Un ángel en mi mesa - Janet Frame

Me acuerdo de Marina Tsvietáieva, como me he acordado tantas veces de ella desde que el azar la cruzó en mi camino lector. La recuerdo ahora hacia el final de su vida, de vuelta ya en la Unión Soviética tras diecisiete años exiliada de su país, primero en Berlín y Praga y después en Francia. Con la única compañía de su hijo, pues su marido e hija han sido detenidos por la NKVD, sobrevive en precarias condiciones, por lo que no duda en solicitar ayuda para obtener unas condiciones de vida dignas. La poeta creía que cualquier ser humano, por el simple hecho de haber nacido, tiene derecho a ocupar un punto del planeta. «No pretendo que haya una estación de metro con mi nombre», se conserva escrito en el borrador de una de las cartas que pensaba enviar, «ni una placa conmemorativa (en la casa que han demolido)», continúa, «aspiro», sentencia, «a un escritorio de madera blanca, con un suelo debajo, con un techo encima y cuatro paredes alrededor». Y es que para Marina el verdadero exilio no consistía en estar alejada de la tierra en la que nació, sino que la expatriación más dolorosa para ella era no disponer de un punto en el planeta en el que poder sentarse a escribir.

Janet Frame (1924-2004) no me ha recordado a Marina Tsvietáieva ni como mujer ni como escritora, aunque, sin duda, junto a un puñado de escritoras entre las que se encuentra mi Marina, ya ocupa un hueco en mi corazón lector porque cualquier punto del mismo está libre para ser ocupado por aquellas que se sienten exiliadas cuando se las aleja de la escritura. Sin embargo, y aunque supongo que el color de la madera del escritorio le daría igual, también Frame expresó su deseo —ella lo hizo en su autobiografía— de disponer, para poder llevar así el tipo de vida que ella quería, de «un lugar en el que vivir y escribir, con dinero suficiente para mantenerme».

Esa autobiografía de Janet Frame es precisamente el libro que os traigo hoy. La neozelandesa lo escribió a principios de la década de los ochenta del pasado siglo en tres volúmenes que después se reeditaron juntos. A España nos llega el conjunto de los tres en 1991 bajo el título del segundo de los libros de la mano de Seix Barral, que lo rescata de nuevo en 2009. En mi opinión, no le vendría mal una nueva traducción. El segundo de esos libros se titula, pues, Un ángel en mi mesa. El primero lleva por título La tierra del es, traducción del juego de palabras del título original en ingles The is-land. El título del tercero es El mensajero de la ciudad espejo. Estos dos últimos títulos citados, aunque hasta que no llevo la lectura bastante avanzada no soy consciente de ello, son definitorios de la cualidad de exiliada de Janet Frame.

«Mi comunidad anterior fue mi familia. En La Tierra del Es, utilizo continuamente la primera persona del plural: nosotros. Mi época de estudiante fue tiempo conjugado en «yo». Ahora, como paciente de Seacliff, volvía a formar parte de un grupo, pero, al mismo tiempo, estaba más profundamente sola, ya no era ni siquiera un «yo» fracturado. Me convertí en «ella» o una de «ellos»».

Seacliff supuso para Janet Frame la despersonalización total. Seacliff fue el primero y último de los hospitales psiquiátricos en los que la escritora estuvo internada de manera intermitente durante ocho años.

A Janet Frame la literatura le salvó la vida. He de decir que no estoy muy de acuerdo con esa idea tan extendida de que la literatura salva de tantas cosas como se dice. Como no nos apliquemos nosotros mismos a salvarnos, apañados estamos. Pero en el caso de la escritora neozelandesa, la literatura le salvó la vida literalmente. Todo acordado para practicarle una lobotomía, uno de los psiquiatras de Seacliff decide cancelar la operación al enterarse de que a Janet le ha sido concedido un premio literario por el primero —y hasta ese momento único— de sus libros publicados. La literatura, pues, la salvó. Sin embargo, la literatura no curó a Janet Frame porque Janet Frame no necesitaba ser curada. La escritora nunca padeció esquizofrenia, erróneo diagnóstico que durante muchos años nadie se preocupó de revisar.

No quería comenzar así. No quería que la no-esquizofrenia de la autora neozelandesa fuese el episodio inaugural de esta entrada. Me parece —y me sigue pareciendo— algo sensacionalista. Porque su vida, su forma de contarla y ella misma ya son sensacionales sin ese episodio. Porque, además, poco nos cuenta la autora en este libro de sus estancias en hospitales o pabellones psiquiátricos (sí de lo que supuso para ella); para eso está la ficción (su novela Rostros en el agua), para eso están los viajes a la Ciudad Espejo y la vuelta de ellos como mensajera. Es, precisamente, porque vuelve de esos viajes, porque no pierde el contacto con la realidad, por lo que Janet no era esquizofrénica. Pero me es difícil hablaros de ella sin mencionar esta terrible 'anécdota' de su biografía, y no porque esta haya marcado un antes y un después en su vida, sino porque, indudablemente, sus estancias hospitalarias marcaron los años posteriores a estas, pero, también indudablemente, los años anteriores la encaminaron a ese lugar de interna psiquiátrica no esquizofrénica, a ese exilio por excelencia.

El rasgo más característico de Janet era la timidez. Desde niña muestra un comportamiento dócil y se esmera en cumplir las expectativas ajenas tal vez porque «la obediencia encerraba menos dolor que la desobediencia». Su «único núcleo de rebeldía era íntimo, basado en una imaginación que no estaba segura de poseer», pues su deseo, por entonces aún secreto, es convertirse en poeta. Desde pequeña muestra curiosidad por el lenguaje y sensibilidad hacia él. Se cría junto a sus padres y hermanos. Su madre es una mujer que sacrifica su realización personal (que no hubiera sido muy diferente de la de su hija) para ocuparse de su familia. Su padre muestra en ocasiones un talante complicado derivado de su incapacidad para canalizar sus sentimientos. Es una familia de modestos recursos económicos que ha de hacer frente a varias tragedias familiares. Es curioso como durante la lectura del primer libro de esta autobiografía tengo la sensación de estar leyendo una historia ambientada en los Estados Unidos en vez de en Nueva Zelanda. Tan solo me sacan de mi ensueño detalles tales como, por ejemplo, un día de Navidad pasado en la playa. Pero, si lo pienso bien, ambos son países colonizados por inmigrantes de países europeos en su mayoría angloparlantes que, en ambos casos, consiguieron convertir en minoría a la población nativa. No deja de ser también curioso cómo Janet Frame ha de abandonar su país por unos años para que este comience a cobrar identidad propia ante mis ojos. Es este un exilio voluntario (o tal vez una decisión que toman casi más otros por ella que ella misma), pero creo que necesario.

Oamaru, ciudad en la que Janet Frame pasó la mayor parte de su infancia. Fotografía de Helen Oakes bajo licencia CC BY-NC-ND 2.0.

Durante la infancia de Janet su familia se verá afectada por la Gran Depresión. Nuestra escritora es solo una adolescente cuando estalla la Segunda Guerra Mundial. El año en que esta termina, 1945, es el año de la bomba atómica, pero también el año en que la trampa que la propia Janet ha ido tejiendo inconscientemente detonará y terminará por atraparla propiciando su primer ingreso en Seacliff. Pero, antes de esto, Janet deja la casa familiar para trasladarse a Dunedin a estudiar en la Escuela de Magisterio y en la Universidad. Todos creen que será maestra, pero ella sigue cultivando el anhelo de convertirse en poeta. Parte, pues, de la tierra del es, de esa tierra en tiempo presente, para adentrarse en el tiempo futuro. Atrás deja también la tierra y el tiempo de la incomodidad y vergüenza por la estrecha chaqueta escolar que le oprimía los pechos y que tuvo que usar varios cursos porque no había dinero para una nueva, de los pocos amigos, del oh, Jane es tan original, del sempiterno consejo de alisarse el pelo rojizo que le crece crespo hacia arriba (bueno, esto último, en realidad, nunca conseguirá dejarlo atrás). Pero en esa tierra y en ese tiempo del que se despide ella es, aunque sea como parte de ese nosotros que es la familia. En cambio, con el exilio de la is-land, Janet pronto descubrirá lo que significa «encarar el futuro: estar sola, sin nadie con quien hablar, con miedo a la ciudad y a la Escuela de Magisterio y a la enseñanza, y tener que simular que no estaba sola, que tenía mucha gente con quien hablar».

«Había tejido con tanto esmero y con una textura tan prieta mi capa visible de «ninguna molestia, una estudiante callada, siempre con la sonrisa pronta (escondiendo los dientes cariados), siempre contenta», que ni yo misma podía rasgar la tela del engaño. Me sentía completamente aislada. No tenía en quien confiar, a quién pedir consejo; ni tenía adónde ir. ¿Qué podía haber en todo el mundo que yo pudiera hacer para ganarme la vida y seguir siendo yo misma, la que yo sabía que era. Yo sabía que las máscaras de quita y pon tenían su lugar, todos las llevaban, hacían furor entre los humanos; pero aquellas máscaras colocadas con cemento acababan impidiéndote respirar, asfixiándote».

Esa máscara, esa capa visible tras la que se oculta la tela de araña que la irá atrapando y aislando, esa angustia que le produce el sentirse expuesta al escrutinio ajeno —que, por otra parte, suele estar intrínsecamente unida al paradójico deseo de ser, de pertenecer a algún nosotros— unida a su cándida ingenuidad y a la inocente vanidad de Janet alimentada por su creencia de que a su vida le faltaba una gran tragedia que diera origen a esa especie de leyenda negra que pensaba había de tener un artista —«Usted me recuerda a Van Gogh, a Hugo Wolf...», le diría un joven John Money (John Forrest en la autobiografía de Frame) sin sospechar el fruto que daría la semilla que estaba regando en Janet—, así como su carácter acomodaticio, la hacen dar con sus huesos en el pabellón psiquiátrico. La desidia de los facultativos y, en cierto modo, la escasez de personal médico confabularán para que le cuelguen la etiqueta de loca y el fatal diagnóstico de esquizofrénica. 

«Yo me había metido en una trampa, aunque una trampa es también un refugio», escribe Janet Frame en su autobiografía al echar la vista atrás sobre aquellos años. Y es que para la escritora el erróneo diagnóstico es un parapeto tras el que esconderse y en ocasiones una justificación. Cuando se desprenda oficialmente de su categorización como enferma mental se sentirá desnuda, como en un nuevo exilio, sin pertenecer ya al mundo de los locos pero sin encajar en el mundo de los cuerdos, insegura, además, sobre sus aptitudes como escritora y temerosa de no llegar a conseguir jamás su sueño, y «si no podía habitar en el mundo de los que escriben libros, ¿dónde podría sobrevivir?»

Seacliff psychiatric hospital, Dunedin. Ref: 1/2-002563-F. Alexander Turnbull Library, Wellington, New Zealand. /records/23242138

Los veinte años de Janet son años sepultados y sus treinta son un nuevo exilio de la vida y experiencias que debería de haber acumulado a su edad. Recuerda con nostalgia la ilusión que le provocaban de pequeña las primeras veces y compara esa fuente de felicidad con la vergüenza que le produce ahora hacer ciertas cosas por primera vez. Asimismo, comienza a cuestionarse el papel de buena chica que sigue las reglas y resiste las tentaciones. Lo que otrora la recompensara con el elogio que «había provocado en mí un engreimiento almibarado, ahora no me producía satisfacción porque en la aritmética de mis treinta y dos años suponía una resta más que una suma para mi amor propio». Sin embargo, está demasiado acostumbrada a desempeñar el papel de buena chica y los años de internamiento y tratamiento no han hecho más que acrecentar su docilidad.

La literatura la salva y se despide de los internamientos psiquiátricos. Es un hombre, sin embargo, el que le ofrece la tabla para mantenerse a flote. Y aunque soy de las que piensa que lo que no hagas tú por ti no lo va a hacer nadie, a veces, en el momento más oportuno, de forma providencial, aparece alguien que tiende una mano sin esperar más que esa mano sea agarrada. Ese hombre para Janet fue el escritor Frank Sagerson, el cual tuvo en ella la confianza que a ella misma le faltaba y le cedió una barraca en su jardín para que la escritora viviese y escribiese. Así, gracias a la generosidad y a las gestiones de Fran Sagerson, la escritora pudo disponer de ese anhelado lugar para vivir y escribir y de dinero para mantenerse durante una temporada. 

Otro hombre que le hará bien a Janet y que la ayudará a apuntalar su confianza es el doctor Cawley. No todos los psiquiatras con los que trató serían nefastos para ella. Así, el doctor Cawley opinará que Janet «realmente necesitaba escribir, que para mí representaba un estilo de vida» y «fue claro en su respuesta a la presión a la que siempre me sometían los demás con respecto a que debería «salir y relacionarme con la gente»: como estilo de vida ideal, me aconsejaba que viviera sola y escribiera mientras me resistía, si así lo deseaba, a las demandas de los demás con respecto a que me «relacionara». Nunca había existido ninguna posibilidad de que yo no fuera capaz de existir en el «mundo real», a menos que esa existencia también me privara de mi «propio mundo», de los viajes a la Ciudad Espejo, ya fuera mediante el Mensajero que siempre está presente, o por mí misma». El doctor Cawley también le solventa algún asunto práctico, y si a alguno esto le resulta extraño o ajeno a las competencias de un médico, la propia Janet podría responderle así: «Mi respuesta interesada sería que nada carece de importancia, a menos que la persona que busca ayuda admita o crea que no la tiene. Sé que a los treinta y tantos años, la mayoría de las mujeres cuentan con la ayuda de un compañero o un marido. También sé que no existe «la mayoría de las mujeres», y que el no casarse, ya sea por falta de ganas o incluso por alguna incapacidad, no significa un fracaso personal: el fallo está en las expectativas de los demás».

La Ciudad Espejo ha sido mencionado varias veces en esta reseña. Pues bien, la alusión a esta ciudad de la imaginación, reflejo distorsionado de la realidad, no ha sido algo casual. Y es que la Ciudad Espejo es la verdadera patria de Janet Frame, su verdadero hogar, el lugar al que pertenece. Todo lo que la imposibilita o incapacita para viajar allí significa para ella estar en el exilio. Sobre sus incursiones en la Ciudad Espejo, las ficciones que en ella se cuecen y lo que la capacita para escribir esta autobiografía en la que por primera vez se mira a ella y no a los reflejos que devuelve el espejo que es esa ciudad, Janet Frame nos cuenta lo siguiente:

Carrer d'Ignasi Riquer, Dalt Vila, Eivissa
Durante los años que pasó fuera de Nueva Zelanda,
Janet Frame vivió una temporada en esta calle ibicenca.
Fotografía de Jeremy Page bajo licencia CC BY-NC-SA 2.0

«Había aprendido a ser ciudadana de la Ciudad Espejo. Lo único que me capacita para continuar esta autobiografía es que aunque he utilizado, inventado, mezclado, remodelado, cambiado, añadido y quitado algo de todas mis experiencias, nunca he escrito directamente de mi propia vida y mis propios sentimientos. Sin duda, me he mezclado con otros personajes que son en sí mismos un producto de lo conocido y lo desconocido, de lo real y lo imaginado; he creado «yos», pero nunca he escrito sobre «mí», ¿Por qué? Porque si hago ese aventurado viaje a la Ciudad Espejo donde todo lo que he conocido o visto o soñado está bañado con la luz de otro mundo, ¿qué sentido tiene que regrese sólo con un reflejo de mí misma? ¿O de otros que existen bajo la luz del día? El yo debe ser el recipiente de los tesoros de la Ciudad Espejo, el Mensajero, por así decirlo, y cuando llega el momento de ordenar y enumerar esos tesoros para transformarlos en palabras, el yo debe ser el trabajador, el que lleva la carga, el que escoge, el que coloca y el que pule. Y cuando el trabajo queda concluido y debe soportarse la nada, el yo puede tomarse un descanso, aunque sólo sea para volver a tejer el recipiente usado que aguarda la siguiente visita a la Ciudad Espejo. Éstos son los procedimientos de la ficción. «Poner las cosas por escrito tal como ocurren» no es ficción; debe existir el viaje que uno hace por su cuenta, el cambio de la luz que converge sobre el material, la disposición de la autora misma a vivir dentro de esa luz, de esa ciudad de imágenes gobernada por leyes, elementos y monedas diferentes. Escribir una novela no es sencillamente salir de compras al otro lado de la frontera, a un país irreal: son horas y años pasados en las fábricas, las calles y las catedrales de la imaginación, aprendiendo el singular funcionamiento de la Ciudad Espejo, sus cielos y su espacio, su propio sistema planetario, sin detenerse a pensar que una puede quedar sin hogar en el mundo, en la bancarrota, abandonada por el Mensajero».

Os imaginaréis que me he quedado con muchas ganas de viajar alguna de esas ciudades espejo de Janet Frame, de conocer la ficción de la que es considerada, tras Katherine Mansfield, la escritora más importante de su país. Os imaginaréis también que Rostros en el agua es una novela que me resulta muy apetitosa. Respecto a la no ficción que es esta autobiografía, solo (y con ese solo lo digo todo) puedo decir que la autora me ha enamorado. Un ángel en mi mesa es una auténtica maravilla. Es retrato de una época y de un estrato social determinado. Es saga familiar. Es novela (aunque no lo sea) de iniciación. Es la historia de una mujer que se enfrentó a los convencionalismos y luchó por vivir su vida no solo como quería sino también como necesitaba. Es la historia de cómo se forjó una escritora. Janet Frame narra su vida con una naturalidad apabullante y firma una autobiografía que desprende serena belleza y desolación a partes iguales. Reconozco que, como buena tímida, me he identificado mucho con ella.

«Existe una cierta felicidad que nace del reconocimiento de la grandeza literaria; es como si uno regalara algo que deseaba guardar para sí y, al darlo, despejara un espacio para un nuevo cultivo, esperando la llegada de una nueva estación bajo un sol secreto. Admirar toda obra de arte es como enamorarse; caminas por los aires; la decadencia, destrucción o muerte están dentro de ti, no el ser amado; es enamorarse de la inmortalidad, es libertad, es un vuelo por el paraíso. No puedo menos que recordar con amor mis días en Esmonde Road», cuenta la autora al recordar las lecturas que compartió con Fran Sargeson durante la temporada que pasó en su cabaña. No puedo menos que recordar con amor mis días trascurridos en compañía de Janet Frame, os cuento yo. Como si me hubiese trasportado a una ciudad espejo, siento que esos días han sido años. Calculo que en el momento en el que me despido de la escritora ella cuenta aproximadamente unos cuarenta años, los mismos que siento he pasado en su compañía. Frame vivió hasta los setenta y nueve. Desconozco sus peripecias vitales en esa segunda mitad de su vida, pues no he encontrado información al respecto, pero el punto vital en el que decide concluir su autobiografía me ha parecido muy oportuno y, además, le da una especie de cierre cíclico a la historia. Respecto a la primera mitad de su vida, que es la que conozco, qué puedo decir. Janet Frame me ha cogido de la mano desde antes de nacer. La he agarrado fuerte para que sintiera que estaba con ella y no la he soltado en ningún momento. Ha sido ella la que finalmente me ha dicho adiós. Y yo me he quedado ahí, como el que despide a alguien querido que parte en un tren o en un barco, con una intensa sensación de orfandad, con la impotencia que me han provocado las ganas de llorar motivadas por esa mezcla del sufrimiento de Janet Frame que he experimentado y de la felicidad que me ha proporcionado, y aunque en parte aún continúo dentro de esa otra ciudad espejo que creamos los lectores cuando leemos, no puedo tampoco evitar sentir que he sido desterrada al exilio, algo que todos sentimos cuando terminamos un libro en el que hemos querido y sido felices.

«Todo escritor (todo ser) es un exiliado».

Retrato de Janet Frame en el mural diseñado por Daniel Mills e ilustrado con la colaboración de Filipa Crofskey y Daniel Mead
en Dunedin
, ciudad en la que nació y murió la escritora. Fotografía de AnnWoolliams bajo licencia CC BY-SA 4.0.







Ficha del libro:
Autora: Janet Frame
Traductores: Juan Antonio Gutiérrez-Larraya, Ana María de la Fuente y Elsa Mateo
Editorial: Seix Barral
Año de publicación: 2009
Nº de páginas: 480
ISBN: 978-84-322-2839-1






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Comentarios

  1. ¡Hola!
    Lo primero que me viene a la cabeza cuando empiezo a leerte es ¿en los ochenta se practicaban aun lobotomías??? 😳

    Que crudo eso de que la autora padeciera encierros en psiquiátricos a lo largo de su vida, por una enfermedad que no padecía, es trágico, tremendo... Me parece lógico que sientas la necesidad de hablar algo de ello, de esa "terrible 'anécdota' de su biografía", porque como dices, ese tipo de situaciones personales, pues inevitablemente marcan.
    Me parece curioso eso que cuentas que ella misma se metió sin ser consciente de ello en su propia trampa/refugio, su primer ingreso en el psiquiatrico. Ese diagnóstico incorrecto que al principio vio como una tabla de salvación , pero que al final supongo que se convirtió en su cárcel permanente en vida.

    La verdad es que no conocía a Janet Frame, ni sus circustancias personales, pero tras leer tu reseña, esta mujer me ha cautivado por completo, como a ti, aunque solo hayas conocido la primera mitad de su vida.

    Ayyyy que sensación tan particular esa que sentimos los lectores tras una lectura fascinante, esas lecturas que nos hacen sentirnos felices y no queremos acabar nunca, porque sabemos (al menos en mi caso) que nos va a costar encontrar algo nuevo a lo que engancharnos tanto
    Pero ¡que te quiten lo bailaooo!, como suele decirse, me alegro que hayas disfrutado tanto con esta no ficción que sabes no leeré, pero que me ha encantado descubrir de tu mano
    Besos

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    1. Frame publicó los tres volúmenes de su autobiografía en los años ochenta, pero fue en los cuarenta cuando fue internada por su supuesta esquizofrenia. Seguro que ahora te cuadran más las fechas, Marian.
      Yo supe de este libro a través de Almudena Sánchez y su libro Fármaco. En un primer momento no caí, pero luego me di cuenta de que ya sabía de esta escritora porque Trotalibros había rescatado recientemente su novela Rostros en el agua, en la que ya me había fijado. Como el libro de Almudena trata sobre su depresión, pensé que Janet también la había padecido. Fue indagando un poco más sobre la autora que supe de sus internamientos psiquiátricos y de su falso diagnóstico, y ahí fue cuando me dije que tenía que leer este libro sí o sí.
      Esa sensación de costarnos despedirnos de un libro la conocemos muy bien todos los lectores. Esta autobiografía se lee muy bien y te agarra desde el primer momento. Y, aunque no sea ficción, se lee como si fuera una novela. Hay muchos libros de los que leo que no te veo leyéndolos, Marian (y viceversa, jeje), pero en este caso yo no lo descartaría completamente.
      Besos

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  2. ¡Holaaaa!

    Madre mía, pues no he leído a la autora, pero sin duda me has dado mucha curiosidad por su vida y por esta biografía.
    En fin, que duro todo el tema del psiquiátrico en esa época... guau, la verdad es que tiene que ser terrible, muy duro.
    Pero vamos, que sin duda me has dejado con mucha curiosidad por su obra, por ver como escribe, tendré que echarle un vistazo :D

    ¡besotes!

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    1. Escribe super bien. Lo cuenta todo con mucha naturalidad y al menos a mí me ha resultado imposible no empatizar con ella en todo momento. Y, sí, su vida es muy interesante. Todo un acierto plasmarla en una autobiografía.
      Besos

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  3. Respuestas
    1. Yo lo descubrí hace poco y me alegro mucho de haberme animado a leerlo.
      Besos

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  4. No conocía este libro ni a su autora. Una vida dura, sin duda, sobre todo con el tema del psiquiátrico, que en esos años tuvo que ser más duro todavía. No sé si lo leeré, porque se me acumulan los pendientes, pero me has dejado con mucha curiosidad y si se cruza, no sé si me resistiré.
    Besotes!!!

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    1. Tuvo que ser una vida dura: el desconcierto de la infancia, lo que supone la adolescencia para una persona tan tímida, las tragedias familiares, la juventud tan solitaria y con los internamientos psiquiátricos, el aprender a vivir tras dejar estos atrás,... Sin embargo, Un ángel en mi mesa es también una historia de superación.
      Yo no le diría que no si se me cruzara, Margari. E incluso haría por ser yo lo que me cruzase con él, jeje.
      Besos

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  5. La literatura nos puede salvar de muchas cosas, pero hay otras que no encuentran su cura en los libros. Cando estoy verdaderamente deprimida, afortunadamente pocas veces y por poco tiempo, se me quitan las ganas de leer. Y he conocido casos de gente muy lectora que ante una pérdida importante ha dejado totalmente la lectura durante meses o años. «No puedo leer-comentan-no soy capaz de concentrarme».
    No sabía de Janet Frame y de esta autobiografía. Me ha hecho recordar continuamente a Sylvia Plath y su Campana de cristal.
    Si ya es terrible padecer esquizofrenia, que te la diagnostiquen sin tenerla tiene que ser el colmo del horror, aunque te permita por fin pertenecer a un «nosotros». La verdad es que hay personas con las que la vida no hace ni un derroche.
    Magnífica reseña. Siempre lo son, pero algunas...
    Un beso.

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    1. La literatura ayuda mucho y nos da muchísimo a los que hacemos por dedicarle tiempo, pero no es la panacea y ni siquiera creo que nos haga mejores el hecho de leer que el de no leer.
      No he mencionado a Sylvia Plath porque tengo la sensación de que la menciono a menudo en mis reseñas y no quiero resultar cansina, pero para mí es inevitable no pensar en ella cuando leo sobre las enfermedades mentales y su tratamiento en esos años. Janet se libró de la lobotomía pero no de las sesiones de electroshock, al igual que tampoco se libró Sylvia. También me he acordado de ella en relación a esa incertidumbre de no saber qué hacer con la vida en los años iniciales de la juventud o qué decisiones tomar. Por lo demás, son libros completamente diferentes y ambas son escritoras también muy distintas. Y no hay que olvidar que Janet no sufría ninguna enfermedad, mientras que Sylvia sí. Para ambas debieron de ser terribles los internamientos psiquiátricos, pero es cierto que no puedo dejar de pensar cómo debe de ser estar internada en una institución mental sin padecer ningún trastorno. Y lo triste y terrible es que en aquellos años el caso de Frame no debió de ser el único. Más allá del trato no siempre correcto por parte del personal, cómo ha de ser convivir día y noche con el resto de internos. En ese sentido, aun siendo ficción, Rostros en el agua me resulta una lectura muy tentadora.
      El libro sí que es magnífico. Es una maravilla. Afortunadamente para mí, una buena parte de lo que leo son lecturas muy muy buenas. Sería injusto por mi parte y no sería objetiva si situase Un ángel en mi mesa por encima de algunas de ellas, aun siendo un libro al que no le he encontrado ni un pero. Pero, subjetivamente, todos tenemos ese puñado de libros que nos llegan de una manera especial y para mí este es uno de ellos. Además, si bien es cierto que hay libros complicados de recomendar y destinados quizás a un público muy determinado, en este caso pienso que es un libro que puede gustar y mucho a muchos lectores.
      Besos

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  6. Pues fíjate que había desechado leer a esta autora. He visto el libro que ha publicado Trotalibros y el tema del psiquiátrico, y después de leer Hielo que no me enteré de nada, me dije otro de esos no. Pero después de leer tu reseña de su biografía creo que comenzaré por este. Un abrazo

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    1. Te comprendo, Esther. Hielo es una novela muy confusa y entiendo que su lectura pueda resultar desesperante. No sé cómo será el estilo de Rostros en el agua, pero sí te aseguro que la Janet Frame de Un ángel en mi mesa no tiene nada que ver con la Anna Kavan de Hielo. Creo que en este caso sería una lectura muy gratificante para ti.
      Un abrazo

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  7. Lo leí hace tiempo y me fascino, quiero seguir leyendo a la autora.

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    1. Yo he leído también Rostros en el agua. Es diferente a este, pero por otra parte, aunque de ficción, completa en cierto modo la parte de su vida relativa a los ingresos psiquiátricos por los que en su autobiografía pasa por encima. Y quiero leer también Hacia otro verano.
      Saludos

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