque estamos incompletos». Y así, Mircea Cărtărescu, eterno opositor a escritor del todo, cual si fuera un escritor maldito padre de todos los escritores malditos que albergan sus historias, ha elegido la literatura como compañera de vida. O probablemente la literatura lo haya elegido a él. De ahí la maldición. De ahí todas sus invenciones con las que zurce el tejido incompleto que es.

En las letrinas apestosas de los sueños-pesadillas de Victor y de los delirios del hombre que escribe desde la buhardilla habita una niña, una gemela perdida. La figura del gemelo no es nueva en la obra del escritor rumano. Aparece en Nostalgia con la recurrencia del signo zodiacal Géminis. Aparece en El ojo castaño de nuestro amor, esa suerte de memorias, ensayos sustentados sobre anécdotas personales y textos autobiográficos del autor, en el texto homónimo sobre la pérdida de un hermano gemelo. Cuando leí Nostalgia me dieron ganas de releer algunas partes de ese libro. En esta ocasión no he podido evitar la tentación de regresar al mencionado El ojo castaño de nuestro amor. Aun con bastantes detalles ya olvidados, la membranza ha vuelto a ser para mí el mismo texto sencillo y hermoso sobre la ausencia (otra vez la escisión) del hermano gemelo perdido en la infancia y también sobre el amor a la madre. Entre lo olvidado destaca algo muy llamativo (maldita a la vez que bendita desmemoria la mía que me permite asistir al milagro del descubrimiento): el nombre del gemelo perdido de Cărtărescu no es otro sino Victor.

A las íntimas conexiones entre Lulu y Nostalgia que son la figura de los gemelos y la del escritor que consagra su vida a la infructuosa tarea de escribir el Libro, añado la del joven que pasea su angustia adolescente y su deseo insatisfecho por las calles de Bucarest y la de algún que otro personaje de uno de los relatos centrales de Nostalgia que se mencionan al final de Lulu. Me percato de esto último enseguida, pero me hubiera gustado poder identificarlos con mayor precisión entre los personajes de ese titánico maremágnum que es Nostalgia y entre la nebulosa que es mi memoria (prima hermana de mi desmemoria, a la cual, en este caso, no me ha quedado más remedio que maldecir). En fin, releer Nostalgia serían palabras mayores y, además, tengo otra (otras) lecturas de Mircea Cărtărescu (las tenía ya antes de Lulu) en el horizonte. Me sé condenada a —y hago alusión a esa cita del escritor rumano tan manoseada por mi parte de tanto sacarla de cuando en cuando a pasear por este blog— seguir al autor con tenacidad a través de todo su sistema de galerías como a un zorro astuto. Además, curiosa y reveladoramente los guiños y conexiones de Lulu no me han llevado tan solo de manera retrospectiva a lecturas pasadas sino que me han sugerido sibilinamente las futuras. No recordaba de otros libros del autor que cegador fuera un adjetivo recurrente en su prosa, sin embargo, ha sido llamativo e incluso gracioso para mí (dado que no es otra que la trilogía Cegador la lectura que tengo en el horizonte) las veces que el brillo de esa palabra me ha cegado cada vez que me la he encontrado durante la lectura de Lulu. Siguiendo la cita de Cărtărescu tan manida por mi uso y que ni siquiera entrecomillo por sentirla ya tan mía, alguien dijo que un escritor de genio nos hace a nosotros geniales. Lo que yo digo es que dejarse cegar por un escritor de genio como es Mircea Cărtărescu nos permite vislumbrar lo que hay más allá de esa puerta que la literatura deja entreabierta y nos hace, por tanto, ver de verdad.

Hermaphrodite, de Otto Rapp, bajo licencia CC BY-NC-ND 2.0





Ficha del libro:
Título: Lulu
Traductora: Marian Ochoa de Eribe
Introducción de Carlos Pardo
Editorial: Impedimenta
Año de publicación: 2011 (1994)
Nº de páginas: 160
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Comentarios

  1. Es este un autor que siempre he sospechado que no es para mí. Puede que sea un prejuicio mío, pero lo veo demasiado poco realista, me da la impresión de que mezcla fantasía con realidad y es me echa un poco para atrás. Por otra parte, siento que es una deuda pendiente que tengo con la literatura. Este libro con Lulú y Víctor y el hombre... tiene algo que me atrae.
    Un beso.

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  2. Hola Lorena!
    pues me pasa igual que a Rosa, Mircea Cărtărescu creo que no es para mi, no por la mezcla de realidad con fantasía porque eso en algunos autores me encanta (no en todos), quizás por los que los usuarios adeptos de la biblioteca me cuentan de lo que leen, aunque igual también son prejuicios, soy consciente. Lo malo es que esos prejuicios me impiden tener ganas de leer a algunos autores, seria dar el paso y sé que quizás descubriera algo importante. No lo descarto, quizás con este
    Besos

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