Quemar las naves - Angela Carter

«Tal vez cada una de las ferias no sea más que un fragmento disociado de una sola e inmensa feria original que se diseminó inexplicablemente en una diáspora de lo asombroso. Sin importar su ubicación, una feria mantiene su atmósfera invariable y de coherencia propia». (Los amoríos de Lady Púrpura)
Leer a Angela Carter es como deambular por una feria no se sabe si de las maravillas o del horror. Una feria que, cual matrioshka, nos depara una sorpresa tras otra. Una feria que es como una sala de espejos que juega a distorsionar la realidad. Todo es algarabía, esperanza y punzada de temor. La mezcla de música y cacofonía nos confunde. Los olores y los estímulos visuales nos embriagan. Y, aunque no conocemos esta feria en concreto en la que hemos aterrizado por primera vez, sentimos en cambio un vago reconocimiento. Aunque haya un algo inexpresable que no alcanzamos a comprender, nos ocurre lo mismo que sucede en la bella La sonrisa del invierno, pues «En este país no necesitas pensar, sino echar un vistazo para pensar en seguida que lo entiendes todo».

Mi primer encuentro con Angela Carter ha sido a lo grande. Quemar las naves reúne todos los cuentos de la autora británica. En las primeras páginas soy víctima de ese 'síndrome de feria'. Es como si hubiera sido encerrada en un habitáculo pequeño en el que se guardan sin orden ni concierto multitud de cachivaches olvidados que se me han venido encima al entrar. La prosa de Carter es exuberante; sus descripciones, minuciosas. El menos es más no va con ella pero sus excesos no resultan excesivos. No negaré que en algunos de sus cuentos me ha costado entrar y que en unos pocos me he quedado fuera, pero son mayoría aquellos que he disfrutado y hay varias maravillas que son visitas obligadas de esa feria de lo singular que es la obra de esta autora.

Aunque he comenzado comparando su narrativa con un espacio cerrado, en sus historias predominan las escenografías abiertas, los bosques, los lugares «donde de las montañas brotaban dientes tan afilados y poco naturales como los que garabatea un niño con sus lápices», tal y como leo en Los amoríos de Lady Púrpura, cuento en el que un marionetista se enamora de su marioneta al igual que El hombre que amaba un contrabajo, obra temprana de la autora, hace lo propio con su instrumento musical. No es esta la única descripción que me trae reminiscencias vampíricas, si bien el único de sus cuentos protagonizado por una de esos seres de la noche es La dama de la casa del amor. En La cámara sangrienta me encuentro sin embaro con la siguiente frase que me hace recordar al personaje real que inspiró al Drácula de Stoker: «Una docena de esposos empaló a una docena de esposas mientras las lloriqueantes gaviotas se columpiaban sobre trapecios invisibles en el aire vacío del exterior». Son múltiples también las alusiones sexuales que me aguardan en este libro.

El volumen se divide en las diferentes antologías que se han publicado de la autora y en aquellos otros cuentos que no pertenecen a ninguna de ellas. Tras la lectura de su obra temprana, tres cuentos publicados originalmente entre 1962 y 1966 que sirven de apetitosos entrantes a este festín literario que nos sirve Sexto Piso, comienzo Fuegos artificiales: nueve piezas profanas (1974).

Una de esas nueve piezas profanas es Un recuerdo de Japón, en el que la autora recurre a la simbología de uno de sus elementos fetiches: el espejo. Habla de ver el reflejo de uno mismo en el otro. En Carne y el espejo, relato, al igual que el anterior, ambientado en el país nipón en el que Carter residió durante una temporada, leo: «Los espejos son objetos ambiguos. La burocracia del espejo me provee de un pasaporte para el mundo; me muestra mi apariencia».

Ilustración sin título de Les contes de Perrault,
ilustrado por Gustave Dore y publicado originalmente en 1862
La máscara es otro símil del que gusta la autora británica. Me la encuentro en La hermosa hija del verdugo. El verdugo se mimetiza en la máscara que lleva y se convierte en lo que representa hasta tal punto que ya nadie lo reconoce sin ella. Se esconde tras la máscara pero sin embargo es esa máscara lo que le otorga identidad. Más adelante, en Réquiem por un mercenario, leeré: «Pero empecé a detestarlo cuando vi lo desamparado que estaba. Cuando vi lo fácil que iba a ser matarlo, entonces empecé a detestarlo. [...] Me pidió que no lo matase. Así es como me recordó que podía matarlo si quería. Hasta ese momento no había querido, pero cuando me llamó su asesino, me convertí en ello».

Estoy ya por entonces sumergida en el universo Angela Carter y me siento como la narradora del último relato que he mencionado, como «la inocente esclava de la estética burguesa, que siempre ve un encanto elegíaco en la decadencia» y un poquito también como la de Carne y espejo cuando afirmaba que «Por eso me gusta ser extranjera; sólo viajo por la inseguridad». Leo por la inseguridad y por eso me gusta sentirme extranjera en los mundos de Angela Carter.

Otra de las piezas profanas es Penetrando en el corazón del bosque. El poblado en el que vive la pareja de hermanos protagonistas representa la infancia del mundo, la ignorancia, la zona de confort. A medida que el hermano y la hermana crecen surge la sed de saber, de descifrar lo misterioso, de ir más allá del poblado, «esa leve y cálida claustrofobia que la palabra «hogar» implica». El hermano comienza a mirar con extrañeza y fascinación a la hermana una vez que dejan el poblado atrás.

Reflejos es la dualidad. Es un cuento con tientes fantásticos y filosóficos en el que caigo en dos mundos equivalentes e inversos cual negativo fotográfico que representan el orden y el caos que se ha de tejer y destejer para mantener el equilibrio y las leyes físicas del mundo.

Tras este suculento primer plato entro en La cámara sangrienta (1979), quizás la antología más famosa de su autora. Da comienzo con un cuento homónimo y con ese bello inicio que es ese viaje en tren de su protagonista «hacia el país imprevisible del matrimonio» mientras la madre, en el que hasta entonces fue el hogar de la recién desposada, retira las pertenencias de su vástago de la que fuera su habitación como si, al convertirse esta en esposa, hubiera dejado de ser hija. El matrimonio es retratado en este cuento como sinónimo de exilio o más bien autoexilio. Ya en Un recuerdo de Japón tuve la oportunidad de enterarme de que «El término para designar a la esposa, okusan, significa «persona que ocupa la habitación más al fondo de la casa y raramente, o nunca, sale de ella».

Cubierta de Pantomime, F. Warne & Co.,1890 
La cámara sangrienta es una versión del cuento de Barba Azul. Carter gusta de beber del folclore popular por lo que no es la única recreación de un cuento tradicional con la que me encontraré y de hecho la mayoría de ellas se encuentran reunidas en esta antología. Sin ir más lejos, El cortejo del señor león y La novia del tigre, ambos versiones de La Bella y la Bestia, son los cuentos que suceden a este.

En La novia del tigre la autora indaga en lo que es la naturalidad, concepto que ya había abordado en Carne y el espejo, en donde nos decía: «La actuación más difícil del mundo es la de la naturalidad, ¿no? El resto es artería». Leyendo a Angela Carter el comportamiento del elenco de sus extravagantes personajes se me antoja natural mientras que lo que habitualmente entendemos por tal se me descubre impostura tanto tiempo utilizada que se nos ha olvidado lo que subyace bajo ella. Es un poco como el precio que el tigre le impone a la novia para liberarla, esa desnudez que «dejó de ser natural para la humanidad cuando empezamos a cubrirnos con hojas de parra. Él había exigido lo abominable».

Y entre lo abominable encuentro también lugar para el humor. Toda la narrativa breve de Angela Carter está salpicada de sátira, pero si hay dos cuentos que rinden culto a la picaresca esos son El gato con botas, presente en esta antología, y El hijo de la cocina, contenido en la que le sigue.

Siguiendo dentro de la presente me adentro en el territorio de El rey de los trasgos, cuento en el que el espacio abierto del bosque se torna cerrado. En él me encuentro otra vez con la idea del autoexilio. Su protagonista nos cuenta que «Cuando me di cuenta de lo que el rey trasgo pretendía, sentí un miedo terrible y no supe qué hacer porque lo amaba con todo mi corazón y, sin embargo, no sentía ningún deseo de unirme a la cantarina congregación que mantenía enjaulada, aunque los tratara con el mayor de los afectos, les cambiara el agua todos los días y los alimentara bien. Sus abrazos era señuelos y, al mismo tiempo, sí, al mismo tiempo, los mimbres de los que estaba hecha la jaula. Pero, en su inocencia, él nunca supo que podía ser el causante de mi muerte; en cambio, yo supe desde el primer momento que el rey trasgo me podía causar un profundo dolor». Como congregación enjaulada, aunque tratada con bastante menos afecto, podría verse también a «la predestinada hermandad de [...] esposas» del Barba Azul de La cámara sangrienta. En La casa escarlata, uno de los relatos no antologizados que disfrutaré (sufriré) al final de este libro me encuentro nuevamente con mujeres aisladas, confinadas, hermanadas en el miedo. Se plantea al final la rebelión de la marioneta contra el marionetista. Parece que el rugido del actual hermana, somos tu manada lleva tiempo pugnando por salir. En El rey de los trasgos leo: «¿El pájaro sólo canta la canción que sabe? ¿O puede aprender una nueva?»

Jeanne Duval retratada por Charles Baudelaire, cerca de 1850
En manada precisamente se mueven los lobos y, a estas altura de la lectura, no me sorprende para nada encontrarme al licántropo como miembro destacado dentro de la imaginería de la escritora británica. Los lobos representan el estado salvaje y en muchos de los cuentos de la autora se escenifica la vuelta a ese estado, el adentrarse en uno mismo como si se sufriera una regresión. Así ocurre especialmente en Amo, una de las piezas profanas contenidas en Fuegos artificiales, y en Pedro y el lobo, que me encontraré más adelante. Por el momento, El hombre lobo, La compañía de los lobos y Lobalicia cierran el segundo plato de cuentos ideados por la Chef Carter.

El hombre lobo es una versión de Caperucita Roja, esa chiquilla que «acaba de tener su primera menstruación, el reloj interno que, en lo sucesivo, avanzará una vez al mes. Se planta y camina dentro del pentáculo invisible de su propia virginidad. Es un huevo sin romper; es un recipiente sellado; tiene en su interior un espacio mágico cuyo paso permanece cerrado con un tapón de membrana; es un sistema cerrado; no sabe sentir escalofríos: Lleva su cuchillo y no tiene miedo de nada. Si su padre hubiera estado en casa, quizá le habría prohibido que saliera; pero está en el bosque, recogiendo leña, y su madre no se sabe negar. El bosque se cierra sobre ella como unas fauces». Veremos quién es más feroz.

La menstruación es la apertura de la cámara sangrienta cuyo primer sangrado es tratado por la autora como la abertura de un libro hasta entonces prohibido por desconocido. Atrás queda la inocencia, que es definida por Carter como ese no saber todavía de qué hay que tener miedo. Estas ideas me las encuentro no solo en El hombre lobo sino también en los ya citados Penetrando en el corazón del bosque, Lobalicia y Pedro y el lobo.

El tercer plato viene aderezado por unos invitados de excepción. Jeanne Duval, amante de Charles Baudelaire, y el propio poeta protagonizan Venus negra, relato del que toma el título la antología que lo contiene y que data de 1985.

No será Baudelaire el único literato que me encuentre en estas páginas ni el único ilustre invitado de las mismas. Los personajes de la conocida obra de Shakespeare cobran vida en Obertura y música incidental para «Sueño de una noche de verano» y El gabinete de Edgar Allan Poe está protagonizado, como no, por el ilustre cuentista. El pequeño Edgar, huérfano desde tierna edad, tan solo hereda de su madre, actriz contenedora de mil caras de mujer frente al espejo, «un puñado de recuerdos hechos trizas». Con esas maltrechas trizas tejerá su vida. Sospecho, a tenor de que lo gótico y el terror son elementos que abundan en los cuentos de Carter, que la inglesa fue fiel admiradora del estadounidense.

Portada de Lástima que sea una perdida de John Ford.
 Londres, impreso por Nicholas Okes para Richard Collins, 1633.
Fuente: Biblioteca de Houghton, Universidad de Harvad
Precisamente es el terror con mayúsculas lo que llega a Fall River, Massachusetts, el 4 de agosto de 1892. En La matanza a hachazos en Fall River, la autora recrea de forma magistral la escenografía en la que se llevó a cabo el doble asesinato del señor y la señora Borden que ya forma parte de la historia y la memoria popular de los estadounidenses. El ambiente de decadencia se inicia con el calor sofocante, asfixiante y denso de ese verano que es amplificado por las ropas y la poca higiene propias de la época. La casa de los Borden, sin pasillos y con habitaciones de puertas cerradas, contribuye a esa atmósfera opresora. La mezquindad de la familia está ejemplarizada mediante los vicios morales de la usura y la glotonería de ambos asesinados. Las hijas son mujeres preservadas insanamente «en una infancia ficticia y prologada». Cual será mi alegría, al terminar este relato, al encontrarme con que la única de las dos hijas que se encontraba en la casa cuando se produjo la matanza, Lizzie Borden, protagoniza siendo niña El tigre de Lizzie, obra que da comienzo a la siguiente antología.

«América empieza y acaba en el frío y la soledad. Por la parte de arriba acomoda la cabeza sobre la nieve ártica. Por la de abajo, hunde los pies en las aguas frías del Atlántico Sur, hogar de los perpetuamente incansables albatros. América, con el torso de una mujer en el instante de esta historia, una mujer con cintura de reloj de arena, una cintura con un corsé tan apretado que se partió en dos y que necesitó de un cinturón de agua en medio. América, con tus caderas de matrona y tu entrepierna de jungla, tu seno desbordante de madre amamantadora y tu fría cabeza, tu fría cabeza. Su paradoja central reside en lo siguiente: que la mitad superior no sabe lo que hace la mitad inferior. Cuando digo que los dos niños de la pradera, criados a expensas de estos dos pechos verdes, eran los mismísimos hijos del continente, sabes al instante que eran norteamericanos, o no hablaría de ellos en lengua inglesa, que era la suya, la lengua que silencia el balbuceo de la multitud de lenguas de este continente. Niños rubios con caras anchas y pecosas, el chico con un peto y la chica con un vestido a cuadros y una capellina. En la vieja obra teatral, un John Ford los llamó Giovanni y Annabella; el otro John Ford, en la película, bien podría haberlos llamado Johnny y Annie-Belle». Y Johnny y Annie-Belle, precisamente, son los nombres que Angela Carter escoge para los protagonistas de la ficticia adaptación cinematográfica filmada por el americano (¿=norteamericano, =estadounidense?)  John Ford de la obra teatral escrita tres siglos antes por su homónimo europeo que tengo ocasión de disfrutar en «Lástima que sea una puta», de John Ford.

Son varios los cuentos de Fantasmas americanos y maravillas del Viejo Mundo (1993) en los que la autora inglesa fusiona las culturas estadounidense y europea. Respecto a la crítica mordaz recogida en el anterior fragmento, Carter no solo lanza sus dardos contra América del norte. En Venus negra me encuentro con la expresión «la venganza del continente violado perpetrándose en las camas de Europa» y en Nuestra señora de la masacre, incluida en la misma antología que el anterior, los ingleses no resultan muy bien parados frente a los nativos americanos.

Lizzie Borden, 1889
Volviendo a «Lástima que sea una puta», de John Ford, me encuentro en esta especie de guión cinematográfico literario con un tema recurrente en la obra de su autora: el incesto. Lo había abordado ya en La hermosa hija del verdugo y en Penetrando en el corazón del bosque. En los casos en los que el incesto es consumado entre hermanos, se lleva a cabo por parte de los protagonistas de forma completamente natural, como si hermano y hermana formasen parte de una única identidad y no hubiese otra resolución posible que fundir sus cuerpos mediante el acto sexual. Por lo demás, se trata de un relato trágico a la par que hermoso, tal vez sea cosa de «La luz, la luz nunca agotada de Norteamérica que, al filtrarse a través del celuloide, se convertirá en la luz gracias a la cual vemos a América mirándose a sí misma».

Servir del rifle al diablo bien podría inspirar su correspondiente adaptación cinematográfica aunque beba de la leyenda alemana en la que se basa la ópera El cazador furtivo, pues huele a película del salvaje oeste. Se trata de otra tragedia ambientada en un pueblo de la frontera mexicana en el que vive un conde procedente del viejo mundo que guarda consigo la última de las siete balas que nunca yerran el tiro. El uso de esa última bala está reservado al diablo.

Más culto se rinde al cine en El mercader de sombras. Es la decadencia de las estrellas que antaño brillaron la que ambienta este relato. Su narrador se encuentra «atrapado e indefenso entre aquellos seres que sólo pueden existir en California, donde la luz produce películas y locuras».

La fiesta cultural entre Norteamérica y Europa llega a su cenit con Los barcos fantasmas. Un cuento de navidad, narración que me sabe a galletas de jengibre, y con En Pantolandia, una mezcla absurda entre la Pantomima británica y el mundo de Disneylandia. Ambos son cuentos que beben de las fiestas paganas y que traen ecos, entre otras festividades, del Carnaval, la Fiesta de los Locos, la Navidad y  las Saturnales.

En los mundos de espejos e ingenio de Angela Carter no podía faltar algún que otro guiño a la archiconocida obra de Lewis Carroll como ocurre en Alicia en Praga o la curiosa habitación. También me encuentro con nuevas versiones de cuentos de hadas en Cenicienta o el fantasma de la madre. Tres versiones de un cuento.

En estas tres versiones de Cenicienta se analiza la importancia de la madre, figura que ya fue de excelsa importancia en La cámara sangrienta. Por otra parte, la confrontación entre la maternidad y la no maternidad en la mujer es abordada por la autora en Impresiones: La Magdalena Wrightsman, así como también la había rozado anteriormente en la ya citada La sonrisa del invierno.

Ilustración de Johann Heinrich Ramberg
 realizada antes de 1840 para la ópera
El cazador furtivo de Carl Maria von Weber
Así acabo este cuarto y especiado plato y me dispongo a degustar el postre, sus Cuentos no antologizados (1970-1981). Estos son la ya mencionada La casa escarlata, el inquietante El pabellón nevado y La cosedora de retales, en el que la autora da puntadas sobre el paso del tiempo.

Llego así al final de Quemar las naves y también debería hacer lo propio con esta entrada. No me resisto, sin embargo, a ofreceros un final por tripicado. Estas son mis tres versiones:

Versión 1 (chupito):
«En Norteamérica lo llaman «the Fall», y aluden así a la Caída del Hombre, como si el drama fatal del robo del fruto primigenio se repitiese una y otra vez, con cíclica regularidad, en el mismo momento de cada año en que los colegiales se disponen a robar en huertos, invocando, mediante la imagen más cotidiana, a cualquier niño, a todos los niños que, ante la posibilidad de escoger entre virtud y conocimiento, siempre escogen conocimiento, siempre el camino difícil». (Venus negra)
Leyendo lo cuentos de Angela Carter alcanzo la valentía de volver a ser niña. Sueño por un momento con la elección del conocimiento. Se me olvida incluso que ya he perdido la inocencia, que hace tiempo que ya sé a qué he de tener miedo.

Versión 2 (café):
«Tal vez, en el principio, había una curiosa habitación, una habitación como ésta, atestada de maravillas; y ahora la habitación y todo lo que en ella hay te están prohibidos, por más que se construyese para ti, se preparase para ti desde el principio de los tiempos, y por más que te pasases la vida entera tratando de recordarla». (Alicia en Praga o la curiosa habitación)
Leyendo los cuentos de Angela Carter entro en esa habitación primigenia de las maravillas. Invierto el tiempo y pongo el reloj a cero. Desaprendo para aprender desde mí.

Versión 3 (puro):
The penitent Magdalen, óleo de Georges de la Tour (1593-1652
«La memoria [...] es la principal diferencia entre hombres y animales; los animales nacen para vivir, pero el hombre nació para recordar. A partir de esta memoria construye pautas abstractas de formas significantes. La memoria es la cuadrícula de significado que imponemos al flujo azaroso y desconcertante del mundo. La memoria es la línea que vamos trazando mientras viajamos a través del tiempo: ésa es la clave, igual que Ariadna, lo que significa que no nos perdemos por el camino. La memoria es el lazo con el que capturamos el pasado y lo arrancamos del caos tirando hacia nosotros en secuencias bellamente ordenadas, como las de la música barroca para teclado.
[...]
Memoria, origen de la narración; memoria, barrera contra el olvido; memoria, almacén de mi ser, esos delicados filamentos de mí misma que yo misma tejo y que con el tiempo terminan siendo una telaraña con la que atrapar tanto mundo como me sea posible. En el centro de mi red autotejida puedo descansar, en la serenidad de mi autoposesión».
(La casa escarlata)
Leyendo los cuentos de Angela Carter me entretejo en la tela de araña de la memoria del mundo. Su narración es la memoria de la humanidad. Gusta del folclore popular y de las referencias culturales de todos los tiempos, esas que me hacen recordar quién soy como miembro de mi especie, esas que construyen mi identidad dentro de ella. Y juega a retorcerlas a su antojo porque así captura el pasado y lo arranca del caos y abre posibilidades al futuro, porque la cultura también es entretenimiento y el aburrimiento, como apunta en Un recuerdo de Japón, es también algo que nos diferencia como humanos.

Y ahora sí que acabo. Sé que estáis ahítos. Sé que habéis terminado esta entrada de la misma forma que yo comencé esta lectura: exhaustos bajo los cachivaches que he abalanzado sobre vosotros, embriagados por la multitud de estímulos de esa feria por la que os he paseado y de la que os he enseñado sus recovecos y secretos. Sé, también, que si no habéis sucumbido al agotamiento y perecido de estupor y habéis, por tanto, tenido la suficiente glotonería para llegar hasta estas últimas líneas, ya estáis captados: vuestro estómago rugiendo y vosotros salivando. Ya no podéis resistir la tentación de hurgar con vuestro dedo en alguno de los condimentos de los entrantes, primeros, segundos, terceros, cuartos platos o postres, llevarlo a vuestra boca y paladearlo. Si es así, solo me resta exclamar: ¡Bienvenidos al asombroso mundo de Angela Carter! Feliz indigestión.

Beauty and the Beast, ilustración de Anne Anderson (1874-1931)





Ficha del libro:
Título: Quemar las naves
Autora: Angela Carter
Prologuista: Salman Rushdie
Traductores: Rubén Martín Giráldez y Jesús Gómez Gutiérrez
Editorial: Sexto Piso
Año de publicación: 2017
Nº de páginas: 704
ISBN: 978-84-16677-52-8
Lee el cuento Venus negra aquí





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Comentarios

  1. Totalmente herida de indigestión. Y buscando el libro. Sabes que no me atraen los relatos, aunque cada vez lo hagan más, pero has presentado estas antologías de tal forma que me resulta irresistible sustraerme al libro que las recoge.
    Las citas que resaltas me parecen muy acertadas y sobre todo la de la memoria me encaja a la perfección en lo que yo también pienso.
    Excelente reseña... o lo que sea este maravilloso enfrentamiento a un libro de cuentos. A mí me ha atrapado totalmente.
    Un beso.

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    1. Pues no sabes lo que me alegra que no te haya podido la indigestión. La verdad que cuando comencé a escribir la entrada no pensé que fuera a quedar tan extensa. Pero es que son tantos cuentos y quería destacar tantas cosas. Y eso que seguro que hay matices y referencias que no he captado y que algún relato he dejado sin mencionar. Sea con este libro con todos los cuentos de Angela Carter o con alguna de las antologías por separado, y aunque no gustes mucho de leer relatos, estoy segura de que más de uno de sus cuentos vas a disfrutar.

      Lo de la memoria yo también pienso que es muy acertado.

      Besos

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  2. Tenía en mi lista de deseos La cámara sangrienta, pero borro, borro... Y apunto este libro de relatos, que me has dejado con unas ganas tremendas!
    Besotes!!!

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    1. Yo lo he leído del tirón pero es una edición estupenda que se puede tener para ir alternando con otras lecturas, así que puedes empezar por La cámara sangrienta si le tienes más ganas y luego ir leyendo los demás. También es verdad que al leer todos los cuentos seguidos he tenido una visión más amplia del conjunto de todos ellos. En cualquier caso, espero que disfrutes mucho de Angela Carter.

      Besos

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  3. Pues sí, empiezo a agobiarme de verdad. Porque cada semana, entre unos y otras apunto dos o tres libros y mi tiempo lector es exiguo y además quiero disfrutar cada lectura, dejar espacio entre ellas para que dejen poso. Me me recuerda a otro que reseñaste y leí: "Jagannath", pero elevado al cuadrad, son tantísimos temas que abruma. Claro, que si no es una errata, son ¡¿2000?! páginas.
    La portada es fantástica, un gran (auto)regalo para Reyes, jeje.
    Abrazos.

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    1. ¡¡Madre mía, Gerardo!! Pues sí, menuda errata. Son 'solo' 700 páginas. Se ve que yo misma he terminado exhausta redactando esta entrada.

      Vas bien encaminado. Yo también me he acordado de Jagannath leyendo algunos de estos cuentos. También he recordado Tainaron, de Leena Krohn, y El libro de Monelle, de Marcel Schwob. Dadas las dimensiones que ha cobrado esta entrada, no he dejado constancia de ello como hago a veces con estas asociaciones que me vienen a la mente.

      Realmente es un libro idóneo tanto para regalar como para regalarse. Y seguro que has sido bueno este año y te mereces gratificarte.

      Un abrazo

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  4. Una reseña con muchos ingredientes para considerar este libro de relatos, la verdad es que no conozco a la autora, pero todo lo que detallas me la hace sumamente interesante, esa inspiración que nace del cuento clásico que tanto me gusta, y también las referencias a escritores que me atraen mucho; Poe, Baudelaire, etc. También ese humor que discurre entre la luz y las tinieblas, una suerte de guiño gótico al estilo de Isaak Dinesen, todo lo que te he leído me parece muy seductor, tomaré nota de esta antología tan molona.
    Un abrazo, Lorena.

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    1. Es impresionante, e incluso a veces apabullante, el bagaje cultural de Angela Carter; un aliciente más, todas las referencias y no solo literarias, para disfrutar de sus cuentos. Déjate seducir, seguro que no te arrepientes.

      Un abrazo

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  5. No soy lector de relatos, pero tus líneas despiertan mi curiosidad. Tampoco abundo en lo fantástico -pobre Borges- pero una vez cada muchos años puedo intentar recordar la razón de mi negación.
    Gracias por traernos libro y autora desconocidos para mi.
    Un abrazo.

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    1. Yo, en los últimos años, sí soy lectora de relatos. Por la fantasía me prodigo menos, pero me gusta hacer excepciones con libros y autoras tan estupendos como estos.
      Gracias a ti por la lectura y el comentario.
      Un abrazo y feliz 2020.

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